Ensayos

Ciberayllu
17 abril 2007

Elementos del Siglo de Oro y otros

(Auribus tenere lupum: coger al lobo por las orejas)

Miguel Rodríguez Liñán

De acémilas de haya no me fío
Góngora

 

I

Leyendo un poemario anterior a Mascarón de proa (Mate burilado), y revisando apuntes de un trabajo igualmente anterior (sobre Taller Mediterráneo), que no pude desarrollar por desidia, me di cuenta que, en la poesía de Nájar, sobreviven, ahora estilizados, conceptuales, en un registro del castellano que algunos lingüistas llaman «meridional», y que vamos a llamar simplemente moderno, algunos elementos del Siglo de Oro español. Para empezar, aclaremos. Español es el término genérico, y castellano el específico, particular a la región de Castilla del siglo XV o XVI, idioma en consecuencia oficial del Reino de España, con giros y particularidades «castizos de Castilla», como se dice, que fue llevado a las Américas. Allá, con el transcurso de los siglos, se ramificó —transformándose y enriqueciéndose— en las 18 o 20 variedades de castellano americano, que, en varios registros, poco o nada tiene que ver con el idioma español peninsular o vernáculo (por eso dice Santiváñez que «la única patria es el castellano»); pero, respecto a esto, no voy a entrar en detalles que pueden prestarse a confusión por su trasfondo generalizador inevitable. Solamente me doy cuenta que el arte poética, y tan sólo ella, es capaz de ignorar el paso del tiempo, las transformaciones semánticas, sintácticas y gramaticales que conlleva la evolución de un idioma, y es capaz de restituirlo con el brillo primigenio, como una piedra preciosa de los primeros tiempos. Para mi gusto, tal es el caso del acendrado castellano —que no es de Castilla, que tampoco es del Reino del Perú, o que es de ambos reinos y también de un tercero personal— que utiliza Jorge Nájar para los efectos estéticos de su expresión, de índole lírica y también trágico- épica. Sean los versos:

Iluminados por el tinte ópalo del ron al alumbramiento del día a los pies del volcán, toda nuestra gloria.

Y el alma iluminada, roto el dolor en el colmenar del cerebro.

—¿O más bien caminas por los túneles del tiempo entre los sedimentos de tu vida?

En el aire adivinas: hubo aquí un bosque de piedra, la roca negra de la historia vigilando el puerto. Y una lengua incrustada en el mar.

Las glorias del arte sólo alcanzan para cubrir modestos gastos.

Lejos, muy lejos, buscando otras salidas antes que estalle el volcán en la noche de los mares del sur.

En el fondo de cada una de nuestras moléculas, allí donde todo es oscuro y estos pasos divagan, allí también debía haber una razón.

El sol brilla en las piedras del camino.

Y gimen en el clamor del silencio. / Hirviendo bajas por la Puerta de Sangre / hacia olores de olvido que arrastra el río.

Y allí donde tus caudales se aceleran y no resistes, toda la infancia, las grandes comilonas del verano al pie de los árboles frondosos.

A tus pies la jauría de lebreles baja por la pendiente.

Anticipo del viaje hacia el delirio al borde de los precipicios de ese cuerpo que gime en la breve duración de las flamas mientras la espesa leche de las cabras humea entre los leños del fogón.

Que he seleccionado de manera disparate, sólo guiado por eso que Barthes llama con fineza le plaisir du texte, de Mascarón de proa (Mate buriladoTaller Mediterráneo deben andar refundidos en mis cajas itinerantes, junto con otros libros, esperando la biblioteca por ahora improbable); me doy cuenta que sólo en este último se aventura el poeta en los parajes de la trasgresión verbal, como contraviniendo a su sentido de la mesura. Esta desmesura —una frase de treinta y cinco palabras, con complementos, adjetivos y tropos, y sin puntuación —me parece, es lo que emparienta la poética de Nájar con ciertos elementos del Siglo de Oro, que mucho tiene de barroco. Por otro lado, la frase o verso El sol brilla en las piedras del camino denota una sobriedad de simpleza equívoca. Se trata de una sutileza característica de un autor, aunque posterior a Góngora, Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, que pueden considerarse como los autores emblemáticos del Siglo de Oro, sin olvidar a Calderón de la Barca (así como García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar lo son del boom, sin olvidar a José Donoso), de un autor que también es de oro, y de muchos quilates: Baltasar Gracián.

De pronto exagero —impune, siempre— pero la poética de Nájar, sin ser «pendeja», en el sentido peruano de la palabra, me hace pensar en Quevedo (nombre que curiosamente adopta nuestra mitología popular como el arquetipo del pendejo). Un Quevedo especial, imaginario como un Fitzcarraldo y su ópera en la Amazonía eterna. Las lianas y floraciones selváticas, por lo demás, parecen perseguir al poeta por las calles de Marsella, por puertos mediterráneos, donde el mascarón de proa se integra al paisaje marino con su cargamento sosegado y barroco, que se nos permita la expresión.

Extraviado en la navegación de cabotaje, sin más horizonte que los breves días que le quedan, lo han visto este verano mercadear en varios puertos.

Casi ciego buscaba tocino no lejos de Marsella, arenques magros en Tánger, anchoas en Malta, pasiones suyas y ajenas por donde iba.

Viejo y lacónico, cada palabra suya está cargada de mundo. Mucho mundo y unas cuantas gotas de amargura.

Ahora que leo mejor, la similitud disparate se me ocurre por el contenido, de cariz filosófico, del hombre que siente la muerte aproximarse, uno de los eternos tópicos de la poesía. Dice don Francisco de Quevedo y Villegas:

U del bien u del mal vivo ofendido;
Y es ya tan insolente mi pecado,
Que, por no confesarme castigado,
Acusa a Dios con llanto inadvertido.

Temo la muerte, que mi miedo afea;
Amo la vida, con saber es muerte:
Tan ciega noche el seso me rodea.

Uno sigue leyendo el poema de Nájar, y constatamos que se trata de Homero, el aeda ciego, a quien el autor, tal vez, presta sus propias reflexiones, su voz, su ironía, que lo liberan, aunque sea por el instante de la escritura, del padecer de los momentos ingratos. Don Francisco de Quevedo, pendejo al respecto, nos recuerda:

Oír a los condenados
No se niega en el infierno,
Y el escuchar los quejosos
Aún se permite en el cielo.

En la poética de Nájar, es imprescindible para la buena comprensión de lo que se desea sugerir o transmitir, tener muy en cuenta el contenido conceptual, o semántico si se quiere, que se fusiona con el estrictamente poético, si tal cosa existe. Pero lo que deseo indicar lo expresa mejor el poeta cubano: «Más allá del simbolismo y de la mitología, de la reminiscencia y del metal mate de cada palabra, sólo nos queda el sueño rasante, esas piedras aún mojadas que sentimos despiertos cuando recordamos que estuvimos acompañados en la homogeneidad tinta de esas aguas de posible acero fosfórico ¡Qué pesadez y qué brillo!»1. En efecto, al menos en este poema titulado Homero, estamos en plena mitología de la literatura. En otros, se cuenta una pequeña historia, se modifica o inventa una epopeya personal, de pronto una leyenda con determinados códigos; otros códigos toman forma de alusiones, se corporizan en estas. Un lector atento, es decir, que deguste las palabras sin dejarse impresionar por ellas, podrá identificarlos y, si quiere, utilizarlos para penetrar en la entraña «fosfórica» de la frase y del texto.

