Ensayos

Ciberayllu
13 abril, 2008

La corografía en En el país del silencio de Jesús Urzagasti: el espacio estriado entre el Chaco y el Altiplano*

Guillermo Delgado P.

 

Este artículo se propone re-leer En el país del silencio (1987, 2007) desde una teoría del espacio corográfico. Al hacerlo propone que la narrativa de su autor, Jesús Urzagasti (nacido en 1941 en la provincia boliviana del Gran Chaco), descentra un previo corpus de lecturas geográficas de la nación problematizando la re/presentación de lo boliviano con las nociones/naciones del nóumeno y el abigarramiento. Se establece un diálogo con las ideas del pensador René Zavaleta Mercado, especialmente la preocupación suya de comprender lo nacional más allá de la sociología, es decir en el espacio de la ficción.

 

A manera de introducción: unos aires.

Mi dilecto amigo de varias décadas me pide un epígrafe para la solapa. Después de veinte años, en el año 2007, se propuso sacar a la luz una segunda edición de un libro por demás celebrado y que recientemente llegó a mis manos. En el país del silencio es una edición agotada en su primera aparición de 1987. La copia que poseo, publicada por Hisbol en La Paz, ha casi sucumbido ante el aterrador tiempo; hablamos de lo material. Sus páginas frágiles se han tornado amarillentas y, por las esquinas, se resquebrajan inevitablemente. La cubierta que supone abrigar el corpus literario con ese tipo de papel que en un momento se llamó ‘cáscara de huevo’, ha cedido ante los años. El lomo muestra cuánto ha gustado el libro, soltando el pellejo de tanto trajinarlo de mano en mano. La editorial muestra su sello en tinta color vino: Hisbol.

La más reciente ocasión que tuve de estar con Jesús Urzagasti fue en La Paz; corría diciembre del año 2006. Nos reunimos en su residencia de Alto Sopocachi. Su esposa, la creadora Sulma Montero, nos acompañó mientras Cubiertaponderábamos la estratégica nacionalización del petróleo por Evo Morales. En efecto, comentábamos los pormenores de una revolución en silencio cuya dignidad circulaba los caminos del país boliviano. Desde la ficción que privilegia la región y lo fragmentario, En el país del silencio es una obra salida de una persistente violencia nacional cuyo epicentro nos traslada al ambiente que cobijó la guerra fría y el autoritarismo que la acompañó. El texto descentra la modernidad boliviana en el que voces nómadas hablan desde la centralidad del margen y la amplitud de la planicie, cuestionando el sentido de lo que es ser individuo, espacio y nación. Este nudo que representa la tensión de la simultaneidad de tiempos y espacios, tan de América Latina, resume la trama de esta contribución que está circulando una vez más en los escaparates de las librerías. Cuando hablé con Jesús Urzagasti, un diálogo de décadas nos permitía recoger las dispersas piezas de la memoria que es Bolivia y nos remitía a no esquivar la presencia de fundamentales puntos de referencia que consolidan el corpus intelectual nacional en un contexto latinoamericano.

Este artículo es pues un homenaje a la persistencia del escritor que, además de haber creado En el país del silencio, prodiga todo un proyecto literario bastante comentado por los estudiosos de la ficción. Aquí, lo mío no es sino una entusiasmada lectura de un libro que me volvió a abrir las puertas de un país al que había dejado atrás y al que retorno, libro y país, para ahora desandar en libertad plena. Notará lector o lectora que En el país del silencio fue traducido por Kay Pritchett en 1994 (The University of Arkansas Press) y que Gregory Rabassa saludó tan noble tarea con encomiables palabras. La nueva edición que celebramos posee en el anverso la perspicaz alusión de un entendido de la literatura latinoamericana como Julio Ortega, y en las solapas los pensamientos de Carlos Abán Gutiérrez, Hugo Estenssoro y Miguel Castro Arce. En fin, cuando comienzo a leer esta segunda edición de En el país del silencio tengo la sensación de leer un nuevo libro.

