Ensayos

Ciberayllu
1° julio, 2007

Los ríos profundos y el discurso andino*

Mario Mantilla Canchari

 

En 1958, José María Arguedas publica su obra cumbre Los ríos profundos. La prosa de su libro, aparentemente simple, sus capítulos descontinuados y la profusión de cantos confunden a un lector inadvertido. No fue una obra exitosa cuando se publicó. Ángel Rama subraya que le costó veinte años a la crítica peruana el reconocer su valor y un tanto igual para que la crítica latinoamericana le atribuyera un puesto singular entre nuestros más famosos escritores. Sin embargo, se torna difícil comprender su significado o entender su sentido trascendente, porque algo sustancial emanaba del texto de la novela. Como resultado de ello y antes que desentrañar su sentido, la crítica latinoamericana se abocó principalmente a clasificarla. En ese intento, amén de congraciarse con el lirismo y belleza de su prosa, la crítica intenta ubicarla en el espectro de la literatura indigenista o neoindigenista, posición que se haya entrecruzada por los diversos marcos de estudio con que se le aborda, sean estos sociales, políticos, literarios y, en definitiva, ideológicos. Pero esta clasificación no logra acercarnos a su trascendente significado. Y es porque en Los ríos profundos, José María Arguedas nos trae una visión profunda de la cultura andina y nos devela los principales elementos  de su cosmovisión. En Los ríos profundos está cifrado un discurso que contiene un orden de valores, otra ética, otra moral, otras normas sociales. Este discurso es distinto al orden del discurso hegemónico, pues es vertido desde otra cosmovisión del mundo. Aceptar este discurso alterno significa anclar la identidad latinoamericana en su raíz  para que sea expresión de los valores de la cultura indígena.

 

Perspectivas de estudio de Los ríos profundos por la crítica Latinoamericana

Desde su publicación, Los ríos profundos  levantó un sinnúmero de comentarios elogiosos por la crítica latinoamericana. José María Arguedas es considerado «uno de los más grandes escritores latinoamericanos» (Cortés 14); que alcanza la culminación de su creación artística con Los ríos profundos (Rodríguez-Peralta  226); gracias a la riqueza de su relato que contiene «un lirismo inigualado en su intensidad y transparencia» (Escobar, Patio 297). Elocuente es el elogio que hace Fernando Alegría de la obra de José Maria Arguedas:

Los ríos profundos (1958) consigue reflejar el alma que se esconde detrás de otra alma en la majestuosa y torturada existencia de las sierras cuzqueñas. No hay parangón para su arte: pudiera relacionarse con el barroco de Asturias y de Carpentier, pero tal relación se basaría en un parentesco racional y no lingüístico ni anímico. (261)

Fernando Alegría abunda en elogios para la obra de Arguedas: «Arguedas describe sus ambientes con prolija objetividad y economía de elementos; no se desborda jamás» (261-2).

Pero puede decirse que en lo único que hay uniformidad con respecto al abordaje de Los ríos profundos es en las alabanzas y cumplidos que se le otorga. La discrepancia se manifiesta cuando la crítica acomete la tarea de clasificar la novela.