¿Ulises? —Un verdadero cornudo.

¿Telémaco? —¿Qué queréis que os diga de los hijos de papá?

Oh, Musa, no ha dejado de soñar con la Penélope de ojos negros que una mañana dejó en Ítaca hace ya tantos siglos.

En Ítaca, cuando la mar anunciaba azotes del invierno.

En Ítaca, cuando éramos todos parientes cercanos de los dioses.

Michèle Lefort, la traductora, interpreta Mascarón de proa como un viaje infinito (ce voyage qui n’en finit jamais) —o de pronto paralelo —entre dos continentes, entre dos espacio-tiempos, entre dos culturas, cuyo resultado es el sufrimiento que origina el desarraigo. En el exilio-viaje, el poeta busca otros lugares y, sobre todo, otros dioses. Sólo encuentra el mascarón de proa de su navío, del cual reniega (aquí viene la alusión bíblica, que desarrollaremos más adelante). El poeta, dice la comentarista, antípoda de Job, se identifica mejor con el personaje del célebre cuadro de Edvard Munch, cuyo grito se pierde en el vacío2. Lo único que  entendemos mal es por qué, tanto la traductora como el propio poeta, utilizan una adjetivación poco elogiosa para referirse a Ulises («ce pauvre bougre» o «un verdadero cornudo»), aunque lo más probable es que se trate de una tomadura de pelo, como se dice, y en tal caso entra a tallar el elemento humorístico-satírico. Sin discrepar en absoluto de este análisis, nosotros daremos más énfasis a una oscilación en el estilo, en la escritura que, precisamente, oscila, y aparece como suspendida, entre la pureza de la forma castiza, a la que asociamos algunos elementos del Siglo de Oro, y la plétora conceptual de un nuevo barroco. Esta suspensión es el espacio donde la flora, la fauna y la geografía interna del poeta hallan terreno propicio para irrumpir y desplegarse. Este espacio es el interregno del mestizaje donde resuena la plena madurez del escritor como un gong. Luego, hablaremos al vuelo de dioses y mitologías, judeocristianas y griegas, respectivamente; también, de elementos mística española (que serán trasladados, vía poética, a las Américas); será preciso también analizar el poema Imitación de Job y referirse a lo que llamaremos Devoración, para sustentar nuestros (probables) disparates; por último, considerando el elemento satírico, que sólo se halla en el poema Homero, algo diremos sobre la Picaresca ya al margen de este largo estudio, a título personal y sin afán quirúrgico.

 

II (ELEMENTOS DE MÍSTICA)

Pilatos le dijo: ¿Qué es la verdad?
Juan, 18, 38

Debido a la necesidad impuesta por los comentarios que anunciamos más arriba, y que trataremos de desarrollar de la manera menos caótica posible, nos vemos obligados —con placer extremo— a transcribir, entero, el poema  En el regazo de la Virgen (cuyo corpus escrutaremos palmo a palmo, lupa en mano), que contiene los mencionados elementos, excepto los de la Picaresca. Reza el poema:

I

Al verla por primera vez oré a sus pies hasta el hundimiento del día.

En pos de una razón que explique esa locura ahora la evoco. En pos de un saber cristalino este pobre esqueleto naufraga en la memoria.

Una ligera gasa bajaba desde la nuca para cubrir con modestia el escotado: la estridencia de la sangre, el compacto meollo de más allá de la carne, de más allá de los huesos.

Sumergida en sí, la virgen se desplazaba llena de un secreto gozo, con rosas en las manos, hacia el martirio.

Y este cúmulo de huesos, en el delirio, en la ceguera absoluta, temblando ante la silenciosa eclosión de los brotes que conducen al placer.

 

II

Con los sacudimientos del tiempo supe que no me inclinaba sólo ante la forma de la belleza.

En el fondo de cada una de nuestras moléculas, allí donde todo es oscuro y estos pasos divagan, allí también debía haber una razón.

En visitas posteriores al convento siempre evoqué mi comportamiento, pero ya sin delirio alguno.

Buscando motivos para nuevas estridencias comencé a rastrear entre otros ángeles.

Y sentí como que algo incontrolable se sublevaba en mí ante la abundancia de elogios al martirio.

Bacteria que engendra repudio cuya proliferación nadie sabe contener. Nadie.

Flecha lanzada al horizonte, avanza hacia su inexpugnable destino.

¿Por qué no caí de hinojos ante estos florecidos gozos?

 

III

Necesario fue volver y confrontar lo vivido desde la primera vez. Llegué al paraje un día de furia del Levante. En medio de la polvareda y la catástrofe.

Y sólo la elegancia de quien avanza imperturbable hacia el martirio me devolvió el sosiego.

Sólo la mudez en medio del incendio. Y ya ningún alarde.

En medio de la tempestad comprendí la existencia de un aroma intransferible, un requiebre, ciertos tintes que emergen del fondo de la historia y la piedra.

Y allí me volví a inclinar ante aquella virgen dándole gusto a la imaginación para enredarme en los secretos de un cuerpo que el lujo todavía cubre.

En sus savias —allí donde navega esta vida.

En sus fibras íntimas —allí donde ebrio he vuelto a enredarme para tocarla lleno de asombro y placer.

Y sentir que el goce es luz que arde incluso entre los hielos. En el regazo de la virgen.

 

Así como en el Viejo Mundo los nuevos dioses del judeocristianismo desplazan a los dioses del panteón greco-romano (también a los dioses celtas, etruscos, escandinavos, germanos, eslavos, lituanos etc., ahora extintos), en el Nuevo Mundo desplazan a los dioses de las culturas amerindias (que no han desaparecido totalmente, gracias a Dios), hasta la llegada de los dioses africanos, por intermedio de quienes se producirá el fenómeno llamado sincretismo, es decir, la fusión de dioses; de una manera misteriosa, serán los dioses de los Pueblos Originarios del África, y no los dioses indios de los Pueblos Originarios de América3, quienes se acoplan a los nuevos dioses del judeocristianismo, cuya mitología sigue vigente. Relegando los arcángeles, los ángeles, los misteriosos Hijos de Dios (¿otra categoría de ángeles?), que a su vez procrean con (bellos) ejemplares femeninos de la raza humana,  mencionados en el libro del Génesis (6, 1-2) y, curiosamente, en el libro de Job, al que daremos un vistazo después, el panteón judeocristiano se reduce a estas entelequias: Yavhé del Antiguo Testamento, el Padre Celestial del Nuevo Testamento, sus antípodas o dobles Beelzebub-Mammon (AT), el Demonio-Satán (NT), Jesús Cristo, el misterioso Espíritu Santo, la Virgen María, que podemos relacionar con la Diosa Primordial de otras mitologías, y los Santos, cuyos cultos serán posteriores a los primeros siglos del cristianismo. Por ahora nos resulta imposible explayarnos en este resbaloso terreno, de modo que no daremos más detalles que oscurezcan el contenido de nuestra exposición (ya bastante complicadita, por cierto). En Mascarón de proa se mencionan dioses, santos, diablos, vírgenes e incluso al Demonio (de los Andes); en cuanto a los dioses griegos, junto con otros seres de ficción (Ulises, Telémaco, Penélope, Nausícaa), encontramos a Palas Atenea, resplandeciente. Los otros dioses también andan por alli: Apolo, Dionisos, Hermes, Afrodita… cuyo esplendor, ahora, parece contagiar al otro, tan comprensiblemente casto, de la nueva diosa… que nos hace pensar, quién sabe por qué, en la misteriosa Déesse o la Gigante de la que habla Rimbaud; también en la Mère éternelle, en la déesse rayonante de Gérard de Nerval. Para simplificar, diremos que se alude en todos los casos al Principio Femenino del Cosmos.