 

Se va la primerita

Vamos. Cierta vez en un pasillo de la Universidad Católica de Santiago de Chile, René Zavaleta Mercado —que comenzaba su exilio después de la derrota de la Asamblea Popular de 1971— me dijo que, en Bolivia, los habitantes ocupábamos el territorio en forma fraccionada, con una convicción poco o nada nacional, sino regional. "No asistimos al territorio nacionalmente, sino en forma fraccionada, localista; y, si en un momento tuvimos una conciencia geográfica de algo que remotamente se concebía como la nación boliviana —un nóumeno—, pudo haber sido la experiencia de una generación que se conoció —se hizo ‘nacional’— por vez primera en el Chaco Boreal; esa que hizo posible la revolución nacional del 521." Me tomó algún tiempo entender su dictum sobre todo por la intangibilidad de lo físico implícita en la palabra kantiana "nóumeno". Concluí que los soldados del Chaco, ante la eminente tragedia humana, intuyeron que, por encima de sus regionales convicciones, pudieron concebirse nacionalmente, en forma primaria, defendiendo un espacio territorial que adquiría por vez primera (posiblemente) una categoría ‘nacional’. Se imaginaron su geografía; la proyección del espacio boliviano en ciernes. Lo que todavía restaba entender era, empero, el carácter corográfico de ese espacio.

Naturalmente Zavaleta Mercado, que perteneció a una generación de pensadores profundamente modernos, de muchas maneras teorizó la modernidad nacional porque quiso sostener todavía una utopía —ese sueño tan generalizante— comprendiendo metódicamente la realización del Estado-Nación (EN) a través del nacionalismo revolucionario y, ya al último, como radical crítico de ese proyecto y del marxismo que teorizó. Entre los muchos pensamientos que tuvo, los más de reconocida influencia aunque algo canónicos y magistrales, quedan algunos que todavía provocan una auscultación.

Asistimos a la crisis de la representación y en nuestra manera de posibilitar una verdad reconocemos más una aproximación entre varias. Ya que el debate es hermenéutico, los términos «corografía» y «nóumeno» han quedado suspendidos en el aire, susceptibles de engendrar más interpretaciones por cuanto se refieren al espacio.

El primero —la corografía— es cuño de cierta perspectiva ecológica (que refiere su íntimo conocimiento, material estrictamente nomadológico) muy de la antropología ya postcolonial, y el segundo (el nóumeno) fue desenterrado por el mismo Zavaleta Mercado para metaforizar lo inaprensible (el solo imaginable kantiano) que es el caso boliviano, lo nacional. Inspirado en la herencia de éstos términos, en este breve trabajo quisiera dar un salto temporal (espero no mortal) hacia el año 1987, año de la publicación de un trabajo de ficción y que se tituló En el país del silencio del escritor chaqueño Jesús Urzagasti. Sugiero que en En el país del silencio indirectamente se responde a las preocupaciones de Zavaleta Mercado y el nóumeno kantiano. Reconozco aquí, con el escritor Edmundo Paz Soldán, que es siempre importante re-visitar y reconocer la obra de Urzagasti. En lo que sigue del trabajo, y respecto de la corografía, utilizando una aproximación postcolonial, quisiera revelar una poética de lo corográfico y la tangibilidad del nóumeno (que pareciera una contradicción) en la articulación de esa ficción en cuestión. Como dice V. S. Naipaul: «Leemos en momentos diferentes, por cosas diferentes». (1981 [oríg. 1974]: 230). Pues desde la publicación de En el país del silencio han transcurrido nada menos que casi un cuarto de siglo, es decir, se registra la incursión de otra generación. En el trasfondo persiste Bolivia como preocupación intelectual y como persistente realidad social.

Existe el temor de caer en arenas movedizas, particularmente cuando las especialidades disciplinarias, obtusamente modernas, aún reclaman para sí el control hermenéutico. Sin embargo, desde la postura postcolonial, e inspirado en la obra de Michael Taussig: «el teórico cultural o el etnógrafo á la Taussig asegura la necesidad de retener en su formulación la sintaxis quebrada —que se mueve incesante entre la mimesis y la metaforización—, la sintaxis del arte de contrarrestar de tal manera que el trabajo etnográfico mismo deviene una poética. La poética del poder de contrarrestar es autoenvolvente y autorreflexiva, tarea que yuxtapone al etnógrafo y al teórico cultural con el curandero y el campesino explotado.» (Surin 2001: 207, mi traducción).

