Crónicas

Ciberayllu
30 marzo, 2008

Gracias, Pepe, por lo que escribiste

Recuerdo de José B. Adolph (1933-2008)

Domingo Martínez Castilla

 

Por sus escritos, empecé a conocer a José B. Adolph en 1974, cuando compré Invisible para las fieras (1972) en la apenas nacida librería «El Virrey». Tengo el libro conmigo, acá lejos, forrado con el primigenio vinifán y con las huellas del hambre de las polillas limeñas que lograron excavar el papel, pero ninguna letra, en el margen inferior de muchas de sus poco más de cien páginas. Paso las hojas del libro y veo los títulos y digiero al paso algunos párrafos y creo recordar por qué me gustó entonces y quedó conmigo —hasta hoy— el placer de leer a Adolph.

Dos cuentos sucesivos de ese libro sirven como ejemplo para mostrar el universo enorme que era la mente de Adolph: «Marita en el parque» es una historia limeña (comienza: «Era un día precioso, señor Juez, un día de verano limeño, con un cielo azul algo lechoso, con un sol fuerte pero no demasiado, con las calles brillantes de domingo.») de una incursión en un parque de diversiones, a las diez de la mañana, una hora en la que «el Parque era irreal; todo era moderado y falso. Se notaban la pintura vieja y la trampa». Marita, la hija del narrador, se pierde en el parque; el padre cuenta cómo la busca, y la historia, inicialmente realista y urbana, adquiere poco a poco un aire entre fantástico —Borges, de quien Adolph se confiesa ineludible discípulo y admirador— y nihilista —á la Camus, de quien no se confiesa nada— que eran entonces la marca del escritor. De la exploración en el «tren fantasma», con la que culmina ese cuento, el lector da un suspiro y vuelve la página.

Empieza otro cuento, esta vez mucho más breve. ¡Qué cambio, Adolph! ¡Qué manera de hacer que en cuatro líneas el lector olvide al suspiro y a Marita! «Fin del mensaje» comienza así:

Uno a uno nos fueron llamando:
«Alexander, Johann, 078998».
«Baselis, Konstantin, 988994».
«Bogdánov, Vassili, 736352».
Las sombras íbamos desfilando, rampa abajo y luego rampa arriba. En la pequeña compuerta que se abría a la luz rosada del interior del cohete, nos deteníamos, uno a uno, para el registro final.

Esta vez, el narrador se lanza al espacio, en una historia en la que los viajes interplanetarios son una metáfora inmediata de la rebeldía: quienes viajan son los «inconformes», vestidos de rojo huyendo de un mundo orwelliano a bordo de un vernesiano «Siberia Express». Cuentos como éste, inscribirían a Adolph como uno de los pocos peruanos (es un decir: Adolph era peruano como era alemán como era universal como era marxista como era anarco: pero peruano se hizo) exploradores del género de «literatura fantástica».

De esa época, también tengo conmigo Cuentos del relojero abominable (1974) y Mañana fuimos felices (1975): libros de formato pequeño y cada uno de contenido y tamaño muy propios: Lima siempre presente, la redención del mundo siempre remota, pero posible.

Foto 2002

Pepe Adolph, al lado de su compañera Delia Revoredo Sedero —artista que le iluminó la vida y, para mayor abundamiento, las cubiertas de sus libros— , habla y concentra la atención de autores y amigos de Ciberayllu, reunidos por primera vez en la casa donde vivió Maruja Martínez. (Agosto del 2002)

Veinticinco años después de haber comprado y leído Invisible..., conocí a Pepe Adolph en color, voz y apretón de manos, en San José de Costa Rica, en casa de amigos peruanos ligados a la colonia alemana. Él estaba de visita por ahí, de vacaciones, si recuerdo bien, cambiando de aire o —limeño él— tratando de respirar algo distinto. Ciberayllu tenía más de dos años en la red global, y de eso también hablamos esa primera vez: Internet, literatura, libros, Borges, y quién sabe qué otras cosas. Tras un par de meses llegaba su primera colaboración para Ciberayllu —el cuento «Noemia»— y, con ella, el inicio de un intercambio epistolar que devino amistad.

De la casilla de correo, extraigo algunas líneas, a propósito intrascendentes:

Acabo de terminar el tercer (corto) volumen de mi trilogía que, a este paso, pasará directamente de inédito a incunable. Unos días corrigiendo y ya. Son tres novelitas bien mierdosas, depresivas y desafiantes. ¿Y ahora qué hago, papá? [Setiembre, 1999]

En cuanto a foto, 1) no tengo scanner y 2) no quiero acomplejar a los colegas con mi apariencia sexi. Comprendo que no todos son tan lindos. [Noviembre 1999]

Oh, hijo de Viracocha, tú que todo lo sabes, ayuda a este hijo de Jahve!!!!!
Me falta —dicen, sin poderlo cambiar— que me falta un hipervínculo. ¿No es horrible?
Cuando me llegan e-mails con direcciones en celeste y subrayadas, como debe ser, y hago clic, como debe ser, NO ME CONECTA. Por unos días pude evitar, ya que no resolver, el problema "cortando" o "copiando" y luego jalándolo directo al Internet Explorer. Pero hoy con Impunidad no me dio siquiera esa opción.
¿Dónde venden hipervínculos?
¿Tú sabes lo que es para un escriba no poderse leer a sí mismo? [Enero, 2000]

Bueno, ya somos tres agnósticos (ateos conversos a la duda): tú, yo y Vargas Llosa. Buena compañía, ¿eh? [Marzo, 2000]

Los mensajes instantáneos por Internet remplazaron poco a poco a las misivas electrónicas: a veces monosilábicos, a veces extensos, estos diálogos estuvieron llenos de ese humor especial que, por fin, se expresó francamente en sus libros finales. Cada envío suyo era motivo de jolgorio y discusión y, un par de veces, de profundo desacuerdo, pero Pepe Adolph, capaz de muchas cosas extraordinarias, nunca mostró rencor, y la amargura la guardaba para la Historia, que le daba grandes frustraciones con apenas un hilito de esperanza.

Gracias, Pepe, por lo que escribiste para todos nosotros y, personalmente, por lo que me escribiste en estos años.

En la introducción a Mañana fuimos felices, Adolph muestra una ternura excepcional, no fácilmente visible detrás de su reconocido humor ácido y a veces cínico. Es una buena forma de recordarlo, pues es un autorretrato íntimo para sus lectores:

Si alguna de las historias de este libro ayuda, a alguien, a vislumbrar esa lejana salvación del hombre (en el amor, en la inteligencia, en la sabiduría, en la amistad), o a comprender la miseria negra de las cadenas que a todos nos atan, el autor se sentiría muy feliz, tan feliz como se sintió al fabricarlas. Hace mucho tiempo que lo sabemos: compartir una angustia o una necesidad es exorcizarlas. Eso es lo que intenta todo escritor, con o sin éxito: quizá no sepa usted nunca hasta qué punto le agradezco su compañía, su amistad, posiblemente su amor.

* * *

 

Para leer a José B. Adolph en Ciberayllu: lista de sus colaboraciones y otras notas que incluyen su presencia.

 

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© 2008, Domingo Martínez
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Martínez Castilla, Domingo: «Gracias, Pepe, por lo que escribiste. Recuerdo de José B. Adolph (1933-2008)» , en Ciberayllu [en línea]

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