Comentario

Ciberayllu
14 febrero, 2010

Piura misticæ

Miguel Rodríguez Liñán

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Know you, solely to drop in the earth the germs of a greater religion,
The followings chants each for its kind I sing.
Walt Whitman, Leaves of grass (10, 11)

Dolores Morales de San Tiváñez*
(pasionatæ, beatæ, nec virgini, maculatæ, sacrum)

Este samba es pa’ vos, beloved Piura, este samba es pa’ ti, este samba que me mandó llamar, viejo Abraxás, que también estás adentro, en la intensa melodía del espacio imaginal. ¡Música, maestro! Ésta, por ejemplo: Piura litaniæ de venerabili altaris sacramento, es decir: Piura the Paradise Lost! Piura forever and ever! Y también: Kyrie eleison, Panis vivus, Verbo caro factum, Hostia sancta, Tremendum, Panis omnipotentia, Viaticum, Pignus futuræ gloria, Agnus Dei; seguida por esta epifanía casi teofánica —como preparándose para el Gran Alimento—, por ésta, pues: Litaniæ Lauretanæ, o sea: Kyrie eleison (bis y ¡tris!), Sancta Maria! Salus infirmorum! Regina Angelorum! Stella Maris! Consolatrix afflictorum! O sea: Piura immaculatæ virgini! Arbor virginis! Piura misticæ! ¡Y sólo cuando a través de los techos de estera, y a lo largo de las paredes de adobe cuarteado, y sobre la yerba y los rojos algarrobos brille de nuevo el cielo puro, hacia los santuarios de esa diosa quiero de nuevo volver la mirada!

Pero Piura... ¡Ah! Siento un misterioso contacto con la madera de la banca, aquí en la Plaza de Armas de Piura, frente a la iglesia idéntica a un pastel dorado en la noche, sorbiendo una cremolada con cañita, y me siento bacán como un minúsculo fragmento de cielo norteño. Bacán pero no vanidoso. Bacán nomás. Tengo ganas de reír pero no sé exactamente de qué y no importa. A esta hora, allá en el desierto, brilla la luna de Paita, de Constantinopla, de Acadia o de Sumeria. Se llama Innana-Ishtar-Astarté y es la gran diosa del amor, por favor. En el Siete y Medio, otra diosa dice:

—Pasa rápido, papito, apúrate, desvístete.

CubiertaAños después, en el mismo santuario, probablemente a la misma hora, me doy cuenta que la diosa ha cambiado de piel, se ha metido en el dulce pellejo de una charapa trigueña: metamorfosis de la diosa. Trago saliva. Sólo cambia el estuche; en realidad, es la misma, es Ishtar-Astarté, aunque hoy se llama Magaly de Chachapoyas.

Hacer poesía lingua franca vulva
Volada pasionaria honoris causa
En este triste sino de tu signo (Eucaristía)

¡Divino tesoro! ¡Tesoro divino! ¡Oh pubertad! ¡Oh adolescencia! Escribo esto con emoción, bróderbróder —y casi trémulo— porque en ese momento, sentado en esa banca de la Plaza de Armas de Piura la caliente, en ese momento de nuestra primera juventud, después de un primer impacto en la pubertad, sentí que sería escritor y que tal vez ya era poeta —con mucha vanidad esto último, con gran dilatación de pechito, pero eran cosas del divino tesoro—. Veo ahora, escribiendo, al adolescente aquel, algo timorato pero iluminado por una convicción total, poniendo el pie en el primer peldaño de la escalera o escalinata de mármol y oro, de cuerno y de marfil, que lo conducirían a la Gloria —que por una farsa cósmica resultó llamarse Gladys y hallarse en un locódromo (Insane Asylum) del Sur de Francia. El primer peldaño. La total convicción, aquella noche, en Piura, después de un Eros con una Ishtar provinciana olorosa a ruda, en el Siete y Medio.

Crisis corpus sombreado por el árbol más
Bello del campo dorado en que el orín
De los ángeles llovía dulcemente en mí

 

Mi ser expreso digo es música
Rítmical session perdura perdona
Poesía yo sé tú lo sabes lo sabe el pueblo

Tal es Piura: Fons Aeternalis Juvensis. Sursum corda! Sursum corda! Otro día, miles de años después, ya en el siglo 21, vuelvo a Piura la eterna. Este siglo 21, en realidad, está allí nomás, atrasito. Estoy con Kiupa Kiuper en la casa de Camu Fong, tomando aperitivos, cuando aparece, vestida con ropillas naranjas, con sandalias de verano, con lindos pies, Melisa la sacerdotisa, made in Hispania (en el bróderbróder Santiváñez, según los días, siento a veces como si fuera el campo de batalla donde, siglos después de las Grandes Invasiones, siguen lidiando Hispania y Britannia, madre de Sajonia, buscando apoderarse hasta del algarrobo. Por eso se percibe un arraigo a ultranza en la peruanidad, para resistir, para enfrentar la «invasión» con sus propias armas, con retazos cortantes de su propia lengua. Eso de darle un toque de pueblo, desacralizándola así por completo, a la expresión poética, es recurso mortífero. Mortífero contra el aspecto estirado, intelectualón y seriote que algunos, vates o no, tratan de darle a nuestro arte, precisamente para quitárselo al pueblo, para separarse de él, de pronto para menospreciarlo. Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él; sino, pues no vale), carajo, ya me perdí. ¡Melisa! ¡Piura! ¡Hispania! Hispania presente esta noche, aquí en Piura, en el patio de una casa que tiene buena vibra, luz verde además, acaba de apuntarse solita, de modo que caballero nomás... ¡Lanza en ristre! ¡Paso de vencedores!

Para ver el sol te oscureces usas otro dialecto (Triunfo).

En otra esfera de lo real, sueño con esteras, esteras y esteras; sueño con adobe, adobe y adobe... ¿Y aquella vez del siglo pasado, allá en Catacaos? ¡Ah! ¡Ahhh! ¡Por la puta madre! ¡Qué belleza! ¡Qué nitidez en la visión! ¡Qué dicha y qué fuerza! Todo es tierra, todo es estera, todo es adobe, todo es chicha y seco de chabelo aquí en Catacaos —antes de una super bronca— con banderitas juguetonas, coquetas. Esa banderita blanca, sinónimo de clarito, ese trapito que flamea en la punta del carrizo, es algo virginal. Es un ¡Flash!

