Comentario

Ciberayllu
23 marzo, 2009

El rey de los tabloides de Guillermo Thorndike: Crónica y ficción en función de diván

Roland Forgues

 

Crónica y ficción

¿Dónde quedaba la frontera entre lo verdadero y lo falso? Tal es la pregunta que se hace el narrador al final de El rey de los tabloides, último libro de Guillermo Thorndike (1940-2009) publicado en Lima  por Editorial Planeta / Universidad San Martín de Porres (2008).

Si consideráramos esta nueva publicación Cubiertacomo una biografía o una crónica sobre la vida de un personaje histórico —Raúl Villarán Pasquel, que en los años cincuenta, cuando todavía no había alcanzado los veinticinco años de edad,  fue la figura estrella de la prensa limeña—, y no como una novela protagonizada por un personaje de ficción, la pregunta resultaría perfectamente legítima.

Pero, a decir verdad, Guillermo Thorndike se cuida mucho de no encasillar su obra en uno u otro género, lo cual le permite jugar hábilmente en su narración a dos paños: el de la pura crónica y el de la ficción, mezclando los espacios de lo real y de lo inventado hasta el punto de borrar la frontera entre ambos y hacer de esta manera que los dos se vayan reforzando el uno al otro.

Dicho en otros términos, las múltiples facetas de Villarán, los distintos Villaranes que se enfrentan en la historia, van creando al personaje de la obra único y multifacético que el escritor hace revivir en el marco de una cuidadosa presentación de los momentos históricos, de las circunstancias políticas, sociales, culturales, religiosas y éticas de las cuales es fruto y en las cuales le ha tocado vivir y actuar. Completando dicha presentación con las experiencias vividas por el protagonista en Argentina con su doble encuentro con Perón y los cinco meses pasados en el medio periodístico del Herald Tribune, el Mirror, el News de Nueva York.

Tras la temprana muerte del padre, la infancia y adolescencia del joven Villarán transcurren en un hogar dominado por mujeres,  en el barrio residencial de San Isidro en un medio conservador y católico, entrando en los años cuarenta en el colegio religioso Champagnat, conocido por sus simpatías pro franquistas. Ello le permitirá expresar sus primeras aparentes disconformidades con la organización familiar, política y social, como una suerte de explicación anticipatoria a su búsqueda de la mujer perfecta y a sus futuras actividades periodísticas y artísticas que desarrollará como director de diarios y revistas, como difusor de radioteatros y creador de espectáculos frívolos.

 

Del mundo antiguo al mundo moderno

Pero no nos equivoquemos: a pesar de sus aparentes disconformidades con la sociedad de su época, Villarán no es un contestatario. Es un hombre que se considera como formando parte de la raza de los líderes. De aquí su  admiración por el proscrito Haya de La Torre, el tribuno aprista jefe de los socialistas, que encandila a las muchedumbres con su verbo torrentoso e imaginativo. Un personaje alto en color, visto y apreciado admirativamente por el narrador en su dimensión mítica de caudillo y de conductor de masas.

Eso no quita que fundamentalmente el joven Villarán se exprese y actúe como conservador. Pero es un conservador inteligente y práctico que entiende muy temprano que para salvar el mundo antiguo al que pertenece hay que adaptarlo al mundo moderno, inclusive al precio de aparentes renunciamientos como sucede en el caso de la liberalización de las costumbres. La respuesta que dará Villarán a su sueño de caballero a la antigua, de encontrar la mujer perfecta «pues cada cual debía inventar la enormidad del amor y construirse en amante y en ser amado, hacerse al tacto, de olfato, largamente por duplicado, salivosamente único y siempre respondido, nunca el cuerpo sino apenas una sensación, no la certidumbre de la luz sino la luz en el aire, sus ondulaciones, su prestigio, su final borroso, la luz que fue, que volvería» (p.58) será la mujer-objeto de la sociedad burguesa, la mujer propiedad del macho a imagen y semejanza de los medios de producción, encarnada por las Bikini girls, las bailarinas emplumadas de El Pingüino, las heroínas melodramáticas de radioteatros y radionovelas, las calatas provocadoras que  van ilustrando las secciones de Última Hora.

