Ensayos

Ciberayllu
23 octubre, 2008

Relaciones extrañas: discurso y referente en los relatos de El avaro y otros textos

Luciana Namorato

En su ensayo «Borges Benarés tigre», de El sol de Lima (1974), Luis Loayza señala la dinámica entre diversos «órdenes de realidad» que se manifiesta muchas veces en la obra de Jorge Luis Borges: una búsqueda «sin esperanza [de] un tercer tigre», una incesante búsqueda, a través de la realidad de las palabras, de la realidad física a la que éstas se refieren (91).1 Esta consciencia de la distinción entre la realidad y su representación textual reaparece en varios de los relatos que componen El avaro y otros textos (1974).2 A diferencia de Borges, Loayza no tematiza la lucha del escritor en su afán por alcanzar la realidad a través de las palabras, sino deja que la narración —ya sea oral o escrita; mítica, histórica, o literaria— se presente ante los lectores como un componente distintivo de la vida humana, para solamente entonces centrar su atención en nuestra obsesión por el acto de contar historias o de ser atentos escuchas de las mismas. Mientras, por un lado, Borges hace de este sueño de dar con el tigre real una de sus moradas literarias, Loayza investiga este sueño como una suerte de delirio; esto es, reconociendo desde el principio las contradicciones y ambigüedades inherentes a tal proyecto. Es como si Loayza esperara un segundo más que Borges para sorprender al discurso y, ya resignado frente a su tigre de palabras, se preguntara a sí mismo por qué no nos satisfacemos con la existencia de carne y hueso del tigre, sino que nos imponemos una búsqueda inútil, por vías simbólicas, esta «aventura indefinida / insensata y antigua» (Borges, «El otro tigre», 76).

CubiertaEn la siguiente discusión, partamos de dos certezas: en primer lugar, que en los textos de El avaro y otros textos se observa un desfase entre discurso y realidad. En segundo lugar, que estos textos subrayan lo que hay de seductor en cuanto a este mismo desfase. Por lo tanto, es posible afirmar que Loayza ingresa en una frágil pero existente tesitura que conecta la mención textual y la realidad independiente de los referentes. La escritura de Loayza investiga las contradicciones que envuelven el proyecto discursivo cuando éste se lanza hacia su más ambicioso, pero ciertamente no único, objetivo: confundirse con su referente.

Los personajes de El avaro y otros textos se enfrentan con narraciones que, carentes de referentes temporales, espaciales o de autoría, se aproximan al mito.3 Al no disponer de informaciones contextuales o de autoría sobre los textos que confrontan, estos personajes se encuentran con las limitaciones del discurso en su afán por pasar como realidad, percibiendo de esta manera cuán dependiente resulta el discurso de los elementos ausentes en el texto. En «El monte»,4 por ejemplo, la creencia en una fuerza sobrenatural sostiene la narración fundadora de una ciudad. Mientras la tradición afirma que «[l]os primeros habitantes de la ciudad vencieron a los enemigos en este monte, ayudados por el que es más que los hombres» (27), son los habitantes actuales de la ciudad los que aseguran la continuidad del discurso de la tradición al venerar tal entidad, superior a los mortales, y al saludar «cada mañana su presencia prodigiosa» (27). Frente a la fragilidad de un discurso fundador que no es más que una repetición —y, de cierto modo, una forma de silencio— el narrador de «El monte» duda: «Ello pasará y el monte permanece, me digo entonces. Pero no sé si esto será verdad y emprendo el regreso, temeroso» (27).

El narrador de «La estatua» percibe un desequilibrio similar entre el poder y la autonomía del discurso, como resultado de los frágiles lazos que unen el significante al referente, al reflexionar sobre un objeto de suma importancia para su comunidad, como la estatua en mención. El hecho que sus habitantes desconozcan el origen de la estatua y su significado, no impide que ésta domine la comunidad tanto concreta como simbólicamente. Más aún, la importancia de la estatua es asegurada por la presencia silenciosa de la casta sacerdotal, que supuestamente guardará siempre el secreto sobre su origen. Conforme resalta el narrador, es posible que se le atribuya a la estatua los más diversos significados, dependiendo del modo o del momento en que ésta sea observada. De acuerdo al texto, la estatua:

Se transforma según cómo y a qué hora se la mire: desde el templo el brazo parece levantado para golpear; mirándola desde el otro lado parece que señalara al templo. En la mañana la luz la rodea y resplandece como un dios hermoso; a la hora del crepúsculo es terrible. Su rostro también es discutido: todos los sentimientos le son adjudicados porque todos los sentimientos pueden imaginarse en él. Entre estas sugestiones predomina una, según la época. Así hubo un tiempo en que se adoró la estatua: se le ofrecieron sacrificios y se olvidó al dios del templo; años después se le consideró como una amenaza que se evitaba mirar: algunos llegaron a pensar en destruirla. (29)

Intrigado por el silencio de los sacerdotes, que permanecen indiferentes ante la pluralidad de interpretaciones ofrecidas por diferentes generaciones, el narrador de «La estatua» se pregunta: «¿no es posible que [los sacerdotes] hayan olvidado el misterio y se valgan para su simulación de severa, silenciosa apariencia?» (28). La estatua y su mito deben su supervivencia a una maleabilidad significativa: dependiendo del momento histórico, la estatua es objeto de adoración o de odio; su brazo levantado es interpretado como si estuviera señalando el templo como lugar de encuentro o como objeto de destrucción. Esta pluralidad de significados es adquirida a costa de la creación de vacíos; vale decir, el silencio de los sacerdotes sobre el origen de la estatua, o su rostro esculpido de forma que sugiere los más variados sentimientos. Los vacíos que se observan en la estructura del discurso invitan a la existencia de otros discursos con nuevas interpretaciones sobre la estatua, permitiendo que ella sobreviva al paso del tiempo y a sus transformaciones. De la misma manera que la casta sacerdotal mantiene su poder a través de su silencio (pues cualquier interpretación que sobre la estatua se ofrezca traería consigo la posibilidad de ser refutada), el discurso de la tradición se mantiene como tal al no enraizarse en un contexto determinado. Y es precisamente al no comprometerse con ningún contexto, que el discurso desafía el paso del tiempo, manteniendo vínculos con la incesante producción de otros discursos y, por extensión, con referentes en constante cambio.

Si es verdad que la desigualdad entre referente y discurso fuerza a este último a servir de andamio al primero para mantener la relación entre discurso y referente, también se puede decir que la estructura del discurso somete al referente a las limitaciones del lenguaje. Cediendo a la tentación de ocultar sus vacíos, de mostrarse autosuficiente, de presentarnos eventos dirigidos a una conclusión que los justifique y los explique, el discurso ignora los referentes de la realidad que no caben en su forma. Así, si por un lado, en los relatos de El avaro y otros textos, el discurso se abre a diversos contextos, estos mismos contextos también se dejan llevar por las peculiaridades del discurso; vale decir, su estructura de fábula —con introducción, desarrollo y desenlace— y su creencia en interpretaciones «precisas», en oposición a otras interpretaciones, que serían o «reductoras» o «exageradas». Los personajes de estos relatos salen en búsqueda de un discurso que rescate lo real y a ellos mismos de su inexistencia. De ahí proviene el sorpresivo final para el lector en «El viajante», relato en que un hombre solitario, a la espera de su lección de vida, concluye que un visitante «gordo y muy sucio» (18), que le causa repugnancia, es la prueba que esperaba. Frente a lo que él cree ser la lección que dará sentido a su vida, el solitario reúne humildad y paciencia para servir al viajante y soportar la prueba:

Así pasó el tiempo. El visitante parecía no advertir su presencia. Un día arrebató al solitario su comida y lo golpeó. Con el rostro ensangrentado, mientras se dolía, el solitario no se defendió, pensando que esa era la prueba esperada.
Pero nada sucedió. Cambiaron las estaciones y el solitario siguió en su espera. Buscaba el agua, la caza, las verduras y las ofrecía al visitante; tomaba las sobras pensando que quizá ese día, el odioso, transformándose, le hablaría, dando por satisfecha la prueba. (19)