Desde Nariwalá contemplo la llanura extensa
Catac Caos y la superficie verdi-dorada
Bajo un sol intenso y el viento, chicha

 

En la garganta. La luz del cielo en las
Arábigas palmeras, frutos castaños. Mec Nom
Rompe el aire y en El Rancho una visión
Del ciruelero, césped y la amarilla claridad:
Denso verde en los mechosos algarrobales
Con Oki, May y Lelis, ceviche de cachema.

¿Oki? ¿May? ¿Lelis? ¿Son patas o hembritas? ¿O andróginos? Lo más probable es que sean divinidades oceánicas, primos o primas de Kukailimoku, Kontiki y tutti quanti. Aquí, en Katac, la banderita roja de otros templos, de otros santuarios, de otras mitologías, de otras chicherías, es otro fogonazo en la memoria de los pueblos. ¡Flash! Y seguimos en Piura del desierto, haciendo un cócktail de tiempos. Por ahora, oigamos un canto al dios-desierto.

Desierto trabaja a favor del mar
Como nosotros a veces juntamos
Nuestras sombras maquilladas
Por verlas destruidas, ajadas
Por el limpio sudor de tu nobleza
Desierto
Que no han malogrado los ejecutivos
Quienes parcelan tu costa —que era
Más libre que un hombre entregado a los ensueños —
Desierto
Escucha tu poema
Líquida sustancia voladora
Que los nervios de los pueblos han tensado

Poco antes del gran incontro con Melisa de Hispania, una tarde tórrida para variar, en el jirón Huancavelica transfigurado, allá en Piura de los Placeres, advienen delirios «místicos» recordando la voz querida de Master Eckart: «El ojo por el cual veo a Dios es el ojo por el cual Dios me ve», que anula el cuento absolutista de la «trascendencia unívoca», frase que recuerda inevitablemente la otra, la metáfora del ojo-lámpara del cuerpo en la traducción castellana de la literatura neotestamentaria, referida en Mateo 6, 22-23: «El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo se ilumina; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo permanece en la tiniebla. Y si la luz que está en ti es tiniebla ¡qué inmensa tiniebla!» Y el sol fue un dulce latigazo aquí, en el jirón Huancavelica, segundos antes del divino amor. Ahora, evoco y sopeso la sacralidad de ese momento como historias dibujadas en el sol vibrátil de tu sombra, Melisa de Hispania, alias la Gringa.

(Oye bróder, si hay un personaje «místico» por momentos en la voz narrativa, quisiera que sea un místico moderno que piense así, místicamente, modernamente, a través de un pensamiento mágico-poético que comunica con el ser supremo, lo único real, el infinito, el cosmos, el gran espíritu dorado, el hidrógeno plateado intangible, el macho-hembra del ser y la nada, Brahma, Manitú, Wiracocha, Yah, Eloim, Purusha, Ahura Mazda o cómo diablos quiera llamársele, con esa cosa pues, y con ticket de ida y vuelta. El llamado misticismo teológico no me concierne; el llamado misticismo extático, sí, pero sin nombres. Las palabras teosofía, teúrgia, teofanía, pneumatología, trascendencia y otras del mismo pelaje, sinceramente, son muy complicadas y seriotas para mí, bueno, para la voz narrativa. Semánticamente hablando, sólo utilizo una que otra, y con pinzas, cuando es estrictamente necesario. Prefiero mil veces utilizar los maravillosos y mágicos vocablos, mágico y maravilloso, porque ambos comunican mejor con esto del «misticismo», de modo que sí, sólo el dios decía su sabiduría fresca, su son diurno, en el jirón Huancavelica.)

Pero sigamos p’alante.

Busco el sonido de las olas perfectas.
De su ritmo brota escalada fresca
Luz que me devuelve a la apacible
Dulzura de esta mañana frente al mar

(Colán, dios macho / Paita, diosa hembra)

De pronto, el profano se pregunta: «¿Colán?» «¿Qué es Colán?» «¿Paita?» «¿Qué es Paita?», y nosotros, vaso de chicha en mano, responderemos que son templos como los de la antigua Hierápolis, uno para cada sexo. Carajo, ya me perdí otra vez.

Sigo eternamente, en la eternidad de los instantes luminosos, sentado en una banca de la Plaza de Armas de San Miguel de Piura, cremolada de chirimoya en mano, sorbiendo el néctar con una pajita, mirando las frondas de los árboles y el cielo norteño encima del río que nos separa del distrito de Castilla. Un diablejo de pueblo joven se afana en el lustrado de zapatos; concluida la operación, veo maravillado mis chancabuques linchecitos, destellantes. En léxico piurano, puede decirse que estoy en la luna de Paita y en el sol de Colán, o sea más volado qu’el carajo, pero sin trago y sin troncho. Siglo 21. Estoy solo. ¿Por qué estoy solo? Ya sé. Kiupa, víctima de cólicos y fiebres, debió regresar a Chimbote. Y aquí estoy solo y volado. Es que ando imaginando a los pueblos originarios de estos pagos paradisíacos, cuyo clima es cálido todo el bendito año. ¿Llegaron los mochicas hasta aquí? Seguro que sí. ¿Y la llamada cultura Vicus o Vicús? ¿Antes o después de J. C. Superstar? De pronto, los imagino más allá, en alguna parte del curso inferior del río, a pocos kilómetros del distrito de Chulucanas, provincia de Morropón. ¡Clarito y marinera norteña por eso! ¡Y tres hurras por el Señor Cautivo de Ayabaca! ¡Salud, salud, ya va saliendo el seco de cabrito de las cocinas aromáticas!