Villarán encuentra en Pedro Beltrán, «barón del azúcar y profeta nacional del capitalismo», banquero varias veces Presidente del Banco Central de Reserva del Perú, y dueño de La Prensa desde 1934, un modelo de inteligencia y eficacia que le permitirá desarrollar sus propias dotes:

Villarán escuchaba con cierto respeto a los grandes dueños de la tierra, porque habían sido aliados de su tío Manuel Vicente cuando postulaba a la presidencia. En realidad, Beltrán se refería a otra clase de cambio. Era preciso imponer orden, paz pública, disciplina nacional; acabar con todo peligro comunista, socialista, aprista, trotskista o anarquista; licenciar al presidente débil y sustituirlo con alguien de probada fortaleza y mano dura. Aparecieron propuestas para organizar una nueva sociedad de propietarios, no para repartir las miserias del mundo sino para que todos compartiesen la ilusión de ser ricos. Sólo si el pueblo echaba raíces, aunque fuesen pequeñas, sería convenientemente conservador. (p.72)

Ese elogio del capitalismo, de la ilusión de riqueza y de la promoción social a través del trabajo, como pregonaría más tarde el lema de «la casa propia» de Pedro Beltrán, presidente del Consejo de Ministros (1959-1960) en el post-odriísmo. Un lema que se verá admirablemente bien ilustrado y denunciado por el escritor Julio Ramón Ribeyro en su cuento «Al pie del acantilado» de 1959 como parte de «Tres historias sublevantes».

Cuando un presidente no sirve suficientemente los intereses de la clase dominante o se muestra débil en su defensa, como es el caso del demócrata José Luis Bustamante y Rivero, no hay más alternativa que eliminarlo derrocándolo aunque sea por la fuerza. En el Perú conservador de los años cincuenta, todavía no se ha llegado a la idea de que la forma política natural de la sociedad burguesa no podía ser el poder fuerte o la dictadura, sino la democracia, siendo la novela su forma literaria de expresión más acabada, como demuestra con creces la producción novelística de Mario Vargas Llosa y la lucha del escritor contra cualquier forma de dictadura y de atentado contra los derechos humanos:

Cinco palabras definían el comienzo del gobierno militar: «La democracia no se come». El pueblo se mostró de acuerdo: nadie vivía de discursos y el país entero estaba harto de colas y sobreprecios. El pobre edificio del Congreso volvió a quedar vacío, arrumadas las carpetas, cubiertos con lienzos los muebles, enrolladas las alfombras. Cinco mil proscritos políticos estaban encarcelados o en el destierro. A los apristas o sus parientes los echaban de los empleos públicos. El jefe del APRA se había refugiado en la embajada de Colombia. La junta no extendía salvoconducto. Sin embargo las casas mejoraban. Hasta el dictador empezaba a cambiar, adquiriendo cierto estilo personal, pero no se parecía a más antiguos tiranos caribeños o centroamericanos. En realidad admiraba a Perón, a cuyo estilo empezó a plancharse el pelo, como si fuese un cantante de tangos andino, y se dio a usar anteojos profundamente ahumados y a ponerse un grueso anillo con una piedra que parecía un zafiro rectangular. Auspiciaba un quepís grande, al modo peroniano. (p.81).

Como se observará, el juicio positivo de la segunda parte del comentario contrabalancea el juicio negativo de la primera, como para justificar la existencia y legitimar el golpe que acaba de darse pretendidamente en nombre de los intereses del pueblo (vencer el hambre), cuando en realidad se ha dado en nombre de la defensa de los intereses de la clase dominante.  Se establece cierta gradación en el ejercicio del poder autoritario a través de la comparación con los tiranos caribeños, centroamericanos, los Trujillo, Somoza y otros Batista, y la figura populista de Perón que haría aceptables ciertas formas de dictaduras, mientras otras no.

