Ensayos

Ciberayllu
10 agosto, 2008

El mito de Achicay y la cosmovisión andina

Francisco Carranza Romero

 

I. La vieja Achicay (Chakwas Achikay)1

En las tantas veces en que las pérfidas Usya (sequía) y Muchuy (hambruna) visitaron nuestros pueblos, las gentes andaban trastabillándo como sonámbulas porque ellas les habían arrebatado las energías. Si no fuera por la shitqa, ese nabo silvestre de hojas ásperas y flores amarillas que destroncamos de nuestras chacras, todos habrían perecido. Ella fue la única planta que verdeó. Las terribles visitantes se paseaban exhalando gases secos y hediondos que provocaron la aparición de muchas pestes.

Una de sus inolvidables visitas fue a un pueblo de la tierra baja donde vivía una familia con una niña y un niño. La familia había sobrevivido durante mucho tiempo bajo un régimen estricto de un bocado de comida por día. Hasta que llegó el día de tener que comerse la última mazorca de maíz guardada para la semilla. Los padres se pusieron de acuerdo para tostar los granos a medianoche cuando los niños estuvieran ya dormidos. La mujer comenzó a tostar sigilosamente, pero los granos rompieron el silencio al reventar y zapatear dentro del tiesto de barro. Y cuando ella quiso retirar el tiesto del fogón necesitó un trapo para no quemarse las manos.

—Busca el trapo, rápido —susurró la mujer.

El hombre, alumbrado por la escasa luz del fogón, lo buscaba desesperado, la cancha ya comenzaba a quemarse y su olor llenaba toda la habitación.

—¡Dónde está el trapo! — la mujer alzó la voz.

—Está en el hueco de la esquina —intervino el niño que se había despertado por el sonido  y el olor de la cancha. Y la comedida niña alcanzó el trapo a su madre.

Los padres, avergonzados y enojados de haber sido descubiertos, los metieron en un costal. Y esa misma noche, por sugerencia de la madre, el padre los cargó hacia una colina de donde los arrojó hacia el precipicio. Pero la soga que amarraba la boca del costal se enredó en una rama de quenua que crecía en la falda saliente del pecho del precipicio.

Cuando amaneció, los niños comprendieron el terrible peligro. Clamaron a todas las fuerzas protectoras que recordaron, y con mucho cuidado hicieron un hueco para pedir el auxilio. A cada cóndor que pasaba le pedían.

¡Kunturllay, kuntur: Apakallaamay! (¡Tío cóndor, tío cóndor: Sáquenos de aquí!).

—¡Jo! Estoy apurado porque tengo que tocar en una fiesta —contestó el cóndor flautista y se fue silbando.

Otro cóndor, después de oír el mismo clamor, respondió: —¡Jo! Debo bailar en la fiesta, estoy apurado. No me quiten el tiempo —pasó raudo.

El tercer cóndor respondió: —¡Jo! Soy el servidor de comida. Y ya me he hecho tarde —aleteó más rápido.

El cuarto cóndor tampoco les hizo caso: —¡Jo! Tengo que recibir la comida del músico y del bailarín. No tengo tiempo —pasó con toda prosa como si fuera el único para ese oficio.

Y cuando el sol ya estaba alto apareció el quinto cóndor de vuelo lento y vacilante, daba la impresión de cansado o muy viejo o muy enfermo.
¡Kunturllay, kuntur: Apakallaamay!

El cóndor, sorprendido, afinó bien sus sentidos y movió su cabeza a uno y a otro lado. Al localizar a los niños que clamaban llorando se compadeció y los sacó a tierra segura.

—Tío cóndor, ¿a dónde estaba yendo? —le preguntó el niño.

—¡Jo! Estaba yendo a la fiesta que, según el mayordomo que me invitó, será la mejor de todas. Pero, por mi edad, todos me dejaron atrás.
El cóndor, con el aspecto de un abuelo cariñoso, después de descansar un rato, se fue balanceándose porque sus débiles alas ya no le ayudaban mucho para surcar con facilidad el espacio.

Los niños erraron por cerros y quebradas hasta que vieron un gorrión con una flor de papa en el pico. Siguiendo al pajarillo llegaron a un papal en plena florescencia. Escarbaron y sacaron unas papas con que aplacaron el hambre. En esos instantes apareció la dueña de la chacra, una anciana de edad incalculable.

