Arguediana / Ensayos

Ciberayllu
4 octubre, 2008

Transculturación, utopía andina y heterogeneidad: Aproximaciones críticas al estudio de Los ríos profundos

Mario Mantilla Canchari

Es sobresaliente que tantos y tan variados estudios críticos se hayan dedicado a analizar Los ríos profundos y con tanta dedicación. Tanto así que pareciera que el libro Transculturación narrativa en América Latina hubiera sido un intento de Ángel Rama de aprehender y compilar la novela de Arguedas. Lo indudable es que todas estas explicaciones intentaron subsumir el mensaje de Los ríos profundos dentro del marco teórico que despliega la crítica literaria latinoamericana.

Uno de los instrumentos conceptuales usado por la crítica latinoamericana es la transculturación. Este término antropológico surge como un concepto contestatario al término aculturación, con el fin de reconocer que en el proceso de síntesis de dos culturas, hay un aporte cultural sustancial de la cultura dominada.

El término transculturación fue acuñado por Fernando Ortiz, etnólogo y antropólogo cubano, quien se adhiere a la corriente positivista originada en el siglo XIX. Luís Duno Gottberg, en su libro Solventando las diferencias: la ideología del mestizaje en Cuba, relata que Fernando Ortiz, en el estudio de la cubanidad, clama «por la modernización de la cultura nacional», dentro de un modelo nacional-popular (118). Fernando Ortiz describe la transculturación como el «proceso continuo de asimilación, en que las culturas originales pasan a desintegrarse» (150). Esta desintegración de las culturas no es pareja, algunos grupos tienen que integrarse a otros más fuertes, como por ejemplo los indígenas de Cuba, quienes perecieron por no poder resistir el «impacto de la nueva cultura» (151). Esta «nueva cultura» no puede más que referirse a la  civilización occidental. Fernando Ortiz en sus propios términos señala que:

Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo, en rigor, indicado por la voz inglesa aculturacion sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o el desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una desculturación y además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación. Al fin, como bien sostiene la escuela de Malinowski, en todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una transculturación y este vocablo comprende todas las fases de su parábola. (260)

Fernando Ortiz alega que el concepto de transculturación es indispensable también para comprender la historia de América en general (Duno Gottberg 260). Debemos de puntualizar que cultura es el compendio de un accionar y un pensar de un grupo social, en un tiempo y un espacio geográfico que en definitiva, traduce una cosmovisión del mundo. Por ende, una cultura no migra a otra: los que migran o cambian de cultura son los individuos. Las culturas no se abrazan, se relacionan las personas de diferentes culturas. En la guerra entre culturas que se libra con la venida de los conquistadores europeos, la cultura incaica (o azteca o maya o chibcha) no se mezcla con la cultura hispánica; simplemente se ordena la destrucción de sus prácticas productivas, de su organización política, de sus creencias religiosas y de sus mitos.
Michael J. Horswell percibe este proceso transculturador como la influencia que ejercen las culturas hegemónicas sobre otras culturas sojuzgadas. Estas culturas sojuzgadas renuncian a algunos de sus antiguos valores y adquieren otros nuevos valores y nuevos significados con lo cual se crean nuevas formas culturales (6). Horswell emplea adecuadamente el término «sojuzgar» en este proceso de transculturación, pues este término determina la relación de poder y dominación entre estas culturas. En la situación de sometimiento, en el caso de las culturas indígenas, debido en primera instancia, al dominio militar; los miembros de la cultura sojuzgada no tienen más alternativa que desistir de sus valores culturales. El término transculturación enmascara el proceloso y funesto acontecimiento que sufrieron las comunidades indígenas americanas.

La popularización del término transculturación se facilitó por el empleo del prefijo «trans», que dotó a este neologismo de un concepto moderno y técnico y que le dio el sentido de trasladar este proceso a otro nivel, a otra instancia, «más allá» y «al otro lado» del fenómeno social que se llevó a cabo. Incuestionablemente, el término transculturación  excluye otros componentes concomitantes del mismo proceso: saqueo y violación.