Este tipo de juicio aflora también a menudo cuando se intenta explicar el comportamiento  aparentemente ambiguo del protagonista, dictado en parte por la lucha permanente que se da en él, como en todo ser humano, entre el consciente y el inconsciente: «Bajo la influencia intelectual del tío Manuel Vicente, el joven Villarán aplicaba la receta del positivismo a las visiones del momento. Cierto realismo afloraba inexorable. Vistas en frío, las democracias sudamericanas no necesitaban existir profundamente en los pueblos. Bastaban una piel democrática, una saludable apariencia, unas ganas de existir en democracia». (p.115)

Sin desvincularse de los valores de su mundo de origen, el joven Villarán trabaja, consciente o inconscientemente, en la adaptación de los antiguos valores aristocráticos a los nuevos valores burgueses y, precisamente el del reconocimiento de la libertad y democracia como expresión de las formas políticas que acompañan el surgimiento del orden capitalista. El desenlace de la novela lo prueba definitivamente:

Con toda franqueza, Villarán jamás había imaginado posible un conflicto semejante con don Pedro. De pronto le demandaba obediencia con voz de hacendado. Sintió que se le retorcía el espíritu. ¿Sobrino del doctor? A la hora de los noventa y nueve mil le refregaban en el rostro los concursos con las Bikini, el endiosamiento de Mara y Anakaona, las diabluras de Betty di Roma, las auténticas plumas de can-can en los populosos suburbios de Lima. Don Pedro lo quería sometido, disciplinado. Intentaba echarlo del trono que él mismo se había labrado. Sí, pues, sobrino del doctor. [...] Ahora Beltrán se arrellanó en su butaca. Cambiaban las cosas. «No podemos tener un tabloide lleno de calatas» [...] ¿Cuáles son sus órdenes, don Pedro?´ Y Beltrán pronunció su sentencia: No más calatas, Raúl. Basta de bataclán. Ni una foto más.(p.230)

Aunque se emparente con una venganza inconsciente, determinada por un conflicto edípico  mal resuelto por la carencia del padre en los años decisivos de la formación del niño y del adolescente, la actitud de Villarán en ese momento es la más alta expresión de su libertad y también implícitamente sanciona el rechazo del autoritarismo del Poder hacia el cual había mostrado cierta complacencia  y del cual se había acomodado hasta el momento:

Había decidido ser Raúl Villarán Pasquel, no un acólito de Beltrán. Ni siquiera se parecían. Sobrino del doctor, por supuesto. Nadie iba a comprender su respuesta definitiva a menos que apareciese impresa a lo ancho y largo de Última Hora. No iba a escribir una renuncia. Iba a despedirse a sí mismo. Y lo haría con suntuosidad y magnificencia. Pidió fotos de todas las bataclanas. Eligió una primaveral Anakaona, una carnuda Betty di Roma, la opulenta Mara acariciándose los muslos, la línea del coro, las extranjeras: la formidable Blanquita Amaro y su hija Idenia Villegas, en su opulento esplendor la Tongolele, la enamorada Amalia Aguilar que había decidido casarse con un abogado peruano y, en fin, las mejores coristas, no solo de las Bikini sino de lo que se había dado en llamar las Pingüini Girls, y, con todas ellas, piernas en crudo, grupas descubiertas, pecheras en ristre, bocas ardientes, ojos prometedores, empezó a llenar todas las páginas, inclusive las que solían dedicarse a temas políticos, la de opinión y la de internacionales. Rehízo el diario de la primera a la última página. Ni una calata más, señor Beltrán. Ajá, sobrino del doctor. Se imprimió el diario con veintiocho calatas. Triunfaba lo prohibido. Nada más que decir. Salió sonriente, liviano de equipaje. Se fue para no volver. Era el verdadero rey de los tabloides y no iba a abdicar ni siquiera ante la muerte. (p.231)

El cambio repentino de actitud de Villarán es presentado por el narrador como el resultado de una toma de conciencia que se ha forjado en la experiencia de los años y anuncia un nuevo arranque del personaje hacia una vida de mayor independencia, libertad y responsabilidad.