Una mañana, el solitario dueño de casa, afiebrado y agonizante, no puede levantarse: «Miró al visitante, ceñudo en un rincón. Ahora, pensó, la prueba culmina. Pero ya no pudo ver y sintió la muerte. Entonces dudó» (19). En verdad, el protagonista de este relato no es el único que duda. La sorpresa del solitario al percibir el equívoco de su interpretación la comparte también el lector al final del relato: ¿No sería el visitante la prueba que éste esperaba? ¿Podría el solitario morir sin haber superado su prueba? ¿Tendría una lección de vida tras su muerte? El párrafo final de «El visitante» enfatiza el carácter discursivo de la narración: ¿podríamos atribuir la falta de sentido de la vida del personaje solitario a un equívoco narrativo? ¿Y si el personaje vivió su lección sin percibirla como tal? La respuesta es sencilla: discurso y realidad se tocan en este texto cuando ni el solitario ni el lector tienen acceso a la trayectoria de vida del protagonista, excepto en el contexto del relato.

En «Palabras del discípulo», el lector experimenta un desconcierto similar frente a las reflexiones del narrador. Éste vive intrigado ante la contradicción que encierran los diversos volúmenes en los cuales anotó todo aquello que su maestro le enseñó, y una lección en particular del mismo maestro. Leemos:

Yo anotaba cada una de sus palabras con espesa tinta negra sobre grandes papeles que al final del año cosía. Ved, pues, mis volúmenes. Todo lo que está escrito en ellos lo recuerdo: cada frase, cada refutación perfecta de los falsos sistemas. No soy sino una bóveda que guarda su sonido [. . .] Pero hay algo que pienso siempre: mi maestro me dijo que en mí, su devoto discípulo, en mí, nacido para escucharle, su lección sería efímera. (15)

En este texto de apenas un párrafo, el camino recorrido por el discípulo es incoherente con la consumación predicha por el maestro. El discurso del discípulo, sin embargo, insiste en la tentativa de ordenar la realidad y darle sentido, a pesar de las limitaciones propias del discurso.

Como señala César Ferreira, «la de Loayza es una escritura en permanente búsqueda, abocada al intento por ordenar una realidad siempre mutante que busca la verdad en una palabra absoluta [. . .] Con ecos borgianos, la palabra escrita secreta que ordenará el universo se escabulle una y otra vez de estos buscadores solitarios» (Ferreira 52). En los relatos de El avaro y otros textos, mientras el discurso se abre interpretativamente a varios contextos para sobrevivir el momento de su producción, la realidad intenta rescatarse y recrearse por medio de la palabra. Esto es lo que ocurre en el único relato sin título de la colección, en el cual se narra la resistencia de un joven a la hora de su definición personal. Habiendo huido de la escuela y de todos los trabajos que lo esperaban, éste juzga estúpida la vida que llevan sus padres. Las acciones del joven comunican un deseo de estar en constante movimiento, de vivir en permanente transformación.5 Sin embargo, a pesar de su declarado deseo de libertad, el joven terminará por definirse a través del ejercicio verbal, es decir, de una conclusión que expresa en palabras, mas no por la vida independiente que habría querido llevar. Dice: «Está bien. No habré perdido mis años contando monedas, inclinado sobre escrituras, escuchando palabras inútiles» (21). Una vez más, el personaje y sus deseos se rinden ante el discurso.

Protagonista de un mito,6 el personaje principal de «El héroe» se confronta con un discurso sobre sí mismo. Tal discurso ha adquirido el carácter de verdad a través del ejercicio de la repetición. El héroe afirma que su secreto —el de no poseer el coraje y la valentía que las historias sobre su persona le atribuyen— ha sido conservado «no por vanidad sino por sentido del deber» y confiesa: «envejezco, toso, los alimentos me repiten en la boca su materia agria. Todavía soy ‘feroz como un jabalí, invulnerable como un árbol portentoso’ pero sé que ahora mismo hablo como un charlatán. No puedo evitarlo y creo resignadamente que es la edad» (22). Al describirse tomando prestado un discurso ajeno, que sería, en opinión propia, impreciso, el héroe revela la imposibilidad de separar su existencia del discurso producido sobre ella. Al hacerlo, denuncia, por extensión, la sumisión de los seres humanos al discurso y a su propuesta de realidad.7 Así se confiesa el personaje:

Sépanlo, yo no maté al monstruo en su caverna. Al verlo cerré los ojos aterrorizado y me eché a temblar. No pude evitarlo; reconozcamos que era un animal verdaderamente horrible: echaba fuego por la boca, sus zarpas eran grandísimas. No hace falta que yo lo diga porque lo han descrito tantas veces que ya es clásico. Pero sucedió que él también tuvo miedo y al retroceder violentamente se dio tal testarazo contra las piedras que se mató. Yo me pregunto ¿por qué huyó el monstruo? Parece que había escuchado aquella profecía que le anunciaba la muerte en su encuentro conmigo: no hay que prestar oído a estos oráculos que roban la fuerza. (22-23)

En «Éxodo», Loayza investiga la resistencia de la realidad frente al discurso en su búsqueda por firmes relaciones causales. Este relato se inicia señalando la armonía entre la realidad y el discurso mismo. El texto dice así: «Estación del desastre: coinciden los agüeros y el infalible oráculo» (30). Independientemente del origen de la premonición, el narrador reconoce el poder del discurso (sea éste la palabra de Dios revelada al rey, o la decisión del rey comunicada a sus súbditos), que cambiará el futuro de los habitantes de su pueblo. Estos deciden abandonar el lugar donde viven y partir hacia un nuevo valle con agua, pastos y una cantera: «Unos dicen que la palabra del dios ordenó este éxodo; otros que el dios no contestó a la invocación y el rey, temeroso del desastre, lo ha decidido» (31). Sin embargo, una interpretación adicional informa a los lectores que no es solamente la existencia de un discurso único lo que influye en la vida de la población, sino que las experiencias vividas por ella pueden crear otros nuevos discursos a partir de sus propias necesidades de autojustificación: «otros [dicen] que el éxodo es el desastre» (31). Bajo este contexto, es posible decir que en este texto se pierde de vista lo que viene primero: la premonición o el desastre; el héroe o sus hazañas; el referente o la palabra.

Por lo visto hasta aquí, no es exagerado afirmar que, en El avaro y otros textos, Loayza alerta a sus lectores ante las constantes negociaciones entre discurso y referente, negociaciones que resultan esenciales para la supervivencia de ambos. Este tema se retoma de forma indirecta en el ensayo «Simbad el maligno», de Libros extraños. En éste se examina la relación entre los dos Simbads —el marino y el cargador—, personajes ambos del cuento «Simbad el marino», de Las mil y una noches:

Un porteador de Bagdad, abrumado por su carga y por el calor del día, se sienta a descansar en el portal de una casa. Desde dentro le llegan los rumores de un festín y, exasperado, se queja en voz alta de que las riquezas sean para los otros mientras que él, trabajando de sol a sol, ni siquiera logra ganarse la vida. Apenas ha concluido con prudencia que Dios sabe lo que hace, cuando se le acerca un criado que lo invita a entrar: el dueño de la casa lo ha oído desde una ventana y quiere sentarlo a su mesa. El dueño es Simbad el Marino, que en siete días sucesivos contará al mozo de cuerda la historia de sus aventuras y le regalará cada vez una bolsa con cien cequíes. (97)

En este relato, enfatizando el hecho de que los dos personajes de orígenes y destinos bastante distintos comparten el mismo nombre, Loayza sugiere que ellos representan dos facetas de una misma persona. Y dice: «Tal como en algunos mitos la cabeza del durmiente se separa del cuerpo y emprende sus viajes fantásticos, Simbad el Marino salió del mundo mientras su doble permanecía hundido en el sueño de la necesidad» (101). En esta dinámica entre los dos Simbads, se pueden percibir ecos de la relación entre discurso y referente: conocedores de sus limitaciones inherentes, discurso y referente las superan apoyados en su doble; al mismo tiempo, cada uno de los dobles señala las carencias de su otra mitad para justificar su propia existencia. Dicho en otras palabras, Simbad el marino se justifica ante Simbad el mozo de cuerda porque lo ve como otra versión de sí mismo, y a quien quiere convencer, «y quizá convencerse a sí mismo, de que ha merecido el triunfo» (98) en la vida. De acuerdo a la versión que Loayza propone, la historia que Simbad el marino le cuenta a su doble puede ser interpretada como una invitación al trabajo o a una vida audaz; o también como un consejo de resignación frente a la certeza de que el bienestar de los ricos se obtiene soportando muchas adversidades. De esta manera, el texto retorna sobre sí mismo, pues aceptando el convite de Simbad el marino, el mozo de cuerda se transforma en su propio desconocido, es decir, en Simbad el marino. En cambio, si se resigna a su suerte, Simbad el mozo de cuerda continuará siendo el cargador de siempre.

