Ensayos

Ciberayllu
3 setiembre, 2007

El cielo sobre nosotros* de Carlos Garayar: un nuevo acercamiento al enigma de la esfinge

Roland Forgues

 

1. Argumento y técnica narrativa

Con la reciente publicación de su primera novela El cielo sobre nosotros, Carlos Garayar confirma sus magistrales dotes de escritor de las que ya nos había dado una elocuente muestra en su primer libro de cuentos Una noche, un sueño  (1996)1.

Cubierta de libroDigo magistrales dotes de escritor, pues la novela nos ofrece un panorama completo de las técnicas narrativas merced a las cuales el escritor logra —como en toda buena novela— esconder su presencia detrás de sus personajes: variación de las voces de la narración, juego sobre los tiempos, alternancia y fusión de los estilos —narrativo y representativo—, perfil de los personajes, ritmo sostenido del relato favorecido por una estructura compuesta de capitulillos donde alternan los puntos de vista y se funden los tiempos; y, probablemente lo más sobresaliente de todo la impecable pulcritud y sobriedad de la prosa, con el uso de un lenguaje que da cuenta cabal de los medios y ambientes descritos en un paisaje selvático donde se fusionan hombre y naturaleza. Un lenguaje que mezcla lo culto y lo popular y que se alza por encima de la vida rutinaria de la realidad concreta para sostener una reflexión ontológica y filosófica sobre las grandes preocupaciones de la existencia, los avatares del destino y el misterio de la condición humana que el escritor expresa a través del narrador y de sus personajes.

Los últimos capítulos de la novela —que ocurren veintidós años después de los primeros, con la visita del coronel a la comisaría donde antes se desempeñara como jefe de la policía con el grado de alférez—, atestiguan los efectos de la industrialización y de la modernidad en la Selva, el crecimiento urbano caótico, las migraciones del campo a la ciudad, el tráfico de drogas, la transformación de las costumbres y mentalidades, entre otros cambios radicales. Convertido en ciudad, el pueblo se ha vuelto totalmente irreconocible.

De manera que, si bien centrada en torno a la problemática individual de una relación entre un paciente y una enfermera, la historia de la novela de Carlos Garayar tiene también una connotación política, social  y cultural colectiva que determina la naturaleza de las relaciones intersubjetivas, con el cuestionamiento y denuncia de leyes incongruentes o de prácticas dudosas, como, por ejemplo, el aislamiento de los tísicos o la penalización de los suicidas.

Si el tipo de argumento que descansa en el enamoramiento de una enfermera de unos cuarenta años de un tísico en fase terminal más o menos de la misma edad, aislado en el pabellón especial de un hospital situado en un pueblecito de la Selva peruana, no pasa de ser un tópico de la literatura, en cambio el tratamiento que le da Carlos Garayar encamina la historia por senderos misteriosos e imprevisibles que mantienen vivo el interés del lector y el suspenso narrativo y dramático desde el comienzo hasta el final.

Un narrador externo cuenta la historia adoptando el punto de vista de un personaje individual (el alférez, la enfermera, el doctor Luján) o colectivo (el pueblo, el personal del hospital, la policía). Así que el punto de vista interno de un «yo» o de un «nosotros» irrumpe en el relato en tercera persona quitándole su carácter impersonal y haciéndolo más humano. En las pocas ocasiones en que aflora el narrador omnisciente, portavoz del escritor, es para expresar una serie de interrogantes sobre los grandes temas que preocupan al ser humano desde que tiene conciencia de existir: el amor, la felicidad, la libertad, el destino, el absurdo, el suicidio, la fe y  la creencia en Dios, entre otros que regulan su vida individual y social como la justicia, el respeto, la solidaridad, la tolerancia.

Con la alternancia de los tiempos pasado y presente, al uso del flash back,  Carlos Garayar reactualiza lo vivido y la conciencia de ello merced al monólogo interior como para borrar la frontera entre lo efímero y lo eterno, la realidad y la utopía.