 

El eterno retorno

Este ambiente de la dictadura de Odría, nos viene pintado de algún modo como una repetición de los tiempos frívolos del Virrey Amat y de la Perricholi, como si la Historia fuera para Guillermo Thorndike un eterno reempezar, como lo será también con Fujimori y Montesinos, sustitutos de Odría y Esparza Zañartu, que hace de Director de Gobierno, descrito significativamente como «el hombre que manejaba el país». En este particular, Guillermo Thorndike usa el anacronismo con particular eficacia, pues es impactante el parentesco del retrato que Guillermo Thorndike hace de Esparza Zañartu, con los numerosos retratos de Vladimiro Montesinos que he podido leer en la prensa, folletos y libros del Perú,  y ver y escuchar en los canales de televisión nacional:

Los ornamentos del poder parecían excesivos para el cargo relativamente subalterno que desempeñaba, no para el hombre que todas las mañanas conversaba a solas con el presidente. En realidad disfrutaba de total autonomía, no sólo para espiar a los gobernados sino también a los gobernantes, pues hacía seguir a todos o los que pudiesen sucumbir a las tentaciones del mando excesivo. Cuanto más fuertes los hombres, más vigilados estaban por el aparato nacional de Esparza que empleaba todo: choferes, prostitutas, secretarias, confidentes, Y desde luego, cartas abiertas, líneas telefónicas intervenidas, micrófonos escondidos. Ahí estaba, quien disponía torturas, el dueño de los cepos voladores y las tenazas eléctricas sonriendo a un Villarán que empezaba a encontrarle un maldito atractivo, pues era un zorro simpático y, sobre todo, sagaz y muy inteligente. (p.187)

«Ese maldito atractivo» del que habla el narrador, acompañando el retrato positivo del protagonista (zorro simpático y, sobre todo, sagaz y muy inteligente)  que hace al final, bien podría ser el del propio Thorndike, pues recordaré que los militares constituyen el núcleo central de su obra narrativa, en su doble dimensión de héroes como defensores de la patria, y de villanos como hacedores de política.

Y no encuentro mejores palabras para ilustrar lo que digo aquí, que estas que parecerían aplicarse directamente al propio Vladimiro Montesinos en el auge del fujimorismo, con la instauración del miedo como sistema de gobierno a través de la corrupción y del chantaje generalizados: «Esparza prefería no enredarse en juegos peligrosos vinculados a la moral. Bastaba con manejar limpiamente los resortes legítimos: todas las posibilidades de la ley. Muchas veces basta con mostrar la fuerza. El miedo hacía lo demás»; y concluye : «Pero la gente se imagina que trabajo de verdugo durante las noches, que me paso por los calabozos, que yo mismo vigilo a los enemigos del régimen. No importa. Ese es precisamente el origen de mi poder. No está en el ejercicio de la fuerza sino en la organización del miedo. Después, el país se gobierna solo». (p.188). Pues, en el fondo, Vladimiro Montesinos, como nuestro protagonista, fue más un «hombre de la sombra», como se dice, un gran manipulador, que un «hombre de la luz» que, en términos de imagen pública, hubiera podido entrar en peligrosa competencia con el presidente-dictador.

Asimismo el lector zahorí no dejará de encontrar ciertas ocultas similitudes entre algunas escenas televisivas en los tiempos de Fujimori, y la escena de la revolución del 3 de octubre en la que  Zenón Noriega  aparece en el cuartel sitiado, a punto de rendirse «con casco y abrigo de paño verde, abrillantadas botas de caballería con espuelas de plata, un pistolón cruzado en la cintura y ese estilo suyo de impartir órdenes que nadie se atrevía a desobeder» (p.65), para salvar la situación. Y viene este comentario del narrador: «Desde hacía veinte años, el chotano Zenón era el liquidador del descontento, quien finalmente imponía el orden público a cualquier precio. Sin hombres como él, ningún sistema político podía sobrevivir» (p.66). Inútil insistir en la carga aprobatoria del comentario final del narrador como norma de una utopía que no sé hasta qué punto compartirá Guillermo Thorndike frente a las debilidades de la democracia parlamentaria peruana.

En este campo de fusión de las experiencias y de las historias mediante la técnica del anacronismo, conviene señalar que El rey de los tabloides, que versa fundamentalmente sobre el Perú de Odría, quedaría en un nivel puramente anecdótico en lo referente a la historia del Perú, si detrás de esa experiencia no se leyera efectivamente como en filigrana la historia de Fujimori y de Montesinos, dos dictaduras disfrazadas de democracia, inclusive con una actitud de Thorndike frente al régimen de Fujimori equiparable a la actitud de Villarán frente a la de Odría. Sin embargo, lo esencial no es  descubrir o desarmar los mecanismos de la dictadura ni del Poder sino ver cómo un personaje puede obviarlos, o hacerlos compatibles con su praxis diaria para seguir construyendo su propio destino.

