Comentario

Ciberayllu
1° enero, 2008

Relatos de Walter Lingán

Miguel Rodríguez Liñán

 

Acerca de los cuentos del libro de Walter Lingán: Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora / Ich höre unter deinem Fuß den Rauch der Lokomotive (edición bilingüe), Free Pen Verlag, Bonn, 2005 (70+85 pp).

 

Nadie, absolutamente nadie puede aleccionar a nadie, sobre todo si estamos frente a un escritor ya provisto de sello personal, en cosas del arte literario, en poesía, yo menos, por supuesto. Digo esto de entrada porque los comentarios que siguen parecen serlo, aunque no lo son, Dios me libre de dar consejos, de trasudar moralina seudo pedagógica, Dios me libre de pontificar, de aconsejar, de pretender poseer la razón, o de lo que es peor: dármelas de bacán. Si algun día me las doy de bacán, que Dios me fulmine como Zeus, como Thor, como Changó, con una lanza-rayo, que caigan esta osamenta y corpachón convertidos en ceniza. Pero como Dios no existe, sin dármelas de bacán, requisito que siento como un condición sine qua non en cosas del arte y, sobre todo, en la vida misma, diré como siempre lo que me suene acertado, con toda la libertad del caso como corresponde, esta vez a propósito de un libro de Walter Lingán. Sin conocerlo personalmente, lo considero un amigo, por eso me permito darle hacha y machete sin estilete, por nuestra literatura, y porque la calidad de su producción puede soportarlo sin mella. Una que otra flor con forro de seda en la lengua, nada más, pero esquivando escrupulosamente la posibilidad de reventar cohetes por esto y lo otro. Aunque no parezca, soy muy pero muy serio en esto del arte y de la literatura. Empecemos, pues, con unas muy significativas, aunque algo misteriosas, palabras de Georges Bataille:  

J’envisage l’animalité d’un point de vue étroit, qui me semble discutable, mais dont le sens apparaîtra dans la suite du développement. De ce point de vue, l’animalité est l’immédiateté, ou l’immanence.[Enfoco la animalidad desde un punto de vista estrecho que me parece discutible, pero cuyo sentido aparecerá en lo que sigue del desarrollo. Desde este punto de vista, la animalidad es la inmediatez o la inmanencia.]

Me parece que esto de la animalidad, tratada con cautela, no le resta vigor al tejido orgánico de un texto literario de cualquier pelaje, que a nuestro juicio necesita propender a la voluptuosidad, al goce que suscitan las palabras, para semejarse más a la vida y a sus razones de ser, que son el placer y la dicha (casi digo éxtasis, pero suena medio «místico»). Pero como la exageración me fascina, empezamos así, exageradamente, Cubiertapara referirnos al título de la obra: Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora. Mis oídos-orejas perciben resonancias surrealistas, en el sentido que éstos decían detectar la poesía, la genuina, la que viene desde la noche inmemorial, hasta en los afiches publicitarios, en las noticias deportivas de los periódicos, en los letreros de trabajos públicos, en todos sitios, cotidiana y omnipresente, como un milagro de todos los días. Es un título de la puta madre, como se dice. Abro con cautela el volumen, imaginariamente, vía internet, ya que el original en sólido desapareció junto a otros libros y ropajes cuando fui expulsado de mis penúltimos aposentos, una especie de albergue Cruz Roja que regenta con mano dura un ex-coronel (con cara de chancho) de la Legión Extranjera, cuyo nombre no quiero recordar. Lloriqueando por los libros perdidos, también por mi pobre ropita y otros cachivaches, recordando rencoroso estos avatares recientes, me comuniqué con Walter Lingán y acepté de buena gana —siempre lo siento como una forma de honor— comentar este libro de título impresionante, que ya había ojeado en París, en casa del poeta Jorge Tafur, mientras estudiábamos los techos de Clignancourt bajo las frondas-acordes de Mozart. Walter es afecto a los títulos así, hiperbólicos, impresionantes. Otro de sus libros, con su respectivo juego de palabras, retruécano, retorcedura de pescuezo semántico, se titula: Los tocadores de la poca elipsis, que me parece dirigirse a ciertos miembros de nuestra fauna, de esos que escriben sin elipsis. Este detalle me permite imaginar algo de su personalidad, que debe ser muy sensible, hipersensible, hiperestética, dolorosa, o sea sentimental y romántica en el sentido que conocemos, pero también como los poetas del Movimiento Romántico... un pensamiento para el viejo Johann Gottfried von Herder. Siento algo de pudor, de pronto timidez, pero no como atributo negativo, en Walter, aunque sólo me refiero a su elección de las palabras, las coge como con pinzas, creo, e incluso con respeto. Literariamente hablando, tal procedimiento es eficaz según el material que se trata. Mi primera opinión, copiada de los surrealistas, es que no hay que respetar a la literatura, esa vieja medio putona, a veces pintorroteada y alharacosa.  Hablo de esto para ver, a medida que lea, cuánto se parece la escritura al escritor, detalle que me parece bueno resaltar en todo grafómano de raza, de cuño. No sé de dónde saca esos títulos rimbombantes, llenos de palabras pero no exentos de significado, sonoros pero no vacíos, para nada huecos ni decorativos, que parecen resumir su hiper-sensibilidad o hiper-estesia —cosas de artista, por si acaso—.