Una muestra de cómo el discurso crea términos, como el de la transculturación, para minimizar el proceso primario de coacción e imposición sobre las culturas sojuzgadas, lo da el estudio de la influencia que ejerce el idioma europeo sobre los idiomas de los pueblos indígenas americanos. Según Lienhard, esta influencia origina varios procesos lingüísticos. Uno de ellos es la resemantización, o «la apropiación de un concepto del otro idioma mediante la reorientación semántica de un vocablo» (La voz 103). Este procedimiento origina la «europeización de los idiomas amerindios»:

En tanto que idiomas «vencidos», ellos tuvieron que admitir, queriendo o no, la intrusión de un pensamiento lingüístico nuevo, moldeado por una tradición ajena. Comparando el proceso de europeización y racionalización escriptural del idioma guaraní con el de la conquista o colonización político-militar, la famosa reducción de los indígenas, B. Meliá [4.2/1978] llega a calificarlo de «reducción literaria»: concepto análogo al que Goody [1/1977], en su trabajo sobre la transformación escriptural del «pensamiento salvaje» en el viejo mundo, calificó de «domesticación». (105)

Como ejemplo, Lienhard cita el caso de cómo los misioneros, para introducir el concepto del dios cristiano, impusieron a los guaraníes el termino «Tupa» que designaba la divinidad guaraní del trueno (104). Obviamente los guaraníes tuvieron que aceptar forzadamente y con poca opción de rechazar, un concepto de naturaleza extraño a su cultura. Pero lo resaltante de este caso, es que prueba la conspicua práctica que tiene la cultura dominante de nombrar los procesos sociales con términos que esconden su real naturaleza.

En la práctica, el término transculturación nos permite describir cómo los conquistadores españoles conminaron a los miembros de las culturas indígenas a que cesaran en sus prácticas culturales; a que abandonaran a sus dioses; a que hablaran otra lengua; que rindieran obediencia a otro rey y que se hicieran cristianos. Porque, para que se cumpla o tenga validez el uso de este vocablo concebido por Ortiz, este proceso de transculturación, tuvo que ejercerse con la violencia. La violencia fue el factor imprescindible sin el cual no se pudo haber instalado y edificado el poder colonial civilizador de Europa en América.

Un libro que ofrece más luces sobre el proceso transculturador y esclarece aún más su sentido dominador es Nacimiento de una utopía: Muerte y resurrección de los Incas de Manuel Burga. El autor menciona cómo la dominación colonial requería la destrucción de la religión y las prácticas religiosas andinas para asentar el poder español mediante «quema, destrucción, castigos y prisiones» (151). Esta práctica se conoce como «la extirpación de las idolatrías». Según Burga: «La preocupación por extirpar las creencias religiosas indígenas y el afán por difundir la religión cristiana constituyeron las dos caras de una misma actitud, presente desde el mismo momento del descubrimiento» (150). La alternativa que tuvieron las etnias indígenas ante esta erradicación cultural fue «morir andinos o cambiar para sobrevivir» (368). Estos comentarios de Burga grafica objetivamente el carácter que la transculturación tuvo en la conversión de las comunidades indígenas a la religión católica. Por ello, cabe distinguir dentro de ese proceso, esta característica violentista que, en general, no se resalta lo suficiente. De ese modo, podemos definir una transculturación forzada, como un proceso de aculturación violenta, donde la disyuntiva al incumplimiento de la adopción de formas culturales ajenas a una cultura, es la aniquilación física, diferenciándola de una transculturación asumida o la aceptación e incorporación voluntaria de formas culturales de otra cultura. Una muestra de una transculturación asumida la encontramos en el propio libro de Burga y se refiere a lo que él llama «indios aculturados». Burga llama indios aculturados a los indígenas que adoptan la cultura occidental para preservar unos privilegios y para disfrutar de unos nuevos, dentro del régimen colonial: «La aculturación de los grandes curacas, su conversión en cristianos y el aprendizaje de la cultura occidental, al lado de la transformación de sus antiguos privilegios étnicos en una renta económica [...]» (351). Estos curacas emulaban el estilo de vida de los conquistadores, «comenzaron a vivir como ellos, a montar caballos, a portar armas europeas, a hablar español y a comer las carnes y cereales traídos de Europa» (353). Se advierte en estas citas la interesada actitud de estos curacas por beneficiarse del nuevo status quo creado por la conquista y, por ello, se avienen libremente en adoptar la cultura dominante.