Antes de seguir, echemos un vistazo al rico Norte, bróder, en ese viaje místico de Chimbote a Piura, este siglo 21. Es que necesito un manjar de delirio intenso. Después me pongo serio, ya verás, bróder. ¡Música, maestro! Es que aquí el tiempo es circular, concéntrico, las cronologías se mezclan en el muelle de Huanchaco, por ejemplo, caminando por este muelle, mirando el agua abajo por las hendijas, mirando la mar brava por el influjo de la luna, mirando los acantilados terrosos, las nubes eternas. Luego, Chiclayo. Nunca olvidaré a los eximios lustrabotas de la Plaza de Armas de Chiclayo. Hablaban, sonreían, de todo se burlaban los morenos artistas callejeros, los magos de la escobilla, del trapo, del tinte, del betún. Tenían los dedos renegridos. Vestían camisetas cochinas y pantalones en piltrafas, gorras y zapatillas, los magos del betún. Ahora estoy en Puerto Eten. Aquel éxtasis en Puerto Eten. El pueblo fantasma como en las películas del oeste. Las palmeras desahuciadas de la Plaza y las casonas de madera, corroídas, vacías, fantasmales. Atravesamos la calle principal rumbo a la playa. Allí me quedé mirando los acantilados pardos, las colinas calcinadas, y a lo lejos el muelle en la neblina. Se asomaban tímidos cangrejos, bróder, caminaban silenciosos por la arena con sus livianas armaduras. Mi primo y su novia iban adelante, de la mano, amorosos. Recuerdo que caminamos bastante rumbo al muelle, sin llegar hasta él. De vuelta al pueblo, mientras ellos atravesaban la Plaza, yo permanecí extático mirando una fina torre circular de piedra gris. Había en su cúspide trapos sucios, plumas y pellejos majestuosamente negros dorándose al sol: los divinos gallinazos... ¡Y aquel otro éxtasis! Solo esta vez. De nuevo en Puerto Eten, probablemente al día siguiente. Mirando las olas bravas, espumosas, grises, plateadas, en hileras sucesivas. Y el dios del día bajo la campana de una luz neblinosa, difusa. Vi lentos pelícanos, su divina majestad volando bajo a ras del mar, en el cielo asombrado de Puerto Eten.  Vi pescadores cobrizos tripulando cámaras de llanta de camión o de tractor, burlando suavemente las olas, pescando en la inmensidad. De Chiclayo a Piura, las dunas eran dulces medialunas en el desierto. Parecía que avanzaban despacito hacia el mar. Después, el viento, los algarrobos, el cielo, las nubes, y de nuevo las dunas y el mar. Lagunas de aguas rojas, lagunas de aguas verdes, lagunas de aguas negras dispersas en el desierto, en su piel. El letrero indica: Piura 80 kilómetros. Llegando a Piura, admiré de nuevo las dunas calientes, un algarrobo dúctil, un quiosco de gaseosas y dos niños que vendían lagartos. Cinco minutos después, la avenida Sánchez Cerro, el Mercado, la calle Loreto, la calle Miguel Grau —también aquí vivió, gozó y murió sin sufrir un eterno adolescente—. Ahora necesito con urgencia un artículo solar que me maraville para siempre. Es que vengo en ómnibus desde Chimbote sólo para visitar a los amigos y, de paso, a comer langostas y pejediablos, ambrosías de seco de chabelo y cebiche de mero. Ahora necesito con urgencia saber apreciar en su dimensión cósmica cada uno de los dones recibidos del día y los paisajes. Ahora estamos en Yacila. Yacila del agua larga e inteligible. Yacila del agua fecunda y medular. El calor es transparente como un cangrejo. La línea mineral del horizonte trae una langosta, un pez de peña, un marisco peculiar. La línea mineral por donde bogan los caballitos de totora ¡La línea tan púber del mar! ¡Agua y crisopeya! ¡Cebiche de mero! ¡Jugoso de pez diablo! ¡Muchas cervezas heladitas! ¡Y las inmersiones en la teofanía del mar! ¡Agua y crisopeya! ¡Estamos en Yacila! ¡Que reme el remador! ¡Que hablen los amigos! ¡Que cocine el cocinero la langosta! ¡Si no, la cocino yo! ¡Pulpo! ¡Pez! ¡Langosta! ¡Amistad! ¡Crustáceo de cristal! ¡Rojo bogavante! ¡Cae la tarde! ¡Agua y crisopeya! ¡Estamos en Yacila, carajo!... Y pronto, muy pronto, rumbo a otro calor, de nuevo desde Piura, en colectivo, rumbo al mediodía, a las hogueras de tierra de Paita, a la playa Los Cangrejos, de nuevo a Yacila, mañana a Colán. El mediodía se derrite rumbo a Paita. Y la sed del algarrobo ebrio. Y los grados centígrados del amor amoris superior. Estoy de nuevo con Kiupa Kiuper. Tomamos agua mineral helada. Cambiamos de microbús. Sube un muchacho delgado muy moreno, tostado. Tiene una rodaja de piña en la mano, bróder. Tiene una rodaja de sol. Miramos el cielo de Paita. En tu cielo, Paita, cuatro gallinazos circunvuelan al acecho de la carroña gris, de la carroña roja, de la carroña brillante y polvorienta de un burro desventrado. Todo asimila el calor en sus alvéolos carnívoros. El gallinazo divino. La divina carroña del burro. Todos y cada uno de los actos y las presencias del divino calor. Otra vez en Piura mística, vagando solo por Castilla, decidí almorzar en un restaurante humilde, aunque la palabra es flaca. No estaba borracho, bróder; pero la visión de una pobre vieja sola, flácida, en sayonaras y camisón de dormir, luchando contra la inmortalidad de las moscas, devorando sin apuro su menú popular de sopa de res con papas y fideos, de seco con arroz, tomando un refresco pardo helado (¿tamarindo?), me hizo estúpidamente llorar. Otra vez, en Paita, sí que me pegué una gran borrachera. Vi las palmeras del Malecón, los cocos amarillos en las copas, los barcos malogrados en el puerto, los quioscos que me parecieron resplandecientes, el muelle del desagüe y el otro para barcos, las motos taxi al estilo de Hong Kong o de Shanghái y por todos sitios se oía salsa en la radio. En un rectángulo de cemento brillante, aquel viernes de provincia, unos colegiales jugaban fulbito. Estaba en Paita, bróder, cuando recibí esta visión. Miré a los vagabundos en las esquinas. Miré, como para entenderlas, las mesas del bar donde estaba. De pronto, me sentí como un marciano que venía de otro planeta. Sin embargo, la sensación de dicha fue pura y muy intensa. Me fascinó un inválido filósofo que recolectaba monedas sin valor y se reía. ¡Cómo reía el desgraciado! ¡Se reía de verdad! Como estaba huasca, preferí tomar un taxi para regresar a Piura, caballero nomás, al Hostal San Jorge como siempre, con su respectivo Dragón, donde dormí la tranca hasta pasadas las seis. Después de la ducha, increíblemente, me sentí sobrio de nuevo. Tenía una invitación para ir al exclusivo Club Grau, donde estaba Camu Fong. Habían vaciado una piscina. En la otra, más grande, nadaban y chapoteaban niños bien y adolescentes bien. Cerré los ojos un minuto. De vuelta a la realidad, no sé por qué, me dio cólera ver a los ricos y la gente bien. No tengo nada contra los ricos, ni contra la gente bien, ni contra nada ni nadie, pero esa noche, en el Club Grau, sentí cólera. Pero yo no sirvo para eso, que al toque se me pasó, felizmente. Siglos pasaron sin que pudiese volver a la patria ni a Piura. Cuando por fin estuve a punto de viajar nuevamente, de inmediato hice un proyecto norteño. Gánate, bróder.

