Ensayos

Ciberayllu
31 octubre, 2008

La palabra de Bryce Echenique

César Ferreira

En octubre de 1964, un joven abogado limeño llamado Alfredo Bryce Echenique arribaba a París atraído por un mito de viejo arraigo entre los latinoamericanos que decía que, para ser escritor, era necesario hacer el obligado viaje hasta las orillas del Sena. Bryce realizaba el viaje tras estudiar Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y tras haber escrito también una tesis sobre la función del diálogo en los cuentos de Ernest Hemingway, gracias a la cual recibiría una licenciatura en Letras. Bryce no sólo llegaba a la Ciudad Luz con la intención de continuar estudios de literatura francesa iniciados años atrás en el Perú; también venía a comprobar, en el mismo lugar de los hechos, si París era efectivamente ese mítico lugar que descubrió en las páginas de Hemingway donde el célebre autor norteamericano afirmaba que en París era posible vivir y amar intensamente e intentar suerte en el difícil mundo de las letras.

En efecto, tras un primer año de intensa vida bohemia en la capital francesa, Bryce se refugiaría en la pequeña ciudad italiana de Perugia,  de grato recuerdo para él, y en la habitación de una modesta pensión escribiría una serie de cuentos que más tarde daría a leer a otro viejo habitante de París, su amigo el escritor Julio Ramón Ribeyro. Gracias a Ribeyro, ese puñado de cuentos recibiría el título de Huerto cerrado y, tras obtener una menciona honrosa en un concurso auspiciado por la Casa de las Américas de Cuba, se publicaría en La Habana en 1968. Así, Bryce daría comienzo a una larga carrera que, contra viento y marea, este año cumple cuarenta años dedicada al arte de contar historias.

Más de un crítico ha señalado el carácter homogéneo de Huerto cerrado.1 Ello se debe, entre otros motivos, a que todos los cuentos del libro tienen como protagonista a un joven personaje de nombre Manolo, quien vive una serie de experiencias iniciáticas, muchas de ellas instaladas en el mundo de la clase media y la burguesía peruana de los años 50 y 60. Pienso, por ejemplo, en los dilemas de la iniciación amorosa que vive el protagonista en cuentos como «El descubrimiento de América» y «Una mano sobre las cuerdas»; en las vicisitudes que Manolo enfrenta en su visita al espacio prohibido del burdel en «Yo soy el rey»; o en la constatación de las sutiles diferencias de clase que se retrata en «La madre, el hijo y el pintor». Leídos retrospectivamente, muchos de estos relatos no sólo constituyen un velado homenaje a Hemingway, a juzgar por su estilo lacónico y la densa psicología que albergan, sino que también son el germen de todo un universo temático que sólo le pertenece al escritor que hoy conocemos como Alfredo Bryce Echenique. De todos estos cuentos, sobresale sin duda «Con Jimmy, en Paracas», un memorable relato que destaca por la mirada dubitativa que Manolo posa sobre su mundo social y familiar. La suya es la mirada del sujeto desclasado que observa el mundo que lo rodea desde los márgenes, al tiempo que desde la oralidad de su palabra le confiesa sus fragilidades y temores al lector. Destaquemos también la importancia del cuento «Dos indios» en el que Manolo aparece deambulando en un escenario europeo. Allí, desde un anónimo café en Roma, el protagonista observa un mundo ajeno con ojos peruanos, mientras rememora con nostalgia su lejano mundo limeño al que anhela retornar. Esta psicología del sujeto desclasado y solitario, sin un sitio seguro en el mundo, y la exploración de su extraviada peruanidad desde un mundo cultural distinto al propio serán dos temas que Bryce desarrollará a plenitud en toda su obra novelística posterior. En los relatos de Huerto cerrado, sin embargo, se asoman ya con gran nitidez y madurez artística.