 

Quimba (suavito)

Utilizando esta estrategia prosigo con algunas reflexiones de lo corográfico en la obra de Urzagasti. Aquí, autorreflexionar tiene que ver con las provocaciones que obtuve al leer En el país. Comparto ahora este autorreflexionar, subrayando el hecho que mañana es posible que haya cambiado de parecer puesto que, al releer o repensar En el país, podrían surgir otras auto-reflexiones porque supongo que, entre hoy y mañana, también habré escuchado y aprendido de otros diálogos. Éste es el peligro de releer textos, pues como una práctica arqueológica cada vez que uno regresa al lugar de los hechos, en este caso En el país, encuentra entre las estratigrafías restos que uno no había notado antes. Aquí es bueno recordar cómo la reflexión crítica sobre el pasado y el presente, está íntimamente ligada a las maneras en las que el recordar a los muertos constituye un acto político. (Yoneyama 1999: 81)

Por ahora, para asegurarnos, aclaremos que la corografía no es geografía, sino el conocimiento de las particularidades que muestra la amplitud espacial de un territorio (Verdesio 2001: 91). Piensan algunos autores como Verdesio que: «el estudio del aspecto material de la espacialidad nativa [o propia] podría bien ser el instrumento que recupera la aserción o afirmación histórica indígena».2 Es importante esto de la percepción espacial y de la corografía. Me recuerda la lectura de un libro por demás oculto y que lleva el simple título de Hotel Bolivia. El autor es Leo Spitzer. Es una autobiografía judía de los tiempos cuando varios de estos señores étnicos, sobrevivientes del Holocausto al final de los años 1940, llegaron refugiados a Bolivia. Dejemos este dato en suspenso y lo recogeremos más tarde para ilustrar que es posible estar sin estar, que es como ser in-visibles, condición ésta de frecuente ocurrencia ahora que el mundo está globalizado y el anonimato de las grandes migraciones saltan al estrado para redefinir los sentidos de historia o histeria.

Entre el momento en que Zavaleta Mercado dijo aquellas palabras que cité al comienzo, y la fecha de publicación de En el país del silencio, transcurrieron dieciséis años, casi una generación. Y, sin embargo, este volumen de Jesús Urzagasti, responde en particular a la preocupación con la que murió Zavaleta Mercado. Ya me dijo una vez Urzagasti que él no deseaba que En el país del silencio fuera leído como una etnografía, porque no es una etnografía sino una obra de ficción, una obra literaria. Esta precisión, naturalmente, ya ha sido extensamente tratada por mi amigo James Clifford quien ha visto en las etnografías posicionamientos evidentes del ojo clínico del etnógrafo que también es practicante de la escritura, arte parecido a la posicionalidad del escritor de ficción. Ambos coincidimos en la temática del escribir y de crear una narrativa.

Intuía yo, sin embargo, que la pregunta planteada por Zavaleta Mercado se respondía claramente en el texto de Urzagasti. Me pareció advertir una especie de construcción geológica en el texto de Urzagasti, ya que desterritorializa «la nación» para sugerir otra cinética subyacente en la corografía de sedimentos culturales ahora postnacionales. Pues es cierto que las franjas aymaras y quechuas habitan el territorio andino inclusive hasta Pirquitas (en la Argentina) no como círculos, sino como ayllus, es decir son rizomáticas, rizomas que han llegado finalmente a Buenos Aires y Arica y al área camba-kolla de los estudios de Allyn Stearman que alguna vez comenté en Presencia Literaria. «La territorialidad entonces no solamente es el suelo que pisa y circunda una etnía, no sólo es el entorno, el hábitat, el ‘eco-sistema’, sino que es sobre todo el espesor territorial de la acumulación cultural; de la propia memoria.» (Prada Alcoreza 1996: 80).