Por ello sería vano buscar en la obra de Thorndike una diatriba feroz contra el odriísmo o el fujimorismo. ¿Qué se puede hacer cuando la democracia no funciona como debiera? Esta parece ser la pregunta implícita que se hace permanentemente Thorndike en sus escritos. Lo que sí molesta al escritor, sin la menor duda, son las arbitrariedades, detenciones, atropellos individuales, los atentados contra las personas y los bienes privados, mucho más que las propias formas del poder autoritario y de su ejercicio en la esfera de lo público.

Y desde este punto de vista no es mera casualidad que uno de los libros más violentamente acusatorios e imprecatorios de toda la producción narrativa de Thorndike sea Uchurracay, testimonio de una masacre (1983), que relata el asesinato de ocho periodistas y de su guía indígena en la comunidad andina de Uchuraccay en la región de Ayacucho,  por el que el escritor culpa a los militares en su lucha antisubversiva contra Sendero Luminoso, bajo la presidencia civil y democrática de Fernando Belaúnde Terry.

 

La doble lectura

La misma obra abre el camino de una doble lectura: realista y creativa, no sólo al no predeterminar nuestra aproximación al texto por la inclusión en un género cualquiera, sino al precisar en la solapa de la carátula el carácter histórico del relato: «Raúl Villarán Pasquel, el rey de los tabloides, ya había muerto en 1977 a los cuarenta y nueve años de edad. Esta es su historia», y al insistir el propio autor en la conclusión de la «Noticia» preliminar en su carácter ficticio: «Por todo lo expuesto, nadie debe creer en la exactitud de esta obra, ni tomar estas páginas por una biografía autorizada. Se trata, simplemente, del necesario asesinato de un fantasma que alcanzó celebridad en otros tiempos. Y, acaso, sustituirlo por una convincente memoria de cuanto fue y no fue, hombre transitorio, sueño de grandeza, en fin, retorno al polvo de los siglos».

Pero, dicho eso,  Thorndike reafirma, más allá del puro verismo, el carácter realista de su narración en el sentido que le diera Guy de Maupassant, el maestro francés de la escritura realista heredero de Flaubert, cuando afirmaba que el realista si es un artista debe darnos no una mera fotografía de la realidad, sino una visión más completa, más convincente:

Sin embargo tuvo una existencia asombrosa. Aunque a ratos parece que no pudo suceder, sucedió en realidad. Muy poco se ha hecho para ajustar esta versión a la biografía conocida de tan célebre persona. Tampoco se escribe de él exclusivamente. Acaso Villarán no es más que un pretexto para ensayar una repetición de lo que fue la vida, tumulto de otras existencias. Dirán que no se puede errar, que hasta los muertos tienen dueños, nombre, herencia, lápida y reposo. Aún más tienen derechos. A descansar y a ser respetados. Pero antes de morir se introdujeron en otras vidas, existieron en las miradas no sólo de testigos sino de protagonistas de lo mismo, con penas y aplausos, condenación y amor, los llamados a compartir la época y la nada: los visitantes de tumbas.

Este final, completado por las palabras de la contracarátula con la imagen de «la gran radionovela de la vida y la muerte» que vienen conformando los personajes,  ubica claramente la obra en el marco de una fusión entre realidad y ficción, historia y mito. El asesinato del fantasma es también el asesinato del Padre simbólico.

 

Una función de diván

Esta novela es para Guillermo Thorndike una suerte de función de diván en la cual va asumiendo plena e independientemente su función de periodista profesional y de talento, reconocido por todos, en el mismo nivel que el Padre asesinado, y de escritor que ha logrado izarse al nivel de sus mejores compatriotas peruanos, pero sin recibir tal vez la misma consideración.