  1. Entré a los pabellones de la muerte con los ojos en razón: donde hay fusión de realidad y «fenómenos parapsicológicos» en un contexto muy intimista, tierno.
  2. Algun día los ratones morderán mi sombra: el estilo de Lingán es de una corrección impecable e implacable, casi exasperante, ya que a nuestro sentir, como ya dije, la literatura debería (horripilante verbo) parecerse al autor, con sus errores y desaciertos, con su humanidad total, no sólo con nuestra búsqueda de la perfección —aunque esto puede discutirse en torno a unas buenas chelas alemanas, en algun bar del Barrio Viejo de la bella Colonia, cerca del Rin, mientras nos observa divertido el fantasma de Heinrich Böll—.
  3. En aquel rincón donde dormimos juntos mi corazón simplificado piensa en tu sexo: Bueno, maestro, dejémonos de cojudeces, o sea de literatura, como recomendaban los surrealistas refiriéndose a esta vieja. So riesgo de contrariarte, de sobarte el pelambre al revés, opino que podrías utilizar el prurito de corrección, así como la utilización de verbos cultos y tiempos adecuados, de subordinadas e incluso de la carga poética que impregnas en la frase, con un poquitín de «suciedad», «incorrección» o desafuero. Mi opinión al respecto es que hay que darle con hacha y machete y con estilete a la vieja literatura, sin medir ninguna consecuencia —en el caso que la susodicha pueda medirse como metros de tafetán—. Eso decían los surrealistas. Mosca. Ojo. Es una óptica, nada más, y sabemos muy bien que en la selva de las palabras cada mono tiene su liana preferida, disculparán la tarzanesca imagen. Opino igualmente que en este relato que huele tan bueno, que huele a hembra, medio se te va la mano con eso de la poesía o carga poética, lo que revela tu sensibilidad poética, arturiana, lancelótica, caballeresca, amorosa de la mujer como corresponde, o sea por la eternidad... Sin olvidar que por muy diosa, semi-diosa, dama marrana, virgen ni por las orejas, por muy diosa que pretenda ser o que la imaginemos tal, toda mujer que se respete es ante todo una hembra. Hay vocablos muy sabrosos aquí; y lo que deseas transmitir lo siento como muy esforzado en la utilización de éstos, disculpa el maletín, aunque tal elección depende seguramente de tu sentir. Si tal es el caso, pues he dicho piedras.
  4. Como animal dormido en el invierno: hay un lindo ambiente aquí, una engañosa y suave atmósfera de tibieza sensual. Sospecho que eres en realidad uno de nuestra estirpe o club, o sea un fauno. Hay condimentos románticos también —ajo, cebolla, culantro—, métele más ají. Es mejor no expresar nuestro calvario personal —ya basta de cruces—, nuestras miserias físicas y psíquicas; sería preferible sugerirlo nomás, o disfrazarlo, para no espantar al lector, o a la lectora-gila potencial, aunque de pronto estoy diciendo cojudeces.