La crítica literaria latinoamericana trata de situar la obra de Arguedas dentro de la clasificación tradicional que se le asigna a las obras que acogen como tema al indígena. Así, algunos críticos la consideran una novela indigenista. Como John Brushwood, quien dice que Arguedas expresa la vitalidad de la cultura indígena y su herencia de los valores quechuas (229-30). Por su parte, Anderson Imbert, aunque señala  que Arguedas describe el mundo mágico y el sentir del indígena desde su propio mundo, niega que sea una obra indigenista (272). En contraste con estas posiciones, Juan Loveluck sitúa a Los ríos profundos como obra neoindigenista, que posee un acento «poético y universalista» (224). De otro lado, Reynaldo Jiménez, que define el indigenismo como un conjunto de obras que trata sobre el mundo indígena americano y su defensa por la injusticia y atropellos que sufre, aduce que Los ríos profundos escapa a esta consideración del indigenismo. Arguedas, al abocarse a «la descripción y explicación del destino de la comunidad total del país», cae dentro del concepto de neoindigenismo, que es la plasmación literaria de la realidad indígena con propósitos totalizadores (104-5). Por su parte, Martín Leinhard afirma que el indigenismo de Arguedas se separa del modo en que tradicionalmente lo han hecho los consagrados escritores indigenistas, quienes asumieron la voz de los explotados. Según  Martín Lienhard, Arguedas abandona ese modo paternalista de tratar a los indígenas. Arguedas no asumiría la voz de los explotados: sería la propia voz del indígena, porque «en sus obras hay una afirmación constante de una expresión cultural de los campesinos quechuas» (Vigencia 16). A su vez Fernando Alegría califica a  Arguedas como «el representante máximo del nuevo realismo hispanoamericano» (261). Por otro lado, Edgardo Rivera Martínez, en su ensayo «Arguedas y el neoindigenismo», hace una síntesis de la ubicación que se ha dado a la obra de José María Arguedas, en el espectro que va del indigenismo al neoindigenismo. Este espectro incluye la atribución de la obra de Arguedas al indigenismo ortodoxo hecha por Tomas Escajadillo; la posición dual que le atribuye William Rowe; y la de  indigenismo parcializado que le aduce Ángel Rama. Particularmente, Rivera Martínez coloca a la obra de Arguedas entre las dos corrientes, esto es, entre el indigenismo y el neoindigenismo:

Ajeno a todo exotismo, como que hablaba a partir de una experiencia íntima y personal, desde el alma del hombre andino, como se ha subrayado muchas veces, su narrativa fue tour a tour, y a la vez de modo recurrente, narrativa de denuncia, de desvelamiento, de protesta. Fue luego propuesta simbólica de rescate y salvación. Y voz de alarma, desesperada, angustiada, en El zorro de arriba y el zorro de abajo. Narrador, pues, que pertenece por múltiples razones tanto al indigenismo clásico como a un neoindigenismo en evolución, y defensor siempre, en todo momento, de los oprimidos y marginados. (56)

Alberto Escobar es otro crítico que se suma a la tarea de clasificar la obra de Arguedas. Escobar dice que Arguedas fundamentalmente aboga por denunciar el orden social que constriñe al indígena y combate el estereotipo de lo andino, propagandizado «por la literatura y la cultura oficiales, es decir urbanas o europeizadas» (283). Por su parte Rudolf Grossmann considera a Los ríos profundos como representante de la novela social indianístico-indigenista y la novela neorregional (625). Algunos críticos, parecen rendirse en el intento de catalogar la obra de Arguedas, tal como Silvia Nagy-Zekmi quien no tiene otra opción que encasillarla en el neoindigenismo:

La obra de José María Arguedas trae innovaciones fundamentales con respecto a la perspectiva narrativa, y las técnicas literarias y lingüísticas. Por esa razón la consideramos entre los autores neoindigenistas, aunque estamos conscientes de que la «clasificación» de Arguedas dentro del indigenismo es problemática. (8)

En lo concerniente a la temática, Roland Forgues afirma que Arguedas vuelca el mundo andino en su obra no siendo indio sino blanco (31). En este punto, en la caracterización de hombre blanco que se hace de Arguedas, el discurso occidental se vale de este artificio racial para negar la posibilidad gnoseológica de acceder y expresar el mundo indígena. Comulga con esta idea Rama, quien afirma que Arguedas sería una especie de agente de contacto entre las dos culturas, la hispánica y la indígena. Para Rama, Arguedas queda absorbido por la cultura indígena, «hace suyas sus componentes intrínsecos y se transforma por lo tanto en un blanco aculturado por los indios» (Transculturación narrativa 209). Pero no es necesario ser indígena para expresar el mundo indígena. Ése es el aserto que comparte Francisco Morales Padrón con Adolph Caso: «indio es todo aquel que se sienta pertenecer a una comunidad indígena» (23). Julio Ortega afirma que los mismos indigenistas no tomaban en cuenta el carácter biológico o racial del individuo para considerarlo indígena:

Son indígenas quienes poseen predominio de características de cultura material y cultural peculiares y distintas de las que hemos dado en denominar «cultura occidental y europea»; podrán ser somáticamente indígenas, podrán ser mestizos y aún individuos de procedencia blanca (hay casos, aunque en reducido número) que por circunstancias ambientales se adaptaron a través de varias generaciones a la vida y costumbres del grupo aborigen con el que viven. Para el indigenista todos estos sectores de población son «culturalmente indígenas» por tanto entran dentro del círculo de sus preocupaciones. (262)

Este enunciado podría explicar el caso de Arguedas, un mestizo blanco, que convive con una comunidad indígena, que asume las costumbres, tradiciones y creencias del pueblo indígena y que por último lo condensa en su creación literaria. Casi en este mismo sentido se manifiesta el crítico Carlos Meneses, quien dice que a partir de la publicación de Los ríos profundos, a Arguedas «se le comienza a considerar más que como un escritor indigenista, como a un verdadero escritor indígena» (29). Se aúna a este pensamiento Jorge Lafforgue, quien califica a Arguedas como «sustancialmente un quechua» (26). En otras palabras, según estos críticos, Arguedas es un escritor indio; no por su condición racial, sino porque se identifica, vive y participa de la cosmovisión indígena.

De todos modos se debe reconocer el papel que jugó y juega el indigenismo en su reclamo por respeto y justicia que aspira para el indígena, la valoración de sus costumbres y tradiciones. No sólo el indigenismo, sino toda corriente que defienda al indígena debe ser reconocida como un aporte. Sin embargo, se debe precisar su limitación sustancial: el carácter primariamente reivindicativo y asimilativo que promulga. Julio Ortega lo resume diciendo que el indigenismo

[…] aspiracon gran espíritu de justicia— a que la aculturación o transculturación de los grupos aborígenes se haga parcialmente de tal forma que sean sustituidos todos aquellos rasgos o caracteres nocivos y perjudiciales; pero en cambio lucha por conservar, incrementar, mejorar y enriquecer otros rasgos de los que los indígenas pueden sentirse orgullosos: el arte en sus múltiples manifestaciones (lacas, cerámicas, tejidos, etc.), las pequeñas artesanías domésticas, el sentido de respeto y reconocimiento hacia sus propios gobernantes, el espíritu cooperativo y de comunidad en el trabajo, el sentido moral, etc., son otras tantas manifestaciones que el movimiento indigenista cree debe mantenerse. (205)

Ésta es la propuesta paternalista y modernizante que Los ríos profundos rebasa. Y es que  los ensalzadores comentarios y sesudos estudios críticos soslayan la verdadera conmoción que causó Los ríos profundos en la crítica latinoamericana, que pasa apuros al tratar de entender y clasificar la obra de José María Arguedas «que subvierte el orden de la literatura hispanoamericana y —como consecuencia— el sistema de la crítica» (Cornejo Polar, «A modo de introducción» 16). Esta frase sintetizadora de Antonio Cornejo Polar resume la problemática de la crítica latinoamericana que no sabe como designar a la obra de Arguedas.