  1. Iré a Piura —tenacidad de algarrobo, cremoladas y amistad.
  2. Iré a Yacila —bañarse en aguas eternas, comer cangrejos.
  3. Iré a Sullana —perfume básico del Norte, olor de pueblos eternos.
  4. Iré a Los Cangrejos —virginidad de las playas, amor al mar.
  5. Iré a Máncora —un buen hotel, playa y cerveza, tal vez mujer.
  6. También iré a Paita, naturalmente.
Iré a Piura
A Yacila iré
Iré a Sullana
A Los Cangrejos iré
A Máncora iré
Iré a Colán
¡Iré! ¡Iré! ¡Iré!
¡Iré! ¡Iré! ¡Iré!
En Paita, de nuevo iré al restaurante El Liberal, frente a la bahía, frente al mero.
En Máncora, lenguado a lo macho, Pilsen Callao, tal vez mujer.

Ahora, recita despacio, bróder.

Piura, 1967
 

La enredadera. Sobre el muro hoy desnudo.
El hall de afuera y su viento recobrado.
Jardín antiguo que ningún poema
puede retornar a su magia original.
Las horas infinitas de mi espera.
Otro absurdo atardecer sin pena
ni gloria, salvo un rojizo sol naranja
entrevisto en la nada de la infancia.
El portón del carro de mi viejo.
Sus llegadas y un sublime
para mí en las noches de verano
donde el cielo se ilumina y las estrellas
son fugaces recuerdos del amor.
Oscura es la sonrisa del aire
a esta hora y sin embargo pura
como el roce de los arboles con
los cables de alumbrado público.
Pronto el poste nos dará su luz.
Un resplandor sobre el pétalo
de humildes chabelas al pie de la vereda.
La muchacha regando sus macetas.

En la cronología lineal de su publicación, este poema que pertenece a Santa María, ve la luz gris de Lima diez años después del anticrístico Symbol. Entre los dos, Santiváñez ha publicado Cor Cordium, pródigo en vehemencias profanas. Los delirios de Symbol, donde los signos enloquecen, son también como un tierno repertorio de las hermosas, frescas chicas de la pubertad eterna, de la eterna adolescencia y, tal vez, de la eterna juventud de la memoria y el ser (Fons Æeternalis Juvensis, Piura Lost Paradise). La locura de este libro es también sintáctica, morfológica y semántica. «La Poesía es un texto contra el Mundo», dice el autor. Hay instantes de nihilismo extremado, de asco total, donde vemos surgir el espectro del suicidio. Si bien algún verso sacraliza («Nadie debía penetrar los recintos sacros del poema»), el texto considerado como bloque desbarata la operación —o su intento—. En Symbol, donde «el diablo es tu animal vital», notamos también una constante sofocación producida por el desamor y una permanente sensación de abandono. Necesito aquí utilizar el vocablo francés déréliction: sensación de abandono... de Dios. En castellano, derrelicto significa, creo, restos de una embarcación encallada en la playa. En Symbol, el Eros místico embiste frontalmente el discurso poético tradicional —si tal cosa existe —, taladra con un barreno los cimientos del propio idioma castellano y los fundamentos de la sacrosanta sociedad. La escatología puede ser interpretada en sus dos vertientes: en el sentido estrictamente excremencial, pero en un contexto erótico; o como «final de los tiempos» o «revelación», es decir como un apocalipsis personal del poeta: «Al contacto del falo hacías tus necesidades en mi / boca dedicada y creada por Dios para tu alegría sin límites». En léxico técnico, esta operación que ha ganado letras de nobleza con una obra del Marqués de Sade (Les 120 journées de Sodome), se denomina coprofagia (ingurgitación de la materia) o coprofilia (afición-amor a ésta). Al final, el poeta expresa cierto sosiego y parece aspirar al divino silencio: «La palabra se funde con el viento / y de pronto ya no quiere expresar nada». Punto y aparte, bróder. Ya basta de seriedad. Ahora seguimos en Piura Lost Paradise, centro de la nueva imaginación.

Esa noche, aquí en la Plaza de Armas, estábamos Kiupa Kiuper y Johnny Pacheco haciendo hora antes de ir a los aperitivos en la casa de Camu Fong. Estábamos felices bajo las frondas oscuras y el calor era algo bendito. Después, entramos a ese maravilloso local llamado El Chalán, donde había piuranitas bonitas, puro producto nacional, canelas y crocantes. De pronto exaltado por la visión de las bellas, yo exclamé:

—¡Consuma lo que el Perú produce!