 

Un mundo para Julius, un clásico peruano

Desde su publicación en 1970, Un mundo para Julius fue aclamada por sus lectores como una de las más importantes novelas peruanas de la segunda mitad del siglo XX; entre otros motivos, porque desde un primer momento el libro exhibe una singular voz oral para narrar, torrencial y audaz, llena de giros populares y no pocos juegos lingüísticos. A ello se suma un singular tono para contar de un escurridizo narrador, entre burlón y nostálgico, que emparenta a Bryce con la prosa de Ricardo Palma, pero que, en definitiva, sólo le pertenece al autor limeño. Novela de largo aliento, ágil y divertida, Un mundo para Julius revela la existencia de un artista con una voz originalísima, muy seguro de su oficio ante la palabra escrita.

En las palabras iniciales de la novela, leemos:

Julius nació en un palacio en la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con departamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era Presidente de la República, ¡cuidado!, no la toques, está llena de telarañas, y él de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de alcanzar la manija de la puerta. La carroza y la sección servidumbre ejercieron siempre una extraña fascinación sobre Julius, la fascinación de «no toques, amor; por ahí no se va, darling». Ya entonces, su padre había muerto. (9-10)

En el Perú, Julius forma parte de una exclusiva galería de personajes infantiles y juveniles que hizo de nuestra novela un género rico en novelas de aprendizaje en el siglo pasado. El anecdotario de la novela de Bryce es harto conocido: Un mundo para Julius narra los primeros años de vida de un niño curioso y sensible que está destinado a heredar el mundo privilegiado de sus mayores. Al comienzo de la novela, Susan, su bella madre de ancestro británico, ha enviudado. Sin embargo, poco después se casará por segunda vez con Juan Lucas, un hombre frívolo y elegante, representante de una nueva burguesía que admira todo lo norteamericano, y que, entre otras cosas, es un empedernido jugador de golf. Julius es el menor de cuatro hermanos: Bobby y Santiago, quienes seguirán los pasos de su padrastro cuando sean mayores, y Cinthia, la hermana que el niño más quiere pero que morirá a poco de iniciada la novela. Julius nunca comparte a plenitud el mundo fastuoso y privilegiado de su familia, un mundo que sus padres y hermanos entienden como un orden natural en la sociedad frente a los que nada tienen. Así, ausente Cinthia y carente del amor real de sus mayores, Julius se refugiará en el afecto genuino que encuentra entre los personajes de la servidumbre de su casa. Venidos de las diversas regiones del Perú, éstos constituyen la cara del otro Perú que sus patrones prefieren ignorar pero que Julius llegará a conocer más a fondo. Me refiero, entre otros, a Nilda, la cocinera de la familia, oriunda de la selva de Tambopata, que destaca por ser una gran contadora de historias que fascinan al niño; a Celso y Daniel, los fieles mayordomos venidos del mundo andino; a Arminda, la fiel lavandera del barrio popular del Rímac; y sobre todo a Vilma, el ama de Julius que será expulsada arbitrariamente de la casa familiar tras ser abusada por el hermano mayor del protagonista al final del primer capítulo.

Como en toda novela de aprendizaje, asistimos al largo proceso de socialización del protagonista y su paulatino descubrimiento de un mundo cuyo referente histórico se sitúa de manera muy general en el Perú de la década de los años 50. La mirada inocente e inquisitiva de Julius será la óptica privilegiada por el autor para mostrar la enorme brecha existente entre el mundo de ricos y pobres, y, a la postre, las fisuras de un orden social arcaico e injusto que está destinado a desparecer. Pero la novela de Bryce nunca denuncia tan abiertamente este mundo decadente y miope, sino que opta por una mirada entre irónica y nostálgica sobre el mismo. Para ello, Bryce pone a funcionar a un narrador de características singulares: se trata de un narrador locuaz, atrevido y escurridizo que, en una primera instancia, parece cumplir las funciones de un narrador omnisciente pero que, de pronto, optará por explorar otras posibilidades discursivas, acercándose y distanciándose a su antojo de los hechos narrados. En el denso tejido narrativo de la novela, el narrador repentinamente optará por cederle su voz a muchos de sus personajes; pero, no satisfecho con eso, en otros momentos expresará también, muy directamente, sus opiniones sobre la dudosa conducta que exhiben (Juan Lucas, por ejemplo, será siempre blanco de sus más grandes burlas y desprecios).

