Ensayos

Ciberayllu
22 mayo, 2008

La pasión de Mariátegui

Alfredo Quintanilla

 

La pasión de José Carlos Mariátegui —el primer marxista latinoamericano, de acuerdo al escritor mexicano José Aricó— empezó un día del mes de abril de 1924 cuando le asaltó un estado febril agudo que obligó a su esposa a internarle en el Hospital Italiano. Una infección provocada por factores que hoy no se conocen con detalle, lo pusieron al borde la muerte. De su agonía saldría triunfante, aunque tuvo que pagar el precio de quedar atado a una silla de ruedas al perder su gangrenada pierna sana.

Un mes después, cuando todavía no se había producido su recuperación plena, Luis Alberto Sánchez escribe:

La tragedia de José Carlos Mariátegui es, para los que alguna vez estuvimos cerca de él, espantosa. Para el público, que menos le conocía, injusta y cruel. Para los obreros, irreparable. No es frecuente entre nosotros el caso de una tan acendrada voluntad… Se escribe con impaciencia. Con emoción, se quisiera mandar todo adjetivo y callar un rato, porque es horrible la tragedia del compañero. Porque, junto a él, madre, esposa y dos chiquitines, van amparando día a día, una esperanza.

Se conservan las cartas de saludo y adhesión que le escribieron el secretario general de la federación de pintores, de la Federación Indígena Obrera Regional Peruana en la que le reconocen como su maestro; de «sus cofrades de Piura» que miran «sus sufrimientos como propios», de Antenor Orrego, acompañando el óbolo de los intelectuales trujillanos. El 22 de julio le escribe a Ricardo Vegas García, director de Variedades, en donde le dice que su convalecencia es lenta,  que distrae su tiempo leyendo el libro de Rolland sobre Gandhi y que la solidaridad de amigos y compañeros «alivia inmensamente mi desventura».

Los meses de convalecencia que siguieron los pasó en el pueblo de Chosica, situado en las estribaciones de la Sierra, a una hora de tren de Lima, alejado de la niebla y la humedad capitalinas. ¿En qué meditó aquel hombre de 29 años, con dos pequeños hijos y una esposa extranjera, durante ese período, ante el mensaje de la muerte? ¿Cuánto se lamentó, cuánto se deprimió por esa temprana condena? O, por el contrario, ¿recibió la amputación de su pierna como un accidente de trabajo —como aquellos que recibían sus amigos obreros— sin que mellara para nada sus planes vitales? El hombre que había desposado a una mujer  y a las ideas socialistas en Italia y venía dispuesto a sembrarlas y a organizar la acción obrera en el país, ¿estuvo a punto de echar todo por la borda para concentrarse en escapar de la muerte?; ¿o asumió que sin ser el hombre de acción, podía convertirse en un intelectual que aportara desde la trinchera del pensamiento?

Seguramente en esos largos y agitados meses en que la frustración y el abatimiento, la rebeldía y la furia, el pesimismo, el ideal y la razón libraron encarnizada batalla en su alma, estuvo presente la figura espectral de su amigo, casi un hermano mayor, Abraham Valdelomar. El capitán  de la generación «Colónida» había fallecido tras un accidente en 1919 cuando se hallaba en la flor de la juventud, lo que causó un tremendo impacto entre sus contemporáneos. Mariátegui haría un balance de la vida del Conde de Lemos en estos términos:

Valdelomar murió a los treinta años cuando él mismo no había conseguido aún encontrarse, definirse. Su producción desordenada, dispersa, versátil y hasta un poco incoherente, no contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustró.

El testimonio de su hijo Javier puede ayudar a iluminar esa etapa de la vida del Amauta: «la presencia de Nietzsche y del pensamiento nietzscheano en (su) trabajo intelectual» imprime su sello en una personalidad «transida de lucha, afirmación y energía voluntarista», pues no se olvide que una idea nuclear de aquél es la «voluntad de poder», esa «fuerza psicológica que lleva la vida de algunos hombres al máximo de sus posibilidades», como dice el pensador arequipeño Juan Carlos Valdivia Cano. Eso le lleva a la crítica del racionalismo moderno, a su visión agónica, a su invitación a una vida heroica, que empata plenamente con su admiración por los colonizadores y los grandes aventureros.