El escritor opera una confusión voluntaria entre el pasado de lo narrado (la aventura de los protagonistas: Siélac, el polaco tísico, y la señorita Soria, la enfermera) y el tratamiento médico  (el doctor Luján y el doctor Tuesta), con el presente de la narración (deposición en la comisaría y averiguaciones de la policía) que gira en torno a la enfermera que viene a acusarse de haberle dado muerte a Siélac y en torno al alférez que recibe los testimonios del pueblo y del cura Reinaldo.

En este doble nivel interviene un tercer nivel: la lucha de la ciencia contra la enfermedad. Este tercer nivel actúa en el marco intemporal, a pesar de su desarrollo lineal y de su finitud en su dimensión individual y vital: la de la enfermedad y de la muerte programada en el caso del enfermo, y la de los momentos perdidos e irrecuperables en caso del médico: «el tiempo desperdiciado se convertía en desolación y pozo de culpas cuando uno se ponía a pensar en todo lo que podría haber hecho, se volvía una llanura gris e inabarcable, sin horizontes, en la que uno se perdía para siempre».( p.80-81)

Este tiempo tiene su parangón en el tiempo psicológico de la locura, ese tiempo que es «una detención, un vacío, un silencio en nuestro interior» encarnado por la enfermera quien, en su combate contra el destino, pretende detener el tiempo cronométrico para convertirlo en un tiempo sin tiempo, el de la eternidad. «La eternidad —dice significativamente — no es la prolongación indefinida del tiempo, sino su ausencia», tras confiarle al policía incrédulo que mató a su amante para que «su amor perdurara».

Entramos en el espacio sagrado del mito, pues la novela de Carlos Garayar juega hábilmente sobre las distintas categorías y percepciones del tiempo: natural e histórico,  lineal  o cíclico,  psicológico y mítico. Así se da en la percepción cronométrica y tripartita del tiempo natural  por el médico:

El médico se decía que cuanto más durara Siélac, mayor sería el desgaste de la enfermera, pero menos fuerte el efecto del golpe final. Lo que  estaba minando su resistencia no era solo la perspectiva de la muerte cercana y su consiguiente soledad, sino la imposibilidad de su presente. [...] El futuro no existía para ellos y, encima, el presente era una suerte de ilusión que se diluía frente a sus ojos antes siquiera de que pudiesen palparla. (p.92)

Carlos Garayar contrapone el tiempo cíclico de la naturaleza, marcado por la llegada y retiro periódicos de las lluvias y del sol; y el tiempo estancado —equivalente del tiempo mítico— de la vida lugareña marcado por la quietud; ese tiempo que «se estira con la lentitud de una serpiente adormecida»  y «parece que no es tiempo».

2. Misterio y ambigüedad

Una de las características esenciales de la novela es el misterio que emana de ella y la ambigüedad que da a los personajes una dimensión humana y sagrada a la vez.

El misterio se mantiene, en primer lugar, por la imposibilidad de dilucidar los casos, de separar la verdad de la mentira en las motivaciones que impulsan a la enfermera a juntarse con un tísico en fase terminal: ¿amor?, ¿inconsciente deseo de suicidio?; en la muerte de Siélac: ¿natural?, ¿provocada?; en la muerte del cura: ¿asesinato?, ¿suicidio?

Si bien es cierto que algunas hipótesis son más seductoras y más conformes que otras con el comportamiento de los protagonistas y la lógica de las acciones: inconsciente deseo de suicidio y locura en el caso de la enfermera y suicidio en el caso del padre Reinaldo, por ejemplo, ninguna posibilidad se puede descartar definitivamente.

Por el cultivo de la ambigüedad, la ambivalencia de los personajes que en apariencia son héroes pero también pueden ser villanos:  al ofrecerle matrimonio, el enfermo puede haber solicitado el sacrificio de la enfermera; la enfermera puede haber asesinado al paciente; el cura al suicidarse puede haber revelado su agnosticismo; el alférez al no abrir las causas del suicida y de la mujer que se acusa de asesinato, no actúa según la ley y la justicia que se supone debe hacer respetar, sino según su conciencia.