 

Estudio de Los ríos profundos desde un marco discursivo

La designación o clasificación de una obra literaria opera como un procedimiento de control dentro del orden del discurso. Michel Foucault argumenta que el orden del discurso ejerce un sistema de exclusión mediante procedimientos internos «que juegan un tanto en calidad de principios de clasificación, de ordenación, de distribución» (25). Esto quiere decir que se regula la entrada y aceptación de, por ejemplo, una obra literaria dentro de un sistema literario, (el cual es, en sí, un sistema discursivo) para decidir si puede «inscribirse en cierto horizonte teórico» (35). Por eso, la clasificación de Los ríos profundos es importante para el orden del discurso; pues mediante procedimientos de asignación, agrupación y encasillamiento tamiza y controla su discurso. Entonces, se debe ampliar el marco de estudio; no limitarlo solamente a un enfoque literario, sino a un referente más amplio, que abarque otras áreas. Así, puede ampliarse a un marco político, ideológico y cultural,y, al final, extender su estudio al marco donde se sintetiza todo el conocimiento: el discurso occidental.

Bajo este marco referente discursivo ampliado, cabe preguntar: ¿es posible que Los ríos profundos sea parcialmente cada una de estas clasificaciones? ¿qué no sea ninguna de ellas?, ¿o es porque la crítica revela una inconsistencia para clasificar a Los ríos profundos? El problema no está en el objeto de estudio (Los ríos profundos), sino en el sujeto que lo estudia (la crítica). El problema reside entonces en la crítica, en los postulados en que se basa, en los parámetros que usa para estudiar Los ríos profundos. Y todos estos elementos están estructurados dentro de un sistema discursivo que determina la valoración y estudio de una obra literaria cualquiera.

En síntesis, ¿qué significa el discurso occidental? Definamos primero qué es el discurso. Peter Barry, en Beginning Theory. An Introduction to Literary and Cultural Theory, dice que el discurso no es un modo de hablar o escribir: es un sistema mental e ideológico que envuelve el pensamiento de todos los miembros de la sociedad en general (176). Teniendo esa definición como premisa, cabe preguntarse ¿cómo se genera el discurso? Según Michel Foucault, «en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros […]» (14). Para este fin, la sociedad crea un sistema de exclusión (18). Este sistema de exclusión manifiesta tres maneras de regular la palabra; lo prohibido o lo «que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia» (14); el de marginación o la palabra que «es considerada nula y sin valor» (16); y el de la voluntad de verdad o de la aceptación de las palabras «que están sostenidas por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompañan en su vigencia y que finalmente no se ejercen sin coacción y sin cierta violencia» (19). Todos estos sistemas de exclusión ponen en vigencia una voluntad de poder del discurso dominante sobre toda la humanidad (24).

Un ejemplo de ello es el discurso occidental en América. Es decir, al tiempo de la conquista de América, la civilización occidental consolidaba su dominio y elaboraba un discurso que sustentaría su expansión  por todo el mundo. Para ello, crea un arbitrario y artificial sistema de valores que es consistente y coherentemente lógico dentro del sistema que occidente crea para dominar el mundo y que lo plasma en el discurso. Por ello, a la llegada de los europeos a las costas de América, al producirse el «choque de civilizaciones» (Montaner 187), no sólo se enfrentan dos ejércitos, dos culturas, dos visiones del mundo; también se enfrentan dos discursos diferentes. Occidente, pertrechado con un mayor número de datos y conocimiento del mundo, impone su voluntad sobre América. Para Occidente, el aforismo «el conocimiento es poder» se torna real en la práctica. Pero como afirma Arthur Whitaker en su libro Latin America and the Enlightenment, lo que se busca con la adquisición de conocimiento, es asegurar el poder y el sistema político, que es lo que posibilita que la Ilustración alcance gran desarrollo en Iberoamérica (6). Entonces, este conocimiento organizado en un discurso inscribe la cosmovisión de la cultura de occidente y, al expandirse por todo el mundo, arrolla las cosmovisiones de otras culturas.