Fernando Ortiz persigue modernizar la cultura cubana, y por extensión la latinoamericana. ¿Qué hay de errado en modernizar la cultura latinoamericana? Aclaremos primero que significa la modernidad. Según Aníbal Quijano, la modernidad es un concepto ideológico elaborado en los albores del renacimiento por la cultura occidental y que lo impuso desde el encuentro violento entre Europa y América. De acuerdo con Quijano, la cuestión de la modernidad envuelve el poder en su más extensiva escala global. Esto significa que, en la expansión de la cultura occidental, las demás culturas son cohesionadas y forzadas a adoptar prácticas de la cultura dominante. La administración del poder de la cultura dominante sobre las demás, implica el conocer y cuantificar y justificar el dominio y lo dominado.           

Por eso, como lo explica Quijano, el sistema dominante reconoce el imperativo de estudiar, explicar, dudar, discutir e investigar todo lo que existe y lo que pasa (140-1). Así, las riquezas naturales extraídas de la periferia fueron enviadas a las metrópolis: plantas, cultivos, animales, minerales, artefactos culturales, para ser clasificados y ordenados. Además de ellas, se recolectaron información y muestras de todas las civilizaciones conquistadas. Se apropiaron de sus conocimientos y productos acumulados a través de cientos de años. Muchos de estos conocimientos pasaron a integrar el cuerpo de conocimiento oficial por su utilidad y provecho, y lo que no, quedó registrado y almacenado. Obviamente, las creencias religiosas, los fundamentos sociales y políticos, los conceptos éticos y estéticos que chocaban o diferían de los cánones occidentales fueron perseguidos y sus prácticas estigmatizadas. Auto-nombrándose la civilización que culminaba la idea de progreso y evolución, todas las prácticas culturales externas a la civilización occidental quedan sepultadas en el pasado, calificadas de arcaicas. Se trazaron coordenadas cartesianas. La línea horizontal demarcó lo nuevo de lo viejo, lo moderno de lo antiguo. La línea vertical limitó lo superior de lo inferior, lo ascendente de lo descendente. La cultura occidental fue proclamada como la culminación y el estadío último de ese progreso y evolución y el vector que apunta hacia ella, la modernización.

Si entrar en la modernidad era el «objetivo manifiesto» que los críticos latinoamericanos delinearon para que las culturas latinoamericanas alcanzaran el progreso y el desarrollo, a la luz de los comentarios de García Canclini sobre la modernidad, entre este deseo y su realización, media una desconcertante constatación.

Según García Canclini la oligarquía progresista de América Latina, a pesar de sus esfuerzos, no ha podido «cumplir las operaciones de la modernidad europea» (65). Buena parte de ese fracaso se debe al «medir nuestra modernidad con imágenes optimizadas de cómo sucedió ese proceso en los países centrales» (68). García Canclini piensa que «si modernizarnos debe ser el principal objetivo, según pregonan políticos, economistas y la publicidad de nuevas tecnologías» (13), a la larga, este objetivo se ha convertido en «un proyecto polémico o desconfiable» (15). Esta crítica prueba que la modernidad principalmente responde al plan de la civilización occidental de configurar las sociedades latinoamericanas de acuerdo a su discurso hegemónico. Aún más, García Canclini pone en debate el sentido y la viabilidad de este proceso pues existen «discrepantes concepciones de la modernidad» (19).

Sin embargo, la piedra de toque del concepto ideológico de la modernidad es la modernización. El proceso modernizador está en curso y la transculturación coadyuva a este objetivo. El concepto de transculturación se utiliza como una herramienta para modernizar las culturas autóctonas latinoamericanas y extinguir sus valores tradicionales. Luego de «transculturizar» forzada y violentamente a las comunidades nativas americanas, los científicos sociales occidentales afirman que no es posible identificar sus valores porque están transculturadas. De esta manera, los fundamentos de las culturas originales son cancelados y sus integrantes desvalorizados.

Pero la casi aniquilación de las culturas originarias no terminó ni termina con su sujeción física; su desarticulación implica necesariamente la apropiación de sus componentes culturales intrínsecos. Esta es la razón por la cual se aplica el concepto de transculturación a la literatura latinoamericana.