Como se sabe, Israel rinde culto a YHWH o Eloim, cuyo Nombre es inefable o impronunciable. Esta divinidad principal tiene los siguientes atributos: ser uno, único, omnisciente, omnipotente, justo, caritativo, misericordioso y trascendente. Ha creado el mundo (¿este mundo solamente?) y sigue implicándose en su destino. Dios Padre del Nuevo Testamento —y de la nueva religión, el cristianismo, que insurge contra el judaísmo para desplazarlo y devorarlo— es muy distinto del primero; simplemente es otro. En cuanto a Jesús Cristo, lo más probable es que Pablo de Tarso, un intelectual romano de sólida formación griega, haya en gran parte contribuido a su deificación, atribuyéndole elementos, precisamente, de mitología griega. Sin olvidar el detalle que el Nuevo Testamento es básicamente distinto del primero, que ha sido asimilado a éste de manera forzada, que contiene muchos elementos de cultura griega y que ha sido redactado en griego. Por lo demás, Christos —también conocido como Yeshoua, nombre oculto que no se traduce en ninguna lengua —es una palabra griega. No es improbable igualmente que Jesús Cristo se haya impregnado de conocimientos y sabiduría en los rescoldos del mundo griego, en las religiones de Misterios (Eleusis, por ejemplo), en los filósofos, en la gnosis, de pronto en filosofía oriental… Culturalmente, Cristo es griego. Es un dios griego con incrustaciones judías. O viceversa: un dios judío con incrustaciones griegas. Por otro lado, en ningún momento de los evangelios canónicos4, Jesús Cristo se refiere a cualquier forma de divinidad personal, ni culto, ni nada por el estilo; tanto éste como aquélla serán posteriores. Lo del Espíritu Santo y la entelequia denominada la Santa Trinidad, proviene de malabares intelectuales posteriores, cuyos autores son, entre otros, dos conocidos doctores de la iglesia: San Agustín y Santo Tomás, aunque Orígenes y Tertuliano tampoco son  inocentes. No exponemos estas divagaciones con afán de persuadir o convencer, sino, tan sólo, como un soporte —por así decirlo, intelectual— de lo que sugerimos en este análisis genérico que tiene como pretexto la poética de Nájar. Ahora, bibliotecas aparte,  pasemos al grano, o sea, al Regazo de la virgen.

De entrada, el poeta se muestra en una suerte de transe o arrebato místico. Luego, buscando una explicación al fenómeno, acude al raciocinio —o al menos esto desea—, pero lo que él llama locura (el arrebato místico frente a la diosa) no puede ser explicado con la razón, sino, de pronto, con el pensamiento poético («saber cristalino»). Se llama a sí mismo «pobre esqueleto»; por eso invitamos al curioso a leer la siguiente quintilla de Jerónimo Alcalá Yáñez y Rivera en El donado hablador Alonso:

Gusanos han de comer
Los cuerpos tristes humanos.
En Murcia, no, que ha de ser
Al revés, que han de comer
Los hombres de los gusanos.

Después de dicho banquete, obviamente, sólo queda el duro esqueleto (que se nos pase la pendejada… Jorge no se queda: llama al homínido de nuestra especie «bacteria que engendra repudio»). Luego, la visión de la virgen reviste cierto cariz sensual. Así, su seno prácticamente al descubierto, suscita «la estridencia de la sangre», pero de manera casta, espiritual: «más allá de la carne» «más allá de los huesos», sentir que corresponde a la descarnación o anti-sensualidad que son atributos de los nuevos dioses. Líneas después, las palabras «gozo» y «martirio» en la misma frase delatan algo que también es de índole sensual, no exento de un ápice o condimento perverso. Las «rosas en las manos» nos hacen pensar inevitablemente en la doctora de la Iglesia, Santa Thérèse de Lisieux del Niño Jesús y de la Santa Faz, cuyo atributo son las rosas —como los de nuestra Santa Rosa —y que ha pasado a la posteridad con este verso: Je passerai mon ciel à faire du bien sur la Terre (Pasaré mi cielo por hacer el bien en la Tierra). Luego, el estremecimiento del placer —vemos la famosa estatua de Santa Teresa de Ávila en éxtasis (la misma que aparece ilustrando la portada de L’Erotisme, de Georges Bataille, a quien ya nos hemos referido en un trabajo anterior)5. Aquí, el poeta, respetuoso, procede a una especie de auto denigración, y se llama: «cúmulo de huesos»(dale con los huesos); su sentimiento surge «en el delirio, en la ceguera absoluta». Sea como fuere, llamaremos a este fenómeno una eyaculación mística. Vamos a tratar, sintéticamente, de describirlo. (No tenemos más remedio que utilizar la primera y oh cuán aborrecible primera persona del singular). En lo que me concierne, lo he sentido en raros momentos de privilegio. Incomprensiblemente, durante y después del esfuerzo de varios kilómetros en bicicleta, en verano, bajo la luz maravillosa de Provenza, llegando sediento a Lourmarin. Es como si el mundo fenomenal, de pronto, se cristalizara en una especie de contemplación silenciosa (se siente un agradable cosquilleo, como al inicio de ciertas borracheras). La sensación de plenitud y vacío parece unir estas dos palabras opuestas; de esto emana eso que los poetas y otros locos, desde siempre, han llamado la eternidad… que se concentra, nace y muere, en el instante de la sensación. El silencio es rey. Me siento exento de cualquier forma de suplicación o adoración, solamente muy atento a cada detalle de la naturaleza que me circunda, que me penetra, y a la bendición de los elementos: la tierra, el agua, el aire, la luz sobre todo. Me siento totalmente inmerso en estos. Fundido en estos, que a su vez están fundidos e inmersos en algo más grande, y estos en algo todavía más grande y así hasta el infinito —por así decirlo. La sensación de dicha es total e inquietantemente serena, muy parecida a cierto estado de algunas borracheras, nada que ver con la exaltación. Es algo maravilloso y magnífico que basta para justificar la existencia de los pobres poetas y otros locos. Supongo que éstos saben de lo que estoy hablando. En el caso de Nájar, el estímulo de la eyaculación mística proviene, estamos convencidos, de la contemplación de la diosa representada por el ícono —un objeto cargado de poder —divinidad con toda certeza emparentada con el culto ancestral a la Diosa Primordial o Principio Femenino que se adora desde los primeros tiempos, y que las tres religiones abrahámicas monoteístas han tratado cruelmente de liquidar. Sin lograrlo.

