Comentario

Ciberayllu
14 junio, 2008

Leyla Bartet: Entre luces y tinieblas

Los cuentos de A puerta cerrada

Roland Forgues

 

Con la publicación de su tercer libro de cuentos A puerta cerrada (Editorial Peisa, Lima 2007), Leyla Bartet se instala definitivamente y sin complejos en el grupo de los nuevos narradores y narradoras del Perú que ficcionalizan experiencias  propias o ajenas, nacionales o cosmopolitas, con loable libertad de tono e innegable éxito, en un lenguaje que dice la realidad al mismo tiempo que la trasciende para convertir la experiencia única de los protagonistas en experiencia colectiva de la especie humana.

Desde la perspectiva de género, el punto de vista variado de la narración —dentro de un mismo relato en primera y tercera persona— logra un sutil equilibrio entre el punto de vista del hombre y de la mujer, del individuo y del grupo. Cada uno a su tiempo, es héroe de su propia secuencia y comparsa, cómplice o víctima de la secuencia protagonizada por el otro. En algunos cuentos, como sucede en «De vacaciones», o «Teriyaki», por ejemplo, Leyla Bartet no vacila en recurrir a la voz narradora de las víctimas muertas para reforzar la condena de los verdugos o, al revés, para disculparlos, logrando establecer mediante esta técnica narrativa una suerte de complicidad activa entre el narrador y el lector.

De un total de doce cuentos, seis pertenecen a la primera sección: «Locuras», Cubiertacuatro a la segunda: «Juegos villanos», y dos a la tercera: «Olores, colores...»

Notemos de inmediato que la marca del plural que caracteriza las tres secciones les confiere un punto de partida anecdótico que relativiza la tentación de atribuirles un alcance universal o puramente genérico.

La indagación del ser es la marca de los cuentos que componen la primera sección. En ellos predominan la violencia, el sexo y la muerte, los desarreglos y pulsiones sexuales que de algún modo conducen a la muerte como intento de alcanzar la plenitud del amor y la eternidad. La narración confronta  el tema de los límites con el de la finitud  e infinitud del espacio y del tiempo.

La línea rectora del libro la marcan los tópicos del amor imposible y del implacable destino, el tema de la «vida robada», que constituyen en varios textos la médula de la narración. Este es el caso de los dos primeros «Teriyaki», y «Agobio». El argumento del primero se fundamenta en un fait divers que salió en primera plana de los periódicos franceses hace algunos años: el caso de canibalismo de un estudiante japonés en una universidad de París quien asesinó a su enamorada guardando su carne en una refrigeradora para comérsela hasta que la policía vino a detenerlo. En el segundo, el espacio central viene ocupado por el soliloquio de un empleado de la bolsa, solterón de unos cuarenta años, delante de la cama de una mujer prostituta con la cual se ha juntado incitado por un padre putañero. El narrador protagonista relata la historia del encuentro en el prostíbulo y de su vida de rutina y aburrimiento ritmada por las pulsiones sexuales incestuosas que siente por su hermana que se ha marchado a Europa. La mujer abandona el prostíbulo, pero pronto su nueva situación de mujer decente la aburre y se sugiere que vuelve a ejercer su oficio de prostituta. Temiendo verse abandonado, el narrador protagonista asesina a la mujer mientras ella duerme.  Más allá de su aparente sencillez, el argumento nos lleva por el camino de una reflexión sobre el inconsciente, la  moral social, la existencia y sus avatares con su cortejo de luces y tinieblas.

Los desarreglos sexuales, la locura, el absurdo y la muerte son igualmente los temas centrales de «Secretos de familia» y  «Razón aparente»,  donde la escritora aborda sin tapujos ni falsos disimulos el tema de la masturbación, del onanismo femenino, y de las pulsiones homicidas. Mientras «Una lectura particular» nos hunde en el tiempo vacío de un hospital psiquiátrico, en el silencio y la incomunicación, enfrentándonos con una madre castradora que acabará asesinada. Lejos de ser enfermedad incurable y marginalizadora, la locura es experiencia vivida, forma de indagar en los lugares más recónditos de la psique humana, fuente de conocimiento y autoconocimiento.

Los cuentos de la segunda sección presentan un cuestionamiento de la educación religiosa, de los valores éticos judeocristianos que rigen la cultura de los protagonistas enfrentados a la pasión por lo prohibido, la traición, la culpa y el perdón. Es el caso, entre otros, de «Cantar de los cantares», cuyo título remite al conocido texto bíblico y sacraliza de algún modo su contenido profano. Y es el caso también de «Bahía de Cata», uno de los relatos más atractivos del libro en lo referente al tratamiento del sexo y del erotismo,  en el que se da inversamente una profanización de lo sagrado: el amor, la mujer esposa y madre, el hogar. El cuento ocurre en Venezuela. Mimi, la narradora, cuenta sus deseos frustrados y sus primeros amores desdichados. El final sorprendente  (la hermana Chiara se casa con Florián, el lugareño con quien Mimi ha intentado conocer las mismas sensaciones de amor que ella con el francés Julián, que la ha abandonado dejándola encinta) restituye definitivamente el orden de la enajenación de la mujer, momentáneamente roto por las prácticas anticonformistas y libertinas de las protagonistas. El tópico del implacable destino se renueva en una visión de género armada sobre un telón de fondo económico y social donde se ponen en tela de juicio el desarrollo industrial y el capitalismo financiero.