¿A qué aspiran los críticos latinoamericanos? A que la literatura latinoamericana alcance el nivel de sus pares europeo o norteamericano. Históricamente, la literatura latinoamericana ha sufrido una constante influencia de Europa. Fernando Alegría lo atestigua así: «Es evidente que nuestros novelistas del siglo XIX han creado una tradición narrativa en que se asimilan las más diversas corrientes de la novelística europea». Esta influencia no se limita al siglo diecinueve. En los inicios del siglo XX, la vanguardia latinoamericana se nutre de la vanguardia europea. Nos sigue diciendo Alegría que Carpentier, Vargas Llosa y Fuentes reconocen la influencia que tienen las novelas de caballería en sus respectivas obras (4). Juan Loveluck respalda esa tendencia. Afirma que los novelistas hispanoamericanos se sacuden de los tópicos superregionalistas, teluristas o realista-naturalistas «para dar paso a lo que hoy es legítimo objeto de búsqueda en la novela universal». Para ello reciben las influencias de Kafka, Joyce, Huxley, Mann, Faulkner, Hesse, Celine y Sartre. Estas influencias, según Loveluck,

[. . .] han significado el modo de salvar a nuestro relato, en fórmula universalista-universalismo que permite la valoración que hoy se hace de la narrativa hispanoamericana a través de Borges, Carpentier, Rulfo, Roa Bastos, Fuentes, Cortázar y otros. (221)

Agrega Loveluck que esa influencia ha sido benéfica para la literatura latinoamericana, pues ha permitido obras literarias de posibilidades universalistas, logradas con un «arte más equilibrada y serena». Este discurso de Loveluck sugiere la idea de una literatura rectora y superior, que norma la literatura latinoamericana que aspira alcanzar «los modelos universales de la narración» (223-224). Obviamente Loveluck se refiere a la literatura occidental.

Para alcanzar esos modelos, se aplica la transculturación a la literatura. ¿Porqué se le aplica? Porque los valores culturales de las sociedades internas, como las denomina Ángel Rama, siguen vigentes. Si su organización económica, política y social fue destruida y sus comunidades casi exterminadas, los fundamentos de esas culturas aún están latiendo en sus manifestaciones artísticas y en sus costumbres. Irónicamente, Rama  aconseja que se tomen los valores de las culturas internas, para que doten a la cultura de América Latina de elementos culturales que la puedan posibilitar como algo valioso en el mundo: «La única manera que el nombre de América Latina no sea invocado en vano, es cuando la acumulación cultural interna sea capaz de proveer no sólo de «materia prima», sino de una cosmovisión, una lengua; una técnica para producir las obras literarias» (Transculturación narrativa 20).

Para Rama, la cultura indígena sigue siendo susceptible de utilización. Ya no son las riquezas en oro y plata que se extraen de la tierra, ya no es la explotación de su gente en ingentes latifundios y haciendas, ahora la explotación es cultural. Para Rama, la cultura indígena debe de servir de cantera donde se extrae la «materia prima» para crear obras literarias, debe de aprovecharse del fundamento donde se asienta la cultura indígena, su cosmovisión. Aún en su misma prosa, Rama revela la concepción mercantilista con que trata a la cultura indígena. Y lo revela al usar términos  económicos: «acumulación», «proveer», «materia prima», «producir». Esa es la función que concede Rama a las culturas indígenas: la de un bien económico y de una situación de retraso frente a otras culturas, «más modernizadas» (Transculturación narrativa 26). Por eso Rama no duda en enraizar las letras latinoamericanas en la «rica, variada, culta y popular, enérgica y sabrosa civilización hispánica en el ápice de su expansión universal; nacidas de las espléndidas lenguas y suntuosas literaturas de España y Portugal» (11). En definitiva, según Rama, la llamada literatura latinoamericana debe aprovecharse de los valores culturales de las culturas internas para alcanzar el nivel de refinamiento de la literatura universal.
En esta línea de pensamiento, Rama declara que los escritores transculturadores modernizan la literatura latinoamericana gracias al empleo de los mitos, del habla regional y estructuras literarias tradicionales (Transculturación narrativa 40-54). Rama cita como un ejemplo de estos escritores a José María Arguedas (55). Ángel Rama establece que Arguedas llevaba adelante «su proyecto transculturador» (168), que consistía en la adecuación de las culturas indígenas a la modernidad, sin «acarrear la pérdida de la identidad, el arrasamiento de las bases culturales sobre las cuales se edificó una sociedad durante siglos, su nota distinta, su aporte a la sociedad global humana» (172). De hecho Arguedas dijo que no era un «aculturado». Probablemente también hubiera exclamado que no era un transculturado. Pues cabe preguntar si Arguedas hubiera llevado adelante un proyecto que condenaría la cultura indígena a «la pérdida de sus raíces, la destrucción de un equilibrio cultural que no es reemplazado por ningún otro equivalente, el arrasamiento de una cosmovisión comunitaria reemplazada por el ‘individualismo escéptico’ de la sociedad burguesa contemporánea» (169). Es dudoso que Arguedas hubiera comprometido la pérdida de la identidad de la cultura. Según Rama, esto es algo que de hecho Arguedas quería evitar. Nada más es necesario entender como opera el proyecto modernizador, para colegir que Arguedas se hubiera opuesto a esa tarea modernizadora. García Canclini lo define así:

No sólo por el interés de expandir el mercado, sino para legitimar su hegemonía los modernizadores necesitan persuadir a sus destinatarios que —al mismo tiempo que renuevan la sociedad— prolongan tradiciones compartidas. Puesto que pretenden abarcar a todos los sectores, los proyectos modernos se apropian de los bienes históricos y las tradiciones populares. (149)

Esta apropiación de los valores y tradiciones conduce a que se acuse a la modernización de la pérdida de la identidad de las culturas indígenas.

En síntesis, ¿qué persigue este proceso transculturador que el orden instituido ha cursado en las culturas marginales? El objetivo es de homogeneizar la cultura a través de una modernización. Podemos usar otros adjetivos como estandarizar o normalizar, o nivelar, como se nivela el terreno con un tractor para facilitar el cultivo a gran escala y hacer su consumo masivo. A eso es lo que apunta la transculturación en definitiva. A descomponerla en sus elementos constitutivos y digerir y asimilar lo que encuentre provechoso para el sistema y desechar lo nocivo y peligroso para el discurso occidental.

Aparte de la transculturación, otra propuesta que plantea la crítica para explicar Los ríos profundos es la utopía andina. Este concepto deviene de la idea de utopía que ha cruzado la historia y ha acompañado a la humanidad desde los tiempos hel­énicos hasta el presente. Un crítico importante de la literatura peruana, Alberto Flores Galindo, ensaya una explicación sociológica en un libro con un título sugerente, Buscando un Inca: Identidad y Utopía en los Andes. Flores Galindo define a la utopía andina como una reacción del indígena a los problemas sociales que vive y que se remonta en su origen a un tiempo pre-hispánico, pasando por la conquista, la época colonial, hasta el siglo veinte:

La utopía andina son los proyectos (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad. Intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la fragmentación. Buscar una alternativa en el encuentro entre la memoria y lo imaginado: la vuelta de la sociedad incaica y el regreso del Inca. Encontrar en la reedificación del pasado, la solución a los problemas de identidad. (18)

El libro presupone que toda la obra literaria de José María Arguedas es una expresión de la utopía andina donde «los indios dejen de estar abajo», «que este mundo se invierta» dentro de «todo el espacio serrano» (295-96). Para Flores Galindo, Arguedas resuelve de esta manera los conflictos personales que recorren su biografía. Los ríos profundos viene a representar la esperanza, como el mito de Inkarri, de «que los cercados, los hombres de abajo simbolizados en las piedras sobre las que se levantan muros españoles, se muevan, marchen hasta el ‘fin del mundo’ y se conviertan en sitiadores» (288).

Flores Galindo articula esta presunción dentro del desarrollo que hace del concepto de utopía, término que usa para denominar la aspiración práctica que tuvo y tiene aún, el poblador andino de reinstaurar una  sociedad que le ofrecía un orden social, económico y cultural propio, con la cual se identificaba. Este anhelo se encarna en una sociedad que le garantizaba básicamente la vida y el sustento; y este referente que tuvieron es un hecho concreto e indiscutiblemente histórico: las culturas indígenas que florecieron antes de la llegada del conquistador europeo.