Según esta dinámica, no les queda a los dos Simbads otra opción excepto alternarse entre ser uno de sus dobles, siempre sospechosos de que están vagamente conectados, así como lo están también, en el acto de contar, discurso y referente. Por eso resulta tan extraño el encuentro entre los dos Simbads, siempre tan similares y tan distintos a la vez. Así lo explica Loayza: «Acabada la última historia, Simbad el mozo de cuerda se retira haciendo reverencias, mientras aprieta contra su pecho una bolsa llena de monedas de oro. El otro Simbad, el viajero envejecido, queda inmóvil en medio de sus huéspedes, escuchando las melodías que tocan sus músicos» (101). En el encuentro entre Simbad el marino y Simbad el cargador no hay grandes revelaciones: «A su vuelta, el viajero debía rendir cuenta al miserable y comunicarle el secreto, pero ninguno de los dos acertó a descifrarlo» (101). Así, el misterio permanece, respaldando una relación entre opuestos, vale decir, entre el mundo de la aventura y el de la necesidad; entre Simbad el marino y Simbad el mozo de cuerda; entre discurso y referente.

Vemos, pues, que ambos conceptos son disímiles pero siempre dependientes entre sí. El referente buscará en el discurso lo que a la realidad le falta. Como el califa de Bagdad, Harún al Raschid, del ensayo «La ciudad, el libro» (Libros extraños), quien, al llegar la noche sale disfrazado para oír historias «como si en el ápice del poder sólo le quedasen por codiciar los bienes de la imaginación», el referente busca en el discurso aquellos «placeres más refinados», como por ejemplo la posibilidad de imaginar, de ser lo que no es (105). Irónicamente, estos «placeres más refinados», que seducen la realidad hacia el discurso, son los que el discurso, con frecuencia, confunde como una de sus carencias: aquellas características que lo diferencian de la realidad concreta.

Al leer los textos de El avaro y otros textos, es imposible ignorar las relaciones que ésta guarda con la obra de Jorge Luis Borges. En el cuento «Del rigor en la ciencia», de El hacedor, el escritor argentino, en una más de sus conocidas «transcripciones» de antiguos relatos, nos cuenta lo que ocurre en un imperio donde el arte de la cartografía logra tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupa toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Cuando se cree haber alcanzado esta supuesta perfección, el resultado es el siguiente:

Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas. (Borges 103)

El fracaso de la empresa es evidente. Al ser un signo, el mapa pierde su función cuando se confunde con su referente, es decir, cuando opta por ignorar el poder de sus propias limitaciones: los mapas ya no representan la realidad, sino que la sustituyen en el cuento de Borges. Algo similar ocurre en el relato «El avaro», de Loayza. En este personaje, se detecta una cierta sabiduría: aunque éste ama sus monedas de oro, sabe que su amor no es sólo a su belleza, sino también a la promesa material que ellas representan. Esta seguridad de bienestar se mantendrá hasta que las monedas sean usadas como instrumento de cambio.8 La lectura de estos dos últimos textos, de Borges y Loayza respectivamente, nos deja dos lecciones posibles sobre el lenguaje y la realidad: los cartógrafos de Borges creen poder sustituir la realidad a través de sus mapas; el avaro de Loayza, en cambio, conoce las limitaciones materiales a las cuales conllevaría gastar sus monedas y prefiere refugiarse en sus cualidades simbólicas. El truco discursivo que Loayza parece sugerirnos es saber cuál es el momento acertado para detenerse y reconocer que el objetivo del discurso ya está cumplido.