El de Bryce es, en suma, un narrador con una personalidad propia, que conoce a fondo la psicología e idiosincrasia de los actores de este fastuoso mundo limeño. Y aunque es evidente que lo condena, también es cierto que expresa cierta nostalgia por un mundo que por caduco y decadente está destinado a desaparecer.

Toda esta pluralidad de matices de la novela no sería posible sin la existencia de dos elementos que la palabra de Bryce privilegia en toda la obra: la oralidad y el humor. La oralidad de Bryce supone la existencia de una escritura que emula un lenguaje conversacional y coloquial, lleno de giros populares y capaz de incorporar mil y una digresiones del narrador en el proceso del relato, a la manera de una buena charla. Esa locuacidad discursiva viene acompañada de un vasto despliegue de humor; un humor lúdico, burlón y sutilmente irónico a partir del cual el narrador busca en todo momento la amistad del lector. De hecho, éste muy pronto se verá convertido en un privilegiado escucha e interlocutor del narrador y, una vez lograda su complicidad, el narrador sabrá mostrarle, entre la risa y la ironía, el lado oscuro y frívolo de un mundo burgués de pocos y discretos encantos. 

La novela culmina dejando en evidencia el fin de la inocencia de Julius a los once años de edad cuando descubre a través de su hermano Bobby que, tras abandonar la casa familiar, Vilma ejerce la prostitución para ganarse la vida. La constatación de ese hecho marca la expulsión de Julius del paraíso de la infancia de manera dolorosa y «llenecito de preguntas» (591), según las palabras finales de la novela. Al mismo tiempo, el final abierto del relato dejará sembrada la duda sobre el futuro que le espera a Julius en este mundo ostentoso y frívolo, donde sin duda es un desclasado, pero  que está destinado a heredar. Y es precisamente el lector, convertido en atento cómplice del narrador, quien ahora deberá ser partícipe de ese futuro para el protagonista en su ingreso al mundo adulto.

A poco de su aparición, Un mundo para Julius fue objeto de más de una lectura política e ideológica. En 1970, el Perú vivía uno de los momentos más cruciales de su historia republicana: un gobierno nacionalista, con un discurso reformista y revolucionario bajo el liderazgo del general Juan Velasco Alvarado, quien llevaba a cabo un vasto proceso de transformaciones económicas que acabaría con el viejo poder político de la oligarquía peruana vagamente retratada en la novela de Bryce, y que obligaría a una reorganización de las fuerzas de poder en la sociedad peruana. En ese contexto, la novela de Bryce se convertiría en una simbólica despedida a esa vieja clase dirigente (un «canto de cisne» la llamó en su momento algún crítico) y en 1972 el gobierno de Velasco le otorgaría al escritor el Premio Nacional de Literatura «Ricardo Palma». El tiempo demostraría, sin embargo, que las muchas bondades artísticas de esta primera novela de Bryce superarían con creces esa lectura inicial. Hoy, a casi cuatro décadas de su publicación, Un mundo para Julius es un clásico de las letras peruanas; una novela «irrepetible», como la ha llamado Julio Ortega.2 Y es que junto a su velada y elegante denuncia, que deja en evidencia las viejas fisuras de la sociedad peruana, también subyace en la figura de Julius un personaje que desde su mirada inocente intenta establecer un mejor puente de comunicación entre los diferentes actores de un mundo social peruano históricamente injusto y fragmentado.  Mientras esperamos que ese nuevo diálogo se plasme en realidades más concretas en el Perú de hoy, la novela de Bryce sigue conquistando nuevas generaciones de lectores, cautivados sobre todo por la envolvente magia de su palabra.