Es imprescindible aclarar qué significado tiene el término utopía y por qué se le atribuye a la cultura andina. Peter G. Earle en «Utopía, Universópolis, Macondo» nos dice que el término utopía fue una invención griega que se convirtió en una obsesión europea y un lamento americano (144). Para Alberto Flores Galindo, el término nació en 1516 con la obra de Tomás Moro Utopía. En ese libro, Moro relata la existencia de un lugar imaginario, creado por la mente y que resolvía los problemas sociales de la Europa de su tiempo (23). Earle, en su estudio de más largo aliento, retrotrae la idea de utopía como una posible derivación subconsciente del anhelo de la tierra prometida del Antiguo Testamento. A este anhelo se le suma la idea de Platón acerca de la existencia de una armonía universal. Platón escribe La República, donde cuenta acerca de un lugar donde la gente vive en concordancia con un espíritu educativo y de justicia (152-155). Por su parte, Flores Galindo sostiene que en la Europa de la Edad Media y del Renacimiento, se conjeturaba sobre la existencia de un lugar de igualdad social y de abundancia material (25). Apunta que «la popularidad de la utopía no deriva de Moro y sus seguidores» (24) sino que se han sucedido acontecimientos en la historia que han acentuado su divulgación y masificación. Un ejemplo de estos acontecimientos fue el descubrimiento de América, donde «para judíos y milenaristas, para todos los rechazados del viejo mundo, América aparecía como el lugar en el que podrían ejecutar sus sueños» (33). Según estas aseveraciones, en nada contribuyó América a la formación del término utopía.

Aún así, ¿cómo se le transpone al mundo andino y cómo surge la utopía andina? Para este fin, Flores Galindo presenta los avatares de la cultura andina con las mismas características sociales que poseía la civilización occidental para asignarle luego el mismo término. Por eso, se explica que Flores Galindo presente al mundo andino, «a pesar del aislamiento» en que vivía del resto del orbe, como un mundo que no era «homogéneo» ni «cohesionado» (12). Más adelante Flores Galindo apela al uso de algunos elementos de la cosmovisión andina, como «el mito de Inkarri» (22), «el Pachakuti» (41) y «el Taqui Onkoy» (45) para respaldar su tesis. Flores Galindo suma a esta ecuación, los condicionantes sociales originados luego por la conquista y el coloniaje, como la fragmentación, la dependencia y la lucha por la identidad, para que dé como resultado la utopía andina (14). Mas tarde, estos supuestos, que para Flores Galindo conforman la utopía andina, se materializan en un libro: «En 1605 y 1613 con la edición de la primera y segunda parte de los Comentario reales termina el nacimiento de la utopía andina: de práctico anhelo, claro a veces, brumoso otras, se ha convertido en discurso escrito» (56-57).

Flores Galindo menciona que el género utopía presenta tres características: ser una construcción imaginaria, tendencia a tener una representación totalizante de la sociedad y el planteamiento de la idea con acontecimientos cotidianos (23-24). La característica de la utopía, de ser una construcción imaginaria, no aplica a la cultura andina; pues ella conformó una sociedad vigente hasta la conquista y continúa siéndolo a pesar del derrumbe del aparato estatal. El mismo Flores Galindo lo atestigua así cuando se refiere al pasado andino que «es un acontecimiento histórico. Ha existido. Tiene un nombre: el Tahuantinsuyo. Unos gobernantes: los Incas. Una capital: el Cusco» (49).  Lo que esto significa es que la supuesta utopía andina tuvo un referente concreto. Podría no haber sido perfecto o ideal como relata el Inca Garcilaso de la Vega, pero aún fue de naturaleza real. Por ende, al no presentar el rasgo de imaginario, este discurso andino no debería calificarse como utopía.

Se hace claro que el término utopía es atribuido arbitrariamente a las aspiraciones de las comunidades andinas. No es extraño que el uso que se hace del término sea para desacreditar un proyecto, una idea, un pensamiento. En nuestro caso, para desacreditar a los valores, las costumbres y los sentimientos de la cultura indígena. Porque el adjudicar a esta aspiración andina el nombre de un género literario, utopía, es aplicar el orden del discurso para signar esa aspiración como una imposibilidad y de esa manera cancelar cualquier proyecto de revertir un orden ya instituido. Ese orden, es el orden del discurso dominante.