En el marco de esta temática y de su carácter genérico, el cuento más revelador es probablemente «Puerta cerrada» que ocurre en París y da título al libro. Con el retrato de Luisa, de su esposo Santiago y de Marco, su hijo de dos años que tiene todos los aspectos de un retardado mental, con el tratamiento del tema de la maternidad dolorosa y tardía, más sufrida que deseada, de la degradación física del cuerpo unido al de la vida rutinaria en Paris y del aburrimiento, Leyla Bartet procede a una implacable denuncia de la condición de la mujer, al hacer que la protagonista cometa lo irreparable: el abandono del hijo dejándolo prisionero en la bodega de la casa donde el azar lo ha encerrado, condenándolo así a una muerte certera y atroz.

 El cuento nos ofrece un cuestionamiento tanto más fuerte y radical de la visión tradicional de la maternidad liberadora, generadora de desenvolvimiento y plenitud para la mujer, del instinto y del amor maternos, cuanto que la narración se desarrolla de manera fría, natural, sin sobresaltos ni interrogaciones de conciencia en una madre abrumada por el peso de las circunstancias, del matrimonio y del hogar, de la maternidad y el nacimiento del hijo. «Qué extraña pulsión autodestructiva la obligaba a cuidar, si no a querer a ese niño», interroga el narrador al acercarse el desenlace:

De pronto Luisa empieza a descubrir allí, en el sótano, respirando su humedad que una paz interior que hacía mucho no sentía ha ido ocupando el lugar de sus angustias, borrando su ansiedad. Es como si el tiempo transcurrido desmenuzando su historia reciente (¿minutos, horas? Luisa rechaza la idea de mirar su reloj) hubiera servido para aclarar sus sentimientos, para limpiar de abrojos su corazón.

Pero, curiosamente, el final sorprendente, aunque no imprevisible, en lugar de abrir paso a la liberación de la mujer a través de la recuperación de la libertad enajenada por el matrimonio, la maternidad y el nacimiento del hijo, sanciona su total hundimiento. Al hacer del libre albedrío de la protagonista una manifestación más de la Providencia, Leyla Bartet convierte, en efecto, definitivamente a la mujer en juguete del destino:

La mujer se sienta. Ya no le importa ensuciar más aún su falda o su blusa adosando a la pared de piedra su espalda al fin relajada. La luz se ha vuelto a apagar pero prefiere ahora cerrar los ojos, enfrentarse a su propia oscuridad y escuchar el silencio. Quiere pensar que, una vez más, la Providencia ha intervenido en su vida para regalarle la posibilidad de enmendar antiguos errores. Pero hoy decide jugar el todo por el todo. Quiere acelerar el destino, adelantarse a él. Por eso escoge el cataclismo en lugar de la lenta asfixia.
Se pone de pie y se aleja para siempre de la puerta cerrada.

La tercera sección consta de dos anécdotas que abordan la problemática cada día más actual de la falta de comunicación dentro y fuera del hogar que afecta a todos los estratos sociales, populares y aristocráticos, la problemática de la adolescencia, de la droga y de la recomposición de las familias, como sucede en «En salsa de hongos»; e incide de manera original y humorística en el tema de la liberación de la mujer en el cuento «Un olor a violetas» a través del retrato de la protagonista Catalina, una especie de aristócrata de 76 años, arruinada tras la muerte de su rico esposo que se las arregla para sobrevivir colándose en los cócteles de los hoteles de lujo y reuniones culturales.

Se nota un indiscutible oficio en la construcción de los cuentos. Gracias a una escritura que sugiere mucho más de lo que revela, una escritura que evita cuidadosamente todo voyeurisme mórbido y guarda esa parte de misterio necesaria para mantener alerta el interés del lector, Leyla Bartet logra preservar el suspense dramático hasta un final sorprendente, no obligatoriamente imprevisible. Es lo que sucede —ya lo vimos— en  «Puerta cerrada», o en el primer cuento, «Teriyaki».

En éste, por ejemplo, el final viene preparado progresivamente por una serie de indicios que remiten al canibalismo del estudiante japonés y a la fascinación por la muerte y la eternidad en la estudiante peruana. Porque el final sorprendente no es el asesinato de la joven peruana para servir de comida al estudiante japonés, sino el acuerdo mutuo entre ambos protagonistas que convierte el asesinato simplemente en suicidio asistido para poder vivir en otra carne como parte de ella. Así, el acto total del amor unificador y creador se realiza en la práctica del canibalismo que convierte a la mujer en carne propia del hombre y la carne del hombre en carne propia de la mujer, ya que ésta seguirá viviendo en el hombre  del que alimenta la vida.