Reflexionando después de esas convulsiones que sólo pueden ser mentales («con los sacudimientos del tiempo»), el poeta se distancia, desconfía con ojo escrutador y analítico, del placer anterior, del temblor místico suscitado por la diosa. Por si acaso, en estas divagaciones nos referimos exclusivamente a eso que hemos llamado oscilación, es decir a ese lugar o espacio situado entre el texto y el lector: en el interregno poético, en el «exilio». A la visión de la belleza —o, porqué no, del amor — sigue una mirada crítica que sondea los misterios y anfractuosidades del inconsciente, ese lugar de monstruos, y aún allí se obstina en hallar la razón que elucide el misterio del éxtasis. La imagen del ídolo que simboliza la divinidad de la Mujer —no tenemos más remedio que utilizar esta terminología —cede a una especie de ascesis situada fuera del jardín mágico del delirio. Se rebela ante una de las formas del masoquismo («Y sentí que algo incontrolable se sublevaba en mí ante la abundancia de elogios al martirio»). Entonces, busca otros dioses («comencé a rastrear entre otros ángeles») ¿cuáles? Igualmente, se rebela desde una perspectiva por así decirlo microscópica, ante el instinto de reproducción que rige a la especie («Bacteria que engendra repudio cuya proliferación nadie sabe contener. Nadie.»). La metáfora de la «flecha lanzada al horizonte, avanza hacia su inexpugnable destino» es la tranquila aceptación de la muerte, que para el poeta es algo trascendente. Quiere repetir la primera experiencia pero ahora, presionado por el análisis y la razón, ya no puede: «¿Por qué no caí de hinojos ante esos florecidos gozos?»

Con cierta obsesión, el poeta regresa en busca de los pasos perdidos, al lugar donde ha ocurrido la experiencia: la madre patria España, probablemente… lo cual no sería extraño. Ha sido ella quien vino con estandartes y cruces, biblias y soldados, escudos y lábaros a imponer los nuevos dioses, los dioses vencedores, los frescos y castos dioses del cristianismo en el Nuevo Mundo, donde otros dioses regían el universo conocido por los ancestros. Sopla un gran viento: el Levante, un viento del Mediterráneo que viene de las costas norafricanas (recordemos que para los judíos, el dios único se manifiesta con el viento, al que llaman Ruah Eloïm). Aunque sea involuntaria o inconsciente —no lo creemos— esta referencia es muy significativa y cargada de sentido. «Les dieux des mythologies andines ou amazoniennes, tout cela fait place ou se mêle aux dieux d’autres mythologies (…)», señala con justeza Michèle Lefort al respecto. El poeta ha sido, pues, víctima del encanto de los otros dioses, por eso analiza este canto de sirenas con desconfianza, escruta, sondea, observa, palpa. Tal vez invoca a Clío, la primera de las Nueve Musas, la musa de la Historia, a una nueva Clío, una Clío más moderna, que también es la musa de la geología («ciertos tintes que emergen del fondo de la historia y de la piedra»), y de nuevo sucumbe, de nuevo se inclina, pero ahora sabiendo el porqué, en paz consigo mismo al menos por un segundo. Algo hay de entereza —la practicada por los filósofos estoicos— en esta segunda, diferente adoración iconográfica; aunque también implica al cuerpo con aderezos imaginativos y cierto desdén («Y allí me volví a inclinar ante aquella virgen dándole gusto a la imaginación para enredarme en los secretos de un cuerpo que el lujo todavía cubre.») que proviene del culto a los nuevos dioses castos, o de cierto culto a ese mismo martirologio contra el cual se subleva —otro valor entronizado por la nueva religión donde pululan santos y mártires—, parece dar prioridad a la pulsión vital («En sus savias —allí donde navega esta vida.) es decir al goce, al placer. Se produce una nueva eyaculación mística («Y sentir que el goce es luz que arde incluso entre los hielos. En el regazo de la virgen.), que cierra con broche de oro este poema enjundioso. Resumiendo con cierta brutalidad, diremos que, en la poética de Nájar, la forma castiza viene del influjo español, de los nuevos dioses que propenden a la Unidad, que habrán de conocer nuevas mutaciones en las Américas, y que los elementos de lo que llamamos nuevo barroco, salen laboriosamente del paraíso perdido del paganismo: la dispersión, el politeísmo, la plétora. O sea de los dioses de allá —de cierta manera. De ambos y de su devoración.

 

III (DEVORACIÓN. LIBRO DE JOB. INTERPOLACIONES)

Sin efusión de sangre no hay perdón.
Hebreos 9, 22

Dijimos líneas arriba que la nueva religión del cristianismo insurge contra el judaísmo primigenio, y lo desplaza o devora. El autor del evangelio afirma que Jesús Cristo dice: «el Padre es más grande que yo» (Juan 14, 28); sin embargo será el Nazareno quien, con el transcurso del tiempo, ha de adquirir la estatura divina que lo entroniza como rey de la nueva religión. A este respecto, nosotros preferimos la más bella nominación que de Jesús Cristo se hace en el Nuevo Testamento, y que nadie, que sepamos, ha utilizado para referirse a este maestro de divina humanidad: Príncipe de la vida (Hechos, 3, 15)6. En el Libro de Ezequiel (5, 10), uno lee con cierto asombro esta frase de fuerte resonancia (que se nos pase la transcripción): «Por esta razón, los padres devorarán a sus hijos delante de mí, y los hijos devorarán a sus padres.» Interpolando —siempre —pensamos y vemos el famoso cuadro de Goya donde aparece Cronos-Saturno devorando a sus hijos, cuadro que ponemos aquí frente al cuadro El grito, de Edvard Munch, que es como el grito del hombre moderno huérfano de Dios —de pronto abandonado por Él—. En Levítico (26, 29), está escrito: «Comeréis la carne de vuestros hijos y comeréis la carne de vuestras hijas. Destruiré vuestros lugares de culto, destruiré vuestro altares de incienso, y pondré unos encima de otros vuestros cadáveres sobre los cadáveres de vuestros ídolos, y os renegaré». Aunque se dirige a los paganos, el leit motiv de la devoración o, por qué no, del canibalismo o antropofagia, se repite, así como en Isaías (49, 26): «Y a tus opresores les haré comer su propia carne, y se embriagarán con su propia sangre como si fuera vino nuevo»… donde resulta imposible no pensar en el misterio de la Eucaristía y la operación mágica de la transubstanciación, gracias a la cual el cuerpo y la sangre de Jesús Cristo son transformados realmente, no simbólicamente, en pan y vino, ya nos hemos referido a esto en dos trabajos anteriores7. Estas citaciones, aunque arbitraria y algo azarosamente interpoladas, nos permitirán el corolario de nuestro trabajo. Sólo han sido puestas en esta parte como nexo con las nuevas divagaciones en torno al poema Imitación de Job, que nos permitirá dar un vistazo a ciertas tesis platónicas y a este libro del Antiguo Testamento , para seguir investigando con nuestros argumentos y hallazgos, desordenados en apariencia.