En todos estos casos, Carlos Garayar mantiene cuidadosamente el suspenso de la narración merced a la parte de misterio que la rodea permanentemente y que ni siquiera levanta el epílogo. Todo el final se reduce a interrogaciones, conjeturas y probablemente al mayor misterio de la vida: el amor que, en el fondo, lo justifica todo. Ese amor que no depende de la razón ni de la conciencia y se impone como una realidad, inclusive en la mente fría y razonable del ahora coronel, otrora alférez, que en el avión que lo lleva de regreso a la capital se adormece «pensando en Matilde», la criada que hace veintidós años lo acompañara en sus noches de  angustia y soledad. «Pensando en Matilde» son las  palabras que cierran definitivamente  el relato.

Empezada con el amor de la enfermera, la novela termina implícitamente con el amor sugerido pero inconfesado del coronel que no tiene nada que ver tampoco con la situación legal del matrimonio y del hogar que ha formado. El rizo se ha rizado. El Amor describe así un círculo perfecto, ese círculo del espacio literario al que se refería Blanchot, en el que todos: autor, personajes y lector quedamos atrapados.

En el fondo si el suicidio establece una relación entre la señorita Soria y el padre Reinaldo —como veremos luego—, de la misma manera el amor establece implícitamente una relación entre el alférez y la enfermera. Así Carlos Garayar construye en su relato un sistema de personajes perfectamente coherente completado por el doctor Luján quien, en su calidad de médico que trata al enfermo, de jefe de la enfermera, y de médico que entrega el certificado de defunción que legaliza la muerte natural para la policía, actúa como enlace entre los distintos protagonistas pero también entre razón y locura, Ciencia y religión, realidad y ficción.

3. Visión de los personajes y humanismo

Lo más notable de la novela es el gran humanismo que se desprende de ella, no sólo en el tratamiento individual de los personajes, sino en su visión corporatista como el médico Luján, el cura Reinaldo o el alférez que nos dan una idea más bien positiva de los gremios a los que pertenecen, aunque, por supuesto, no falte el distanciamiento con respecto a la ciencia médica, a la creencia en Dios y a las prácticas policiales como el soborno y las coimas. Este distanciamiento que se torna a veces puro cuestionamiento  se expresa siempre de manera festiva y jocosa mediante la ironía y autoironía. Tenemos un excelente ejemplo en el episodio donde el alférez concluye con mano maestra el caso de un diferendo familiar de mala fe donde se denuncia a un muchacho algo simplón de violación para obligarlo a casarse con la joven fresca con quien se ha acostado:

De todas maneras, el incidente le dejó un mal sabor, y Breña, al ver su cara larga, le explicó medio en serio, medio con su punta de ironía, que era porque se había portado demasiado buena gente sin recibir nada a cambio. Porque el alférez no estaba obligado a hacer lo que hizo. Ya hubiera visto lo que el teniente Remy les habría sacado: eso no era faltar al deber; lo que sucedía era que el alférez estaba pasándose de recto. Y el alférez, efectivamente, se sintió un tonto, aunque de haberle pedido plata a la mujer habría sido más para hacerle pagar su antipatía. Pero, en fin, ya había pasado, ahora a olvidar, y sobre todo, ni por asomo hacerles saber que hasta el momento no le había sacado plata a nadie, no fueran a considerarlo más tonto todavía. (p.162)

Lo mismo sucede con los personajes del pueblo. Si las cinco familias que componen el pueblo no están exentas de reproches en su comportamiento, su voyeurisme, sus chismes y habladurías nos vienen presentados más como forma de matar el tiempo, el aburrimiento y la soledad, componentes de la vida lugareña, que como manifestaciones de la maldad humana.