En el campo del periodismo, Thorndike que también conoció su etapa neoyorquina de formación periodística, no tiene nada que envidiarle a Villarán, a quien conoció en 1962 y al que «siguió durante una década por salas de redacción de Lima y el extranjero, compartiendo la vida en titulares y en una bohemia que transitaba de Pérez Prado a Woodstock», como precisa aún la solapa, dirigiendo diarios fundados por Villarán que conocieron en su época un innegable suceso, como Correo, Ojo —hasta el asesinato en 1972 del dueño Luis Banchero Rossi, a quien Thorndike le consagró el libro El caso Banchero (1973)—, La Crónica y La Tercera, en los tiempos de Velasco Alvarado,  el propio Diario de Marka que apoyaría la candidatura de Alfonso Barrantes, de Izquierda Unida, a la municipalidad de Lima en 1979, hasta fundar en 1981  La República que, bajo su dirección, fue durante diez años el diario más atractivo y novedoso del Perú, con un suplemento cultural de nivel excepcional, con métodos de marketing de los que no hubiera renegado el Villarán de Última Hora con sus titulares accrocheurs, llamativos, sus comentarios atrevidos, sus Bikini girls, y sus noticias sensacionalistas, tal como Thorndike y sus colaboradores concibieron el diario en aquella época; y en el año 90 fundó Página Libre, periódico que contribuyó a promover la figura controvertida de Fujimori para las elecciones presidenciales frente al candidato del FREDEMO Mario Vargas Llosa..

Cierto es que la vida y las experiencias del periodista Villarán se ven sutilmente alimentadas por las propias experiencias del periodista Guillermo Thorndike, pero invertidas para respetar la cronología  de la experiencia del padre (Villarán) y del hijo (Thorndike).

Hay en el relato, desde este punto de vista, un indicio que no engaña: es el paternalismo condescendiente con que el narrador trata a veces a su personaje repitiendo casi obsesivamente «Ah, pobre Villarán» o tan solo «pobre Villarán»,  réplica en forma sublimada a una relación agresiva que el joven Thorndike debió sufrir probablemente de manera inconsciente cuando trabajaba con  el mayor Villarán.

En el campo de lo puramente ficcional es obvio que la referencia inconsciente y, naturalmente, nunca citada, pero permanentemente presente por su concepción de la literatura como verdad de  las mentiras, es Mario Vargas Llosa, el escritor peruano de referencia en la construcción de la narración  y en el manejo de la técnica narrativa.

Que un escritor como Guillermo Thorndike —quien,independientemente que a uno le guste o no—,quien, entre la salida de El año de la barbarie, en que relata la historia de la Revolución de Trujillo en 1931, hasta El rey de los tabloides, ha publicado  más de treinta libros sobre la historia política, social sindical y cultural del Perú —utilizando las formas de la novela, de la crónica, del  testimonio, de la biografía, inclusive de las recetas culinarias—, entre los cuales conviene recordar El caso Banchero (1973), Las rayas del tigre (1973),los volúmenes sobre la Guerra del Pacífico: El viaje de Prado (1977), Vienen los chilenos (1978), La batalla de Lima (1979), la saga sobre la biografía de Miguel Grau que consta de no menos de 6 volúmenes, y una serie de otras obras de carácter político-ideológico como el ya mencionado Uchuraccay, testimonio de una masacre (1983), El evangelio según Sandino (1982) sobre la revolución sandinista de Nicaragua, La revolución imposible (1988), Los Topos (1991) sobre el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, Maestra vida (1997), biografía de Horacio Zeballos, el fundador del SUTEP (sindicato de maestros del Perú); que un escritor del temple de Guillermo Thorndike, digo, aspire a recibir la consagración que han recibido los más relevantes escritores de su tiempo: ¡nada más natural! Y aquí no se trata de un problema polémico de adhesión o de rechazo a sus ideas —como ya se me ha ocurrido decir y repetir tantas veces en el caso de Vargas Llosa, por ejemplo—  ni de controversia sobre tal o cual interpretación de la historia y de la realidad peruanas, sino sencillamente de honestidad intelectual y crítica: es un acto ético y estético a la vez. Porque en el marco de las opciones estéticas e ideológicas que son las suyas, nadie puede negar que Thorndike maneje la técnica de la narración histórica con oficio y profesionalismo.

 

Técnicas de la creación y del periodismo

Y para atenerme tan solo al último libro El rey de los tabloides, no carece de interés ver cómo el escritor mezcla hábilmente las técnicas propias de la creación y las del periodismo.