Para quien reconoce en el lenguaje algo más que un simple instrumento de representación, es evidente la tentación de estrechar la distancia entre discurso y realidad a la manera de los mapas borgianos. Algo similar ocurre en los textos hasta aquí comentados de El avaro y otros textos: aunque esté consciente de las limitaciones del lenguaje para sustituir la realidad, Loayza coquetea con ella para así recordarnos los límites siempre borrosos entre la realidad y la ficción. Una última muestra de las infinitas posibilidades del lenguaje en la obra de Loayza es el breve relato titulado «Cuento»:

Tres prisioneros viven en una cárcel. El primero sueña con el campo; trabaja la tierra y al mediodía, tendido a la sombra de un árbol, mira las ramas pesadas de frutos. El segundo sueña con una mujer. Es una hermosa mujer de grandes ojos y cuerpo suave y ardiente: él yace con ella. El tercero sueña que vive en una cárcel. (56)

El lector de este texto duda en afirmar cuál de los prisioneros vive la experiencia de la cárcel como tal. Dando rienda suelta a su imaginación, los tres prisioneros se liberan al refugiarse en sus respectivos mundos: el primero cree estar viviendo una laboriosa pero agradable vida campesina; el segundo imagina la compañía de una mujer; el tercero se imagina vivir entre las rejas de una cárcel. Es precisamente el tercer prisionero quien intriga al lector, toda vez que el producto de su imaginación coincide perfectamente con la realidad descrita por el narrador. De esta manera, este prisionero puede ser visto como el único personaje que de hecho está en prisión —una vez que él confirma la realidad de la vida en prisión por medio de su imaginación—, así como el único personaje que es libre —una vez que él transfiere las limitaciones de la vida en la cárcel al mundo de la imaginación—. A partir de la lectura de «Cuento», se puede afirmar que, si el discurso, en ocasiones, sueña con tornarse real, la realidad, por su parte, también entrevé la posibilidad de liberarse de sí misma haciéndose discurso.

En los textos aquí estudiados, Loayza subraya las constantes negociaciones entre discurso y referente en el acto de fabular, absteniéndose de proponer jerarquías. Los relatos de El avaro y otros textos problematizan la dinámica entre discurso y referente y cuestionan las supuestas limitaciones de una existencia discursiva frente a una realidad que es anterior al discurso. Al mismo tiempo, estos relatos también desafían una supuesta autonomía discursiva frente a sus referentes. De esta manera, discurso y referente aceptan el desafío de poner en escena su encuentro en un texto, es decir, en lo que podríamos denominar un juego de seducción mutua, no obstante las limitaciones que tal  encuentro conlleva.

* * *


Notas

1 En el ensayo «Borges Benarés tigre», Loayza analiza dos poemas de Jorge Luis Borges que abordan la relación entre el referente y su representación textual. En la opinión de Loayza, entre la escrita de «Benarés» (Fervor de Buenos Aires, 1923) y de «El otro tigre» (El hacedor, 1960), el tema se habría enriquecido: «En el primer poema están la ciudad imaginada y la ciudad real; gracias al poder de la última imagen, la Benarés del poema desaparece y creemos en la otra, donde hay hombres que sufren. En «El otro tigre» aparece la fiera lujosa del poema y luego la verdadera, pero el segundo tigre, al ser nombrado, se transforma de inmediato en una ficción, como si la segunda Benarés no fuese más cierta que la primera, como si Borges hubiera reconocido que «los hombres de labios podridos / que sienten frío en los dientes» no pasan de ser un artificio. En el poema de la madurez, lo que importa no es oponer lo real a lo imaginario sino destacar el acto creador que se renueva obstinadamente en el fracaso, porque la realidad se encuentra siempre más allá de la literatura, y las palabras la contaminan de ficción y la suprimen. El verdadero tema no es el tigre sino Borges tratando de imaginar un tigre» (Libros extraños, 2000, 91).