—¡Pobrecitos niños hambrientos! Si quieren comer bien, síganme, en mi casa abunda la comida.

Desde los primeros días la anciana comenzó a mostrar sus extraños prodigios: de día estaba ausente, en las noches sancochaba piedras, las partía y las comía como papa. Los niños, naturalmente, no podían compartir esa comida. Después de unos días separó a los hermanitos. El niño fue enjaulado para ser mejor alimentado. La niña fue destinada a la cocina para ayudar y acompañar a la hija.2

Desde esa noche el niño comenzó a ser cebado y cuidado. Una noche el niño escuchó en su sueño los consejos de un abuelo: La vieja te está cebando. En la noche te va pedir que le muestres tu dedo para saber si ya estás gordo; pero tú no se lo des; alcánzale la cola del ratón que te va acompañar en las noches.

Efectivamente, cada cinco días, a media noche, llegaba puntual la vieja.

—A ver, hijito, ¿cómo estás? Dame un dedo.

—Aquí está, tía —le hacía tocar la cola del ratón. 

—¡Cómo! ¿Tan flaquito? Parece que no te dan de comer, voy a decir a tu hermana que te dé más comida.

La vieja siguió con sus visitas, y el niño la siguió engañando. Pero una noche el ratón no llegó puntual de su paseo; y el niño tuvo que presentar su dedo.

—¡Qué bien! Ahora sí estás gordito… Tu hermana te ha dado de comer. Sal de la jaula para lavarte y despiojarte.
Aquella noche la hermana oyó el llanto de su hermanito en el cuarto de la vieja.

—Tía, ¿qué le pasa a mi hermano? ¿Por qué llora?

—No le pasa nada. Tu hermano llora porque le saco los liendres y piojos. Es que desde mañana ya va a vivir fuera de la jaula.

En el transcurso de la noche los lamentos se debilitaron y dejaron de ser continuos hasta que llegó la madrugada silenciosa. Apenas la niña se despertó con la primera luz del alba se acercó sigilosa al cuarto, abrió la puerta y vio sólo a la anciana que dormía roncando como el puma después de devorar un animal cebado. El piso estaba manchado de sangre, los huesos frescos estaban regados y la ropa de su hermanito a un lado. Recién comprendió la niña que la vieja era la temible Achicay. Recogió la ropa con la que envolvió los huesos y escondió el bulto afuera. Y, para ocultar lo que sabía, volvió a su cama fingiendo dormir despreocupada.

Achicay, apenas despertó, llamó a su hija para impartirle las órdenes del día.

—Rosa, atiéndeme bien: Esta mañana hervirán el agua en la olla grande. Cuando el agua esté en plena ebullición soltarás este collar adentro y gritarás emocionada:¡Qué bonito collar! Y cuando la niña se agache para verlo, la empujarás dentro de la olla. Así tendremos un rico almuerzo. Ahora voy a salir; pero volveré a mediodía.

La niña, que simulaba dormir, había escuchado toda la conversación. Rosa y la niña, obedientes, llenaron el agua en la olla grande, atizaron el fuego hasta que el agua comenzó a borbotar a risotadas. En todo estos momentos la niña se mantenía a cierta distancia de la olla, hasta que Rosa gritó desde el fogón.

¡Añañau! ¡Qué bonito! ¡Qué bonito collar hay adentro! Ven, mira.

La niña corrió fingiendo curiosidad, pero se detuvo cerca de Rosa.

—¿Dónde está? Muéstrame.

—Ve, agáchate aquí.

—A ver, ¿cómo?

Rosa, se agachó, en ese instante la niña la empujó dentro de la olla. Puso más leñas en el fogón, cogió su bulto y salió huyendo cuesta arriba.
A mediodía Achicay volvió a su casa. Feliz devoró la carne sancochada y, cuando se hartó, llamó a su hija. Después de un eructo algo se movió bruscamente en su estómago, lo que le hizo pensar en algo fatal.

—¡Rosaaa! —la llamó conteniendo el llanto.

—¿Mamita?