La cultura andina y en general las culturas indígenas de América estructuraron un conjunto de enunciados que colisionaron con el discurso occidental. El discurso occidental se aboca a tomar control del contenido de esos enunciados, ya que éstos atentan contra el orden que pretende establecer. El discurso occidental no admite enunciados que, en palabras de Foucault, sean «violentos, discontinuos, batalladores, desordenados y peligrosos» (51). Por eso es que el discurso somete a las culturas indígenas a un sistema de exclusión que las desvaloriza y que califica sus enunciados como falsos. Por el contrario, sanciona como verdaderos los predicados que son generados siguiendo «cierto número de reglas» (sancionadas por el discurso) y a la par que «seleccionan a los sujetos que pueden hablar» (39). A través de estos procedimientos, el discurso delinea el tratamiento que se dará a las expresiones culturales de los pueblos indígenas.

Estos procedimientos de exclusión que el discurso opera contra las culturas indígenas, explica por qué frente a la tradicional oralidad que cultivan los pueblos americanos, se antepone la escritura como único medio de transmitir y generar discursos válidos. Esta característica la describe Foucault como «la singularidad fundamental» que el discurso «concede desde hace ya mucho tiempo a la "escritura"» (42).

No es extraño que el lenguaje escrito haya sido erigido como el único medio viable para la intercomunicación y codificación de las reglas, normas, procedimientos, estatutos, reglamentos y leyes que sustentan todas las instituciones sociales y que se inscriben en el discurso. Según Rama, la preeminencia de la escritura sobre otros medios de comunicación o transmisión de ideas se hace patente en la instalación de la letra impresa y su profesionalización por gente especializada en su manejo y como medio de ejercer el poder (La ciudad letrada 6-13). Roberto González Echevarría, en su libro Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, dice que entre todos los pueblos colonizadores de los tiempos modernos, los españoles fueron los que más mentalmente estaban imbuidos por la legalidad. González Echevarría dice que los documentos legales cubrieron el nuevo mundo. Agrega que los generadores de estos documentos fueron los letrados, o sea escribanos, notarios y demás miembros de la burocracia encargados de escribir, copiar y almacenar estos documentos (48). España estaba pues dotada de un arma que dominaría a los habitantes indígenas de América antes que los conquistadores desembarcaran; no por la espada ni por los cañones, sino por medio de la escritura.

La escritura no sólo sirvió para que occidente institucionalizara un orden. Martín Lienhard, en «Writing and Power in the Conquest of America,» aduce que la escritura sirvió para impulsar la práctica exploratoria y expansionista de los conquistadores europeos. Agrega que los discursos generados para implementar la expansión y colonización de América, como el «requerimiento», las «capitulaciones» y las «Leyes de Indias», no dependían del tiempo ni del espacio; por medio de la escritura, podían movilizarlos y ejercer su práctica. Afirma que, a través de una serie de prácticas coloniales, los conquistadores europeos querían registrar su poder en todas las áreas posibles del nuevo mundo. Esto se prueba en la práctica que hizo Colón, al cambiar adrede la toponimia del territorio que fue conociendo. En una muestra del exceso a que llegaron en esta práctica escritural, los conquistadores marcaron y escribieron los símbolos del rey en el rostro de los indígenas. Lienhard sugiere por ello que, para los conquistadores europeos, la escritura manifestaba una práctica de toma de posesión. El asentamiento del poder a través de la toma de posesión facilitada por la escritura, significó la destrucción violenta de los sistemas tradicionales indígenas (79-81).

Todos estos conceptos son desarrollados gracias a la acumulación sistemática de información y su almacenamiento en el discurso, los cuales se vuelven leyes y procedimientos inmanentes, con los cuales se regula la sociedad en su totalidad. Y el modo de manipular y conservar esta información en el discurso, es mediante el lenguaje escrito. 

Por consiguiente cabe preguntarse ¿qué significa la cultura indígena dentro del marco discursivo que la cultura occidental ha construido? La cultura andina y en general las culturas indígenas, estructuraron un conjunto de enunciados que chocaron con el discurso occidental en formación. Además, la violencia de la conquista que se aplica a las comunidades americanas, no sólo es física, sino que envuelve una coerción de aceptar un discurso que los despojaba de sus bienes, de sus identidades; ya que «es necesario concebir el discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas» (Foucault 53), en este caso contra una cultura.