Kiupa se cagó de risa. Con tremenda sed de frutas, agua y hielo, sorbimos varias cremoladas, casi hasta empanzarnos, de maracuyá, de guanábana y de mango ciruelo. Pensé en la infancia bendita. Es que he sido muy feliz en la infancia, bróder, en nuestro rico Chimbote y también en Trujillo donde nací. La dicha se alargó hasta la pubertad, allá en la urbanización Buenos Aires —pero entonces no me imaginaba que me convertiría en un místico moderno y laico—. Ya casi cuarentón, otra deflagración de dicha me iluminó en Piura. Ahora que me doy cuenta, gran parte de mi existencia ha sido dominada por la felicidad, pese a todo. Si no me llamara Mickey, podría llamarme Félix, como el gato. O tempora! O mores! Verba volant, scripta manent. Ejem. Ya casi cuarentón, esa noche en casa de Camu Fong, me esperaba el amor de Melisa de Hispania, el amor simplemente, qué maravilla. La verdad, fue un flechazo. Al inicio, yo me hice el cojudo, aunque ya comenzaba a latirme el bobo, bróder, es que era el amor, el amor simplemente. Además, la española estaba libre como el viento y no había moros en la costa. De pronto, me pareció algo mágico-maravilloso tener un par de pulmones, un hígado profesional, riñones, bazo, cerebro, demás órganos y tripamenta. Una cabeza. Dos brazos. Dos piernas. Dos manos y dos pies. Veinte dedos completos, ágiles, prensiles. Dientes, lengua, nariz, orejas, ojos, la herramienta, las trolas, todo en maravillosa buena salud. El bobo me bombeaba como un bombo ¡Bum, bum, bum! ¡Bum, bum, bum! No es por panearme, bróder —a estas alturas del partido ya no me las doy del bacán de la película— pero en cosas de culitos y amores, amores y culitos, tengo un prontuario respetable de hembritas, franchutes sobre todo; pero jamás había comido carne made in Hispania. Aquella noche, pues, fuimos con Kiupa Kiuper, Santiago Fong y Melisa de Ibiza (en verdad, es madrileña, como la divina Ofelia), fuimos a tomar unas chelas. Según Melisa, en la patria la gente chupa como si mañana debiera acabarse el mundo. ¿Y qué? Seguimos chupando, pues. La jerma tenía un poquito de blancanieves, que fue esnifada discretamente en el ñoba. Santiago no es sapo; creo que ni cuenta se dio; en cambio, Kiupa se apuntó al toque. La ñizca que quedaba nos la echamos en una disco medio monse de la calle Bolognesi, donde fuimos los únicos clientes. Decidimos ir en busca de un par de mogras en un bar-guarique-chingana que estaba detrás del Mercado. Pero no había, malheureusement. De regreso al maravilloso Hostal San Jorge (y el Dragón), en el carro, creo que Santiago se ganó con el pase por el espejo retrovisor: el falso gabacho y Melisa made in Hispania, atroya, chapando. Con el entusiasmo, le puse una mano tierna en la papa. Hispania casi me desbragueta. Y Kiupa decía riéndose, entre dientes, silbante como una sierpe:

—¡Qué rochoso! ¡Qué rochooosssooo!

Mientras tanto, Santiago, fercho de los buenos, buena caña de verdad pese a los copetines, manejaba el batimóvil por las calles desiertas a esa hora de la madrugada, en Piura la sensual, rumbo al Hostal San Jorge (y el Dragón) donde los chimbotanos iban a tirar jato. La operación de belleza y amor pasó al día siguiente. Por falso decoro te ahorro los detalles. Veo ahora el sagrado jirón Huancavelica suspendido en la reverberación. ¿Te imaginas, bróder? Desde los remotos tiempos de aquella reina que favoreció la santísima Inquisición —Isa la Cat, casi como María la O—, desde al Alto y Bajo Medioevo, desde la España durante y la España después de Franco, cuando las nuevas generaciones de hispanas se alzaron la bata, sinceramente, felizmente, gracias a Dios, al dios verdadero, al dios machihembrado, las cosas habían cambiado para bien. Es que ya se acerca a grandes trancazos el Tiempo de la Nueva Mujer. Y nosotros sudorosos y salados en el meollo del calor piurano.

¡Música de nuevo! ¡Música suave, maestro!

Soledades

 

I Piura

 

Miro los altos árboles y percibo un viento fuerte
en esta esquina, en esta sombra suave que me guarda del sol
               Qué pensaré, oh qué diré a esta hora
mi antigua y soleada aldea ya no me reconoce
Han llegado gerentes con mujeres flamantes
las tierras, el petróleo, los desfiles
                                                                         Ya todo está dispuesto
Ninguna belleza, nada es resplandeciente
sólo sucios microbuses enrumban hacia barrios marginales
               Y la casa que mis padres construyeran
solitariamente doblados por ocho horas de tiza y oficina
        Qué diré de su postigo y su jardín
pisoteados por la tercera generación de destructores
               Ahora que el atardecer desciende
Sobre este patio en que solo permaneces
El sueño de los padres
                                                 adherido a estos versos
Y no importa que se siga bebiendo
Y no importa que el sol nos arda en el pelo

 

II Piura

 

Apareció bajo el umbral de mi puerta
¿Te esperé meses, años, libros, conversaciones?
Un encuentro en la perra ciudad
era un buen pretexto para tomar una cerveza
               Y me contó de una triste hembrita de cabellos oscuros
era como la novela que estaba escribiendo
era como el silencio cerrado
No he hablado con nadie en meses —me dijo
Aquí no hay nada —
                                            y tomamos cerveza sin cesar
               Y es terrible se piensa mucho en la muerte,
       Fui maestro en un pueblito del desierto —
Ahora terminada la licencia
encuentro sabiduría en sus movimientos
y nuestras vidas adónde irán a parar
               Odio minuciosamente las calles de esta ciudad —me dice
y entonces nos levantamos. En el bar, amanece.

¡Una triste hembrita de cabellos oscuros! ¡Ítaca provinciana! ¡Beloved Piura! Lost Paradise! Piura forever and ever! ¡Amén! Bueno, bróder, pese a no ser aprovechador, ni camarón, ni pacharaco, aprovecho para intercalar otro sacro pasaje piurano de nuestras primeras y segundas edades, allá por el mesozoico. Veamos. Y dice así.

 

Gospel según Marcvs

Los años, para ser franco, son inciertos. Antes del Mundial de Argentina 78 en todo caso; supongamos el 76 o 77, aunque no importa mucho. Somos los Tres Mosqueteros. Somo colegiales de uniforme único, camisita blanca lavada con Ña Pancha (o con Ariel), pantaloncito color gris ratón, zapatos negros bien lustrados, seguramente con betún Kiwi. Estudiamos en el Colegio Mundo Mejor del rico Chimbote. En verdad, somos tres mocosos, tres filipichines, tres chibolos: Marco Fong, Kiupa Kiuper y Johnny Pacheco. ¿O sería el 75 del pasado siglo? En fin. Memoria pendexa. Veo dos viajes a Piura la sensual; en uno, creo que en el segundo, falta Kiupa Kiuper. ¿O se habría quedado, esa noche, en el Hostal San Jorge de la gran época? En todo caso, ya no éramos virgos, y si a Piura íbamos frotándonos las manitos de pendejos, era por el Siete y Medio. Doy estos detalles de incertidumbre histórica, bróder, porque tengo muy buena memoria, lo digo sin panearme. Ahora escribo, estoy escribiendo, voy a escribir sobre eso desde otro tiempo, desde otra dimensión, desde el mero vientre de la ballena Lutecia donde me encuentro, y los hechos referidos ya no serán los mismos, las palabras utilizadas no serán las mismas, hasta de pronto las calles y las situaciones no serán las mismas. Basados en una «realidad» de acontecimientos pretéritos, pasados por el filtro del tiempo, de la memoria deformante y de la imaginación creativa —sin hablar de los falsos recuerdos—, los hechos ahora contados adquieren una nueva realidad, una vida nueva, o sea que resucitan como lázaros de las criptas y cementerios de la memoria, con sus recutecus literarios, con sus trucos y fintas. Sólo la literatura tiene el poder de operar este tipo de milagros, reconstrucciones y resurrecciones.