Era la voz de Rosa que salía desde su estómago. ¡He comido a mi propia hija! Se lamentó desesperada. Inmediatamente se dirigió a una laja grande a ras del suelo donde vomitó y defecó. Con esa masa tibia comenzó a recrear a su hija mientras repetía: Wawa tukuy. Wawa tukuy (Transfórmate en hija. Transfórmate en hija). La magia se estaba realizando hasta que un entrometido, curioso y travieso zorzal escarbó una parte de la masa.

—¡Maldito pajarraco! ¡Fuera de aquí! Por travieso y por hacer las cosas al revés dios te azotó hasta dejarte bubas en tu trasero.

Achicay volvió a su labor y la muñeca recobró la vida y hasta se sentó. En ese instante el zorzal, que estaba observando todo desde el aliso cercano, voló asustado y cagó sobre la muñeca que cayó desparramándose.

—¡Maldito zorzal de culo buboso! Algún día te atraparé.

Colérica, impotente y consciente de su fracaso, volvió a su casa para atrapar a la niña. Al no hallarla, usando su fino olfato comenzó a subir la cuesta empinada. La niña, fatigada, vio que la vieja se le acercaba. Por suerte vio a un zorrillo que hociqueaba la entrada de su cueva.

¡Añasllay, añas: pakaykallaamay! (¡Tío zorrillo, tío zorrillo: Escóndame, por favor!). Achicay ha comido a mi hermano. Ahora me persigue para comerme.

El zorrillo se compadeció de la niña y la escondió en su cueva. Luego continuó hociqueando hasta que llegó la vieja.

—Tío zorrillo, ¿no has visto a una niña?

—No, señora.

—¡Cómo que no! Veo sus huellas y siento su olor.

—Bueno, si quiere que le avise hágame el favor de lavar esta piel de mi pariente hasta que se blanquee todo.

La vieja corrió al arroyo cercano llevando el mazo y la piel. Aunque lavaba a golpes y sobes no se blanqueaba la parte negra. Entonces comprendió el engaño. Furiosa volvió a la cueva.

—¡Zorrillo apestoso y comegusanos, apártate! Yo misma voy a sacar mi presa.

Mientras ella insultaba, el zorrillo ya le había dado la espalda y levantando su cola le disparó con destreza y puntería un chorro pestilente y amargo a los ojos. La vieja cayó revolcándose de dolor y vómitos. ¡Chui!, algo se movió en sus polleras. La niña reinició su huida. El zorrillo, descontento del merecido castigo, rabió y rechinó los dientes: ¡Winchichin!

Achicay, cuando apenas pudo abrir los ojos adoloridos, comenzó a subir la ladera. La niña, asustada y desesperada al verla cerca, se metió en el bosque de espinosos queshquis donde el oso negro estaba comiendo.

¡Ukumarillay, ukumari: pakaykallaamay! (¡Tío oso, tío oso: Escóndame, por favor!).

El oso, compadecido, la ocultó con troncos de queshqui. Allí llegó la vieja.

—Tío oso, ¿no has visto una niña por aquí?

—Mmmm. No, señora —continuó comiendo las hojas y resinas del queshqui.

—¡Cómo que no! —guiada por su olfato se acercó al montículo de hojas y troncos, cuando el oso la detuvo de un brazo.

—Señora, si quiere que le avise, ruede estas piedras redondas hacia la cima porque el cerro las necesita para su honda.

La vieja comenzó a tirar las piedras hacia arriba, pero éstas volvían rodando sobre ella. Herida de tantos golpes, se enojó.

—¡Maldito oso de cabeza redonda como estas piedras! Por algo no llegaste a ser persona.

El oso, no acostumbrado a los insultos, le dio un puñetazo en la frente con el que la desmayó. ¡Chui, chui!, algo se sacudió en las faldas. Fue otra ocasión para que la niña continuara la subida.

Achicay, repuesta del desmayo, reinició la persecución. La niña corrió a pedir el favor al venado que estaba labrando la tierra para sembrar la oca.

¡Lluytsullay, lluytsu: pakaykallaamay! (¡Tío venado, tío venado: escóndame, por favor!).

El venado la tapó con hierbas y terrones en el borde de su chacra. Allí llegó la vieja.

—Tío venado, ¿dónde está la niña que acaba de llegar?

—No sé, señora —siguió roturando la tierra con su chaquitaclla.