De manera que ese debe haber sido uno de sus propósitos al abandonar su lecho, —en tanto su definición doctrinaria estaba clara— el poner orden en su producción, dispersa en artículos periodísticos, para corregir la falencia de Valdelomar. Pero el otro, no menos importante, debe haber sido el seguir adelante, con optimismo y fe en que lograría sus metas.

Así, cinco meses después de su crisis, les escribe a sus compañeros de la revista Claridad:

Mi mayor anhelo actual es que esta enfermedad, que ha interrumpido mi vida no sea bastante fuerte para desviarla ni debilitarla. Que no deje en mí ninguna huella moral. Que no deposite en mi pensamiento ni en mi corazón ningún germen de amargura ni desesperanza. Es indispensable para mí que mi palabra conserve el mismo acento optimista de antes… y siento más que nunca necesidad de nuestra fe común.

La causa de este optimismo está en el convencimiento de que «a despecho de los espíritus escépticos y negativos… un nuevo orden social está en formación… el mundo marcha hacia el socialismo… preparémonos a ocupar nuestro puesto en la historia».

Su noción del tiempo varió insensiblemente y se lanzó a la arena a continuar trabajando con un denuedo, una decisión y una voluntad inverosímiles. Vuelve a escribir en Variedades y empieza a escribir para la revista Mundial; organiza con su hermano la empresa editora Minerva para dotar a su familia de una fuente de recursos propia; retoma sus contactos con los intelectuales y con dirigentes obreros, corrige sus artículos para publicar en 1925 La escena contemporánea. Lee sin descanso, redobla sus esfuerzos por conocer la realidad peruana, por seguir el pulso de la escena internacional. En noviembre del 24 le escribe a Vegas que tiene planeado escribir «un libro de crítica social y política sobre el Perú».

En enero de 1925, en sendos artículos, define su filosofía. Dice que el hombre, siendo un animal metafísico, ni la Razón ni la Ciencia «pueden satisfacer la necesidad de infinito» que hay en él.  Que sólo el Mito da sentido a su existencia, adelantándose a la reflexión que harían los existencialistas. Que el mito del proletariado es la revolución social y que la fe en él le otorga su fuerza, su pasión, su capacidad de entrega que llega muchas veces al heroísmo. Una pasión y una fuerza que él les otorga un carácter religioso, místico.

Toda su vida está transida de una pasión escatológica porque ha escuchado «el grito multitudinario de combate y de esperanza… en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y [¡ojo!] de Lima», y porque «toda la emoción de una época» está en ese grito. De hecho, «las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final» que los librará de la opresión. Y él no quiere estar ausente de ella.

Es curioso, por decir lo menos, escuchar en boca de un marxista hablar de la fe y del rol importante que le asigna en la vida del hombre y aún para la revolución. Como resulta también original que asuma la reflexión de  Renán —a través de Sorel— sobre la absoluta gravitación del amor en la vida privada y en la Historia y el hecho de que esta «ley psicoerótica… tan descuidada por los psicólogos de profesión ha sido, en cambio, casi siempre tomada en consideración por novelistas y dramaturgos».

Coherente con ese pensamiento, le escribe a su mujer

Renací en tu carne cuatrocentista como La Primavera de Boticelli…Estabas en mi destino. Eras el designio de Dios… Yo era el principio de muerte, tú eras el principio de vida… Tu salud y tu gracia antiguas esperaban mi tristeza de sudamericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi primera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría» (20 de septiembre de 1926)

En esta definición filosófica se halla el sentido de su vida: concurrir a la tarea revolucionaria es lo que realizará su existencia, lo que llenará su yo profundo, es la fe que lo mantendrá vivo, es la pasión que lo invita a vivir peligrosa, heroicamente. Y, por supuesto, en ese núcleo de sentido se halla el amor que siente por su esposa y sus hijos. Eso es lo central. No puede darse el lujo de dejarse arrastrar por una depresión. La coherencia  racional perfecta y sin fisuras, la ortodoxia, le tiene sin cuidado, pues para él —que no es un académico— la teoría es un medio que debe estar al servicio de la eficacia de la acción que saque a las masas de la miseria.