Carlos Garayar no echa el oprobio sobre nadie y la mujer que se acuesta con un hombre cualquiera por la «costumbre de que la empleada le prestara servicio de cama al patrón»,  por obligación, por necesidad, o por puro placer, tiene derecho al mismo respeto que cualquier mujer decente. Las cocineras Juana y Matilde son tratadas con igual —y tal vez mayor— comprensión y benevolencia que las esposas legítimas de los doctores Revilla y Luján. Así el alférez llegará a considerar a la joven Matilde —despectivamente calificada de montura a su llegada al pueblo por sus colegas Vilca y Cascales— como una mujer «más sacrificada» que la propia enfermera porque al acostarse con él la joven «arriesgaba su futuro en una relación que ni siquiera podía considerarse amorosa». (p.100)

Lo que define a esa gente del pueblo descrita con simpatía y afecto hasta en sus mismos defectos, con el apoyo del humor, es su estrecha fusión con el paisaje del que forma parte, con la naturaleza que ritma su vida.

4. El arte de la descripción

El arte de la descripción, que hace recordar al mejor Arguedas —el de Los ríos profundos—, es probablemente uno de los grandes logros de la novela. La Selva, no la Selva trágica de La vorágine, de Canaima o de Doña Bárbara, cobra vida con sus lluvias benefactoras, como la sierra en Arguedas con el torrente de sus ríos profundos:

[...] la lluvia era siempre deseada y llegaba anunciándose largamente, estableciendo sus ritos y ritmos y propiciando que él desplegara los suyos, proponiendo casi un encuentro amoroso, y que fuese a la vez atmósfera y materia, prisión y libertad, pues uno podía guarecerse de ella o sumergirse en su regazo; o quizás porque la lluvia simbolizaba para él algo más que eso y desde el comienzo la sintió como una llamada que venía de lo profundo, oscura, pero con la que le resultaba posible sintonizar, algo que lavaba y nutría al mundo y dejaba el aire limpio y a él también lo lavaba. ( p.33)

Las lluvias son un componente activo de la esencia misma del ser humano, determinan el desenvolvimiento de la existencia, y acarrean la plenitud del ser al reconciliarlo con el mundo, con el otro y consigo mismo:

El pueblo se quedaba inmóvil, como una inmensa y plácida tortuga; la gente, refugiada en sus casas, se encontraba consigo misma; él se fundía con el sonido del agua, con la oscuridad o con los relámpagos que en las tormentas nocturnas dibujaban raíces de luz en su lejana pizarra. Aun si no la veía, la lluvia reconfortaba; era agradable irse a dormir con la sensación de que ella lo protegía a uno, acurrucarse en su frescura y su sonido monótono y todavía mejor, despertar a medianoche, sentir que el agua seguía purificando el mundo y volverse a dormir confiadamente envuelto en ella. (p.36-37)

Como Los ríos profundos de Arguedas, la novela de Carlos Garayar nos ofrece un bello ejemplo, aplicado a la Selva, de esa estrecha relación de reciprocidad de influencias entre el hombre y la naturaleza —la naturaleza humanizándose y el hombre naturalizándose— que Claude Levi-Strauss ha destacado en las sociedades primitivas.

Yo diría inclusive que, curiosamente, el pisapapeles gracias al cual la señorita Soria se transporta al mundo desconocido de Siélac en Polonia, cumple la misma función de recuperación de la memoria y del pasado, de comunicación con el mundo,  que el zumbayllu del joven Ernesto.

La propia Ciencia, encarnada, por los doctores Luján y Tuesta, se verá contaminada por esta visión antropomórfica de la naturaleza y fisiomórfica del hombre. Si como buen científico el doctor Luján anota cuidadosamente en un cuaderno los avances de la enfermedad y del tratamiento, frente al misterio que constituye para él  el enamoramiento de la enfermera, se verá reafirmado en su convicción de que «los seres humanos eran mucho más extraños de lo que uno solía imaginar» y llegará a la conclusión de que: «El individuo, obviamente, no constituía una realidad del todo imprevisible e irreductible al conocimiento, pero las posibilidades que encerraba resultaban casi infinitas: si ni su cuerpo era una suma de aquellas abstracciones, menos aún lo era la persona en su totalidad». (p.147)

Así, la ciencia se volverá más humana y la presencia de las personas indispensable para la vida: «Como el sol, como la lluvia, como el aire, como el canto de los pájaros. Uno terminaba fundiéndose con ellos y también dependiendo de ellos. Pensó: incluso sin darnos cuenta, sufrimos si ellos sufren, somos felices si ellos lo son» (p.239) hasta llegar a la conclusión de que el hombre es el «mayor  misterio del mundo».