—Es que siento su olor.

—Señora, si quiere mi ayuda, ayúdeme también a remover la tierra —le señaló la parte rocosa.  

La vieja no sabía usar el arado de pie. Además, la tierra era muy dura. Se enojó.

—¡Venado de pies y cabeza huesudos!

Ni bien terminó el insulto cuando el venado le golpeó la cabeza con su chaquitaclla. ¡Chui, chui, chui!, hubo quejas dentro de las faldas. La niña miró que la cima estaba cerca, pero jadeaba de cansancio y soroche, sus pies pesaban más que las rocas. Abajo, la vieja reptaba y saltaba para acortar la distancia. La niña subió arrastrándose sobre un peñón de donde estaba decidida a saltar para no ser atrapada y devorada. Cuando al levantar la vista vio al cóndor viejo que la estaba observando serio.

¡Kunturllay, kuntur: pakaykallaamay! (¡Tío cóndor, tío cóndor: Escóndame, por favor!).

El cóndor abrió sus alas y la abrigó paternalmente. Y mientras clavaba su mirada a la anciana que ligera se acercaba al peñón, siguió meditando sobre el hambre y el egoísmo en el mundo de los seres humanos.

—Tío cóndor, tú que todo lo ves, que todo lo oyes y que todo lo sabes, ¿puedes decirme dónde está la niña que ha llegado a esta peña?

—¡Jo! Señora, mientras pienso en la respuesta, tráigame agua en este cedazo. Tengo mucha sed.

Sin perder el tiempo, la vieja corrió al manantial cercano. Hizo muchos esfuerzos vanos porque el agua se escurría en el camino. Otra vez entró en cólera, destrozó el cedazo y fue a enfrentarse al cóndor.

—¡Maldito cóndor, ladrón de animales, devorador de carne cruda sin masticar, de pies escamosos y sucios, mentiroso…!
Una patada voladora en el pecho la calló. Y cuando quiso erguirse con una piedra en la mano, un terrible aletazo en la cabeza la dejó tendida. ¡Chui, chui, chui, chui!, hubo más alboroto dentro de las polleras.

La niña agradeció al abuelo cóndor y con mucho ánimo llegó a la cima desde donde vio una inmensa pampa de pajonales. En la mitad de la llanura halló una piedra plantada y rodeada de montículos de pequeñas piedras, ofrendas de los viajeros. Puso también su ofrenda. Entonces pidió ayuda a toda la naturaleza. Achicay también llegó a la cima desde donde comenzó a correr y a volar. Del mundo de arriba bajó una cadena amarilla y brillante como el sol de la tarde. La niña se ató con esa cadena y comenzó a ascender ante los gritos de la vieja.

Achicay, confiada en la magnanimidad divina, también pidió otra cadena. Como los oídos del creador están atentos a todos los ruegos, otra cadena bajó para ella; pero ésta era de la paja llayá. Tan pronto como pudo se amarró y comenzó a subir. El mundo de abajo se iba volviendo pequeño. En esa ascensión oyó ¡ruprup!, ¡ruprup!, ¡ruprup! en la parte alta de la soga. Un ratón estaba royendo la soga.

—¡Trompudo ratón!, ¿por qué muerdes la cuerda que mi dios me ha enviado?

Mamaa millkapamanqan chukru tantatam mikukuykaa (Estoy comiendo el pan duro que mi madre me ha dado de fiambre). ¡Chui, chui, chui, chui, chui! —se rió y siguió royendo hebra por hebra.

Era el mismo ratón que prestaba su cola al niño, pero que esa noche fatal había llegado muy tarde por estar cortejando a su novia. Impotente y prendido en la pollera de Achicay, había presenciado cómo ésta devoraba al niño, cómo se banqueteaba a su propia hija, y cómo había sido castigada por los animales. Royó tanto hasta que trozó la cuerda.

Achicay no tenía miedo en los primeros momentos de la caída, parecía que iba a descender suavemente sobre los mantos blancos tendidos en el cielo; sólo cuando traspasó velozmente las alfombras de espuma vio que la tierra corría con agresividad hacia ella y todo se agrandaba ante su vista. En ese momento comenzó a repetir:

Pampallaman. Pampallaman. Pampallaman… (A la pampa no más. A la pampa no más. A la pampa no más…)
Pero, al ver abajo las rocas planas, se asustó y gritó: ¡Pararrallaman! (A la laja no más). ¡Plash! Se estrelló sobre el vientre pétreo de la tierra. Ella había querido decir: Pararrallaman, ama (A la laja no, por favor). Le faltó el tiempo para decirlo todo.