Eso es lo que trata de transmitir a sus amigos intelectuales escépticos y descreídos de la política, que desperdiciaban sus energías vitales en la bohemia o el diletantismo, cuando les dice que no sólo no existe incompatibilidad entre creación artística y política sino que la política es la «única  grande actividad creadora» que se «ennoblece, se dignifica, se eleva, cuando es revolucionaria».

En ese mismo año, 1925, en que empieza a seguir al nuevo movimiento surrealista desgajado del dadaísmo, a través de la lectura de Le Revolution surrealiste, advierte que la mayor parte de los vanguardistas europeos, incluidos los surrealistas «se debate en una búsqueda exasperada y estéril. Su alma está vacía, desierta» porque «les falta un mito, un sentimiento, una mística capaces de fecundar su obra y su inspiración». De ahí su insistencia en distinguir que no toda novedad en el arte es revolucionaria, por más que utilice nuevas técnicas. Para que el arte sea verdaderamente nuevo debe inscribirse en la trayectoria del alba, anunciar un nuevo orden social, distinto del decadente y crepuscular de la burguesía, aunque admite que «la decadencia y la revolución coexisten también en los mismos individuos».

Justamente, con penetración psicológica sin igual, aborda las causas que llevaron al suicidio al joven poeta Sergio Essenin tratando de entrever cómo la disputa entre la decadencia y la revolución en esa alma de «exasperado individualismo que conduce al poeta a esa exaltación megalómana» y su entorno que sufre radicales transformaciones con la Revolución Bolchevique, terminaron por llevarlo a un callejón sin salida: «la atmósfera moral y física de los primeros años de la revolución era favorable a la superproducción y a la hipertrofia poética».

Hasta que nuevamente recibe un segundo aviso de la muerte. Esta vez se trata del trágico asesinato de su joven  amigo Edwin Elmore a manos del enloquecido y soberbio José Santos Chocano, el Cantor de América. El suceso ocurre el 31 de octubre del 25 cuando éste le dispara un pistoletazo en el hall del diario El Comercio. Elmore es trasladado a una clínica gravemente herido. Enterado, Mariátegui le envía una nota de solidaridad en la que le dice «Créame, siéntame entre los que amorosamente velan a su cabecera». Pero fallece el 2 de noviembre, justo el día de la inauguración de la empresa editora Minerva que montó con su hermano Julio César y de la presentación de su primer libro La escena contemporánea. En el panegírico que escribió en su homenaje, si algo le reprocha es el no haber dado a conocer su pensamiento más allá del círculo de los intelectuales: «Elmore pretendía ser un agitador de los intelectuales. No reparaba en que para agitar a los intelectuales, hay que agitar primero a la muchedumbre».

Es la muchedumbre la que le interesa, porque ella será la que transforme la historia. Por eso es necesario transformar primero a la muchedumbre, porque Mariátegui no tiene la visión idealista de los que creen que la posición de clase les otorga una automática lucidez. La historia de la opresión colonial, racista y antidemocrática prolongada en la semifeudalidad republicana la ha sumido en una moral de esclavos. ¿Cómo despertarlas, cómo suscitar su conciencia de clase, cómo convertirlos a una moral de productores, cómo desatar su energía revolucionaria? Porque no es sólo la lucha por mejor salario y por mayores horas de descanso —tal la prédica anarcosindicalista— la que lo logrará, pues también ha visto el apoltronamiento de cierta vanguardia obrera europea luego de sus conquistas. Tampoco, la explosión violenta, pues el Perú se ha desangrado en muchas guerras civiles sin tener ninguna revolución. Sólo cuando la muchedumbre sienta —antes de ver o pensar— que su lucha adquiere el carácter de una lucha final, escatológica, es decir, cuando asuma o crea en el mito, cuando sienta que los sueños pueden hacerse realidad y que vale la pena el riesgo de la propia vida, se podrá transformar revolucionariamente el orden social existente y no sólo reemplazar a un grupo de poderosos por otro.