Por otro lado, el crítico peruano Antonio Cornejo Polar en su escrito «Indigenist and Heterogeneous Literatures. Their Dual Sociocultural Status», dice que en los últimos años la crítica literaria, desde varias y diferentes perspectivas, reclama la urgente necesidad de adaptar los principios y métodos del trabajo crítico a la especificidad de la literatura latinoamericana (12). Partiendo de ese reclamo, Cornejo Polar desarrolla el concepto de literaturas homogéneas que significa que todos los aspectos de la producción literaria son dados dentro de un mismo orden sociocultural: «producción, el texto resultante, su referente y el sistema de distribución y consumo» (Sobre literatura 72). Cornejo Polar agrega que las literaturas heterogéneas están caracterizadas por la pluralidad de los signos socioculturales de su proceso productivo. Agrega Cornejo Polar que este proceso contiene al menos un elemento disonante, y que la falta de conexión de este elemento disonante con los otros, necesariamente crea zonas de ambigüedad y de conflicto («Indigenist» 16). Aduce Cornejo Polar que la obra de Arguedas representa un caso especial del indigenismo, al cual le atribuye la propiedad de nunca poder ser literatura homogénea, pues no sólo representa los intereses del campesinado indígena, sino que asimila ciertas formas literarias que le corresponden a la cultura andina (25). Agrega que Arguedas revela la naturaleza del mundo que representa y al mismo tiempo revela el conflicto que vive, la desintegración del mundo y la cultura indígena (26).

Este es el punto de vista que recalca Cornejo Polar en Escribir en el aire (16). Sin embargo, desde otro punto de vista, podríamos argüir que todas las instancias que abarca la literatura andina, en sus propias palabras, «dispersas, quebradizas, inestables, contradictorias y heteróclitas», son conceptualizadas de tal manera por la perspectiva académica occidental que choca con la naturaleza del discurso indígena que se haya anidado en la cultura andina. Cornejo Polar, a través del concepto de heterogeneidad, explica que la literatura indigenista reproduce la serie de conflictos que expresa la naturaleza de las naciones latinoamericanas, «escindidas y desintegradas» que no pueden resolver sus problemas. Según Cornejo Polar, la novela Los ríos profundos se debate en tensiones debido a la heterogeneidad, no sólo por los conflictos de su temática, esto es, el de ser una cultura marginada y el contradictorio uso de instrumentos culturales que pertenecen a diferentes referentes, sino también por el personaje Ernesto, el «sujeto de temple azaroso y mudable», quien «emite un discurso descentrado, proliferante y desparramado». Desde la perspectiva de Cornejo Polar, no hay solución de continuidad para la cultura andina. El tránsito de la cultura andina por la modernidad es inevitable para Cornejo Polar. Ya sea tras una «desindigenización» o de «una modernidad de raíz y temple andinos». Pero al descartar la propuesta de Arguedas, «la gran utopía de la perfección armónica del hombre y del mundo y de ambos como instancias de un sólo cosmos vivientes», sugiere implícitamente el camino opuesto. Al final, sólo quedaría admirar Los ríos profundos por su «turbadora e inquietante belleza» (206- 219).

Hay que agregar que aunque el abordaje que hace Cornejo Polar de la literatura indígena se centra principalmente en el proceso productivo de una obra literaria, este enfoque se asemeja a la teoría del discurso retórico de James Kinneavy.

La retórica es el arte del discurso, en el cual Aristóteles establecía como tres los elementos de un acto discursivo. Kinneavy extiende estos componentes a cuatro: el codificador (el escritor u orador), el decodificador (lector o audiencia), el mensaje (la palabra escrita o hablada)  y la realidad (a lo que se refiere el mensaje o el mundo exterior). Kinneavy utiliza estos elementos mínimos para concebir una teoría que explique el discurso mediante sus propósitos y sus significados. En esta secuencia de Kinneavy si el discurso está centrado en el codificador, el discurso es expresivo; si está centrado en el decodificador el discurso es persuasivo. Si está centrado en el mensaje es literario y si está centrado en la realidad es referencial (Crusius 1-15). Por su lado, Cornejo Polar clasifica los discursos literarios haciendo que el elemento referencial de su secuencia, esto es el referente  englobe a los demás elementos de la secuencia. Esto crea un proceso productivo de características referenciales homogéneas si los elementos de la secuencia se ubican en un sólo  mundo exterior o referente y es heterogénea si alguno de estos elementos escapa de este marco referencial.

Se debe considerar que el referente es un elemento que trata con la realidad, con el mundo exterior, con lo social y cultural. Este referente exhibe necesariamente factores valorativos. Ya que, como está estructurada la humanidad, la civilización occidental imprime y despliega sus valores culturales dentro de la sociedad. De este modo, se convierte así en el «marcador universal», esto es, el signo  positivo de lo conocible, cuantificable y describible. La civilización occidental al impulsar un único orden, empuja a las demás civilizaciones a adoptar su sistema de valores. Con una fuerza centrípeta, las sociedades humanas se van homogenizando, en sus componentes culturales e ideológicos, desde un centro ordenador. Por ello, en la literatura latinoamericana, la homogeneidad es el marcador positivo y la heterogeneidad, por defecto, es una condición negativa. Si esta heterogeneidad es estable en el tiempo se califica de arcaizante y, si es inestable, está en un proceso modernizador.  