Achicay se deshizo en miles de pedazos dando origen a muchas cosas más: Sus pelos se convirtieron en espinas. Su sangre se convirtió en pantano maloliente. Sus dientes y huesos se convirtieron en cascajos y guijarros. De su último fétido aliento nació la nube de polvillo que quema las plantas.

La niña subió hasta un lugar de claridad y de eterna primavera donde encontró a un anciano que le aconsejó:

—Deja  los huesos de tu hermanito en la boca de aquella cueva. Regresa mañana, a la misma hora. Allí encontrarás a tu hermanito.

Recordando que era el tiempo de pitsqay de su hermanito, o sea el rito al quinto día después de la muerte, emocionada se dirigió a la cueva mucho antes de la hora fijada. Vio a su hermanito que estaba levantándose con mucha dificultad como si le faltaran las energías. Y cuando el hermanito comenzó a fajarse, ella corrió emocionada para ayudarlo. Pero el niño, al verla de sorpresa, se asustó y cayó desmoronándose como una frágil escultura de arena o de nevada fina. En el suelo quedó un montón de ceniza. Recién ella recordó: «Mañana, a la misma hora». Ella estaba totalmente confundida. ¿Cómo podía haber el mañana cuando todo era claridad permamente? ¿Cuándo podía ser a la misma hora cuando la claridad era igual? No podía pedir más, estaba sola para siempre. Recogió la ceniza, fue a una colina de donde la arrojó al espacio infinito. En ese momento apareció un río ceniciento que es llamado Mayu (Vía Láctea). Y ella, sin esperar más consuelos se arrojó al espacio convirtiéndose en Yana Quyllur (Estrella Negra). Y dicen que ella cuida para que esas partículas brillantes del río ceniciento no se desparramen y corran unidas para siempre.

 

II. Cosmovisión andina: un mundo de contrastes

Todo el relato de Achicay (Achacay, Achcay, Achiquee, Achquee) constituye la expresión de la dicotomía: carencia de amor / presencia del amor. Este contraste se presenta como una metáfora, y esta metáfora es la que nos conduce a la realidad.
La carencia de amor causa el caos y el sufrimiento; mientras la presencia del amor da la vida y la alegría. A continuación, estos contrastes aparecen en orden del proceso narrativo.

  1. La sequía mata a la gente / Un árbol salva la vida de los niños.
    El ambiente de sequía (usya) y hambruna (muchuy) por la ausencia de lluvia y del agua, es la expresión de la carencia del amor de la Madre Tierra.
    El árbol quenua (Polylepis incana) en algunos relatos o el arbusto queshqui en otros relatos, son los que atrapan providencialmente el costal que contiene a dos niños hambrientos que están cayendo al profundo abismo.
  2. Los padres no aman a sus hijos / Los animales y la papa sí aman a los desgraciados niños.
    Los padres, desesperados por el deseo de sobrevivir, se olvidan del amor paternal y se vuelven egoístas: prefieren deshacerse de sus hijos. La madre (la madrastra en algunas versiones) es la que da la iniciativa de matar a los hijos. El padre no es más que un cómplice y cumplidor de la terrible orden. Es como el primer hombre en los relatos de Medio Oriente, que obedece la proposición de su compañera.
    Los animales, algunos muy odiados por los seres humanos por ser depredadores de sus ganados y cultivos, sí se compadecen y ayudan a los niños enfrentándose a la temible Achicay.
    • El cóndor (kuntur) devorador de los ganados atiende el llamado de auxilio de los niños desde dentro del costal, y saca el costal de la pendiente. En otro momento esconde debajo de sus alas a la niña perseguida, y tras ser insultado patea y aletea a Achicay.
    • El gorrión (pichusanka, pichuchanka, pichichanka, pichicha, pichusa, parranchu), que  come papas y cereales, guía a los niños hambrientos hacia los cultivos de papa.
    • El ratón (ukush, ukucha), que destruye los cereales y ropas, presta su cola al niño para que engañe a Achicay cuando en las noches le pide que le extienda su dedo para saber si ya está bien cebado como para comerlo. Este roedor también aparece en la cuerda de paja que dios le ha enviado a la vieja para que también ascienda al mundo de arriba persiguiendo a la niña que amarrada en una cadena de oro sube con su canasta que contiene los huesos de su hermano. El ratón se defiende ante los reclamos e insultos de la vieja: Mamaa millkapamanqan chukru tantatam mikukuykaa (Estoy comiendo el pan duro que mi madre me ha dado de fiambre). Y así troza la cuerda y observa cómo va cayendo la vieja.
    • El zorzal (yukris, yukis, yuku), que ataca los frutos de los árboles frutales, ayuda indirectamente a la niña. Escarba la masa antropomorfa y defeca sobre la hija que está reviviendo. Su excremento destruye definitivamente el poder mágico de Achicay.
    • El hediondo zorrillo (añas), que destruye los papales y ocales,  esconde a la niña que huye cuesta arriba cargando los huesos de su hermanito. Se niega a colaborar con la vieja, y tras ser insultada le orina con puntería a los ojos.
    • El oso (ukumari, ukuku, yana puma), que mata los ganados, protege a la niña; y al no soportar los insultos desmaya a la vieja de un puñetazo.
    • El venado (lluytsu, lluychu), que come los cultivos tiernos, oculta a la niña y castiga a la vieja con su chaquitaclla (chaki taklla: arado de pie) al no soportar los insultos.