Llega el año 26, el año en que nace su cuarto hijo, José Carlos, en el que aparecerá la revista Amauta, que será —al final— el patronímico que le otorguen sus amigos obreros y campesinos. Se amplían sus contactos epistolares: Unamuno, Barbusse, Juana de Ibarbourou, Waldo Frank, Vasconcelos, Alfonso Reyes, Guillermo de Torre, son sus corresponsales. Pero además, crece su carga de trabajo con la organización de los envíos de la revista, el recojo de las ventas y de artículos, como de las labores de edición.

En su correspondencia de ese año sólo aparecen tres referencias a su estado de salud. Dos de ellas, en cartas de su amigo Valcárcel, quien le escribe desde el Cusco —una de julio y otra de octubre— en las que dice, palabras más, palabras menos: «cuánto he lamentado que siga sufriendo quebrantos de salud. Ojalá que ya se sienta mejor». La tercera es de él mismo, que en nota del 15 de noviembre a su ex compañera y madre de su hija mayor, con la que acompaña una disculpa por el atraso en la mesada a ésta: «Yo no estoy aún bien y mi enfermedad, que no permite atender como antes mi trabajo, me tiene atrasado en mis pagos».

Mariátegui libra lucha constante contra la mala salud. En marzo del 27 le escribe con tono optimista a Esteban Pavletich, a la sazón en México DF:

[…] en enero he sufrido un ataque de reumatismo al brazo derecho que durante un mes no me ha permitido escribir. Y ésta no ha sido, rigurosamente, la última falla de mi salud. Después he tenido otra, de menor monta. Pero ahora me siento optimista. La fístula que me quedó al muñón se ha cerrado. Y si esto es definitivo, podré marchar con muletas y aplicarme una pierna ortopédica.

En carta a Samuel Glusberg datada el 30 de abril le confiesa:

Tengo una salud inestable. Salvé hace tres años de la muerte  a costa de una amputación y hasta ahora sufro las consecuencias de esa crisis que me dejó mutilado y enfermo. Por fortuna, desde hace pocos meses, voy mejorando.

Hasta que, a fines del mes de mayo, la policía le asesta un golpe demoledor al involucrarlo en un supuesto complot comunista, cerrar la imprenta Minerva y clausurar Amauta y llevarlo a él al Hospital Militar San Bartolomé —dada su mala salud— donde estuvo retenido por seis días. Van cuarenta detenidos a la isla San Lorenzo entre dirigentes obreros e intelectuales, entre ellos Jorge Basadre y salen deportados Magda Portal, Blanca Luz Brum y Serafín Delmar. Llegan de inmediato adhesiones de solidaridad de conocidos intelectuales del ámbito internacional: Gabriela Mistral, Miguel de Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, José Vasconcelos, Marinetti, Waldo Frank, Harwarth Walden, Enrique Molina, Enrique José Varona, entre otros.

¿Qué hacer? ¿Cómo continuar con el proyecto, sin ceder a las presiones de las fuerzas reaccionarias? ¿Cuáles eran las alternativas? Amauta se había impuesto la misión de sembrar, suscitar, una corriente de pensamiento crítico, sentar las bases de una futura organización de las fuerzas de la vanguardia social, sin interesarse en las menudencias de la política inmediata, de las luchas por pequeñas y ridículas posiciones de poder, dada la tremenda desigualdad en la correlación de fuerzas sociales en una sociedad semifeudal como la peruana.

Al poeta altoperuano Bustamante y Ballivián le escribe el 15 de octubre:

Yo me lo había planteado desde el primer momento en los siguientes inflexibles términos: o se me consentía continuar Amauta en Lima o yo tomaba el camino del destierro para establecerla en Buenos Aires. La rigidez de este dilema no procede naturalmente de que yo considere indispensable para la salud del Perú ni para la misión de su vanguardia la salida de Amauta, sino de que identifico momentáneamente con esta obra las posibilidades y sentido mismo de mi trabajo intelectual en el Perú… La justificación de mi permanencia aquí, la encuentro enteramente en mi trabajo.

