Comentario

Ciberayllu
15 diciembre, 2008

Panoramas perversos o acerca de la construcción artificial del prestigio*

Jorge Fernández Granados

Un fenómeno creciente en el actual contexto literario mexicano —pero tal vez no sólo allí— es lo que podría llamarse el laboratorio clónico o la manipulación especulativa del canon emergente. Analizando y comparando con cuidado ciertos ejercicios antológicos recientes, se vuelve notable la inercia institucionalizante que los anima. Al parecer, ocurre por la multiplicación de panoramas, muestras y nóminas surgidas de la acumulación acrítica de opiniones más o menos clonadas unas de otras y la mayoría sin el elemento cardinal que da pie a un criterio propio: la experiencia individual de la lectura de la obra de cada autor.

Es verdad que el paso del tiempo o la distancia geográfica es un obstáculo determinante para leer de primera mano a los autores;  por lo mismo, para realizar una antología de lo distante en el espacio o en el tiempo, en gran medida suele recurrirse al trabajo indirecto, es decir, a elaborar una antología de antologías. Particularmente, el problema se agudiza en el caso de sondear nuevas generaciones. Cientos de libros y plaquetas de poesía editados por instancias locales año con año, a lo largo de un país de más de cien millones de habitantes, convierte al legendario precedente de la Asamblea de poetas jóvenes de México de Gabriel Zaid en un modelo irrepetible (o por lo menos tan costoso y demandante de trabajo y tiempo que nadie ha podido rebasar). Suele acudirse entonces a las compilaciones locales, o a las «nacionales» más o menos accesibles, cuando se pretende extraer panoramas de la poesía nueva. Al no disponer de la evidencia completa y directa de las obras, estos compiladores de segunda o tercera mano no hacen sino copiar, agregar o borrar nombres de los índices y recapturar poemas supuestamente representativos de sus autores. En la medida en que desconocen tanto dichas obras —aunque dan por un hecho su preeminencia— como las de otros poetas —tal vez de igual o mayor interés pero no citados en las compilaciones— va prosperando perversamente la inercia de la que parece ser la poesía joven. Obviamente todo esto levanta un juego especulativo de la realidad literaria.

Resulta inherente a este método de compilación el incurrir en prejuicios y reiteraciones injustamente asentados, lo mismo que en inaceptables olvidos. Tal vez porque parece siempre más fácil sumarse a la inercia creada de los prestigios que revisar palmo a palmo el terreno para enarbolar una opinión propia. De esta manera, el laboratorio clónico de las antologías trabaja regido por la conveniencia y la comodidad. No tiene intención de inventar ni descubrir  nada, simplemente de «piratear» lo cercano, lo conveniente o lo vendible. Dentro de esta espiral lapidaria el prestigio sólo engendra más prestigio y el olvido, más olvido.

No es descabellado pensar, también, en cierto facilismo académico, escolar o de simple consumo. Una necesidad (más o menos) urgente de información (más o menos) simplificada, pero sobre todo de acceso rápido. El género de la antología suele verse como compendio donde el conocimiento se halla sintetizado y se incurre así, por parte sobre todo de un público no especializado, en el error de suponer a esta clase de obras resúmenes imparciales para obtener mucha información literaria en poco tiempo. Opina Alberto Vital a este respecto:

La vertiginosa multiplicación de ofertas literarias y la disminución del tiempo para toda lectura que no sea productiva a corto plazo, invitan a recibir cualquier visión panorámica y sinóptica como un paratexto informativo, [...] la mayoría de los lectores prefiere manejar (o cree que maneja) un texto que contenga el mayor número de información sumaria e intersubjetiva; en resumen: un texto donde el conocimiento se haya convertido en «cantidad de información». (La cama de Procusto. Vanguardias y polémicas, antologías y manifiestos, México 1910-1980, UNAM, 1996, p. 101)

Por obvias razones, el considerar a cualquier antología un manual didáctico implica, a largo plazo, tanto la progresiva degradación informativa como formativa de las nuevas generaciones de lectores.