No vamos a decir que el poema se abre con una visión —ensoñadora— de la diosa Tanit, la diosa de la noche o el Principio Femenino, del tópico que consiste en afirmar que la vida es sueño, de resonancias platónicas, porque sería exagerar. Sin embargo, el poeta dice:

De noche, alta la luna, sueñas o crees soñar evocando otra vida.

Pero podemos recordar el célebre poema Noche serena de Fray Luis de León:

Cuando contemplo el cielo
De innumerables luces adornado,
Y miro hacia el suelo
De noche rodeado,
En sueño y olvido sepultado,
El amor y la pena
Despiertan en mi pecho un ansia ardiente
Despiden larga vena
Los ojos hechos fuente,
Olarte, y digo al fin con voz doliente
Morada de grandeza,
Templo de claridad y hermosura,
El alma que a tu alteza
Nació, ¿qué desventura
La tiene en esta cárcel baja, escura?

Podemos igualmente, de paso, recordar, en el sentido platónico del verbo, que los grandes temas de Orígenes de Alejandría (185-254) son: la unicidad de Dios, la preexistencia de las almas a los cuerpos, su caída por el abandono de la contemplación de las esencias eternas, pero que serán salvadas por el perdón y volverán a Dios, a la unidad. Son ideas platónicas. Sigamos recordando: para Platón, la encarnación del alma es una caída; así, el alma estaría exilada en el cuerpo, como prisionera de éste (o sea: «en esta cárcel baja, escura»). El curioso puede enterarse de estas cosas en detalle consultando el Fedón. El cristianismo hereda del platonismo por la persona interpuesta de este sabio y filósofo, Orígenes, que trató de unir en una vasta y ambiciosa síntesis teológica las ideas de ambos, sistema que fue simplificado por sus discípulos y deformado por sus adversarios… el interesado puede buscar en la Internet, gracias al cual ahora podemos todos ser o fingir ser eruditos, el Quinto concilio de Constantinopla (553). Otro filósofo capital en esto de la mezcla judeo-helenística, es Filón de Alejandría, que era judío pero que interpretaba la Biblia según las categorías helenísticas, y cuya obra fue impunemente saqueada por los Padres de la Iglesia, San Agustín y Santo Tomás entre otros.

Ahora transcribimos —siempre con gran placer —el cuerpo entero del poema:

De noche, alta la luna, sueñas o crees soñar evocando otra vida.

Y cuando el rayo te ilumina, arde en ti este canto ciego.

Estoy lleno de escozores, Señor, y ya ha tiempo que el sueño me es ajeno.

—¿Rebuzna el onagro junto a la hierba?

No duermo de tanto rascarme las mismas pulgas, piojos, que el más generoso de tus hijos regalara también al pobre Job.

—¿Muge el buey ante su pesebre?

Las manos en los bolsillos, inmóvil, frío, estoy orando hasta cuándo ya y para siempre algo que me saque de la noche y nos evite picores de irritado por las burradas que nos llevaron a vivir bajo los puentes, anclados en el paraíso.

—¿No es acaso tu fortaleza la de esas piedras?

Sin nada que nos alivie tempestades del insomnio para dar cara mañana a otros tus rigores, patear las calles rutilantes, cruzar los puentes en silencio, estamos en tu prado buscándote desvíos a la muerte.

—¿Puedes acaso con anzuelo atarle la lengua al cocodrilo?

De pie, corriendo, inmóvil, estoy en la otra orilla que el invierno ha congelado pero vivo aún y orando a otros dioses sus favores, a otros sus delirios, sus consejas y sus mañas para vengarnos del culpable de estas penas nada tuya, nada, nada.

Nadie, sin embargo, se atreve a despertar al tigre, al león, y ni siquiera puede estarse firme ante cualquiera de ellos.

Por eso me retracto, Señor, pues no te reconocía, boca torcida, en el mascarón de proa de la nave que nos lleva.

Así como el poema En el regazo de la Virgen está asociado a un culto muy posterior al Nuevo Testamento y a los primeros siglos del cristianismo —no sabríamos decir cuándo nace— que llegará a ser tan fundamental como éste, puesto que lo completa con el aporte femenino, Imitación de Job, como su nombre lo indica, se refiere al Antiguo Testamento, es decir al judaísmo primigenio. Este Libro de Job nos atrae particularmente: hay en él una mise en scène de la oscilación divino-demoníaca, a tal punto que YHWH aparece como en complot con Mammon, como su otra faz; o, para ser más exactos, como su otro yo8. Complot, cólera, crimen, masacre, tentación, enfermedad, destrucción por el fuego, todos estos elementos son desplegados y encuentran su justificación en este extraño libro. Recordemos: «Enviaré mi Hálito, sangre y fuego» (Joel 3, 3); y también: «Dios vendrá con el Fuego» (Isaías 66, 15). En cuanto al poeta, que canta y ora, parece decir: «En la noche total tiendo mis brazos hacia Ti, para que tu Rostro sea sensible al grito de mi poema.» Ya hemos sugerido que este grito, como el grito de Munch, puede referirse al hombre moderno que surge con la Revolución francesa, cuando el Ciudadano, el hombre nuevo, desplaza a la divinidad y se auto-entroniza. Paulatinamente, Dios se retira del mundo; este abandono genera una degradación ontológica, eso que Heidegger llama «el olvido del ser». En cuanto al pobre Job, como se sabe, llueven sobre él una calamidad tras otra; primero son víctimas los siervos, luego las ovejas, luego los hijos (Job 1, 15-16), hasta que por fin YHWH-Beelzebub lo ataca en su propia carne. ¿Por qué el poeta piensa en Job?… Entre poetas y locos, más valdría preguntarse quién no ha sido Job, Ulises, Homero, Doctor Jekyll y Mister Hyde, ángel, demonio, cristo, dios y diablo... Hay un pasaje en Hebreos parecido al final de Macbeth, cuando en el teatro es mejor no sentarse en primera fila, para que no lo salpique a uno la sangre; parecido, también, a la grandiosa masacre de pretendientes al final de La Odisea. Lo transcribimos para nuestro perverso deleite literario (que se nos pase la transcripción): «He aquí la razón por la cual la primera alianza fue inaugurada con sangre. Moisés, luego de haber pronunciado delante de todo el pueblo los mandamientos de la ley, tomó (entre sus manos) la sangre de los becerros y los machos cabríos; la mezcló con agua; tomó la lana escarlata, el hisopo, y asperjó sangre sobre el propio libro y sobre todo el pueblo, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza que Dios ha ordenado para vosotros.»  Igualmente, aspergió el tabernáculo con sangre, así como todos los utensilios de culto. Es que casi todo, según la ley, debe ser purificado con sangre, y sin efusión de sangre no hay perdón.» (Hebreos 9, 18-22).