 

Pedro Balbuena, Martín Romaña, Felipe Carrillo y Max Gutiérrrez, errantes en el mundo

Si en Un mundo para Julius Bryce evoca un universo peruano que conoce como producto de su propio itinerario vital, no menos cierto es que para fines de los años 70 su ya largo autoexilio en Europa también ha dejado una huella perdurable en su conciencia creativa. Con la aparición de Pedro Balbuena, el protagonista de su segunda novela, Tantas veces Pedro (1977), el autor iniciaría una segunda línea temática que constituye un eje fundamental de su imaginario: aquél que se ocupa de la exploración desde un espacio cultural ajeno de una peruanidad extraviada. En ese sentido, Pedro Balbuena es un personaje paradigmático de la obra bryceana, un sujeto que deambula por el mundo sin un sentido real de pertenencia y viviendo rocambolescas historias de amor a las que buscará darles sentido desde la fabulación y la escritura. En verdad, Pedro Balbuena es una suerte de hermano mayor de Martín Romaña, el protagonista de la tercera novela de Bryce, La vida exagerada de Martín Romaña (1981), que junto con El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), forman el díptico titulado «Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire» que se inicia con estas palabras:

Mi nombre es Martín Romaña y esta es la historia de mi crisis positiva. Y la historia también de mi cuaderno azul. Y la historia además de cómo un día necesité de un cuaderno rojo para continuar la historia de mi cuaderno azul. Todo, en un sillón Voltaire... Cabe advertir, también, que el parecido con la realidad de la que han sido tomados los hechos no será a menudo una simple coincidencia, y que lo que intento es llevar a cabo, con modestia aparte, mucha ilusión y justicia distributiva, es un esforzado ejercicio de interpretación, entendimiento y cariño multidireccional, del tipo a ver qué ha pasado aquí... Creo que me entiendo, pero puedo agregar que hay un afán inicial de atenerse a las leyes que convienen a la ficción y pido confianza (13-14).

Esta larga novela de corte autobiográfico, que dialoga de cerca con la tradición picaresca, narra las aventuras y desventuras de Martín Romaña en el París bohemio y revolucionario de mayo del 68. Alejado de su entorno limeño, Martín ha llegado a la capital francesa en busca del esplendor de la Ciudad Luz, tantas veces mentado desde el otro lado del Atlántico, y en busca de esa mítica ciudad que descubrió en las páginas de Hemingway donde el célebre escritor norteamericano afirmaba que París era siempre una fiesta. Sin embargo, a poco de su arribo a París Martín comprueba que «a la Ciudad Luz se le han quemado los plomos», pues el París que encuentra es un lugar mezquino, provinciano y poco hospitalario para los latinoamericanos. Así se lo reclama Martín al propio Hemingway:

Claro, el pelotudo de Hemingway se lo trae a uno de las narices a París con frasecitas tipo éramos tan pobres y tan felices, gringo cojudo, cómo no se te ocurre poner una nota a pie de página destinada a los latinoamericanos, a los peruanos en todo caso, una cosa es ser pobre en París con dólares y otra cosa es con soles peruanos (92).

Dicho en otras palabras, el París de Martín es un París libresco e imaginado, un lugar que no corresponde con su verdadera dimensión cotidiana, de corte pequeñoburgués y provinciano. Así las cosas, toda la novela de Bryce devendrá en un gran ajuste de cuentas entre los latinoamericanos que la habitan en los convulsos años 60 y el viejo mito francés que la literatura se encargó de perpetuar. Al mismo tiempo, La vida exagerada es una novela que ilustra un vasto proceso de aprendizaje político, cultural y sentimental para su protagonista. De hecho, el largo ejercicio de escritura que Martín emprende en su cuaderno azul (y más tarde en su cuaderno rojo) funciona como un largo proceso de autoconocimiento personal en el que el protagonista contrastará, una y otra vez, su figura limeña con la del «otro» francés y, acaso también, con la del «otro» peruano con el que se encontrará en París.