El relato empieza como un cuento de atmósfera o de tensión que pone el acento en el gusto del japonés por la comida de su país, empezando por la carne, mostrando al muchacho preparándose finas láminas de carne roja para cocerlas en una parrilla eléctrica, y luego comérselas aderezadas con varias salsas, como en un verdadero ritual de sacrificio (primeros indicios del canibalismo). El flash back que sustituye la forma narrativa nos hunde directamente en la vida anterior del estudiante en Tokio, su decisión de preparar una tesis doctoral cuyo tema lo enfrenta directamente con su propia práctica sexual, con el misterio de sus pulsiones en relación con la carne (otro indicio de canibalismo): «Calma su ansiedad comiendo un trozo más del teriyaki».

Pasando de un narrador exterior en tercera persona a una narradora en primera, Leyla Bartet adopta el punto de vista de la estudiante peruana que relata las circunstancias de su encuentro con el japonés en una librería, su ida al cine, las formas de la seducción, y las primeras relaciones sexuales. Leyla Bartet retoma luego la tercera persona para indagar de manera supuestamente distanciada y objetiva  las razones inconscientes que pueden explicar y justificar el acto final del joven estudiante «la relación desgarrada» del estudiante con las mujeres: la madre, la tortura de su relación con las muchachas en su adolescencia. Su retrato físico: feo, enclenque, sin encanto. El trabajo como compensación (refugio). Todo ello completado por la pulsión posesiva «sin retorno» que lo agobia, su primera relación sexual frustrada con una prostituta a la que no puede penetrar, la eyaculación vinculada con la mordedura de las nalgas (otro indicio del canibalismo).

Es en este contexto en el que se introduce la relación con Gloria (la estudiante peruana): «La imaginó dulce al paladar» (otro indicio de canibalismo), como manifestación de una sexualidad  sagrada que encarna vida, muerte y eternidad.

Completando el cuadro la escritora recurre nuevamente a la primera persona para revelarnos la intimidad de la protagonista: las circunstancias de su salida del Perú, su relación con Javier, prototipo caricaturesco del macho peruano, el aborto, la separación, la huida. Todo ello constituye el entorno explicativo de la singularidad de su nueva relación con el estudiante japonés que terminará en una especie de mutuo sacrificio:

Ambos estábamos nerviosos. Conocíamos la razón de ese encuentro definitivo y, como las mariposas nocturnas, ejecutábamos una danza alrededor de la luz. Era el ejercicio periférico, inútil pero necesario. Bebimos sake.

La voz narradora es el yo de ultratumba que narra el sacrificio realizado. Un yo que prolonga la vida más allá de la muerte, una manera de justificar formalmente la aceptación del sacrificio como vía de acceso a la dimensión sagrada del mito.

El final, narrado nuevamente en tercera persona como noticia, fait divers, vuelve a sustituir naturalmente el orden de la utopía por el orden de la realidad. Si es sorprendente es menos por la muerte de Gloria que por la aceptación del sacrificio y  las razones que aduce para justificarlo.

El desenlace deja abiertas una serie de interrogantes filosóficas sobre el amor, la existencia y la muerte,  desde el punto de vista metafísico sagrado de la mujer, paralelo al punto de vista materialista y profano del hombre. El canibalismo es para el estudiante japonés una manera de satisfacer sus pulsiones sexuales y vitales, y el sacrificio de su compañera  una manera de seguir viviendo en otro cuerpo. Encontrar la forma de perpetuarse en sí mismo o en el otro, tal es el dilema no dilucidado que plantea  el relato de Leyla Bartet en su dimensión interior, o «subterránea», para decirlo con palabras de Juan Bosch.

Si la problemática social y sociocultural no está ausente del cuento, en especial a través de una diatriba violenta y algo convencional contra el machismo peruano, y de algunas referencias a la cultura japonesa, ella no pasa de la expresión de un tópico puramente referencial que engloba el acto de canibalismo y su aceptación en el marco de una realidad hecha utopía.

Merced a la alternancia de los puntos de vista narrativos, Leyla Bartet funde la realidad y la ficción, aquello que pertenece a la anécdota o  fait divers, esto es: lo objetivo, y lo añadido: todo lo que participa de la interpretación personal, vale decir lo puramente subjetivo. Esta situación que se repite de relato en relato, si bien de modo distinto, es ciertamente la marca más notable de la calidad del libro. Pues, como sostiene con razón Mario Vargas Llosa, lo que hace la calidad de una novela, o de una narración no es su adecuación a la realidad concreta sino su poder de persuasión. Aquel mismo que la joven narradora peruana logra crear con el apoyo de un lenguaje «depurado de ripios», como recomendaban Poe, Quiroga y los grandes teóricos del cuento; un lenguaje cuya eficacia proviene probablemente de su naturaleza comunicativa de estirpe clásica  sin inútiles oropeles ni falsos rebuscamientos, y carente de cualquier efecto de moda.

Couyou, mayo de 2008

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Forgues, Roland: «Leyla Bartet: Entre luces y tinieblas. Los cuentos de A puerta cerrada , en Ciberayllu [en línea]

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