En Imitación de Job, felizmente, el poeta ora a otros dioses… que se nos permita, para cerrar esta parte, otra jalada de orejas lupinas, en esta nuestra obstinación por establecer vasos comunicantes que le den cierta claridad a nuestros delirios. La pregunta-verso (¿Rebuzna el onagro junto a la hierba?) nos hace pensar en el burro de Góngora (perdón).

Duélete de esa puente, Manzanares,

Mira que dice por ahí la gente

Que no eres río para media puente,

Y que ella es puente para muchos mares.

 

Hoy, arrogante, te ha brotado a pares

Húmedas crestas de tu soberbia frente,

Y ayer me dijo humilde tu corriente

Que eran en marzo los caniculares.

 

Por el alma de aquel que ha pretendido

Con cuatro onzas de agua de chicoria

Purgar la villa y darte purgado,

 

Me di cómo has menguado y has crecido,

¿cómo ayer te vi en pena y hoy en gloria?

—Bebióme un asno ayer, y hoy me ha meado.

 

IV (PICARESCA)

Si todo esto os excita al estudio de la filosofía,
no oiréis mezclar a nuestras alabanzas nada
que os sea extraño, y quien quiera elogiaros
tendrá que decir de vosotros lo que Aecio,
al principio de su Philoctetes:
«Héroe glorioso, salido de patria obscura;
tu nombre es célebre, tu alma está llena de sabiduría,
tú guías a los Griegos y sabes vengarles de Ilión, hijo de Laertes…

Lucio Apuleyo

 

Antes de seguir divagando y tironeando por las orejas (auribus tenere lupum) la excesiva información con la que salpimentamos nuestro estudio, pedimos indulgencia comprensiva por su inesperada dimensión, por su volumen y gordura. Repetimos: estas cosas nos han sido posibles gracias a la Internet. La única maña consiste en hacer clic con la manito en el nombre o tema precisos, que conducen a otros, y estos a otros nombres o temas afines o que sean susceptibles de concordar con lo que deseamos decir sin complicarnos la vida, y así sucesivamente, ad infinitum. Ahora, lector, avive el seso y despierte. Recordemos los principales rasgos y la trama de La Odisea (manito, clic), aunque lo mejor sería leerla sin apuro, o releerla. Ulises, rey de Ítaca, es un héroe de La Ilíada (manito, clic), una especie de pícaro, de pendejo, pródigo en mañas, triquiñuelas, sutilezas y astucias: se las sabe todas. Su hijo Telémaco lo busca con cierta desesperación. El héroe, que se anda relajando con la ninfa Calypso (manito y clic, si uno está interesado en ninfas y temas afines), es liberado por orden de Zeus (manito, clic). Trata de volver a Ítaca contra la voluntad de Poseidón (manito, clic, etc.), el dios de los mares y océanos, quien, probablemente celoso, trata de impedírselo. Siguen variadas peripecias. Ulises llega a tierra de los feacios. Les cuenta y los maravilla con sus historias —es un gran contador o cuentista, eso que los franceses llaman un beau parleur—: la historia de los Cíclopes, la historia de las Sirenas, la historia de los Lotófagos, la historia de los monstruos marinos Escila y Caribdis. Gracias a la oportuna intervención de Atena, logra por fin, al cabo de veinte años, volver a su patria bienamada. Junto con Telémaco, procede a un espectacular exterminio de los pretendientes, tremendos camarones y serruchadores de piso que han dilapidado su hacienda. Penélope, en efecto, le ha sido fiel… a su manera, según la usanza de estas épocas maravillosas, divinas: no olvidemos que por entonces, los griegos y también las griegas, mortales e inmortales, no se andaban con remilgos y eran pese a todo seres normales, o sea dados al placer de los sentidos. Ulises recupera a su Penélope —seguramente en la flor de la cuarentena— y restablece su poder como rey de Ítaca. Punto final.

Podemos, con justificada envidia, considerar al gran Ulises como una especie de fornicador o amante de diosas. Tampoco hay que olvidar que los griegos eran machistas — como los romanos, los hebreos, los chinos, los africanos y otros — y medio misóginos. Por ejemplo, tenían prohibido a sus mujeres la entrada al teatro: «Al menos así, algo podemos escuchar», decían los muy pendejos9. El amor, tal como es conocido en Occidente, era considerado como una enfermedad mental o demencia… pasajera para unos, definitiva y mortal para otros… En fin. Que Ulises haya sido cornutto, según nuestras concepciones en la materia que rezuman un espeso jugo judeocristiano, pasa, se acepta. Pero esta confrontación de valores, precisamente, es lo que nos separa, ay, de aquellas épocas…

En Ítaca, cuando éramos todos parientes cercanos de los dioses.

E introduce así, con un adjetivo de gran resonancia, esto de la picaresca tal como la entendemos en una concepción actualizada del género. Creemos igualmente que es éste, así como la poesía de un San Juan de la Cruz, la poesía de un Fray Luis de León, uno de los principales legados del genio literario del mundo hispano al que, quiérase o no, también pertenecemos en parte, «genio» o como se llame que también tenemos, por eso somos unos grandes pendejos, casi como el propio Quevedo. Ahora, un poco de seriedad leyendo el epitafio de este maestro del paleolítico inferior:

Pondrán en mi sepultura,

A mi dolor, lisonjeros

Epitafios, si acreditan

Pasión de alto empleo.

Dirán: «Yace un polvo amante,

Castigado por soberbio,

Y un difunto presumido

Del castigo que le ha muerto.

Debe ser eso del famoso «polvo enamorado», los únicos polvos dignos de recuerdo, por cierto. Y ya corriendo el peligro de ponernos pesados con esto de las citaciones, le dejamos la palabra —jugosa— a don Luis Vélez de Guevara:

Yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo truje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la copana, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volantines, los saltambancos, las maesecorales y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

En el poema Homero, el adjetivo cornutto es —a nuestro entender— barroco, culto y desmesurado. La exageración o desmesura consciente es un procedimiento literario, Góngora era un experto en la materia. Con el dolor de nuestro corazón, no nos queda más remedio que dar un vistazo al soneto citado líneas arriba para sustentar lo que afirmamos utilizando la misma maña o truco. En ese poema (soneto XXXIX), Góngora se dirige al río, un sujeto de apellido Manzanares: lo antropomorfiza para mejor burlarse de él, esto es el colmo, pues lo considera modesto, ínfimo en comparación al monumental puente de Segovia. Le chismosea con cierta perfidia que eso anda diciendo el vulgo, que Manzanares es un enano (mira que dice ahí la gente / que eres río para media puente, / y que ella es puente para muchos mares.), un riachuelo raquítico. Este último verso es el nec plus ultra en este procedimiento de la exageración, por eso la literatura es grandiosa… ¡Puente para muchos mares! Si tal fuera el caso, nuestros tíos españoles hubieran podido, al menos, construir un puentecito sobre el Estrecho de Gibraltar, estilo puente de San Francisco… así como los ingleses, en contubernio con los franceses, han logrado cavar un túnel bajo el Canal de la Mancha, ahora se puede ir a la tierra de los Beatles y de los Rolling Stones en un tren de alta velocidad, confortablemente instalado junto al wagon-bar. No estamos seguros de dejarnos entender… imaginar que pueda existir un puente «para muchos mares», sinceramente, el tío Góngora se pasa.