      La orfandad es una de las peores desgracias que le puede pasar a los seres humanos; más aun, si son todavía niños, sin posiblidad de defenderse en esta vida difícil.
  3. Achicay devora al niño / Qapaq ama a los niños
    Achicay devora al niño cebado; pero también, engañada por la niña, devora a su propia hija.
    Achicay devora a los que no son sus hijos; pero, como madre, sí ama a su hija. Por eso, cuando se da cuenta que ha devorado a su propia hija recurre a todos sus poderes y conocimientos para recrearla. Defeca y vomita todo lo comido, y con esa masa hace una figura a la que comienza a darle vida usando el poder mágico de las palabras: Wawa tukuy. Wawa tukuy. Wawa tukuy… (Conviértete en hija. Conviértete en hija. Conviértete en hija). De no haber aparecido el travieso zorzal que dejó caer su excremento exactamente sobre la masa hominizada, habría logrado recuperar a su hija.
    Qapaq, denominación de la divinidad, se manifiesta en muchos sucesos a través de otros seres. A través de los vegetales como el árbol en el pecho de la roca que atrapa el costal que está cayendo al abismo. La papa que calma el hambre de los niños.
    A través de los animales: cóndor, gorrión, ratón, zorzal, zorrillo, oso y venado.
    A través del menhir a donde baja una cadena de oro para elevar a la niña al mundo de arriba.
    La teofanía está vigente en el pensamiento andino desde la alborada de la humanidad hasta el presente. La manifestación de la divinidad está presente en la naturaleza, por eso un quechuahablante dice con mucha naturalidad: madre tierra, padre sol, madre agua, padre viento, hermana estrella, madre papa, madre maíz… Toda la naturaleza es su familia. Este pensamiento sacraliza a la naturaleza, y el ser humano no se siente dominador ni enemigo de la naturaleza; se siente una minúscula parte de ella, por eso la ama y la respeta.
    La palabra qapaq es un anagrama que se explica mediante el siguiente provebio: Qapaqqam, qallananpita, ushananpita, qapaq. Qapaq es qapaq desde el principio y desde el fin. Y esto se comprueba en los niveles fonético y escritural. 
    La Vía Láctea es la ceniza de los huesos del niño devorado por Achicay, y cada grano es brillante por ser la ceniza de una criatura inocente. Su hermana, convertida en una estrella negra, está junto al río ceniciento. Ellos nos observan desde la inmensa lejanía.
  4. El individualismo egoísta / El colectivismo solidario
    La conducta de los padres es egoísta porque prefieren la muerte de sus hijos con tal de que no les quiten la comida ni les creen problemas. Y Achicay también demuestra la conducta egoísta.
    Frente al individualismo se aprecia la actitud solidaria y fraternal de los niños y de la naturaleza (vegetales, animales y cerros).
    Todas las veces que escuchamos el relato de Achicay comprendemos que quienes practicaron el colectivismo solidario fueron los que se elevaron al mundo de arriba; mientras la practicante del egoísmo y de la antropofagia fue rechazada por el mundo de arriba. Entonces, desde nuestra niñez, los pobladores andinos comprendemos cuál es la mejor propuesta para superar nuestros problemas. Es que el individualismo solitario no une a los humanos con los humanos, ni a los humanos con la naturaleza. El colectivismo solidario sí une a los humanos entre ellos; y a los humanos con la naturaleza.