Podemos suponer sin problema que me llamo Marcvs, que estoy en Roma o en Alejandría, listo para la redacción de un libro que dará fama e inmortalidad a mi nombre... Sursum corda! Sursum corda! Sursum corda! Según la leyenda, Marcus habría escrito su evangelio, texto que reivindica la enseñanza de Petrus, en Roma. O que lo empieza en Roma y le da los últimos toques en Alejandría, donde por lo demás llegó a ser el primer obispo de la iglesia primitiva. ¡Alejandría! Beloved Alexandra! De Alexandría, pues, esa madre intelectual del cristianismo por venir. ¿Era romano nuestro Marcus? En todo caso, es un converso. Para la literatura neotestamentaria prevalece su nombre latino y romano: Marcvs, Marcus, Marco, Piazza San Marco, Venecia sin ti. Gracias a su talento de helenista, le sirve de intérprete a Petrus, que no sabía ni michi de greco y que yo, no sé por qué, me lo imagino un poco bruto. La conversión de nuestro Marcus ocurre en Jerusalén, durante el ministerio de Petrus en esa ciudad. Marcvs es primo de un pata llamado Joseph, también conocido como Bernabé o Barnabé; pero, sobre todo, ay, ay, ay, ¡ay!, es el que presenta a un tal Saulus, otro converso, a los discípulos. Este hombre, un fariseo originario de Tarso, posee una doble cultura. Para mí, es todo lo contrario de Petrus, es decir un genio. Ha estado en una escuela estoica de altísimo nivel, es experto en exégesis rabínica, en retórica grecorromana, habla y escribe hebreo, latín, griego... ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Ya conocemos la suite... No comments. Bueno, bróder, ya basta de tanto bla blablá... ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!

Para empezar, no recuerdo si los chibolos subieron en un ómnibus de la Compañía Ormeño, Cruz del Sur, Roggero, Tepsa o Chinchaysuyo. Supongamos en este último, aunque también podría ser en Tepsa, cuyo terminal quedaba en la esquina de Loreto y Bolognesi, frente a la estatua epónima del héroe. ¿Era estatua o monumento de Francisco Bolognesi o de Miguel Grau? Creo ver a ese ilustre piurano de pie, altivo, calvo y barbado, apoyado en su espada. ¿O sentado y dando pistoletazos? ¿Blandiendo la espada? No creo. Si pistoletazos había, cuyos cartuchos serían quemados hasta el último, pues era la estatua de Francisco Bolognesi, lo cual sería lógico por el nombre de la avenida. Creo recordar que bajamos en Chiclayo a tomar café de madrugada, en un quiosco del terminal, o de pronto junto a la carretera, y que Marco Fong hablaba, muy entusiasmado, de montar a caballo, que él había cabalgado hace poco, y que ir encima de las hermosas bestias a galope era algo de la puta madre. Kiupa Kiuper  tenía hambre y, como algunos pasajeros, acompañó el tazón de café con un sánguche, supongamos, de pavo. De pronto de pejerrey frito. No, de pollo. Que de pavo le decíamos a los sánguches con tajadas de camote frito, y no recuerdo ningún olor a pescado. ¿Fumábamos o no? Sí, claro que ya fumábamos, no por vicio sino para ser más hombres, más mayores, para darnos cierta importancia, sobre todo al incursionar en nuestros inolvidables burdeles, en nuestros inolvidables billares, o mientras merodeábamos en la antesala del cine, cuando había película para mayores de 18 o 21 años, con documentos probatorios. De madrugada también, tipo cuatro, tipo cinco, hemos llegado a Piura, soñolientos pero felices. Veo agitación de mercachifles, ambulantes, vendedores de comida y rateros al acecho en la avenida Sánchez Cerro —si desembarcamos allí, y no en el terminal de Tepsa— como amarillentos bajo las débiles luces de focos igualmente amarillentos, también de potentes lámparas Coleman, también —sin la menor duda— de tubos fluorescentes, cuya luz siempre me pareció mortuoria, digna de hospitales o morgues. Déjame ubicarme, bróder. Si los datos que doy a continuación yerran, si es una cartografía medio imaginaria del escriba, me lo dices —en caso de que te acuerdes—. A ver. Si uno sigue derecho por la avenida Sánchez Cerro, llegamos a un malecón frente al río Piura que se llama Manuel o Víctor Sologuren, o algo que termina en «guren» o «rren», aunque dudo que sea Recabarren. Puede ser Yrigoyen, es improbable que sea Sologuren, que Sologuren es el poeta. No importa. Hay un puente aquí, que así se llama, como la avenida: puente Sánchez Cerro. Si uno sigue derecho por el bendito jirón Huancavelica, llegamos al puente Piura. Si uno sigue derecho por la avenida Bolognesi, llegamos al puente Bolognesi. Al otro lado del río duerme Castilla, la vieja y la nueva. Me falta un puente, pero no importa. Estamos con nuestros maletines —creo que Marco trae una novedosa mochila— frente a los vidrios del Hostal San Jorge, esperando que un pata cuyo nombre no recuerdo, que oficia de velador nocturno y también, creo, se ocupa de la lavandería, nos abra. Sobándose los ojos, el pata se alegra al ver al joven Marco con sus amigos, y yo me doy cuenta que lo trata con mucho respeto y deferencia, casi como a un adulto. Ya confortablemente instalados en un súper cuarto alfombrado del segundo piso, dormimos hasta que el solícito pata nos despierte tipo nueve, nueve y media, para el primer súper desayuno piurano: té, café, café con leche, jugo de naranja, sánguches de pollo, tamalitos. Este instante, totalmente místico, es sólo el comienzo de la intensa felicidad sentida durante esas vacaciones que ahora exhumo, esas vacaciones tan pretéritas, ahora vivas y nuevas con el ropaje de las palabras, cuando Marco y yo nos conseguimos dos gilas, dos chicas del pueblo en ese viaje donde Kiupa Kiuper desaparece por arte de magia.