Hay en esa carta una referencia a su salud: «después de los días agitados de mi prisión y la persecución de mis amigos, estuve muy enfermo primero y ausente de Lima después»; pero se muestra su indoblegable optimismo de la acción: «publicaré dos libros "10 Ensayos de interpretación de la Realidad Peruana" y "Polémica Revolucionaria" y enumera cuáles serán los títulos que publicará la Sociedad Editora Amauta.

Por esos días, recibe una carta del poeta Alberto Hidalgo, instalado varios años en Buenos Aires. En ella se muestra contrario a su traslado por tres razones: «Primero el factor salud. Sospecho —algunos amigos me lo han asegurado— que la suya es bastante precaria». Segundo, el factor económico, pues no ve posibilidades de que consiguiéndole un empleo pudiera estar laborando la jornada entera, lo que no le daría para sostener a su familia. Tercero, Amauta no podría sobrevivir en Buenos Aires porque sus costos se triplicarían y su venta no estaría segura dada la enorme competencia que tendría en la gran urbe, fuera de los costos de los envíos al exterior. Termina diciéndole «Yo creo que ahora su sacrificio sería menos útil que un estratégico reposo para después, en momento oportuno, sacar de nuevo la cara».

Mariátegui, hombre realista, sopesa las alternativas y decide insistir por el levantamiento de la clausura de la revista. Así, en la carta de Bustamante le revela:

Por fortuna parece que el presidente [Leguía] se da cuenta de que las razones que pueden abogar por la supresión de Amauta son de un orden subalterno al lado de las que amparan mi derecho o mejor mi reivindicación. Y así tengo ya casi absolutamente conseguida la reconsideración de la precipitada orden de clausura. Amauta reaparecerá en noviembre

Finalmente el Nº 10 de Amauta salió a las calles en diciembre de 1927.

Y llega la polémica con Haya de la Torre, polémica que terminará por dividir al APRA, el frente de los trabajadores manuales e intelectuales que recién estaba creciendo, en un medio donde el miedo a las feroces dictaduras hacía estragos aún entre las vanguardias. Mariátegui no transige con el caudillismo, no transige con que el fin justifique los medios, cuando él ha sido testigo del desarrollo del fascismo italiano surgido desde las filas socialistas. Para él, esta discusión no será un ejercicio intelectual para demostrar equívocos ajenos, será también un proyecto de vida hecho pedazos, pues a él también le han llegado los ecos de la escisión del partido bolchevique. Y lo manifiesta dramáticamente en la carta que les dirige a los apristas de México DF en abril:

En estos años de enfermedad, de sufrimiento, de lucha, he sacado fuerzas invariablemente de mi esperanza optimista en esa juventud que repudiaba la vieja política, entre otras cosas porque repudiaba los «métodos criollos», la declamación caudillesca, la retórica hueca y fanfarrona… No me avengo a una decepción. La que he sufrido, me está enfermando y angustiando terriblemente. No quiero ser patético, pero no puedo callarles que les escribo con fiebre, con ansiedad, con desesperación.

No miente. El Nº 14 de Amauta de ese mismo mes trae un aviso editorial que da cuenta de una nueva enfermedad de Mariátegui. Y en carta de comienzos de julio a Glusberg le confiesa: «He atravesado una crisis en mi salud y durante más de dos meses no he podido escribir una línea». Una semana después le escribe a un amigo de Piura:

Con la crisis me ha visitado esta vez la esperanza. El Dr. Quesada, que se ha encargado de la parte quirúrgica de mi tratamiento, se  manifiesta seguro de curarme en el plazo de unos meses. Me prepara para una operación que me pondrá en condiciones de caminar con una pierna ortopédica.