Así ocurre por ejemplo en la fabricación del diario Última Hora, donde Villarán no vacila en recurrir a la técnica de la ficción, o de la invención y de la fantasía, como modelo de escritura realista e informativa:

Todas las noticias eran parte de una historia común, hecha de vidas rutinarias, ociosas, emociones grises, la insufrible monotonía con que existía la muchedumbre, el país repetido, calcado de la víspera, el mismo paisaje de balcones y barandas y zaguanes propuesto cada mañana, al que hubiese sido imposible diferenciar de no haber existido las letras del tabloide, gruesas, renegridas, con las que Villarán notificaba las combinaciones de vida y muerte que hacían de cada día, uno distinto al anterior. Todos compartían la ilusión de existir en la gran novela a la que Villarán agregaba dosis de misterio, capítulos de intriga, voces de pasión y despecho, estremecedores testimonios en primera persona, confidencias casi impublicables. Los lectores se sentían protagonistas. El estilo de Villarán los elevaba a la condición de personajes, de modo que parecían expresar sus propios sueños y hasta la realidad se les hacía llevadera y explicable. (p.168)

Y un poco más adelante el narrador concluye con palabras que pertenecen al registro de la pura creación: «Villarán y los suyos se habían convertido en hacedores de noticias, que cada veinticuatro horas creaban un mundo a su imagen y semejanza...» (p.171)  La ficción no surge de la realidad, sino al revés: es la realidad la que surge de la ficción. 

Inversamente, en lo que se puede considerar como la parte más notoriamente ficticia de la obra, o sea la reunión de los distintos Villaranes de la realidad en el personaje de ficción único y multifacético que protagoniza la narración, el escritor apela a la técnica periodística de la confrontación de las fuentes. Este el caso, por ejemplo, en la presentación  del viaje a Nueva York donde se abren las dos posibilidades del avión y del barco:

Aquí se produce nuevamente una contradicción entre las versiones existentes sobre tan memorable viaje. Una recuerda el miedo patológico de Villarán a los aviones y sostiene que se habría necesitado mucha urgencia para que aceptara un vuelo a Nueva York: dieciocho horas con tres o cuatro escalas cuando tomaba menos de dos semanas de plácida navegación por la Zona del Canal y el Caribe hacia el Atlántico Norte. De acuerdo a tal versión, Villarán habría elegido uno de los espléndidos buques de la Grace Line, naves mixtas de carga y pasajeros, sólo de primera clase. [...] Según náuticas versiones, la víspera de embarcarse, cuando las señoritas supuestamente se reunieron para una festiva salutación plenaria al sobrino triunfante, habría recordado Villarán que nunca había aprendido a nadar y que el mar le producía el mismo pánico que el vacío en el que flotaban los aviones. (p.205)

Tras examinar las distintas versiones, confrontarlas y justipreciarlas, Thorndike, procediendo como el periodista investigador que verifica la validez de sus fuentes, da su dictamen ateniéndose a elementos concretos y fácilmente averiguables:

Lo anterior es otra de las temerarias divagaciones que abundan en esta historia: Raúl Villarán realmente se embarcó a las siete de la mañana en el Interamericano de Panagra con destino a Panamá, Miami y Nueva York. Al revés de lo sostenido en la versión anterior, se mareaba en todas las embarcaciones. Y pese a las tormentas andinas que habían agitado su más reciente viaje de Buenos Aires a Lima, no le gobernaba aún el pánico a las travesías aéreas que sentiría en la última parte de su celebrada existencia. A Villarán lo despidieron sus amigos del tabloide la víspera del viaje, cuando entregó las riendas al joven periodista cuzqueño Efraín Ruiz Caro, quien iba a desempeñar la jefatura de redacción durante su ausencia. (p.206)

Y Thorndike apoya lo escrito conn una prueba objetiva, contundente e inapelable: la noticia y la foto que se publica en el diario del sábado 19 de abril en su página tres, en la que se ve a Villarán con sus amigos. El titular Farewell con comilona a Villarán iba acompañado con la leyenda Mañana viaja a Nueva York en el Interamericano Panagra.