Por su parte, en el libro La Utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del Indigenismo, Mario Vargas Llosa con denodado esfuerzo ataca a Los ríos profundos, acusándolo de ser expresión de una utopía que en su origen es occidental (171), y que en el Perú es una ficción (207). Agrega que la utopía andina es una elaboración renacentista del Inca Garcilaso de la Vega (293), y enfebrecida creación literaria de Arguedas (273). Es paradójico que el Inca Garcilaso de la Vega reciba esa acusación, cuando por el contrario se ciñó a una práctica historiográfica establecida por la civilización occidental para insertar a la cultura andina en la naciente modernidad.

Por otro lado, acusar a Arguedas de haber escrito una ficción es fácilmente rebatible. Sólo tomemos la opinión de Antonio Cornejo Polar sobre el estudio de una obra literaria: «No se trata de averiguar el grado de fidelidad de la representación verbal con respecto a sus referentes de realidad, pues de ser así, la última palabra debería esperarse de las ciencias sociales» (Sobre literatura 11). Entonces, basta usar el mismo orden del discurso para refutar a Vargas Llosa. Cualquier escritor sabe que toda obra literaria es una ficción, por eso extraña que Vargas Llosa redunde en que Los ríos profundos lo sea y además, que trate de demostrarlo. A menos que esta intención refleje un temor de que la novela sea real o que sea una reacción a la turbación que le originó el haberla leído. Sin darse cuenta, este novelista camina por el borde del discurso, en donde se encuentran las paradojas que revelan el carácter artificial y formal del discurso.

En resumen, estas aproximaciones críticas con que se ha estudiado Los ríos profundos han partido desde el marco referencial institucionalizado por el discurso occidental.

¿Qué significa Los ríos profundos dentro del discurso literario? Dice Foucault, que para pertenecer al cuerpo de una disciplina, se tiene que cumplir «graves y complejas exigencias» (36), lo que significa que debe estar compendiado y clasificado dentro de la disciplina literaria para así obedecer las reglas que rigen el discurso. Es el caso que los enunciados contenidos en Los ríos profundos perturban el discurso dominante. Su discurso se ubicaría en la exterioridad salvaje contra la cual el orden del discurso lucha, pues origina temor. Ese temor es producido por los enunciados de un discurso que se combate porque aloja «todo lo que puede haber allí de violento, de discontinuo, de batallador, y también de desorden  y de peligro» (51). Foucault remarca que hay muchas formas de controlar el discurso. Uno de los que se aplica a los textos literarios es «el comentario» (25-26). El comentario se refiere a los escritos que glosan ciertos discursos, los cuales «se oscurecen y desaparecen, y ciertos comentarios toman el lugar de los primeros» (27). Cuando la crítica aborda Los ríos profundos, realiza el proceso de  comentar el texto pues de esta manera anula lo contestatario de su discurso: «El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice» (29). Esto es lo que la crítica mayormente hace con la novela de Arguedas: interpreta, reinterpreta y vuelve a interpretar su texto, difuminando su contenido, el cual reemplaza por un significado que es procesado convenientemente para catalogarlo dentro del discurso occidental. 

Conviene precisar que, a pesar que hay un discurso que engloba a toda la humanidad y que está formalmente expresado en el discurso occidental, hay discursos que no se fundan ni se expresan con las mismas consideraciones con que lo hace el discurso prevaleciente. Una característica del discurso es que es una elaboración del hombre y por ende, tiene un desarrollo histórico. Además, toda elaboración humana es una respuesta a determinadas condiciones geográficas que interactúan con las condiciones sociales. Por ende, toda sociedad crea su propia visión del mundo, su propia tecnología, su propia regulación moral, su código de justicia, su cultura. La civilización andina no fue ajena a este proceso y desarrolló su propio discurso que José Maria Arguedas conjura en Los ríos profundos.

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© 2008, Mario Mantilla Canchari
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Mantilla Canchari, Mario: «Transculturación, utopía andina y heterogeneidad: Aproximaciones críticas al estudio de Los ríos profundos» , en Ciberayllu [en línea]

784 / Actualizado: 04.10.2008