Así, las lenguas se descuelgan siguiendo las estrías corográficas: «Y los diversos idiomas que hablan sus habitantes no son otra cosa que la tentativa de haber querido traducir a lenguajes humanos el primordial silencio que nos ampara». (Urzagasti 375) Los personajes en el libro salen del Chaco y suben a los Andes (y viceversa), un movimiento que sugiere una equística o percepción espacial ya marcada por los nómadas precolombinos con centros propios. Alguien como Concolorcorvo (1773) en su El lazarillo de ciegos caminantes, cuenta su fascinación corográfica aludiendo a «las punas rígidas», «los grandes ojos de agua caliente», «el caminar sobre arroyos de agua cristalina», «medias laderas y reventazones». Uno de los personajes de En el país —el Muerto— podría simbolizar lo fijo y acrónico que retorna para recoger esa memoria: «Es tierra parda y humilde, aunque las ondulaciones de los cerros le atribuyan un carácter decididamente misterioso. Con ser única, su estampa se transforma y no se entrega fácilmente al observador. Si es un indio guaraní quien la mira, asume la imagen de una flor silvestre, verde por un lado y colorada por el otro.» (Urzagasti, p. 7).

 

Zapateado (¡a ver! esas manos, esas manos)

Estamos también acostumbrados a pensar unidireccionalmente (desde el altiplano, desde el valle, o desde la amazonía), pero es posible que las culturas amazónicas —y, por qué no, las chaqueñas— a través de su nomadismo influyeran en la organización e ingeniería de los Estados tempranos centralizados en los Andes, como nos muestra la narrativa del horizonte arqueológico correspondiente. Concolorcorvo, en cambio, nos avisa la manera en que funcionaba la red vial ya india-hispana de ese territorio. (—pero recuerden, «El camino es para el que viene y para el que va».)

La referencia al silencio en el título puede interpretarse como el borrón de la memoria que regresa a la mesa de discusiones cuando los personajes de En el país deambulan en el espacio no ocupado  (es decir, es complementaria a Felipe Delgado de Jaime Sáenz que es, precisamente, lo contrario a En el país), revelando a su paso perspectivas presentes, aunque prescindibles, por quienes quisieron armar una imagen colonial demasiado centralizada, demasiado aculturada, de este nóumeno. Aquí nos auxilia la postcolonialidad que, de acuerdo a Stephen Slemon, se puede entender como un término que, entre otras cosas, significa: «un modo de ordenar una crítica a las formas totalizantes del historicismo occidental» (1994:16 GDP) o, como dice Jesús Martín Barbero: «las secretas complicaciones entre el sentido de lo universal que puso en marcha la ilustración y la globalización civilizatoria que el etnocentrismo occidental ha hecho pasar por universal.» (2000; 86)

Naturalmente, un historicismo demasiado colonizado es inservible y en Bolivia el historicismo unidireccional no es sino una especie de réplica ordenada de héroes y batallas, aunque los que resisten pocas veces se ven en efigies de mármol. Por otro lado, un deshistorizar como ocurre En el país del silencio, desvela las otras formas de ser, en este caso las Bolivias, desde la profunda hasta la superficial que es más de rizoma: «la tierra parda y humilde se rige por vegetaciones y certezas de otro orden y sólo es verdad revelada para quien camina privado de ilusiones en los bordes ilusorios de la muerte», (Urzagasti, pág. 8) es el «epistemic murk» —el episteme lóbrego— skilled revelation of skilled concealment, diestra revelación de diestro encubrimiento. (Taussig 1997: 356)

 