Desde su tragicómico anecdotario, La vida exagerada supone un proceso de restitución de una dignidad perdida para el sujeto protagónico, pues, tras haberlo perdido todo, incluyendo a su amada Inés, Martín no sólo tomará conciencia de las cicatrices de su exilio parisino, sino que, contra viento y marea, permaneció fiel al motivo inicial que lo trajo hasta la capital francesa: el de convertirse en escritor.

En novelas posteriores como La última mudanza de Felipe Carrillo (1988) y Reo de nocturnidad (1997) Bryce le dará una nueva vuelta de tuerca a esta vasta exploración de la peruanidad extraviada y a los dilemas del desarraigo y el desamor. El frustrado retorno de Felipe Carrillo al Perú, por ejemplo, cobrará nuevos ribetes tragicómicos cuando se vuelva evidente que la incomunicación del protagonista, primero con Genoveva en España y después con Eusebia en el Perú, no es sino el producto de un severo desfase social y sentimental, a medio camino entre Europa y América, que Felipe  sólo podrá comprobar en el terreno mismo de los hechos. Curiosamente, si Felipe se reconoce como un ser dividido entre dos mundos, será precisamente la verbalización de sus dilemas en una escritura siempre ególatra, confesional y caótica, acompañada de mucha «música de fondo», lo que le permitirá rescatar en algo un sentido de pertenencia en el mundo físico que su realidad sentimental parece negarle. Por ello, tras un largo periplo sentimental de ida y vuelta entre el Perú y Europa, Felipe llegará a la siguiente conclusión:

me voy dando cuenta de que soy... un hombre sin final, una persona que definitivamente lo único que pudo hacer fue mudarse por última vez. Miren, nada ha cambiado en mi vida y todo ha cambiado en mi vida. Muchísima música de fondo tuve que escuchar antes de enterarme de que lo único que ha cambiado en mi vida soy yo (218). 

Ese nuevo ejercicio de autoconocimiento lleva a Felipe a dictaminar, con palabras de Joseph Conrad, que «el hombre es un ser asombroso pero definitivamente no es una obra maestra» (218).

Algo similar ocurre con Max Gutiérrez, el hipocondriaco protagonista de Reo de nocturnidad (1997). Max es un profesor peruano de literatura en la vieja ciudad de Montpellier, en el sur de Francia, quien, además de sufrir mal de amores, padece también de un severo insomnio. Huérfano afectivo y víctima de un duro sentimiento de desarraigo, su relato es una suerte de larga terapia amorosa desde la cama de un hospital en la que Claire, la joven alumna de Max, se convierte en su mejor interlocutor para sanar sus heridas. En este extenso y pesadillesco proceso de cura, conoceremos una serie de peculiares personajes como Nieves Solórzano, una profesora chilena, Nadine, o Passepartout el iraní,  cada uno de los cuales vive su propia versión de exilio y soledad. Pero el desarraigo de Max sólo podrá remediarse emprendiendo el retorno a su Lima natal, aunque con no pocas cicatrices del caso a cuestas. Como siempre, la oralidad de Bryce y su tono confesional serán nuevamente los elementos narrativos desde los cuales se dará rienda suelta a la mitomanía del protagonista. Esta vez, sin embargo, el humor de Bryce se tornará algo más negro y cruel en este relato de pesadilla, mientras la voz de Max transita repetidas veces entre la realidad de las cosas y su fantasía onírica.