2 El avaro y otros textos incluye la sección «El avaro», que coincide con el texto de «El avaro» (Lima: Cuadernos de Composición, 1955) y las secciones «Griegos», «Vocabulario y otros textos» y «Retrato de Garcilaso».

3 Los relatos de El avaro y otros textos, principalmente los de la sección «El avaro», no solamente tematizan la narrativa mítica, sino también se acercan tanto estilística como temáticamente a ella. Varias lecturas críticas de estos textos señalan la representación de un mundo ajeno a la vertiente realista de la prosa peruana de la década del 50. «La ópera prima de Loayza carece de referentes exactos, los espacios en sus narraciones no tienen ubicación exacta en el espacio y tiempo [. . .] Los nueve microrrelatos que conforman el corpus total del libro presentan particularidades propias de las historias y fábulas míticas» (Huamán Mori 39). Al tematizar profecías, orígenes y lecciones, estos relatos, no obstante, presentan personajes que confían en el futuro mientras dudan de su certezas; que se definen por medio de valores morales (como la obediencia, el coraje, la paciencia), pero contradictoriamente comunican a los lectores cuán ajenos les son a ellos estos mismos valores; sus decisiones son resultado tanto de prolongadas reflexiones como de misteriosos impulsos. Conforme observa Huamán Mori, «las referencias míticas son engañosas, puesto que en El avaro los textos se construyen a partir de un descontento que se refleja en el fracaso de sus héroes, en lo absurdo e irónico de las situaciones, en el vacío del mundo representado y en la desconfianza hacia el futuro» (40). Para un análisis de la relectura del mítico en «El avaro», véase Huamán Mori (2005) y Fernández Cozman (2003).

4 Todos los textos de Loayza citados en este ensayo están publicados en la colección El avaro y otros textos, excepto cuando se especifique lo contrario.

5 «He aquí uno de mis placeres: me acuesto en el fondo del río hasta que pierdo el aliento. Me impulso entonces y casi todo mi cuerpo asoma con violencia sobre la superficie. Luego nado hasta los árboles para sentir su sombra sobre mí. Otro: correr por las colinas hasta entrarme hirviendo al agua. Pero el mejor es caminar por el bosque cantando cualquier cancioncilla, arrancando ramas, acompañado de amigos invisibles.» (21)

6 «Este cuento reescribe el mito de Teseo, quien, con la ayuda del hilo de Ariadna, mató al minotauro (el monstruo) en el laberinto de Creta» (Fernández Cozman).

7 El enfrentamiento de personajes con sus fantasmas discursivos también se tematiza en los textos «El compañero» y «Creonte». Este asunto reaparece en la sección «Retrato de Garcilaso» y en el ensayo «El Borges de Rodríguez Monegal» (estos dos últimos incluidos en Libros extraños).

8 «Tantas monedas, me digo, me darán un buey, tantas un caballo, tierras, una casa mayor que la que habito. [...] Este poder es lo que me agrada sobre todo y el poder se destruye cuando se emplea. Es como en el amor: tiene más dominio sobre la mujer el que no va con ella; es mejor amante el solitario». (17)


Bibliografía

Borges, Jorge Luis.
1965      El hacedor. Buenos Aire: Emecé.

Fernández Cozman, Camilo.
2003    «Primera aproximación a ‘El héroe’, de Luis Loayza.» Ciberayllu. Ed. Domingo Martínez Castilla. 24 Abril de 2003.
            <http://www.andes.missouri.edu/andes/Comentario/CFC_Heroe.html>.

Ferreira, César.
2002    «La silenciosa presencia de Luis Loayza.» La Casa de Cartón 25: 51-54.

Huamán Mori, Reinhard.
2005    «El relato mítico en El avaro de Luis Loayza: asedios a una creación posmoderna.»
            Ginebra Magnolia 5: 39-46.

Loayza, Luis.
1974     El avaro y otros textos. Lima: Instituto Nacional de Cultura.
1974    El sol de Lima. Lima: Mosca Azul.
2000     Libros extraños. Valencia: Pre-Textos.

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Namorato, Luciana: «Relaciones extrañas: discurso y referente en los relatos de El avaro y otros textos» , en Ciberayllu [en línea]

788 / Actualizado: 29.10.2008