Arguediana / Comentario

Ciberayllu
15 julio, 2008

Un mundo llamado Arguedas

Nuevo libro sobre la correspondencia con el múltiple escritor*

César Ángeles L.

 

La intensa obra de José María Arguedas (1911-1969), así como su agónica vida, continúan siendo un mismo universo abierto donde germinan investigaciones, antologías, aproximaciones diversas y, al parecer, inagotables hallazgos. Tal parece confirmar un nuevo volumen de Carmen María Pinilla: Apuntes inéditos. Celia y Alicia en la vida de José María Arguedas (Fondo editorial de la Universidad Católica del Perú; Lima, 2007: 380 páginas. Incluye fotografías de época). Está realizado con el mismo respeto y aprecio que sus otros trabajos sobre el estimable escritor andahuaylino; en este caso específico, sobre su entorno social, amical y familiar que lo cobijó mientras habitó entre nosotros. Pinilla continúa así su labor de rescate de la obra arguediana, iniciada diez años atrás y, desde el 2002, dirigiendo la «Colección José  María Arguedas» de la Universidad Católica del Perú.

Se trata de un volumen que recopila nutrido material epistolar con José María Arguedas, desde diversas fuentes y perspectivas. Al mismo tiempo, hay algunos apuntes autobiográficos del propio escritor, breves borradores literarios y poemas inéditos; a lo cual se suma el emotivo testimonio de la relación con José María a cargo de tres miembros de la familia Bustamante. Este material y la mayor parte de la aludida correspondencia proviene del archivo Bustamante Vernal, ya que Arguedas estuvo casado con Celia Bustamante por veinticinco años, y asimismo mantuvo fraterna amistad con su cuñada Alicia, la célebre pintora indigenista y promotora de arte popular. Con las inseparables hermanas Bustamante, Arguedas penetró aún más en Cubierta libroel circuito letrado y artístico en la Lima de los años 40-50, ya que no sólo provenían ellas de una respetada familia limeña, con ascendencia entre intelectuales, políticos, militares y artistas del medio, sino que al fundar la recordada peña Pancho Fierro tuvieron allí una suerte de punto de encuentro con la intelectualidad de aquellos años. Así también explayaron su vocación por integrar en Lima algunas de las diversas manifestaciones socio-culturales provenientes de  otros pueblos y regiones del Perú, sobre todo de la sierra. Se entenderá, pues, la hermandad que casi de modo natural debe haber habido entre ellas y José María, quien así se consolidó en la desértica capital peruana. Al decir de la propia Pinilla, en su «Introducción», compartían «un proyecto político común, cuya dimensión utópica los moviliza desde que se conocen. Ese proyecto fue el socialismo tal y como lo entendió [José Carlos] Mariátegui, dentro del cual el mundo andino tiene una importancia fundamental» (31).

En estas nuevas páginas de archivo arguediano, cautiva y conmueve el tránsito de la relación entre José María y Celia Bustamante, durante el período en el que creó la mayor parte de su obra; así como los altibajos por causas emocionales del propio escritor o de la propia relación sentimental, hasta  culminar en una desgarradora separación (Ver 327-329, y 346-357). Todo lo cual coincide con su nueva y difícil relación con Sybila Arredondo, en Chile, y su trunco tratamiento terapéutico con Lola Hoffmann (de quien llama la atención el trato de «madre» e «hijo» que se daban).

Entre todo ello, se recupera a Arguedas en su faceta de activista y promotor, siempre alentando variados proyectos de investigación —que lo han de llevar a viajar por tantos lugares del país y de América Latina, incluso Europa—, desde los diversos trabajos y roles que desempeñó. Sólo sus periódicas crisis depresivas interrumpían esa febril actividad (al respecto, qué conmovedora resulta la carta en la que prácticamente se desnuda espiritualmente ante Celia: «una parte de mi espíritu no ha podido crecer, se quedó como cuando yo era niño; y creo que tú no has logrado amoldar tu carácter a actos que brotan de esa parte de mi ser»: 122-125). Asimismo, todo lo anterior, sumado a su propio talento y compromiso sincero con las heridas y la sanación de este país, vía el arte, la literatura, la docencia o incluso la política —Arguedas vivió cárcel, en El Sexto, donde trabó amistad con las hermanas Bustamante quienes visitaban a los presos políticos al ser parte de Socorro Rojo: organismo de apoyo del PC—, le granjeó el aprecio de muchos personajes destacados de la época (como Manuel Moreno Jimeno, Efraín Morote Best, Carlos Cueto, Walter Peñaloza, Jorge Basadre y el editor argentino Gonzalo Losada, entre otros). También obtuvo el afecto y admiración de muchos jóvenes universitarios y de la gente más sencilla, la misma que llenó su entierro en 1969 entre estrofas de La Internacional, banderas rojas, violines, charangos, danzantes de tijeras y versos en quechua.