En el primero, ése del año 75 o 76, conocimos a un gran personaje. Un viejo bohemio, solitario, tal vez poeta, o medio poeta, que sabía mucho de Grecia antigua, del pedante Platón y del divino Sócrates, de algunas leyendas también. Ese viejo a quien ahora sospecho de haber sido medio cacorro, medio mostacero, nos reveló precisamente que, pese al machismo de aquellos griegos, la mujer era un ser superior. Así lo dijo. Con esas palabras. Un ser superior, algún día entenderán, muchachos. De paso, medio que se le chorrea el helado, o de pronto nos quería culear, porque con el cuento de Sócrates nos habló de una práctica llamada «socratismo», que consiste en meter la lengua en el orificio posterior del paciente, e hizo un largo y emotivo elogio de los efebos griegos, con quienes evidentemente nos identificaba. A este hombre tan extraño, sin duda ya fallecido, le damos aquí un fuerte abrazo, lo sacamos de su tumba y lo ponemos de testigo, que gracias a él en gran parte, nació mi gran interés por Sócrates y los filósofos pre-socráticos —Heráclito el Oscuro en la proa del barco— también por el aburrido Platón y por los maravillosos dioses griegos en versión adulta, debidamente analizada y corregida respecto a la «realidad» que tenían entonces, o en la infancia.

Veo también una vieja casona de madera cierta tarde de lonche en Paita, cuando visitamos a una tía de Marco, pero de los magníficos caballos que eran, para mí, como una promesa de pegasos, nada de nada. Algo pasó con los caballos pero no logro recordar qué, pese a la gran importancia que le dimos. Probablemente, noticias de alguna caída, de algún accidente. O la ausencia del dueño del fundo (¿viaje a Cajamarca? ¿a Morropón?), aunque más sólida es la hipótesis del accidente. Sin embargo, me veo manejando una moto Honda 50, tal vez propiedad de Santiago, por las pulcras avenidas de una urbanización reciente, donde estaba la gran casa de los Fong. Era la segunda o tercera vez en la vida que manejaba moto, artefacto considerado mortal por mi familia, en especial por mi padre, quien me lo había prohibido con toda certeza. Veo también a los tres chibolos y a Santiago, el hermano mayor de Marco, en un billar muy amplio, donde fuimos iniciados al juego de la minga, del jirón Tacna, cerca del Centro Cívico. ¿Sería un Club? Entramos gracias a una carta que mostró Santiago. Después salimos a caminar un rato frente al río, por ese Malecón Eguren, Sologuren, Irigoyen o Recabarren, antes de volver a la Plaza de Armas y al Hostal San Jorge (y el Dragón) por la muy concurrida avenida Grau, que ahora me parece de película: aromas de picarones, de cachangas, de papas rellenas, de humitas, de anticuchos, que seguramente degustamos. En cambio, si pienso en las gilas y en la misteriosa desaparición de Kiupa, veo mejor. Es probable que, por alguna razón tan imperativa como imprevista, Kiupa haya tenido que regresar a Chimbote. Mientras tanto, Marco me informa que tiene gila. Esa noche, la gila estaba con otra chica —destinada a mí por Marco Celestino— y debía hacerle la taba para invitarlas a comer anticuchos antes de ir a la discoteca. Marco me da instrucciones o sugerencias de cómo caerle a una hembrita, y si ahora lo recuerdo es porque fue la primera declaración de amor que he hecho en lo que llevo de vida. Recuerdo también el grado superlativo de excitación, de arrechura, luego de los primeros chapes, que casi me convierte en violador imberbe. Hubo un forcejeo. Yo estaba obstinado en llevarla por el lado del río, como en el poema lorquiano, para cabalgar potranca violeta, y muy dispuesto a forcejearla otra vez en algún corralón, pero no recuerdo ningún corralón. La verdad, bróder, es que quise aprovechar, lográndolo sin mayor dificultad, de mi supuesto «rango» social clase media, hijito de abogado y modista, porque la chica era una chica del pueblo. Ambas eran chicas del bendito pueblo. La de Marco era medio llenita, bien reilona; sin ser linda, tenía su alguito, y yo estaba intrigado porque Marco parecía o estaba enamorado de verdad.

—Tienes que caerle; si no, no atraca —dijo.

—¿Y si no me gusta?

—Le caes igual —dijo sabiamente.

¡Pubertad! ¡Adolescencia! ¡Divino tesoro! No creo que fuera la hermana de la gila de Marco, aunque todo es posible en el cócktail genético de la patria. Era una morochita. Flaquita y morochita, de pelo largo negrísimo, medio triste, más discreta y menos reilona que la otra, encantadora sin ser bonita, y tímida en apariencia. Estamos caminando los cuatro por la avenida Grau, rumbo a la Plaza de Armas, rumbo a los anticuchos. ¿Habremos entrado al Chalán? Es muy probable, porque en esas épocas pre-trago, tomamos gaseosas, jugos y cremoladas. Ya en la Plaza de Armas, siguiendo las instrucciones y sugerencias de mi compinche, me instalo con la chica en una banca del otro lado, junto al jirón Libertad, mientras que Marco y la suya se quedan por el lado del jirón Tacna. De pronto, me doy cuenta que, pese a mi curriculum prostibulario, estoy nervioso, nervioso de verdad, y todo por la maldita declaración. Ya muy cerca de ella, siento que la chica del pueblo me gusta, sino, pues no me declaro ni cagando. Supongamos que se llame Teresa.

—Teresa —digo con mucho aire en los pulmones—, Teresa, Teresa.

—Tu amigo es el dueño del Hostal San Jorge ¿no?

—Así es, Teresa. ¿Sabes? Me siento muy bien contigo, aquí.

—Yo también me siento muy bien —dice Teresa arrojando el palito del segundo o tercer anticucho.

—¿Tienes enamorado, Teresa?

—¿Por qué me preguntas eso, oye?

—Yo quisiera ser tu enamorado, Teresa. Me gustas mucho, Teresa.

—Tengo que pensarlo, Manuel.

—Miguel, Teresa. Miguel.

—Tengo que pensarlo —repite—, si no vas a pensar que soy una cualquiera.

—No hay tiempo para pensarlo —digo con un atrevimiento del que todavía me asombro—, no hay tiempo, de verdad. Eres una chica muy atractiva y me gustas mucho, Teresa. Te pido que me aceptes como enamorado.