5. Visión de la condición humana

La novela de Carlos Garayar se presenta también como una reflexión sobre  la existencia, el amor y el suicidio, como formas de la condición humana, con los temas afines de la libertad, la felicidad, el destino y el absurdo.

Estos temas que fueron objeto de animados debates en el período de las postguerra con el surgimiento del existencialismo y determinaron la orientación de la obra literaria y filosófica de Sartre y de Camus le sirven a Carlos Garayar para dibujar el perfil intelectual y la actuación de algunos de sus personajes, como la enfermera, el cura, y el alférez; igual que el positivismo cientificista de los siglos XIX y XX le sirve de base para la caracterización de los doctores Luján y Tuesta y el cuestionamiento de la fe científica, homóloga de la fe religiosa.

La ciencia que pretende explicarlo todo no puede nada con el misterio de la condición humana. Así naturalmente todos los pronósticos de vida del doctor Luján fallan, aunque él —a partir de su razonamiento científico— explique lógicamente esa falla justamente por los progresos de la ciencia encarnada por el tratamiento médico y las operaciones que practica en el paciente.

Es que —como  dice  el alférez en un momento dado— «uno no tiene ni idea de adónde lo lleva la vida». De aquí surge la interrogación permanente de los personajes garayaranos sobre la existencia, la vida y la muerte:

Dígame, ¿no es absurdo que se nazca sólo para morir? Hoy esa pregunta forma parte de mi vida, y cada vez que muere alguien, aunque sea un viejo, me convenzo de que todo esto no tiene sentido. (p.270)

Frente al absurdo de la vida, Sartre y Camus reaccionaban rechazando el suicidio, en cambio Carlos Garayar lo aceptará, en nombre de esa misma libertad que pretendían ejercer los escritores y ensayistas franceses al rechazarlo porque hubiera resultado «de más» igual que la existencia, como afirmaba Sartre, o porque no era «una solución», como pensaba Camus2. «En el fondo —dice el narrador acerca del alférez— estaba en desacuerdo con que se castigase a los suicidas frustrados, uno debía poder matarse si estaba cansado de la vida». (p.175)

Al fin y al cabo, cuando la señorita Soria se acusa del asesinato de Siélac, Carlos Garayar lo presenta como un suicidio indirecto del enfermo. Un suicidio por mano ajena que sortea las prohibiciones religiosas y los imperativos de la fe:

Pero ahí advertí que no podíamos continuar así por más tiempo. Y creo que esas tardes él también llegó a esa conclusión.
—¿Es una suposición o habló de ello con el señor Siélac?
Era una certeza que él confirmaba con su silencio. Ella nunca había tenido dudas al respecto. Por sus creencias religiosas, el polaco no podía siquiera pensar en el suicidio, pero eso no significaba que deseara continuar con una lucha que no tenía ninguna posibilidad de victoria y que sólo le daba gusto a la muerte. (p.132)

Y la aceptación del suicidio se confirmará en el caso del padre Reinaldo mediante el acercamiento que el narrador establece en el epílogo entre el cura y la enfermera:

De manera que, tanteando en la oscuridad, puede empezar con la suposición de que la muerte de la enfermera y la del padre Reinaldo están relacionadas. Por lo pronto, si fuese cierto que la señorita Soria buscó contagiarse de la tisis del polaco, su muerte también fue un suicidio. [...] El coronel recuerda la cara desencajada de la mujer, la convicción con la que le refería, como si fuera proclamando una verdad irrebatible, sus explicaciones enredadas sobre la inevitabilidad de su encuentro con el polaco, sobre su capacidad para manipular el destino. ¿Le habría hablado al padre de lo mismo? ¿Habría logrado él calmarla o, por el contrario, llegó ella a meter una cuña en las convicciones del cura?