Es claro que las culturas indígenas generaron su propio discurso que difería del discurso vigente en Europa. Pero estas culturas no podían ser admitidas porque sus enunciados no estaban en el discurso: no estar en el discurso, significa no cumplir con los requisitos que sanciona el discurso para ser admitido.

Uno de los recursos que usa el discurso dominante para regular y discriminar los discursos en general es forjar categorías formales como «salvaje» y «civilizado,» «cultura superior» y «cultura inferior», «orden» y «caos»: en palabras de Foucault, «son los grandes procedimientos de sumisión del discurso» (45). Todas estas categorías sirven para someter los enunciados, para que puedan ser admitidos en el discurso. Con estas categorías formales, el discurso va tejiendo y apilando innumerables ideologías que pasan a definir la historia de la sociedad: capitalismo, comunismo, socialismo, etc. Simultáneamente, el discurso concibe procesos ideológicos como globalización o modernización, y a la vez diseña instrumentos conceptuales como transculturación, heterogeneidad y utopía, a través de los cuales regulan los discursos alternos. Entonces, las culturas basadas en otras concepciones del mundo, que anidan otros valores culturales —por ende, que difieren del discurso dominante—, son marginadas y combatidas porque atentan contra la vigencia de las premisas jurídicas, éticas, morales, científicas y sociales con que el discurso occidental dirige toda la humanidad.

Es evidente que el discurso occidental se manifiesta estructurado en todas las disciplinas y campos de estudio, en donde y desde donde ejerce un control. De hecho, de acuerdo con Foucault, «la disciplina es un principio de control de la producción del discurso» (38). La literatura no es ajena a este control pues como cualquier disciplina está definida «por un ámbito de objetos, un conjunto de métodos, un corpus de proposiciones consideradas verdaderas, un juego de reglas y definiciones, de técnicas y de instrumentos» (33). De ese modo la literatura está sujeta a un sistema de crítica y análisis  que responde a las determinaciones del discurso occidental.

Este sistema determina el canon o selección de obras clasificadas de acuerdo a los valores culturales que están basados en una visión que se tiene del mundo. Y es esta visión la que se ha condensado formalmente en lo que se llama el discurso occidental. 

Frente a este sistema que rige y regula a la crítica latinoamericana, Los ríos profundos opone un discurso que rebate los intentos de clasificarla y de esta manera abre grietas al marco crítico impuesto por el discurso occidental. Primero, porque la clasificación que hace la crítica latinoamericana de Los ríos profundos en literatura indigenista, neoindigenista o neorrealista, significa desde dónde el escritor accede a la cultura andina para producir su obra. Ateniéndose a la temática, o sea, la idealización, la defensa o expresión cultural del indio, ésta indica principalmente qué posición adopta el escritor frente al indígena. Ninguno de estos cortes metodológicos explica satisfactoriamente Los ríos profundos.

El marco literario desde donde se estudia la novela es insuficiente para proseguir las ramificaciones e implicancias del discurso que alberga Los ríos profundos, pues éstas se extienden más allá de los linderos del marco literario. Por eso es que se debe estudiar la novela de Arguedas dentro de un marco discursivo, pues es ahí donde se revela el carácter conflictivo del discurso de Los ríos profundos frente al discurso occidental. Y es que, como está conformado el discurso occidental, no admite enunciados que puedan oponerse a la hegemonía de la civilización occidental en su despliegue por el mundo desde la conquista de América. Para someter a las culturas nativas, impone sistemas de exclusión como la literatura, y en última instancia, la coarta a aceptar expresiones culturales extrañas que destruyen su identidad, su cultura.

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* Este trabajo es resultado de la tesis de maestría del autor.

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© 2007, Mario Mantilla
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Mantilla, Mario: «Los ríos profundos y el discurso andino» , en Ciberayllu [en línea]

717 / Actualizado: 01.07.2007