—Tú no vives aquí —dice—. No sé.

Algo he argumentado sobre una falsa, probable mudanza de mi familia a Piura de los placeres, hasta que por fin Teresa acepta y, en el acto, chapamos. En ese momento, pasa Marco con su gila y vamos a la discoteca. Eso sí lo recuerdo clarito; en cuanto a lo del trago, ya me entró la duda. Hubo trago —la pócima dilecta de Mister Hyde—, seguro que hubo, si no, pues no me transformo y casi me voy de viola con Teresa. ¿Habremos tomado un par de cervezas chicas? Es bastante probable; en cuanto a las chicas, a nuestra gilas, ya sea Cocacola o chilcanos de guinda. ¿O hemos tomado nosotros ese brebaje dulcete, letal para el hígado, llamado guinda, o chilcanos de guinda? El episodio del intento de violín ocurre al salir de la discoteca, mientras Marco y su gila volvían hacia la avenida Loreto, y que yo quería llevarla rumbo al río, rumbo a las violetas. De nuevo veo la penumbra densa de la discoteca y los ojos terribles, fluorescentes, como de diablesa, de Teresa. Su cuerpo, con ropa y todo, es absorbido una y otra vez por la tiniebla medio pestilente de la discoteca, y yo busco sus terribles ojitos de azufre, la florescencia de sus dientes, hasta que la encuentro, la atrapo de un zarpazo y bailamos baladas y qué tremendos chapes, Teresa. Al final, gracias a Dios, cero violetas.

Siglos han pasado de aquel arrebato y esta madrugada de otoño, en el vientre de la ballena Lutecia, aparece la piuranita Teresa. Lo único que se me ocurre para justificarme, para entender mejor algo que pertenece al Derecho Penal, es una intervención súbita de Asmodeo, el peor de los demonios, cuyo palacio está en la hipófisis. Violín, viola, violón, violonchelo, violetas con muchos decibelios aquella noche del 75 o 76 del pasado siglo, en Piura de los placeres, y me da vergüenza y me flagelo. Lo he guardado como guardar en un escondrijo súper secreto, inaccesible e inexpugnable, una supuesta arma del delito. Dos veces estuve a punto de contárselo a Marco en detalle, pero no me atreví; mi versión, machista y triunfal para variar, fue debidamente maquillada. A Kiupa creo haberle referido una versión parecida, con uno que otro condimento salaz, pero nada más, cachafaz. De todas maneras, bróder, esa noche cuando me poseyó Asmodeo, el peor de los demonios, que también tocó a Teresa por cierto —si no, no me lo endereza—, mientras regresaba yo cabizbajo, ya sea por el jirón Moquegua, ya sea por el jirón Apurímac, ya sea por el jirón Ayacucho, rumbo a la avenida Loreto y al Hostal San Jorge (y el Dragón), Marco había ya despedido a su gila del pueblo y esperaba sin dar muestras de impaciencia. Luego —me parece— hemos ido en taxi a la gran casa de su family en la urbanización reciente de aquella Piura, la ciudad del Deseo.

A ver, bróder, para cerrar con broche de platino, mándate con ese poema estilo Apollinaire para todas las Melisas y Teresas de nuestro minúsculo planeta, sólo por el amor, ¿okey? Bueno, ahí va.

Te amo mi pequeña
Te amo mi querida luna de enfrente
Te amo cuerpo delicioso de 16
Te amo vulva cerrada
Te amo seno izquierdo paradito
Te amo seno derecho blanco
Te amo pezón derecho bajo fino polo
Te amo pezón izquierdo como la puntita
               De un iceberg dorado
Os amo nalgas delicadamente colocadas
               Sobre la cama para que yo las contemple
Te amo trenza castaña
Os amo axilas frescas niñas
Te amo curva de los hombros dulcemente
                Redonda cuando te volteas y me miras
Te amo muslo de alabastro
                Sentada al filo de la cama
                Poniéndote el blue jean que me gusta
Os amo orejitas para las que preparo
                Mis más lindas frases de cariño
Te amo cabellera negra rescátame
                 De los amores perdidos
Os amo pies rosados uñas rosadas
Te amo lomo imponente y tan frágil
                 Como tu nombre de pétalo de rosa
Te amo espalda virgen que me dejaste
                  Levantar curvándote con
                  La suavidad del desmayo
Te amo boca oh mi sueño mi corazón
                  Latiendo locamente
Te amo mirada tierna e inteligente
Os amo manos cuyo movimiento
                   Cuando hablas me hechiza
Te amo nariz con 2 huequitos negros
Te amo con tu caminada desafiante y ondulada
Oh pequeña te amo te amo te amo

 

(Fin del Gospel según Marcvs)

 

N.B.

Nefertiti / Chirimpico

Otra vez, la penúltima que fui a la patria, ya sin noticias de Melisa-Hispania, pero arrechamente suspirante, estábamos en el restaurante Pueblo Viejo, en Chiclayo, con los poetas, cuando surgió una impactante belleza norteña. La piel es muy canela, muy lisa, casi brillante. Jorge I. G. dijo que no era una diosa sino una mortal, pero qué mortal, Nefertiti ni más ni menos, la esposa del famoso faraón Ramsés II. Ese día tomé desayuno de conchas negras en vaso. Luego, con los poetas, almorzamos dichosamente cabrito de leche + combinado + malaya dorada + arroz con pato. Pedimos chiringuito para picar. Y chelas, obviamente. Y allí estaba. Allí estaba el chirimpico. En la carta. No sabíamos qué era.

—¿Qué es chirimpico, señorita? —le preguntó Jorge a Nefertiti.

Y todos los poetas, entre admirativos y morbosos, en coro.

—Sí, sí, sí, señorita. ¿Qué es chirimpico?

—Son las menudencias del cabrito —dijo Nefertiti.

El último incontro con Melisa-Hispania, precisamente, sucedió en Chiclayo, ay, y allí murió el payaso.

La Trévaresse, 25 de septiembre del 2009

 * * *

* Róger Santiváñez: Dolores Morales de Santiváñez (Selección de poesía 1975-2005), Hipocampo Editores & asaltoalcielo, Lima, 2006, 262 pp.

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© 2010, Miguel Rodríguez Liñán
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rodríguez Liñán, Miguel: «Piura misticæ» , en Ciberayllu [en línea]

815 / Actualizado: 19.02.2010