Dos factores han venido en los últimos años a pulverizar y enrarecer más todavía estas inercias. Por un lado, el auge y la sorprendente continuidad de algunas instituciones culturales que, fieles a su naturaleza burocrática, piramidan todo lo que tocan. Los programas de becas y estímulos a la cultura han logrado ser tan eficientes que han configurado casi una nueva clase social, una élite artística cuyos códigos de afianzamiento y promoción no coinciden necesariamente con los verdaderos méritos literarios. Aparecen de este modo un gran número de libros «estatutarios», que muy probablemente no habrían sido redactados ni publicados por la sola iniciativa de sus autores de no haber mediado una demanda institucional, curricular, que otorga a esas publicaciones cierto crédito creativo o, lo que es peor aún, cierta apariencia de trayectoria literaria destinada a obtener una escalada acumulativa de prebendas. Por otro lado, están la provisionalidad mediática, el ascendente cambio de las tecnologías, los modos y los tiempos en que la información fluye y se asimila. Aunque esto no parece a primera vista un fenómeno directamente literario, termina siéndolo: nada garantiza que el concepto de libro  o de obra escrita seguirá consistiendo en un soporte de papel. Los materiales, las dimensiones y seguramente los alcances de este objeto cultural están ampliándose o mutando de manera implacable. Hay que agregar que el medio electrónico no corrige ninguno de los vicios ya planteados; se limita a multiplicarlos y proseguirlos por otros canales.

Dado el presente contexto, la fisonomía del canon emergente se redistribuye de un día para otro; aunque tal vez lo que cambia con mayor caducidad son sus formulaciones —la señalada multiplicación de panoramas, muestras y nóminas, incluidos ahora los electrónicos—. El investigador Samuel Gordon, analizando la profusión creciente de este tipo de publicaciones, advierte:

Desde una perspectiva crítica responsable, se vuelve imperativo abandonar algunos conceptos anteriores. No podemos crear taxonomías, o aferrarnos a viejos criterios que han perdido hoy su operatividad, por necesidades de manejo de grandes cantidades de información reuniendo lo no unificable por la sola virtud de rotular panoramas críticos cuando los criterios grupales parecen no cumplir ya con sus cometidos. («Breve atisbo a la poesía mexicana de los años setenta y ochenta» en Revista de literatura mexicana contemporánea, Universidad de El Paso, Texas, EE.UU., marzo 2002.)

Son estos «criterios grupales» lo más evidente y lo menos defendible. Lo que se disputa al parecer en la actualidad ya no es la tradición ni el futuro de esa tradición. Se disputa el presente, sus favores y sus fines inmediatos, una posición política y un enmascarado tráfico de influencias. De ahí tal vez que hoy se vean esencialmente como publicidad las no pocas antologías que se publican cada año: el canon como mercadotecnia; un mero hit parade literario. Es pues imposible o incompatible creerlas trascendentes, por lo menos en el sentido del que hablaba Harold Bloom en su célebre tratado El canon occidental. La antología, poco a poco, dejó de ser un vehículo del canon para convertirse en un aparato de la promoción.

Este contradictorio cuadro de pugnas obliga al énfasis en el deslinde de estas dos especies que a veces se confunden: el canon y la antología. Si el canon poético, en su más genuino y vigente sentido, es tanto un severo edificio intelectual como un avatar colectivo de lecturas a lo largo de generaciones, no hay que evitar afrontar el hecho de que la antología, el género editorial que suele (sólo en apariencia) abastecerlo, es definitivamente otra cosa.

El canon es esencialmente un concepto literario, la antología es esencialmente un concepto editorial. Hay que entender también que una antología es un instrumento de la crítica literaria. Por eso se necesita una competente crítica literaria para que surja una antología perdurable; sólo será perdurable en este campo una obra que aporte una visión coherente y rigurosa de una literatura. No estamos ante un problema de creatividad poética, ni siquiera de autoridad intelectual, sino de crítica.