El coronel se imagina al cura atormentado por el martilleo de la mujer, por la certeza de iluminada con la que le expone sus visiones y argumentos. A él no le habían hecho mella porque siempre la consideró una presunta delincuente o una loca, pero era probable que el cura no hubiese opuesto ese tipo de defensas. Después de todo, el padre Reinaldo hablaba el mismo lenguaje, también creía en la vida eterna, en un más allá algo diferente de aquel de la señorita Soria, pero más allá, al fin y al cabo. Además, al cura no le importaba que ella hubiese matado al polaco, sino averiguar la naturaleza de las fuerzas que la habían impulsado. ¿Sería eso lo que lo había llevado al suicidio? ¿Se habría sentido tentado por la fe de la enfermera, considerándola una posibilidad equivalente a la suya? ¿Habría caído el padre Reinaldo en una situación tan frágil como ella? Después de todo, el cura estaba viejo, vivía aislado, sostenido solo por el hilo de su fe. ¿Sería eso? ¿Lo convencería la enfermera de que había llegado al final del camino y se encontraba, igual que ella, frente al vacío? ¿Se habría visto en el espejo sin velos que era la señorita Soria y decidido que también debía partir en busca de alguien?». (p.326-327)

Aunque sea bajo la forma interrogativa, Carlos Garayar hace de la enfermera y del padre Reinaldo dos personajes reversibles. Y por lo mismo hace también dos elementos reversibles de la locura y de la creencia. Viniendo la locura a ocupar el sitio de la creencia y la creencia el sitio de la locura.

Así en el espacio literario fusionan lo sagrado y lo profano, el bien y el mal, realidad y ficción, verdad y mentira, vida y muerte.

En este espacio, la reflexión de Carlos Garayar se presenta como «una justicia que nos ofrece, como reparación por todo lo sufrido, una pequeña puerta a la eternidad» para decirlo con las palabras de la enfermera al iniciarse el relato. Una justicia inmanente al orden de la creación literaria que no corresponde a los deseos ni a la voluntad de los hombres, pero que sí determina pasajeramente su existencia señalándoles el camino de una libertad sin límites y de una felicidad total, al sacarlos de la realidad concreta en que les ha tocado vivir y convertirlos, el tiempo de la lectura, en héroes de ficción.

Poniendo en su centro el destino del hombre y el Amor como fundamento de la existencia, la novela de Carlos Garayar nos propone un nuevo acercamiento al enigma de la esfinge. Si la verdad de una novela no depende de su adecuación con la realidad, sino de su capacidad de persuasión, aquélla misma que determina su calidad, como afirma con razón Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras, no cabe duda de que El cielo sobre nosotros de Carlos Garayar cumple con creces que ese requisito literario, atándonos a una historia que abre de par en par las puertas de nuestra imaginación, de nuestros fantasmas, angustias y esperanzas de seres humanos condenados a «vivir una sola vida, cuando quisiéramos tener mil».

* * *

 

Notas

* Carlos Garayar: El cielo sobre nosotros. Novela. Alfaguara, Lima, 2007 (332 pp.)

1 Remito a mi comentario «Una noche un sueño, el misterio de la condición humana», en mi libro La corte de los milagros. Editorial San Marcos, Lima 2001, pp. 233-237.

2 En La nausée, Sartre afirmaba, por boca de Antoine de Roquentin: «Je rêvais vaguement de me supprimer, pour anéantir au moins une de ces existences superflues. Mais ma mort même eût été de trop. De trop, mon cadavre, mon sang sur ces cailloux, entre ces plantes, au fond de ce jardin souriant». Y en Le mythe de Sisyphe,  Camus escribía: «Je tire ainsi de l’absurde trois conséquences qui sont ma révolte, ma liberté et ma passion. Par le seul jeu de la conscience, je transforme en règle de vie ce qui était invitation à la mort —et je refuse le suicide.»

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© 2007, Roland Forgues
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Forgues, Roland: «El cielo sobre nosotros de Carlos Garayar: un nuevo acercamiento al enigma de la esfinge» , en Ciberayllu [en línea]

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