¡Aro, aro —dijo doña Pancha de Caro! —seco, seco

Ya hace un tiempo atrás Ana Rebeca Prada decía: «Creemos inválida la posibilidad de identificar el andamiaje del sujeto en Urzagasti con la tradición del bildungsroman.» (ms., pág. 11). Es cierto que en En el país es una novela y la novela es una especialidad occidental, aunque la escritura departe del Medio Oriente, al parecer tanto escritura como entramado fueron apropiados por Europa, y ahora, ya en el Nuevo Mundo, lo son para transculturizar. Sin embargo, a decir de V. S. Naipaul, «las grandes sociedades que han producido grandes novelas del pasado se han resquebrajado… La novela como forma ya no conlleva la convicción… El novelista, como el pintor, ya no reconoce su función interpretativa; busca ir más lejos, y su audiencia disminuye». (1981 [oríg. 1974]: 244, GDP) Este problema, sin embargo, tiene otro ángulo en En el país, que se resuelve reposicionando una lectura desde la experiencia de los procesos transculturizados comunales que nos definen; esa posibilidad sin fin, la de apropiarse de lo posible para dar sentido a los fines (telos) recurrentes. Blanca Wiethüchter caracterizó el trasfondo de En el país como una «contraimagen cultural» y afirma Mauricio Souza que «la novela recodifica, arma a su manera los datos, la información de lo social […] reorganiza nuestro sistema de comunicación». (1989: 25) 

Al invitar lo corográfico la novela ofrece una percepción descentralizante, descolonizadora. Aquí el escritor es también un intelectual, ya que en estas circunstancias «intelectual es quien da sentido histórico a su comunidad» (a decir de Walter Mignolo). Es decir, es quien deshistoriza; el escritor en cuestión lleva a efecto, o complementa, el imaginar de lo ‘nacional’ excluido. «Imagen-ar», debería ser el término, es decir materializar la imagen de lo incluido-excluido, y no sólo imaginarla: pensarla. El mundo que habitamos, a pesar de ser excluido es siempre nuevo, se examina En el país, y «nos despierta el sentido del verdadero maravillarse». Naipaul dice que «Esa es quizá una definición lo suficientemente buena del propósito del escritor, a toda edad». (1981 [oríg. 1974]: 245). En el país es una novela cuyo autor posee un país (que es diferente al haber perdido un país) y un mundo en el que se mueve libremente, que le obliga a re/membrarse, y lo hace a través de sus personajes el Muerto, del Otro y de Jursafú. Sin embargo ese país no es Europa, sino «la tierra parda», el inerme recuerdo de una tierra temblorosa que se siente bajo los pies. Parte de una sociedad a medio hacer, o una comunidad que dará sentido a lo neonacional, o —mejor— a lo postnacional.

 

Se va la segundita, con pasión (y sin lágrimas)

Un término demasiado restringido y jerárquico de historia nos ha traicionado en razón de la multivocalidad cultural. Lo histórico es para algunos lo histérico y la historia la histeria. Y hay muchas historias subvertidas por la misma historia-histeria, el pasado pisado. Historizar en el contexto americano (uso la palabra en sentido amplio) debe provocar la deshistorización como desafío al historizar autoritario («el tiempo homogéneo y vacío» en la crítica de Walter Benjamin). Quisiera decir que En el país es un texto que deshistoriza desde el espacio abierto, nos hace saber de las voces obliteradas, de las no magistrales ni reconocidas, de la historia de dioses, espíritus, pájaros y árboles. Sugiere Norma Klahn al decir que «El espacio abierto recupera historia y conocimientos negados o subalternizados.» (2000: 160). Regresa el narrador a través de sus personajes a dar sentido al nóumeno que —otrora— no admitiría árboles, pájaros, tierras diferentes, o voces que fueron excluidas, cauteriza una forma de historia. El narrador de triple rostro retorna al guaranguay y al silbaco que conforman el nóumeno. «El asombro es la materia del narrador, y la perplejidad la del que escucha». (Urzagasti, pág. 366) Ya Dipesh Chakrabarty nos dijo que estamos ante dos (o más) sistemas de pensamiento (parafraseo y traduzco). Uno en el que, finalmente, el mundo sufre el desencanto, y el otro en el que los humanos llegamos a saber que no somos los únicos agentes importantes. (1997: 35)

Lo corográfico, naturalmente, es materia rescatada por los teóricos de la indigeneidad. La década de los noventa fue la de los discursos ecologistas. Se plantean y complementan tempranamente en En el país. El escritor anticipa este giro de esa manera. En «la parte sur del chaco boliviano, decir «sur» no significa nada, porque el paisaje es idéntico al centro, a la derecha o a la izquierda; donde vayan los ojos el alma encontrará árboles raquíticos, que parecen muertos a pesar de estar vivos, y a la inversa; árboles que sólo las noches de luna los presentan frondosos, alargados por su propia sombra hacia el mundo del gran follaje.» 3 (Urzagasti, pág. 184). Escuché la palabra «Chaco» como una memoria de Guerra, frecuentemente repetida por mi padre que asistiera a esa contienda en calidad de soldado raso. Muchos años después, para mí, Urzagasti deconstruyó esa palabra tornándola cósmica, poesía. Conservo ambas imágenes.