La misma técnica es empleada para intentar dar consistencia humana y psíquica al protagonista creado desenredando lo supuestamente cierto de lo supuestamente falso:

Tampoco es cierto que atravesara una época de festivo humor. Pasaba revista a su corta y victoriosa existencia, a esa parte de su alma que procedía de la importante familia Villarán, a sus aventuras con las coristas: no eran confiables sus amores de medianoche. Esperanza había desaparecido. Lo confundía el conflicto al que concurrían deseo, sentimiento, deberes de familia, el peso social, costumbres, en fin, libertad en juventud. No sólo faltaba al coro, no estaba en ninguna parte. Esperanza había sido un fruto prohibido, una ansiedad. Por supuesto, ni ella ni ninguna de las Bikini Girls coincidía con el molde social y familiar que el propio Villarán imponía a su existencia, al modo de una referencia inapelable. No eran mujeres para casarse, ni siquiera para tenerlas a la antigua, como queridas de asiento. Lo que quedaba probado con su repentina ausencia. (p.206)

Sin dejar de ser ficción, todo ello alimenta la ilusión de verdad, situando el texto en el plano del rigor de la investigación periodística mientras es el fruto de la pura imaginación creadora. Este equilibro formal, perfectamente arbitrario, es ciertamente uno de los mayores logros de Guillermo Thorndike.

 

Consideraciones finales

La obra en el fondo no tiene argumento central. Las aventuras de Villarán, el rey de los tabloides,  no son sino un pretexto para que el escritor nos ofrezca distintas estampas de la vida en el Perú de los años cincuenta: la de la aristocracia de los Villaranes y de sus familiares y amigos, acompañada de retratos de figuras históricas, nacionales como extranjeras, entre las cuales, Odría y sus asesores, Pedro Beltrán el oligarca dueño de La Prensa, Perón con el cual Odría intenta identificarse, y nos vaya dando a conocer el mundo de la prensa y del periodismo en sus relaciones con el poder.

El desarrollo de la narración se hace de manera cronológica y se apoya, salvo raras excepciones, por un discurso omnisciente, donde se reúnen la afirmación que no necesita demostrarse ya que pertenece al campo de la ficción, y la duda o evaluación que apela a varias versiones como para conferir validez histórica a lo escrito, y que se inscribe en el marco de la biografía. No hay saltos en el tiempo de la narración, salvo algunas anticipaciones  que traicionan al narrador omnisciente, y que vienen a aclarar el presente  de la narración con lo que ha ocurrido más tarde.

El discurso narrativo es fluido con un exceso descriptivo y tal vez anecdótico, caudaloso y demorado en la primera mitad, más equilibrado y más rápido y dinámico en la segunda, como el arrebato de la vida que se lleva a una juventud dorada. Se sostiene, como en las obras anteriores, en una lengua impecable, con un excelente manejo de los registros del lenguaje entre lo culto y lo popular no exento a veces de un humor cáustico que linda, no con la desesperanza, pero sí con un distanciamiento que conduce al lector por los caminos del desencanto más que de la alegría de vivir. Si el desenlace de la novela resulta ser un truculento éxito individual, una sacada de lengua a la pudibundez e hipocresía ambientes, en el fondo sanciona un fracaso colectivo, el eterno reempezar del dictat de los poderosos y de los buenas costumbres,  vale decir de las conductas censuradas en detrimento de los fantasmas y de su expresión como forma suprema de nuestra  libertad y de nuestra soberanía individual y colectiva.

En resumidas cuentas, con la publicación de esta nueva novela, Guillermo Thorndike nos entrega una prueba más de su dedicación a la escritura, de sus cualidades de creador y de su pasión por la historia del Perú, vista en su dimensión unamuniana de intra-historia, pero también de sus ambigüedades, dudas, incertidumbres de ciudadano, preocupado por lo político, lo económico, lo social, y lo cultural, de sus interrogantes frente a la formación y manipulación de la opinión pública por los medios de comunicación masiva, de su relativo escepticismo sobre los poderes de la democracia para transformar del mundo.

Couyou 14 de enero de 2009

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Forgues, Roland: «El rey de los tabloides de Guillermo Thorndike: Crónica y ficción en función de diván» , en Ciberayllu [en línea]

807 / Actualizado: 23.03.2009