  5. Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora: Ah, carajo, ya me las olía. Ahora entiendo mi desgano inicial en este trabajo. Vallejo. César Vallejo ha muerto, mi estimado. Y si no ha muerto, pues hay que matarlo y bien matado. ¡Ah! Me froto las manos. Este tu relato ambientado en Colonia, ciudad que me fascina por motivos que ya te contaré, me permite dar fuertes palmetazos a ese viejo, polvoriento, gastado tapete vallejiano de comienzos del siglo XX, del siglo pasado, pronto antepasado, ¿te das cuenta? ¡Vallejo! Todo lo que he leído de Vallejo, incluyendo al dramático y horrible Paco Yunque, sinceramente, me enferma. No reniego ni denigro la excelencia poética que tiene el quejoso de Vallejo; reniego del morbo-religioso, contranatura y masoquista gusto judeo-cristiano por el sufrimiento, por el dolor, por la muerte... que parecen ser o son su razón de ser, de ser Vallejo —aunque esto del culto al sufrimiento es cuento viejo, pido disculpas por la falsa rima—. Sin afán de ofender a nadie, más bien con el afán de advertir a los jovenes poetas peruanos, opino que en la patria, el poeta que no haya matado realmente a Vallejo (Ave Caesar, moritur te salutant,! Ave!, ¡Ave! ¡Avicola!), pues mejor que se dedique a la lingüística, al psicoanálisis, al marxismo, a la ciencia —o a mercachifle en el Mercado Mayorista, o a cebichero en La Perla, o a culebrero en la Plaza Dos de Mayo—. Disculpa. Se me olvidaba que eres médico, ya ves, todo por culpa de Vallejo, gran adepto de la susodicha palabreja mosaica (de Moisés, por si acaso). Pase lo que pase, algun día la justicia poética reconocerá en mí al Antivallejo, o sea un gran garabato anti sufrimiento, un bufón poético feliz de serlo y que lo dice, voilà. Me disculpo por este arranque o pataleta de yoyoísmo, pero cada quien lleva agua para su molino, como dicen los franceses. Tu relato cumple con el conocido requisito: hacer de la literatura un exutorio, un pañuelo de lágrimas y mocos, eso que los griegos llamaban una catarsis. ¡Mosca! Vallejo utilizaba el mismo truco. Todos, en verdad, lo utilizamos. Pero… ¡Vallejo! Mejor me callo, por respeto a su memoria.
  6. La noche que colgaron los labios en el Rincón de los Muertos: ¡Raquel Welch! ¡Raquel Welch! Eso sí, congénere, son palabras mayores. Hablo de lo que simboliza Raquel, por supuesto. Además, hasta hoy debe estar bien buena nuestra Raquel Welch, lomo de lomos, especie de mature lady perfecta, sensual, medio borrachita. En cuanto a milicos y terrucos, no, lo siento, prefiero los letreros de los trabajos públicos (Ralentir travaux, por ejemplo), o ese bar del Barrio Viejo de Colonia donde hay salsa, guitarreo, cerveza, sangría y nibelungas para tirar al aire, ávidas. Tanto terrucos como milicos no existen en mi bestiario literario, en el tuyo sí, por eso dice la sabiduría popular: cada loco con su tema.
  7. Por diversos motivos, siento que tu mejor relato es Verano en una taza de café.
  8. Paso a transcribir fragmentos de tu libro, donde el escritor, el individuo por excelencia, aparece como algo angustioso y sacrificial, envuelto en un halo de quieta violencia, disculpa por la horrible expresión. Todos los elementos mencionados adquieren altura en nuestro arte literario; en la vida ordinaria no sirven para nada, por eso la literatura es extraordinaria. Hay que insistir e insistir, todos debemos insistir e insistir cada día que pase, y cada vez más tercamente. La carga emotiva es personal, ya lo sabemos. Arte o muerte. Venceremos.