Reo de nocturnidad bien podría leerse como una suerte de velado homenaje a uno de sus escritores predilectos, Rabelais. Y es que la obra toda de Bryce comparte con el autor de Gargantúa y Pantagruel el amor por la hipérbole y la desmesura en el arte de contar; al mismo tiempo, tampoco olvidemos que Montpellier, la ciudad en la que alguna vez vivió Rabelais, es el escenario escogido para la novela. En definitiva, sin embargo, nos queda solamente el Montpellier de Bryce, un Montpellier sórdido, oscuro y trasnochado desde la pluma del escritor peruano. Y es que pensándolo bien, las ciudades escogidas por Bryce a lo largo de toda su obra son retratadas con una óptica propia; ellas son el producto de la mirada singular del personaje que las evoca y se vuelven un telón de fondo para fabular detenidamente sobre las aventuras y desventuras amorosas en ellas vividas. Si Pedro Balbuena, Martín Romaña y Felipe Carrillo antes tuvieron su París personal, Max Gutiérrez tendrá también su Montpellier propio, doloroso, delirante y pesadillesco.

 

La amigdalitis de Tarzán y un personaje femenino

Bien podría decirse que el tema del desarraigo y el desamor, ejes fundamentales del universo de Bryce, alcanzan nuevas proporciones dramáticas en su siguiente novela, La amigdalitis de Tarzán (1998). La novela narra la historia de amor entre Juan Manuel Carpio, un cantautor peruano residente en París, y una salvadoreña de clase alta, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes. Ambos se conocen cuando Fernanda María arriba a la capital francesa en 1967 e inician un largo romance de treinta años que se caracterizará más por sus desencuentros que por el tiempo que la pareja pasa junta en un mismo lugar. Y es que si bien Juan Manuel vive en París, Fernanda María vivirá a lo largo del relato en Chile, Venezuela, El Salvador y los Estados Unidos como consecuencia de sus propios azares amorosos, así como de los vaivenes de la historia latinoamericana de fines del siglo XX.

Dos temas llaman la atención en esta novela. En primer lugar, el hecho de que por vez primera el personaje protagónico de la misma sea una mujer. Pero, a diferencia de las fragilidades sentimentales que muestran un  Martín Romaña o un Felipe Carrillo, Fernanda María mostrará una y otra vez su singular fortaleza femenina para hacerle frente a las vicisitudes del destino. Dueña de un singular coraje, será ella (y no Juan Manuel ni el esposo de la protagonista) quien para sacar adelante a sus hijos dé el masculino grito tarzanesco de fuerza y energía al que alude el título de la novela. En segundo lugar, destaquemos la importancia del formato epistolar del relato. Imposibilitados de vivir juntos en un mismo lugar, el afecto entre Juan Manuel y Fernanda María, expuesto en la larga comunicación epistolar de tres décadas que nutre el relato de la novela, se constituirá en la evidencia de una larga y apasionada relación sentimental. Hay una elegante sabiduría en esta elección de la carta como plataforma narrativa por parte de Bryce. Si bien escritura epistolar es ya una tradición que pertenece al pasado, aquí la forma epistolar no sólo es la mejor fuente de conocimiento del mundo íntimo de los sujetos amorosos, sino que constituye una nueva posibilidad discursiva para darle cabida a la oralidad de la fábula. Más aún, desde la pausa reflexiva a la que naturalmente invita la lectura de una carta, la novela permite hurgar a plenitud, con un tiempo propio, en los sentimientos de estos amantes separados por la geografía y las circunstancias, pero nunca  por el cariño.

Así las cosas, el afecto entre Juan Manuel y Fernanda María será puesto a prueba por el tiempo y la distancia pero permanecerá inclaudicable a pesar del paso de los años. Vale la pena recordar, además, que la pareja guarda un singular pacto entre sí: ambos desdeñan la comunicación telefónica, el uso del fax y, por supuesto, el correo electrónico. Y es que bien visto, Bryce opta por escribir una novela a contracorriente de los tiempos que corren; dicho en otras palabras, la escritura epistolar de La amigdalitis de Tarzán pone en entredicho las bondades tecnológicas y la rapidez circunstancial de los tiempos que vivimos. Pero desde su aparente anacronismo, el relato subraya la certeza de que los verdaderos afectos sobreviven siempre a los embates de la nostalgia y la melancolía, como en las viejas novelas decimonónicas.