Conclusiones

  1. Por ser un relato oral siempre está cambiante como la vida; depende mucho del talento del narrador: de su memoria, de su riqueza de imaginación y de su estética verbal. Cuando hay un buen narrador nadie se aburre. Algunas veces el recurso es comparar a los personajes del relato con los personajes de la actualidad, comparar los escenarios del relato con los escenarios del lugar.
  2. La existencia de muchas versiones de un mismo relato explica su expansión espacial y su proceso de adaptación a través del tiempo; por eso, ninguna versión debe ser declarada apócrifa porque cada una responde a una realidad. Citemos algunas diferencias:
    Alejar a los hijos para que no les quiten la escasa comida es la solución: en las versiones andinas los niños son arrojados en el abismo; en las versiones de la selva el padre lleva a sus hijos a un bosque lejano donde los abandona.
    En el relato andino es muy natural que aparezcan el maíz en la región cálida y templada; la papa y la oca en la región templada o fría. En el relato selvático la yuca sustituye a los tubérculos andinos.
    Los niños andinos llegan a la chacra de Achicay en busca de la papa. Los niños selváticos llegan a la casa de Achicay en busca del fuego.
    Pero, aclaremos, se trata de los descendientes de los quechuas andinos que por algunas circunstancias de la vida llegaron a la selva y se quedaron allá; y dentro de esa realidad diferente cambiaron los escenarios y personajes del relato.
  3. Los niños protagonistas del relato son víctimas del hambre causada por la ausencia del agua. Sin este elemento vital para los vegetales y animales la tierra no produce el alimento que sustenta la vida. En esa situación de inminente muerte se derrumba hasta el principio natural del amor de los procreadores hacia sus hijos. Los niños, para salvarse de la muerte subieron a las montañas, y fue en las alturas que encontraron comida que los hizo vivir aunque sea dentro de otro peligro representado por la vieja antropófaga Achicay.
    La carencia de agua en las zonas bajas que dependen de los ríos que bajan de los Andes no es solamente actual, fue desde la antigüedad; y en el futuro puede ser más grave debido a la disminución del caudal de los ríos debido a los deshielos. Los pobladores yungas, otra vez, subirán hacia las regiones donde hay agua. Entonces, ¿quiénes los ayudarán?
  4. Este mito es una clara demostración de que las metáforas del amor, las reflexiones del bien y el mal, la relación familiar del ser humano con la naturaleza comenzaron hace miles de años. La historia y la cultura peruanas, innegablemente, se remontan a tiempos precristianos. Solamente nos falta superar las nieblas de prejuicios e ignorancias que nublan nuestros ojos. Necesitamos limpiarnos de las nieblas para tener una clara visión de nuestra vida, de nuestra historia y de nuestro futuro común.

* * *


Notas

1 Este relato es la reconstrucción basada en tantas versiones que oí de la boca de mis mayores en la comunidad andina y quechuahablante de Quitaracsa (Áncash, Perú). En las cuevas y chozas, durante la época de la majada, era el relato repetido por diferentes narradores y con diferentes estilos. Está en la lengua castellana porque el relato y el siguiente comentario van dirigidos a los hispanohablantes.

2 Esta hija de Achicay es conocida con los nombres de María o Rosa. Quizás por ser nombres muy comunes; pero, no se descarta que podría ser la respuesta indirecta de los que no aceptan totalmente la religión cristiana (María, madre de Jesús; Rosa, una santa peruana).

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Carranza Romero, Francisco: «El mito de Achicay y la cosmovisión andina» , en Ciberayllu [en línea]

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