 

Fragmentos

Entré a los pabellones de la muerte con los ojos en razón

Cuando ingresé a la sala, mi padre cerró el libro que leía y a tientas lo depositó sobre la mesita de centro.

—Lo sé —dijo en tono algo solemne —te fastidia todo esto.

Al cerciorarse, una vez más, de mi acostumbrado desconcierto, agregó:

—Lo siento, pero nadie podrá separarnos.

Entonces, más tranquilo, sin darle más importancia al asunto, me puse a su lado y le pedí que siga leyendo.

Desde que murió mi padre, hace diez años, se repite diariamente esta ceremonia. No hago, mejor dicho, no puedo hacer nada por escapar de su fantasmal compañía. Y ahora hemos comenzado a leer las Novelas ejemplares de Cervantes.

 

Algún día los ratones morderán mi sombra

(…) Casi toda la noche pensé en la muerte. Súbitamente, en la madrugada, un extraño impulso me arrastró hacia la ventana y me empujó al vacío, a la nada. Desde la altura vi mi cadáver tirado sobre la cinta negra de la calle. Me sorprendió su rostro intacto, pálido, ojeroso, agobiado por las penas, por los olvidos indecibles. (…) Desde mi ventana percibo ya el olor de mi carne putrefacta.

 

En aquel rincón donde dormimos juntos mi corazón simplificado piensa en tu sexo

Ella se levanta de la cama y un olor sensual se desata, un obsceno aroma la acompaña por toda la casa. Sus enaguas inaguran los amaneceres con más luz en el rabo de mis ojos, en la yema de mis deseos. Se lleva una mano a su sexo, volcán que pare estrellas infinitas y multiplica el fuego de mis sentidos. «Cómo me huelo», dice. Sonríe con malicia pelumbrosa que cubre su bajo vientre, amoroso fogón de océanos transparentes. «Uf, cómo huelo, dios mío», dice colocando sus dedos de piano en su naricita. Son tus perjúmenes mujer los que me sulibeyan / los que me sulibeyan son tus perjúmenes de mujer…

 

Como animal dormido en el invierno

(…) Amanece de golpe, hecho que me obliga a incorporarme violentamente para iniciar la rutina de cada día. El frío entumece mis ángulos, mis células. Angustiado bebo el café a sorbos cortos. Los techos de las casas lucen un blancor demoníacamente angelical. Cuando Lorena solía entrar en la cocina, con el albornoz abierto mostrando las historias escritas en la redondez de sus perfectos secretos, cerraba el libro, la besaba entonces en el lóbulo de la oreja, en la boca somnolienta. (…)

 

Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora
¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!
César Vallejo

(…) En todos sus movimientos había una extrema delicadeza, una desmesurada suavidad. En cada una de sus ternezas no había señales de la más mínima violencia pasional, más bien, contenían una serenidad que lindaba con la quietud de la muerte. Tanto amor, tanto… Tan extraviadas se encontraban en sus bríos amorosos que no advirtieron cuando me asaltaban los celos, la envidia; esas ganas de levantarme, de cogerlas de los cabellos, de aplastar sus angelicales rostros contra las metálicas puertas del tranvía, de golpearlas con saña hasta triturarle los huesos, hasta que sus pómulos de cristal manaran, incontrolables, toda la sangre de sus venas. Un monstruoso sentimiento de odio me consumía, entonces me vi arrojando sus cadáveres en el paradero Lindenburg del tranvía de la línea 9.

 

La noche que colgaron los labios en el Rincón de los Muertos

(...) El resuello de sus fauces se disolvía en el ambiente casi helado de la puna. En el corredor, frente a la puerta destartalada de la choza, sentada en una vieja banca, estaba Raquel Welch. Su belleza cinematográfica desafía furiosa al abandono. En silencio se levanta y señala el horizonte desamparado. Así como Hace un millón de años. Admiro la lindura de sus medidas perfectas, el movimiento intacto de sus dedos, la firmeza de sus caderas, de sus monumentales piernas. Mis ojos no alcanzarán jamás a ver toda la desgracia que sembraron la soldadesca, dijo. Una ola de cuchilllos tenebrosos se agolpa en los bolsillos de mi existencia. El perro flaco, enmudecido por el terror experimentado, se arrastra hasta los pies de la famosa estrella de cine. La bella mujer vuelv a ocupar su emplazamiento. En el fondo marítimo de su mirada felina bebe la tarde gris sus efluvios de dulzura. (...)

 

Verano en una taza de café

Hacía calor y Telémaco, vestido con una delgada túnica blanca, subió y se sentó al filo de una gigantesca taza llena con café colombiano de marca alemana. Sus pies chapotearon y el café se encrespó, se levantó en una sucesión de espinas oscuras que le mancharon la ropa. A la superficie del café afloraron enormes erizos blanquinegros dispuestos a trepar por los contornos de sus piernas, pero, después de algunos fallidos intentos, decidieron abordaar el montículo de arena que mostraba su morro amarillo sobre el otro filo de la taza. Penélope, su madre y activa tejedora, que veraneaba en esa isla arenosa, frotaba con mucho cuidado las piernas con Nivea 12 para proteger su piel de los rayos solares, luego continuó con los brazos, el vientre, el contorno de los senos. Ulises, que descansaba con el sombrero puesto sobre la cara, le ayudó a pasar la loción por la espalda. Los senos blancos de Penélope desaparecían tras las olas espumosas del café (...)

Pertuis, 17 de mayo del 2007

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De este libro, los siguientes cuentos han aparecido y continúan disponibles en Ciberayllu:

Los fantasmas persiguen la sed de mis sandalias (2003)
Un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda (2002)
Un OVNI en el microondas de Olympia (2002)

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© 2008, Miguel Rodríguez Liñán
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rodríguez Liñán, Miguel: «Relatos de Walter Lingán» , en Ciberayllu [en línea]

740 / Actualizado: 01.01.2008