Entonces, vuelve a la carga. Esta polémica le impele a profundizar en sus concepciones. Refuta las tesis de Eastman y Henri De Man y, en contra de los consejos de Glusberg, titula a su nuevo trabajo «Defensa del marxismo», para dividir claramente las aguas entre los militantes apristas del Perú y de América. En octubre, publica los 7 Ensayos, funda el Partido Socialista y empieza a editar el quincenario Labor dirigido a la vanguardia sindical. No exagera, entonces cuando le escribe a Ravines en diciembre:

[…] el trabajo diario me embarga con una tiranía extenuante. Debo hacer frente a obligaciones innumerables: las de mi trabajo personal, la de mis colaboraciones en las revistas, las de mis estudios y cien más. Todo esto sin olvidar la de «manager», mis fuerzas siempre propensas a fallar. Como si Amauta no me diera bastante trabajo, nos hemos metido en la empresa de Labor

Llega enero del 29 y el cerco económico debe de haber sido tan opresivo que se atreve a escribirle a su amigo Ricardo Vegas para que gestione el aumento de su remuneración en Variedades: «Me es penoso reclamar estas cosas. Pero ahora cuento con una ocasión propicia y con la solidaridad de Ud. Tengo un hijo más —en septiembre había nacido su último hijo, Javier— y mi pobreza es la de antes, si no mayor.» Pero la tratativa parece no haber tenido éxito, pues en abril, reitera su pedido con una nota a Vegas «… confío sobre todo en la gestión inteligente y discreta de Ud. Me parece que la justicia de la reclamación es absoluta y elemental» y aún en octubre en que, al mismo, le dice: «He visto que ha llegado Patroni. ¿No nos serviría su venida para decidir el aumento gestionado y esperado desde hace tanto tiempo?»

Se sumerge en las tareas de perfilar las posiciones del Partido Socialista tratando de ganar a los mejores espíritus del APRA, termina su Defensa del marxismo, prepara El alma matinal y empieza a concebir el libro de ensayos sobre la política peruana que titulará Ideología y política y cuyos originales se perderán camino a su editor en España. El historiador Flores Galindo concluye en uno de sus estudios sobre este período: «en los meses finales de su vida, Mariátegui tuvo que proseguir la agria discusión con Haya, batirse en un extenso frente con la Internacional, y paralelamente, soportar el asedio interno proveniente de quienes en apariencia eran sus seguidores».

Todo ese enorme esfuerzo intelectual, sin embargo, siente que no obtiene no ya el reconocimiento, sino al menos, la curiosidad de los intelectuales limeños. En un raro rapto de amargura le escribe a Glusberg en junio del 29:

Me acosa aquí, en general, la represalia siempre cobarde de toda la gente que combato o que, simplemente, desprecio por su estupidez, su mediocridad, su arribismo… Mi libro no ha merecido sino una nota de Sánchez… No hace falta decir que se prodiga atención y elogio a la obra de cualquier imbécil. A esta pequeña conspiración de la mediocridad y del miedo, yo no le haría ningún caso. Pero la tomo en cuenta porque, en el fondo, forma parte de una tácita ofensiva  para bloquearme en mi trabajo, para sitiarme económicamente, para asfixiarme en silencio.

Más que amargura, bien podía ser el cálculo racional de lo que sucedería en el curso de la confrontación cultural, social y política en la que estaba empeñado. Así, a mediados de septiembre la policía impide la circulación de Labor y el 18 de noviembre asalta su casa con gran despliegue de efectivos, aterroriza a sus pequeños hijos, revisa sus archivos, apresa a sus visitantes, y lo mantiene secuestrado por dos días, culpándolo de dirigir un complot de judíos comunistas. «Se trata, también de crear el vacío a mi alrededor aterrorizando a la gente que se me acerque… Mi propósito de salir del Perú con mi mujer y mis niños se afirma ante estos hechos… Saldré del Perú como pueda», le dice a Glusberg en carta que fecha el 21 de noviembre. Curiosamente, éste le había escrito dos días antes —como si telepáticamente hubiera estado presente en el asalto— «Waldo le hablará de mis propósitos de patrocinar por intermedio de La vida literaria su visita a la Argentina. Dígame cuánto dinero necesita para salir de Lima y lanzaré la iniciativa. Creo que no me será difícil conseguirlo».