El nómada es el sedentario por excelencia, pero el sedentario no percibe la corografía, la imagina, aunque no la vive, no la huele ni puede tocar la inmensidad del territorio. El nómada ocupa los espacios deshabitados, los que no han sido habitados humanamente pero que continúan acarreando las historias enterradas, las que no se dirán, las emitidas por los pájaros (el silbaco, el hornero, el cuervo), el guaranguay, la kiswara, la víbora amarilla, el guanaco, el anta, las piedras no esculpidas (porque las esculpidas dejaron enigmas que todavía se trabajan —las piedras, como verán, ¡siguen hablando! —) y el silencio. «El silencio es la sustancia de su universo, por eso se la evoca con la Palabra». (Urzagasti, pág. 7). 

 

Esa quimba, otra vez. Y zapateado, suave

El libro está dedicado a «Boscaferro: el constructor.» El escritor anhela la construcción, no la destrucción. Alude al metal fundamental, busca hierro. En el país hay cinco libros y tres personajes: Jursafú, el Otro y el Muerto. La traductora del libro al inglés, Kay Pritchet, sugiere que estos tres personajes no son sino episodios del narrador, complementarias facetas que usa la estrategia del escribir para decir el desechado espacio antropogénico (creado por humanos) en el contexto de lo corográfico, ese hasta entonces inconocible o demasiado alejado. Dice Jursafú: «Condenado estuve desde el comienzo, desde el afiebrado origen. Pero lo que no sospechaba era que desaparecerían del horizonte los hitos que orientan al caminante». (Urzagasti, pág. 23)

En el primer libro aparece el urundel. Es un árbol el que habla, «el más fornido y correcto» (Urzagasti, pág. 361), tiene una «voz sonámbula». «No deja de ser curiosa la muerte del Urundel. Engaña con su medido brillo y tesura, por eso muchos lo dan por muerto cuando aún conserva la vida».

El texto crea el espacio imaginario donde los personajes se arman en un diálogo de autoexamen («como una temblorosa imagen de la memoria colectiva», Urzagasti, pág. 18), para hablar de las paralelas de las historias/histerias, En el país se narra la ficción de un deseo que pareciera no posible en la realidad; es un anhelo — «en la unánime noche», a decir de Borges—. Incursiona El Otro, el sueño, «no es mi otra vida, sino mi verdadera vida». (Urzagasti, pág. 21). El muerto en cambio es el recoger del pasado, la imposibilidad de desechar la nostalgia, el espíritu que retorna (como el ritual del primero de noviembre), que desanda en múltiples espacios fijos (como la residencia de los tejedores de la noche). El que sujeta los recuerdos de los y las que han cruzado los caminos de Jursafú.

 

Ya se acaba (¡Ahora, con ánimo, metele las botas!)

Comenzamos hablando de ‘lo nacional’ y el nóumeno en Zavaleta Mercado, y utilizamos la corografía que En el País nos revela una desterritorialización de Bolivia, una forma estriada (o rizomática) de moverse por senderos presumiblemente antiguos, senderos obliterados por la autoridad de pesadas perspectivas historicistas, anquilosadamente modernas. También repensamos el nomadismo, el exilio, y lo sedentario a manera del ‘contrapunteo’ —á la Fernando Ortiz—. Cerremos el texto recogiendo mi referencia al Hotel Bolivia de Leo Spitzer, para ilustrar lo que significa estar sin estar, de lo que significa ser in-visible.