Por rigurosa, rentable o «bienintencionada» que sea, toda antología oculta su verdadera naturaleza: es a fin de cuentas un ejercicio de poder. Un sometimiento, disfrazado de gusto estético, de una vasta realidad extensa, mayor y verdadera, a una realidad acotada, que supone —y he aquí el refinado fraude— no sólo contener o representar a aquélla sino corregirla. La antología dista de ser meramente una «opinión publicada» —algunos afirman esto a manera de descargo—; se trata en realidad de una disputa de poder.

¿Cuales son, específicamente, los mecanismos de poder que una antología conlleva? Sin dejar de reconocer sus excepciones, esto es, las genuinas empresas intelectuales y los valiosos instrumentos de crítica literaria que hay en algunas, observo tres constantes en casi todas ellas:

  1. De entrada, su autor, o autores, incurren en un espejismo jerárquico: quien se propone como juez busca imponerse como depositario de la justicia. Aún en el caso de acertar en sus evaluaciones, es innegable que parte de una sobrevaloración de la autoridad de su propio juicio, la cual lo lleva —por ingenuidad, protagonismo o pura ambición— a confundirlo con la verdad. En otros términos, el más infantil de los sofismas: «lo que me gusta es bueno y es bueno porque me gusta».
  2. Enseguida, el afianzamiento de un reducto doctrinario: nadie hace una antología contra sí mismo; por el contrario, suele ser una proyectiva apología. Lo que su autor afirma entre líneas con ella es entre otras cosas el árbol genealógico de su gusto (y de paso de su propia obra literaria, cuando esta existe). Aunque procure revestir esta doctrina de una desinteresada pasión crítica, obedece a una indirecta estrategia de legitimación.
  3. Por último, la motivación menos sutil y más común: figurar. Aparecer a como dé lugar en un escenario del que se teme ser excluido. Quien realiza una antología sabe que es otro modo de hacerse presente en un epicentro literario. Se adivina la doble moral del anfitrión: el único invitado sin invitación puesto que es el convocador de la fiesta. Aún en el caso de no incluirse, es evidente que quien firma una obra de este tipo se ha incluido a sí mismo, desde una agazapada posición de autoridad.

Antologar, en suma, sólo es comprometerse con una opinión. Y quien lo hace debe asumir sus consecuencias. Suponer que esa opinión puede ser más que eso es soberbia o desvarío. La antología contemporánea debe o debería ser ante todo crítica literaria. Polémica o convencional, pero siempre responsable, abierta y discutible crítica literaria. Pero he aquí que las obras de este género en México, si bien pronto han pasado de ser libros de texto o difusión a ser caprichosas ejecuciones sumarias entre adversarios, no han logrado despojarse tan rápidamente del aura canonizante que despiertan. Aún se tiene el prejuicio de que en ellas yace alguna nomenclatura de la posteridad y por lo tanto se las recibe con resquemor y no pocas veces con justificada animadversión.

Esta herramienta crítica tiene además, en el caso de presentar a nuevas o emergentes generaciones, una función lo mismo informativa que afirmativa, que entraña consecuencias que no deben desdeñarse. La responsabilidad en este caso aumenta y se torna no sólo un ejercicio de crítica literaria sino sobre todo uno de intuición personal. No basta con ser inteligente, hay que ser también generoso y, lo casi imposible, un juez justo.

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* Una versión previa de este trabajo apareció en la revista Tierra adentro, nº 145, México, abril-mayo 2007.

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© 2008, Jorge Fernández Granados
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Fernández Granados, Jorge: «Panoramas perversos o acerca de la construcción artificial del prestigio» , en Ciberayllu [en línea]

793 / Actualizado: 14.12.2008