 

V.- CONCLUSIÓN

Oh, alma mía, intenta ya tan sólo lo imposible, diríamos agrandando el reverso de la frase de Píndaro, y lleva la poesía a su resurrección, ya que el conocimiento posible se ha convertido en Ouroboros y baila como la serpiente ante la flauta del Maligno.

Lezama Lima

En algún lugar hay un gran incendio: es el incendio del ser. Los artistas son gente que, desde el inicio de los tiempos, es decir desde la invención de la palabra escrita (¿en Sumeria?), se pasan y hacen pasar a otros baldes de agua, que también son mensajes, para tratar de apagarlo. El mensaje puede ser equívoco, enigmático, angustioso —un balde de agua helada— como el balde que se pasan esas mujeres de genio: Lady Winchelsea se lo pasa a Virginia Woolf, que se lo pasa a Sylvia Plath, que se lo pasa a una poeta argentina cuyo nombre no recuerdo, que a otras lo ha de pasar, y así sucesivamente.

No me obstino en demostrar nada. A lo sumo, trato de mostrar, partiendo de una tesis que no es de Borges, pero que él expresa de manera inmejorable, a saber, que el poeta, el transmisor (como las radios portátiles), esta especie de rabdomante, no es sino «un amanuense de la Musa». Por si acaso: la Musa es la Palabra, o sea Dios, que también es el Verbo, o sea que Dios es Mujer y Hombre, Hembra y Macho más el Tercer Elemento. Esta divina entelequia hace y deshace; a veces se disfraza de esfinge y, por intermedio de Góngora, dice: «de acémilas de haya no me fío». Pero leamos el poema entero para comentarlo y, de paso, aunque sea jalándole las orejas al pobre lobo, asociarla al nuevo Siglo de Oro que se anuncia en la poesía y la literatura peruana este siglo XXI (Vamos llegando un poco atrasaditos, pero más vale tarde que nunca".) Cedemos la palabra a don Luis de Góngora y Argote, ese mago perverso de la Antigüedad.

El Conde mi señor se va a Nápoles

Con el gran Duque. Príncipes, a Dío;

De acémilas de haya no me fío,

Fanales sean sus ojos o faroles.

Los más carirredondos girasoles

Imitará siguiéndoos mi albedrío,

Y en vuestra ausencia, en el puchero mío

Será un torrezno la Alba entre las coles.

En sus brazos Parténope festiva,

De aplausos coronado Castilnovo,

En clarines de pólvora os reciba;

De las orejas yo teniendo al lobo,

Incluso esperaré en cualquier misiva

Beneficio tan simple, que sea bobo.

Donde se cuenta una pequeña historia, de resonancias medio agoreras y finalmente pecuniarias (Góngora es el protegido del Conde; por eso, al final del soneto, el poeta habla de plata). El Conde y el Duque se van de viaje a Nápoles, por vía marítima. El poeta los encomienda a Dios, porque no confía en las mulas de madera que los transportan; estas mulas, comparables en su bestiario metafórico a las famosas «gallinas de los campos celestiales», oscurece el sentido del verso hasta la exasperación, que se agrava —o enriquece, todo depende de la óptica— cuando les pone faros o faroles-ojos, para que mejor se guíen en las probables turbulencias nocturnas del Mediterráneo. Las mulas son los barcos, las galeras reales, ni más ni menos. Pasa luego el poeta, sin transición, a un registro vegetal cuando evoca los girasoles, luego a un registro medio teológico, y luego, carrément, a la culinaria brutal, donde vemos pedazos de tocino flotando en un cocido de coles, mezcla por lo demás suculenta. Más abajo, mitológicamente, se refiere a la Sirena Parténope, que representa o representaba a Nápoles —así como la Sirena de Copenhague—, donde se haya su tumba; Nápoles, donde los nobles soberanos serán recibidos con bombos y platillos, con pitos y flautas. Y, antes de pedir plata, concluye con un cultismo latino «Auribus tenere lupum», o sea, «coger al lobo por las orejas», o sea tener un problemón (de plata), y no saber qué hacer. En este caso, el poeta acepta cualquier pago, pero consecuente a sus esfuerzos («beneficio tan simple, que sea bobo»). Este contenido conceptual o semántico, aunque enrevesado, siglos después, encuentra una especie de correlato contrario en los versos diáfanos de un poeta peruano que ya hemos evocado, pero que repetimos entero:

Extraviado en la navegación de cabotaje, sin más horizonte que los breves días que le quedan, lo han visto este verano mercadear en varios puertos.

Casi ciego buscaba tocino no lejos de Marsella, arenques magros en Tánger, anchoas en Malta, pasiones suyas y ajenas por donde iba.

Viejo y lacónico, cada palabra suya está cargada de mundo. Mucho mundo y unas cuantas gotas de amargura.

¿Ulises? —Un verdadero cornudo.

¿Telémaco? —¿Qué queréis que os diga de los hijos de papá?

Oh, Musa, no ha dejado de soñar con la Penélope de ojos negros que una mañana dejó en Ítaca hace ya tantos siglos.

En Ítaca, cuando la mar anunciaba azotes de invierno.

En Ítaca, cuando éramos todos parientes cercanos de los dioses.

Que también acude a varios registros, que también transcurre —¿coincidencia?— en el Mediterráneo, donde aparecen elementos de navegación, donde hay reflexión filosófica sobre la vida breve, donde se enumeran peces, víveres y puertos del Mare Nostrum (incluyendo al delicioso «torrezno», o sea tocino, pero sin coles), y donde cierta leyenda que puede ser personal acude a la mitología de la literatura griega. Por este barajar de elementos, hemos hablado de nuevo barroco.