Además de la nutrida correspondencia entre Arguedas, Celia y Alicia Bustamante, hay testimonios memorables de la amistad entre el autor de Yawar Fiesta y el poeta vanguardista Emilio Adolfo Westphalen, uno de los vínculos más poderosos y fértiles que tuvo Arguedas en vida. En contra de quienes pueden imaginar a un Westphalen cosmopolita y ajeno a las vicisitudes del Perú, está esa espléndida carta cuando Westphalen, en la senda de su aliado César Moro, zahiere a una Lima que expresa antiguos males del Perú (187). Al poeta le interesaba vivamente la obra peruanista de Arguedas, y es por todo ello, de seguro, que éste le dedica su novela final El zorro de arriba y el zorro de abajo. Asimismo, es de antología la correspondencia entre éste y un joven Enrique Congrains, debatiendo poéticas narrativas, abordando el emergente tema de las barriadas, el centralismo limeño, y es claro el propio respeto que ambos se profesaban por encima de las discrepancias.

Sin duda, fue su obra Los ríos profundos (1958) la que, de la mano de la efervescencia e interés por América Latina en los años 60, le abrió más las puertas en Europa y en los círculos latinoamericanistas de Estados Unidos. Ello se aprecia en la nutrida correspondencia con diversas editoriales europeas para traducir Los ríos profundos, así como también otros libros y artículos suyos. En este campo, destaca la amistad y cooperación con François Bourricaud, Gonzalo Losada y John Murra.

Es decir, este libro es una singular entrada para quienes mantengan especial interés no sólo en los avatares personales y duras batallas libradas por el propio José María Arguedas, para sacar adelante su heterogénea labor como antropólogo, como educador o, sobre todo, como narrador comprometido con la historia peruana; sino que al mismo tiempo ofrece el retrato de personajes, ambientes, costumbres y problemáticas de un país como éste, que entre los años 30 y 60 (el lapso de la labor creativa de Arguedas) tuvo más regímenes políticos antidemocráticos que lo contrario.

Por otra parte, cabe decir que es difícil imaginar un libro de esta naturaleza con los autores que surgen hoy en día. La correspondencia ya no se suele hacer con tinta sobre papel, sino que se prefiere el correo electrónico y las variadas ofertas del mundo de la informática. Así, ¿cuáles documentos impresos podrían quedar con la fugacidad de la comunicación electrónica? Por eso, también, este libro de Pinilla testimonia una época en la que viajar, por ejemplo, era exponerse a una falta de información sobre los lugares que uno iba dejando literalmente atrás; aún más si se viajaba al extranjero. Era una época donde la comunicación, diferida, hacía quizás más intensos el envío y la recepción de intercambio epistolar entre amigos y familiares.

Hay que destacar, asimismo, la meticulosidad de la edición, ya que las 406 notas informativas, además de una acertada «Introducción», van situando mejor al lector acerca de los hechos y personajes mencionados durante el vértigo de las cartas, así como sobre ciertas características de las mismas, no siempre legibles o completas (como cuando en la nota 158, a propósito de una bio-bibliografía preparada por el propio Arguedas, en 1958, la editora señala: «Sigue un largo párrafo tachado en el cual, sin embargo, es posible distinguir con nitidez lo siguiente: ´Otro libro que me conmovió casi tanto como Los Miserables fue El Estado y la revolución de Lenin, desde entonces creí que mi vida tomaba un objetivo digno`»: 170). Todo lo cual es otra evidencia de la seriedad profesional con que se ha abordado esta obra, con el objetivo principal de permitir el mejor conocimiento de Arguedas, su proceso personal, poético e ideológico, así como su tiempo y su escena vital. No estamos, pues, frente a exégetas literarios que piensan que aquello que no aparece en los libros de un autor no interesa. Felizmente. Aquí la idea es otra, ya que es indudable que un autor es alguien de carne y hueso que interactúa, para bien o mal, con su época, y que ello ha de reflejarse mediante la inevitable transposición poética en su labor literaria. Más aún en autores como Arguedas, quien vivió el acto creativo románticamente, no diferenciando demasiado entre lo que su imaginación le dictase y la propia realidad donde se situaba y operaba. Ello queda patente en líneas como éstas que dirige a Celia, ¿en 1944?: «Tu carta me ha llegado como el contenido del poema de [Walt] Whitman. (...) bien podemos vencer a la muerte, y atajarla hasta cuando hayamos rendido a la vida todo nuestro fuego!» (136).