En el libro de Leo Spitzer, ni la recuperación de la memoria, ni la comprensión del espacio (boliviano) emergen tan fácilmente, como es capaz de hacerlo Jursafú en sus diálogos entre el Otro y el Muerto—en la ficción. En Hotel Bolivia, el autor recuerda un país de su niñez. Más precisamente La Paz. Nace en Bolivia, sale muy joven, regresa ya adulto, y quiere transmitir la memoria a sus hijos. «Hay una intensidad en mis esfuerzos de guiarles a mi pasado a través de los sitios de mi memoria, de frustración para transmitir mi sentido bloqueado por una barrera infranqueable… el espacio entre el pasado y la memoria presente de éste, en combinación con el sentido de intransmisibilidad —de incumpletitud, de dificultades con el lenguaje, de no ser realmente escuchado, de no ser verdaderamente entendido— surge en cada relato». (Spitzer 1998: 197, GDP) Tal la frustración del refugiado, del sedentario que mira desde una ventana de la calle México. Sólo años después, y ya como historiador y médium, accede al código y elabora una narrativa testimonial «la experiencia boliviana». La corografía, sin embargo, continúa inaccesible, es una imposibilidad, la memoria falla, ya es demasiada selectiva, prefiere recoger lo de Europa. En La Paz se transforma en un flâneur que recuerda; lo que le salva, Bolivia, se transforma nada más que en un homenaje, dice: «¿Cómo podría relatarles el pasado que aún para mí está demasiado lejano?» Tal el poder del nóumeno y tal la densidad de la corografía. Dice Urzagasti «Aquí se resume la historia del continente y se muestra desnudo todo el embrollo que muy bien disimulan nuestros vecinos». (Urzagasti, pág. 72).

Sin duda, oponiéndose a la visión de Hotel Bolivia, la obra de Urzagasti provoca; es el puente asible que nos permite la entrada plena al siglo veintiuno. En cambio, Hotel ilustra la ruptura total. Urzagasti, al devolvernos «una noción de lo histórico no fragmentada ni diluida» —como precisa Souza (1989: 23)— empuja otras lecturas como la de Ana Rebeca Prada (2002), que le ha dedicado un sustancial estudio centrado en una teoría del viaje y la narración en las novelas de Urzasgati. Aquí no hago sino insinuar que el viaje a manera del nómada es plenamente corográfico; deja de ser geográfico. En este viaje, intérprete y escritor comparten un diálogo francamente antropológico, aunque sobre una centralidad cósmica de la ficción que es otro territorio. Hay nomás.

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References

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Notas

* Presenté un texto inicial de este artículo en una sesión de la Primera Reunión de la Asociación de Estudios Bolivianos en la Universidad de Loyola, New Orleans. Posteriormente leí un texto más elaborado en la Conferencia de Latin American Studies Association, Dallas, Texas, Marzo 27-29, 2003. Una versión temprana de este mismo texto se encuentra en el libro que sobre la obra de Jesús Urzagasti ha compilado la maestra Josefa Salmón.

1 Su texto «La querella del excedente» en Lo nacional-popular de 1986, recogió este comentario, ahora más elaborado, y dice: «regionalismo en Bolivia, es decir, la incapacidad de vivir el espacio como un hecho nacional o al menos como algo no tan directamente vinculado a la idea personal de la relación con la tierra, como algo concebido de un de un modo transpersonal o colectivo.» (1986: 31)

2 Verdesio: «the study of material aspects of aboriginal spatiality could very well be a tool to recover indigenous historical agency.» (2001: 93).

3  A manera de homenaje indirecto, deseo parafrasear una observación del diario de campaña de mi padre en las llanuras del Chaco durante la guerra: «A fe de hombre puedo declarar que desde que se perdieron los cerros, y entramos dentro de esta maldita maraña, yo no sé la dirección de los cuatro puntos cardinales. Para mí el sol sale por todos los lados.» (T. Delgado 1995: 6)

 

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Delgado P., Guillermo: «La corografía en En el país del silencio de Jesús Urzagasti: el espacio estriado entre el Chaco y el Altiplano» , en Ciberayllu [en línea]

756 / Actualizado: 13.04.2008