Pero la decisión cuesta y las dudas le asaltan. El 26 le escribe al director del Repertorio Americano:

Mi primera determinación fue pedir mis pasaportes para Buenos Aires. Luego, he vuelto a mi decisión de hace dos años, después de otra agresión: la de combatir por mis ideas en el Perú mientras sea en algún modo posible.

Tres días después, le escribe a Glusberg:

No me es posible trabajar rodeado de acechanzas. Aunque me cueste un gran esfuerzo vencer el temor a la idea de que abandono el campo por fatiga o por fracaso, no puedo llegar a un extremo límite de sacrificio físico y mucho menos imponerlo a los míos. ¿Qué me aconseja Ud.?

La duda la resuelve conversando con su amigo Waldo Frank, que a comienzos de diciembre llega de visita a Lima, como parte de una gira por Sudamérica, conforme le cuenta a Glusberg. En la misma carta del 18 de diciembre le dice:

Deseo hacer el viaje con mi mujer y mis niños. A los dos mayores —de ocho y seis años— podría tal vez dejarlos; pero los colegios de Lima, donde podría dejarlos como internos, no me satisfacen y [la falta de] el mimo de la familia, si continuasen en el colegio que ahora frecuentan y donde no hay internado, perjudicaría su situación.

Enero y febrero transcurren en medio de sus trabajos y tardes en la playa La Herradura, a donde va por prescripción médica. Hace cálculos con Glusberg sobre los ingresos que necesita para mantener a su familia en Buenos Aires y las posibles fuentes. Recopilan juntos los artículos de peruanos que se publicarán en el número especial de La vida literaria y que servirá de anuncio de la llegada de Mariátegui. Buscan denodadamente dónde puede editarse Defensa del marxismo y Glusberg le aconseja que  adelante la publicación de El alma matinal, para compensar el shock que signifique la aparición del primero en un medio intelectual conservador, aunque —como el mismo Mariátegui le había confiado en carta de marzo del 29— sus «conclusiones [fueran] desfavorables al marxismo».

En definitiva, refiriéndose a su viaje, le escribe a Malanca el 10 de marzo: «Sólo una inesperada falla en mi salud u otro accidente puede frustrarlo». Dos semanas después no puede asistir a la cena de homenaje y despedida que el gremio periodístico le hace el 23 a Luis Alberto Sánchez por su viaje a Chile: «una momentánea falla en mi salud me lo impide», escribe en la esquela de disculpas. Había llegado el heraldo que le envió la muerte.

Enterado de las malas nuevas, Enrique López Albújar en Piura escribe de inmediato un artículo encomiástico que se publica en El Tiempo el 30 de marzo, 18 días antes de la muerte de Mariátegui, en el que dice «Nada revela en él la cobarde y asquerosa actitud del vencido por la suerte, del hombre que, urgido por el ansia de vivir, tuviera todo el pensamiento reconcentrado en recibir una limosna de salud».

El repaso de los últimos seis años de la vida de este hombre suscita o convoca la imagen de un torturado Jean Paul Marat amarrado a su tina de baño para aliviar las terribles úlceras de su piel, mientras se empeña en seguir escribiendo y editando las páginas de L’ami du peuple, en medio de la Revolución Francesa.Mucho del admirable Marat había en Mariátegui: su fidelidad a los desheredados de la tierra, su apasionamiento en la defensa de su causa, su persistencia, la afilada claridad de su verbo, su grandeza, su agonía. No en vano había escrito en 1926:

Agonía no es preludio de la muerte, no es conclusión de la vida. Agonía — como Unamuno escribe en la introducción de su libro— quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte.

* * *

Derechos reservados: la reproducción requiere autorización expresa y por escrito del editor y de los autores correspondientes.
© 2008, Alfredo Quintanilla
Escriba al autor: AlfredoQuintanilla@ciberayllu.com
Comente en la nueva Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Quintanilla, Alfredo: «La pasión de Mariátegui» , en Ciberayllu [en línea]

763 / Actualizado: 04.04.2009