Cabe agregar, por otro lado, que si José María partió desde un inicial anticapitalismo romántico fue acercándose cada vez más a una posición de mayor consistencia y radicalidad ideológicas, como reafirmó hacia el final de su vida con la adhesión al proyecto socialista que encarnan dos autores peruanos revolucionarios como César Vallejo y José Carlos Mariátegui (Ver «No soy un aculturado»: discurso al recibir el premio «Inca Garcilaso de la Vega», 1968). Este proceso fue de la mano de su propia y cada vez más desgarrada conciencia —adquirida en sus diversos cargos públicos así como en la propia docencia escolar y universitaria— de que el Estado, sus funcionarios, sus agencias y su amplia red de clientelaje en el Perú no eran (no son) parte de la solución sino del gran problema que pesa sobre los hombros de los actores más empobrecidos de este país.

Aquí puede hallarse una más adecuada explicación al suicidio de José María Arguedas. De seguro que en una sociedad y un mundo donde sus múltiples iniciativas democratizadoras y populares hubiesen tenido mejores terrenos para fructificar, sensibilidades como las de Arguedas habrían alcanzado otros desenlaces. Ya aclaró el poeta Antonin Artaud, en su ensayo sobre Vincent Van Gogh certeramente titulado El suicidado de la sociedad: «Nadie se suicida completamente solo. Nunca nadie está solo al nacer. Tampoco nadie está solo al morir. Pero en el caso del suicidio, se precisa de un ejército de seres maléficos para que el cuerpo se decida al acto contra natura de privarse de su propia vida».

Como en toda arqueología literaria, no puede evitarse construir y circular una imagen del autor elegido. En este sentido, el riesgo de las exégesis literarias es congelar a ciertos célebres escritores en tanto mitos y ocultar así el grado de contradicción que muchos establecen con la realidad concreta. Tal parece suceder a veces con la movilidad subversora de alguien como José María Arguedas, cuya personalidad y obra desordenan lo establecido, lo canónico, y por ello quiero discutir aquí algunos puntos a propósito de una anterior recopilación llevada a cabo por Carmen María Pinilla, y que forma parte de su ya mencionada labor. Específicamente, acerca de la línea que subyace en algunos apologistas arguedianos, que más bien refuerza un sentido ecuménico sobre este autor, como se desprende, por ejemplo, de los textos que introducen la antología José María Arguedas. Kachkaniraqmi! Sigo siendo! (Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2004). Me refiero a las presentaciones, en el citado volumen, de Henry Pease y Gonzalo Portocarrero, así como a pasajes de la misma «Introducción» de Pinilla, donde se aprecia una imagen más bien estetizante o de tolerancia multiculturalista del legado arguediano, en la línea de una interpretación que tiene vasos comunicantes con ser expresión de «todas las patrias», según la crítica de Antonio Cornejo Polar en su libro Escribir en el aire. Cierto que el propio Arguedas es autor de esta última frase («en nuestra patria, en la que cualquier hombre no engrilletado por el egoísmo puede vivir, feliz, todas las patrias»: en El zorro de arriba y el zorro de abajo), pero si desde ella se deduce sólo una apuesta del autor por lo múltiple, se corre el riesgo de no discriminar «las patrias» a que aludía Arguedas donde no caben ni el grillete ni el egoísmo; es decir, la explotación. Y se suele no prestar oído atento a lo que también escribió el novelista en el mismo pasaje del mismo libro, como veremos en otra cita, más adelante.