La amigdalitis de Tarzán es un canto a la amistad más genuina y a la más grande tolerancia amorosa. Es también una de las novelas más tiernas y más stendhalianas escritas por Bryce. Derrotada por una vida errante y una mala suerte sin tregua, para Fernanda María el tiempo del amor no vuelve más, como dice un viejo vals peruano. Sólo la palabra lejana del siempre fiel Juan Manuel podrá  aliviar en algo su terca soledad.

 

Retornos: Manongo Sterne y Natalia de Larrea y Olavegoya

Si Un mundo para Julius convirtió a Bryce en el mejor cronista de la burguesía peruana de su generación, el retorno a ese mundo en novelas como No me esperen en abril (1995) y El huerto de mi amada (2002) lo confirman como otro de los ejes fundamentales de su universo narrativo. Manongo Sterne, el protagonista de No me esperen en abril, es para el crítico Luis Eyzaguirre un personaje emblemático de toda la narrativa de Bryce.3 Como todos los protagonistas mencionados líneas arriba, Manongo también está en una búsqueda permanente de abrigo afectivo. Huérfano de tal afecto, es el pasajero por excelencia de ese largo viaje sentimental que emprenden todos los antihéroes bryceanos. Manongo, sin embargo, arriba al destino (y trágico) final de su periplo cuando casi cincuenta años han transcurrido en la historia del Perú que le tocó vivir, un periodo que, por cierto, la novela de Bryce recrea a plenitud. Además, Tere, el imposible amor de su vida, junto con todos los demás protagonistas de ese mundo cargado de afectos, también ha envejecido. Así, todo lo vivido se vuelve un pasado insostenible para Manongo y, al igual que otros personajes de Bryce, caerá víctima de las trampas de la nostalgia y de los embates de su melancolía, pues el retorno al paraíso perdido del amor y la amistad no es más que un espejismo de la memoria.

Algo similar ocurre con Carlitos Alegre y Natalia de Larrea y Olavegoya, los dispares amantes de El huerto de mi amada. El intenso romance que ambos viven, a contracorriente de todas las convenciones de la pacata sociedad limeña de la época, sólo existirá en la melancólica memoria del sujeto en crisis, personificado aquí en la figura de Natalia. Al final de la novela, la alguna vez bella dama limeña devendrá un ser desclasado e incomprendido, carente de un lugar afectivo en el mundo, porque el paso del tiempo no le perdonará su audacia amorosa con Carlitos. En ese contexto, el viejo huerto de Chorrillos será «el único trozo de su ciudad y de su vida que Natalia siempre recordará con amor» (252). Dicho en otras palabras, en el coto privado de sus recuerdos, el huerto será para Natalia el espacio donde por un instante conoció la felicidad.

 

Bienvenido Salvador Buenaventura, un nuevo antihéroe bryceano

La última novela de Bryce, Las obras infames de Pancho Marambio (2007), es un nuevo viaje sin fin para Bienvenido Salvador Buenaventura, un nuevo peruano errante y nostálgico. A los cincuenta y cuatro años, Bienvenido abandona su exitosa vida de abogado limeño para instalarse en Barcelona y empezar una nueva vida. Pero en Barcelona las canallas e infames obras del inescrupuloso Pancho Marambio llevarán a Bienvenido a una profunda caída moral que lo conducirá al «callejón sin salida de su historia familiar» (62) de alcholismo y a un «descenso a los infiernos» (165).

Cosmopolita y solitario, Bienvenido se encontrará con una Barcelona pesadillesca, a la que viene a cumplir su destino trágico, una ciudad «letal» y de «negros presagios» (104). En Barcelona, Bienvenido también constatará que «lleva una eternidad intentando llegar a alguna parte» (140), y recordará que, a diferencia de la pesadilla que vive, en la vieja ciudad catalana «alguna vez en su vida fue muy feliz»« (140). Tanto que incluso intentará revivir allí un viejo amor limeño con la fugaz Mariana Zañartu. Finalmente, sin embargo, su demencial alcoholismo lo llevará a poner en duda si alguna vez estuvo efectivamente en la Ciudad Condal.