Hace poco, leyendo algunos pasajes de la Poética de Aristóteles, medio me encrespé por las categóricas aseveraciones que se hacen en esta obra respecto al arte poética; ahora, meditando un poco más, ya con la cabeza fría, sobre el tema, veo en qué medida el sabio tiene razón —pero no sólo de ésta vive la raza de hombres-poetas, y a esto viene mi reflexión divagante—. Pertenezcan a cualquier cultura, continente, país o etnia; pertenezcan a cualquier siglo, desde el glorioso compositor de la Epopeya de Gilgamesh, probablemente el primer poema de esta mezcla de vieja horrible y mujer hermosa que es la humanidad, hasta nuestros días, el poeta de raza es el que pasa el balde de agua; y, «de alguna manera» (que diría el tío Borges), que me resulta difícil explicar razonablemente, es como si fuera una raza dentro de la raza: una «metarraza» (así como hay un metalenguaje, un lenguaje dentro del lenguaje). Y si bien los análisis del preceptor de Alejandro de Macedonia resultan difíciles de digerir, hay que masticar despacio, acompañar el plato algo pesado, super-calorífico, con el vino correspondiente —un Côtes du Rhône, por ejemplo— y terminar de empujarlo hacia el laberinto intestinal con un trago seco (uno solo, de preferencia un Armagnac), donde ha de diluirse despacio antes de transformarse en algo así como sangre creativa, sangre semántica nueva, muy rica en todo tipo de vitaminas, minerales, aminoácidos. No hay producto de arte más original, más digno de sí, incluso de pronto más dueño de sí, más conocedor de sus propios medios expresivos, de sus limitaciones y posibilidades, que este nuestro arte: el que consiste en alimentarse de los otros, de los predecesores (no se deje impresionar el lector, estoy copiando para ejercitarme, pero no diré de quién se trata), de preferencia de los que cada quien considera más grandes, más dignos de ser imitados. A estos grandes predecesores es preciso devorarlos literalmente, como aplicados caníbales, con zapatos y todo: ellos han procedido de manera idéntica, todos sin excepción. Sin Boccaccio, ¿qué hubiera sido de Geoffrey Chaucer? Shakespeare parece haber devorado tan meticulosamente a todos sus oscuros predecesores que ya no queda ni traza de los pobres. Shakespeare, de quien algunos seriotes que nada entienden del tono festivo y burlesco, por ejemplo, de Las alegres comadres de Windsor, se atreven a decir que otra obra (La fierecilla domada, creo, pero no estoy seguro), está basada en el cuento 35 de El Conde de Lucanor del Infante Juan Manuel. Pourquoi pas, finalement? Sin Eurípides, Shelley no hubiera escrito su Prometheus unbound; sin Píndaro, Hölderlin no sería Hölderlin. Y ¿sin Plutarco? Pues quedan «de alguna manera» eliminados Michel de Montaigne, Montesquieu y Rousseau, esos grandes comelones. El caso de Joyce necesita más atención, pero sin Homero ¡pobre Ulysses! Aquí nos detenemos 1) por ser la lista demasiado larga…aunque… sin Céline, sin Henry Miller ¿qué sería de Philippe Sollers? Y 2) porque es como decir: ¿Y si mi abuelita estuviera viva? En nuestra opinión, lo mejor es comer de todo; eso sí, cada quién elige el menú según el gusto e inclinaciones gastroliterarias personales. Pero volviendo a los copiones —el escriba reivindica dicho status a voz en cuello— podemos decir, sin afirmarlo categóricamente puesto que no tenemos esta vocación, que el gran arte literario —la gran arte poética— es aquel cuyas imitaciones son por así decirlo legítimas, dignas y soportables; el arte que no es destruido por éstas, ni éstas por él —que también puede ser el caso, así como la religión de los vencidos se impone al imperio que los sojuzga: el cristianismo en la Roma de Constantino, el Islam en Turquía-Constantinopla. Volviendo a lo de la digestión, diremos, con palabras de Paul Valéry pero con ideas que también son nuestras, que «el león está hecho de borrego bien digerido» (le lion est fait de mouton bien digéré)10, aunque en nuestro caso —somos borregos con dientes afilados— es al revés. Otra cosa: los hombres-poetas podemos considerarnos como los herederos de una inmensa fortuna inagotable, por eso podemos despilfarrar sin la menor preocupación, no hay el menor riesgo de volver como el pobre hijo pródigo, flagelado y con el rabo entre las piernas, a la mansión de ese viejo insoportable, colérico, presuntuoso, moralista, asexuado, sanguinario, y que sabe todo además. En materia de arte, hay que gastar hasta el derroche, o sea, tirar la plata por la ventana —como dicen los franceses, por lo general ahorristas— hasta el hartazgo del despilfarro. Repetimos: nuestra fortuna es inagotable como los mares y los océanos, como los desiertos y las cordilleras, como un millón de generaciones del mismo banco suizo mejor surtido. Nos ha sido transmitida, preciosamente, de generación en generación, de padres a hijos, de hijos que serán padres, de otros hijos —cada quien con su balde—, ad infinitum, mientras dure el circo que, debemos reconocerlo, no está nada mal pese a todo. El origen de esa fortuna prodigiosa se pierde en la noche de los tiempos; tanto así que ya se borró el recuerdo de los que lograron amasarla, como se dice (como si la plata fuera masa), sólo nos quedan unos cuantos nombres. El problema es que algunos de los posesores, pasados y actuales —no es el caso de Nájar, felizmente— creen que es propiedad privada; esta fortuna no es privada en absoluto. Es de todos y para todos. En gran parte, es obra de nuestros predecesores, de nuestros ancestros espirituales y nosotros somos los encargados de transmitirla, nada más. Gratis. Totalmente gratis. En especial, a los que más la necesiten. Amén.

Domaine de la Trévaresse, 19 de marzo del 2007

* * *

 


Notas

  1. José Lezama Lima, Introducción a los vasos órficos.
  2. Pensamos en los cátaros. Estos afirmaban la «existencia», en las vidas privadas de Dios, de una Nada o Vacío. Así,  el conocido pasaje de Corintios (I, 13, 12) «Si no tengo amor, no soy nada», era entendido por estos sublimes herejes como: «Si no tengo amor, soy la Nada.»
  3. Con la excepción del Cristo moreno, el Señor de los Milagros, que contiene a Pachacámac, a un dios africano probablemente angolés, y al Cristo.
  4. De los evangelios no canónicos o apócrifos, recomendamos al curioso la lectura del Evangelio de Tomás, y el recientemente descubierto: el Evangelio de Judas.
  5. Sobre el poemario Ónix, de Mariela Dreyfus.
  6. Esto de «Príncipe de la vida», a nuestro juicio, corresponde a una visión positiva de un Cristo glorioso, resurrecto, vivo, no al clavado en la cruz.
  7. Sobre los poemarios Eucaristía, de Róger Santiváñez, y Versos Líquidos, de Jorge Torres Medina.
  8. Como la novela Doctor Jekyll and Mister Hyde.
  9. «Jésus leur dit:
    Lorsque vous ferez le deux Un
    Et que vous ferez l’intérieur comme l’extérieur,
    L’extérieur comme l’intérieur,
    Le haut comme le bas,
    Lorsque vous ferez du masculin et du féminin un
    Unique,
    Afin que le masculin ne soit pas un mâle
    Et que le féminin ne soit pas une femelle,
    Lorsque vous aurez des yeux dans vos yeux,
    Une main dans votre main,
    Et un pied dans votre pied,
    Une icône dans votre icône,
    Alors vous entrerez dans le Royaume.»
    (L’Evangile de Thomas, Editions Albin Michel, 1986)
  10. También dice Valéry, aunque medio se le pasa la mano: «Un homme qui n’a jamais tenté de se faire semblable aux dieux, c’est moins qu’un homme.» (Choses tues, Librairie Gallimard, 1932)

 

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rodríguez Liñán, Miguel: «Elementos del Siglo de Oro y otros» , en Ciberayllu [en línea]

706 / Actualizado: 03.05.2007