La labor de Arguedas en diversos frentes tuvo la impronta política de contribuir al cambio real de esta historia peruana y sus múltiples secuelas de discriminación y maltrato contra las mayorías. Obviamente, en un país andino como el Perú esto se imbricó, en su caso, con reivindicaciones étnicas, culturales y lingüísticas, pero sería un error limitar la recepción de Arguedas y su obra a este plano. Tampoco cabe diluir su capacidad de confrontar no sólo las conciencias de los lectores más sensibles y atentos, sino de remecer algunos de los pilares más antiguos que soportan el orden imperante en el Perú. Su solidaridad práctica y labor creativa a favor de causas y batallas democráticas aquí y en todo el mundo otorgan mayor relevancia, proyección y coherencia a lo dicho.

Por ello, cuando Carmen María Pinilla concluye que la muerte de Arguedas se debería a que se hallaba «atenazado por la angustia radical y atormentado por la desaparición de elementos culturales del pueblo andino» (Kachkaniraqmi!: 34), aunque tiene un fondo de verdad no ofrece todo el drama arguediano. No creo en verdad que, en su corazón, José María estuviese tan seguro de esa «desaparición de elementos culturales del pueblo andino» como remarca Pinilla. Más bien era un convencido de la fuerza y capacidad para recrearse de la cultura quechua, y Chimbote le da un escenario caótico pero mestizo y moderno (de una modernidad herida, periférica y abigarrada, pero modernidad al fin), donde la migración quechua adquiría un nuevo rostro, masivo y urbano, cuya violencia se expresaría en toda su dimensión durante los años siguientes. El propio Arguedas anticipó ello, como aparece al final de su artículo «El Ejército Peruano» (en Oiga, 5 de dic., 1969) a propósito de los comienzos del velascato y las ilusiones que abrió en algunos. Retomando las citadas palabras de Artaud, su muerte tuvo un carácter personal y sobre todo político, y en su crisis como individuo y escritor no halló más para sí un papel activo que cumplir en los nuevos y beligerantes tiempos por venir, como se lee en las páginas de su estremecedor diario que intercala en El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969, póstuma), en especial en el «¿Último diario?». Y, sin embargo, vive y nos ayuda a mover los vulnerables cimientos de este mundo y este país tan viejos:

[...] conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres ‘alzamientos’, del temor a ese Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador. Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin. (De «¿Último diario?»).

Es decir, que si el sujeto literario que la poética arguediana ha diseñado expresa mejor nuestra heterogeneidad cultural y social (en relación, por ejemplo, con el indigenismo primigenio, maniqueísta aun en su afán reivindicador), ello se hace desde una posición popular cuya utopía política no acepta al menos una patria: la de los de arriba y sus allegados, quienes llevan a cabo el dominio y exclusión de las mayorías. Heterogeneidad no implica necesariamente conciliación, menos cuando el ideal se frustra entre la realidad concreta. La indignación y la cólera en una obra intensa como la de Arguedas no deben ser soslayadas, so pretexto de que él habría imaginado a priori nuestra nación en términos de convivencia pacífica entre lo diverso. Sería convertir su obra en un café descafeinado y callar que es esa «piedra de sangre hirviendo» que expresa el Ernesto de Los ríos profundos. Digamos más: piedra de sangre hirviendo, y arrojada.

Volviendo a la reciente entrega de Carmen María Pinilla, merecen mención aparte todos aquellos (en especial, por cierto, la familia Bustamante Vernal y, asimismo, Sybila Arredondo, propietaria de los derechos de autor de Arguedas y que desde hace años viene publicando su obra completa en la editorial Horizonte) que han autorizado sacar a luz parte de su archivo epistolar con el novelista. Ello es sin duda una prueba de valentía, pero también de su amor por el recordado escritor y de su honesta voluntad para contribuir al mejor conocimiento de alguien que, como pocos artistas, encarna la problemática más profunda de un país como el Perú.

Todo lo cual queda patente en este apreciable volumen y lo convierte en una muy recomendable lectura.

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Notas

* Publicado previamente en la revista impresa de cultura y política Intermezzo tropical 5: diciembre, 2007.

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© 2008, César Ángeles L.
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Ángeles L., César: «Un mundo llamado Arguedas» , en Ciberayllu [en línea]

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