La novela de Bryce es la historia de una vida de virtudes y flaquezas humanas, contada desde una prosa siempre expansiva, llena de alambicados malabares lingüísticos y ricas digresiones; se trata de una novela que destaca por el «tierno libertinaje de su estilo», como ha dicho Alonso Cueto, con ecos de Laurence Sterne y de Malcolm Lowry. Así surgirá un nuevo personaje bryceano transatlántico y trashumante, cuya vida será siempre «un incesante caminar»(177), un «feliz vagabundeo por toda Europa, de un país a otro y de ciudad en ciudad» (34), añorando, como el Manolo de Huerto cerrado, su lejano Perú.

 

A modo de conclusión

Pocos autores en la literatura peruana han logrado narrar las luces y sombras de la burguesía peruana con tanta riqueza de matices como lo ha hecho Alfredo Bryce Echenique. Pocos también han sabido fabular sobre las vicisitudes del amor, el exilio y el desgarramiento de la identidad peruana con la subjetiva inteligencia con que lo ha hecho el escritor limeño a través de sus muchos personajes. Las de Bryce son figuras que vagan una y otra vez entre América y Europa viviendo un cosmopolitismo de corte propio, intensamente humano y sentimental. Estos dos temas bastan para otorgarle una originalidad temática a un universo narrativo forjado con intensidad y lucidez. La literatura de Bryce continúa gozando del favor de sus lectores porque, desde su torrencial oralidad y su tragicómico humor, nos invita a ser testigos cercanos de la gran humanidad de sus personajes. Desde su melancolía y sentimentalismo, todos ellos encierran siempre una ética propia para enfrentar los vaivenes de su existencia. Y aunque en la desmesurada aventura vital que cada uno de ellos emprende se toparán siempre con un mundo de pocas certezas y de grandes fragilidades humanas, guiados por el amor y la amistad, las criaturas de Bryce serán fieles a sus convicciones más profundas y buscarán compartirlas una y otra vez con la silenciosa complicidad del lector. Por ello, desde el espacio compartido de la fábula, sus personajes nos acompañan siempre, como amigos fieles.

* * *


Notas

1 Véase la reciente edición anotada hecha por David Wood que incluye una excelente introducción.

2 Véase su prólogo a la edición inglesa de la novela del año 2004, traducida por Dick Gerdes.

3 Véase su artículo «De Julius a Manongo Sterne: La saga del protagonista en la narrativa de Alfredo Bryce Echenique».


 

Bibliografía citada

Bryce Echenique, Alfredo. A World for Julius. Trans. by Dick Gerdes. Madison: University of Wisconsin Press, 2004.
—. El huerto de mi amada. Barcelona: Planeta, 2002.
—. Huerto cerrado. David Wood, ed. Manchester: Manchester University Press, 2007.
—. La última mudanza de Felipe Carrillo. Barcelona: Plaza y Janés, 1988.
—. La vida exagerada de Martín Romaña. Barcelona: Argos Vergara, 1981.
—. Las obras infames de Pancho Marambio. Lima: Planeta, 2007.
—. Un mundo para Julius. Barcelona: Barral Editores Peruana, 1974.

Cueto, Alonso. «El bienvenido desorden de Bryce,  Lima, Peru21, 6 de noviembre del 2007.

Eyzaguirre, Luis. «De Julius a Manongo Sterne: La saga del protagonista en la narrativa de Alfredo Bryce Echenique». Co-textes 34 (1997): 49-62.

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Ferreira, Cesar: «La palabra de Bryce Echenique. Ensayo» , en Ciberayllu [en línea]

789 / Actualizado: 31.10.2008