Literatura

Ciberayllu
25 noviembre, 2007

El gobierno de Glenda*

Antonio Bou

 

En los corredores interminables de Ezeiza1, los miles de resignados se dedicaban a tantas operaciones como se les ocurrían para matar el tiempo y ganarse algunos pesos. Operaban negocios libres de toda traba estatal, con lo que las ganancias aumentaban en razón y la nueva economía se subía a niveles nunca antes vistos por estos mundos. Nadie se quejaba de porcentajes de inflación o recesión, ni a nadie importaban. El toma y daca reinaba triunfante para bien de todos, al menos en ese renglón de la existencia. Se abrieron negocios de todo tipo, cundían los festivos boliches, abiertos o cerrados. Como había artistas de todo tipo, se presentaban espectaculares espectáculos. Las vedettes ejecutaban lo suyo, lucían sus gracias excitando multitudes. Las putas no se privaban de ejercer su antiquísimo laburo y los trasvestis recogían las sustanciosas migajas de las eróticas urgencias. Con lo que ocupaba las valijas se hicieron bazares donde había de todo como en botica. Sólo interrumpían aquella pax romana las noticias del exterior, el exterior del aeropuerto, que tenían la virtud de iniciar quilombos que desencadenaban en marchas de protestantes, motines de grupos así como jubilados, presidiarios y madres solteras, y variados cacerolazos con murgas y enmascarados.

En algunos pasillos, los comediantes representaban pasos y sainetes, en otros, los actores dramáticos montaban melodramas y novelones, tanto unas como otras funciones se abarrotaban. En rincones más discretos se exhibía sexo en vivo. A los televisores no se les daba bolilla, a no ser que retransmitieran partidos de fútbol, lo que agitaba a las turbas provocando altercados y alborotos que dirigían los barrabravas de uno u otro equipo. Bastante diferente este microcosmos argentino: la ley y el orden se respetaban más o menos, los delitos graves se cobraban al momento, como las infracciones de tránsito en la vida cotidiana. No se pinchaban teléfonos ni se perseguía a nadie, no había contingentes de seguridad suficientes. No había periódicos, ni censurados ni destilados ni amarillos ni amarillentos, lo que no tiene nada que ver con la libertad de prensa, nacida como trampa armada por la usura, concepto de mal gusto que secuestra la libertad de expresión. Sin prensa, nadie tenía por qué preocuparse por los flamantes derechos humanos de la posguerra. Se valoraban los de siempre, los naturales, y a cada pan se le llamaba pan y a cada vino se le llamaba vino. Ezeiza se transformaba en cercado paraíso redescubierto.

Un paseo por aquellos divertidos confines resultaba entretenido, por ello las abuelas del kiosco de la reina Victoria2 no dudaron en salir en viaje de compras y, por qué no, a ver qué se veía y a que las vieran. Glenda se sentía incómoda, extrañaba a Martín, pero sus amigas no perdían la oportunidad de recrearse la vista con los galanes y con las variadas prendas de marca que se vendían a precio de truchas. Estaban tan contentas las viejas, que decidieron comprar regalos para todos los amigos del bunker. Todo marchaba bien… hasta que comenzó a temblar el piso… Hubo algo de pánico, pero no parecía terremoto… algunos gritaron, otros corrieron… ante un temblorcillo no muy fuerte que cejó cuando cedió un área del piso formándose un considerable boquete que parecía que daba a un túnel.  ¡Butroneros!, gritó un señor. ¡Malditos boqueteros que los parió!, dijo otro. Se asomaron unos hombres al boquete y vieron que se trataba de un túnel con una correa de transportar equipaje. Sacaron dos valijas de ésas llamadas sansonitas3. Sin mucho esfuerzo las abrieron y quedaron admirados. ¡Cocaína!, debe ser cocaína, ¡miércoles! Al abrir la otra, encontraron nada menos que un millón de dólares.

Se acercó un magnate, al que alegaban premio Nobel, a poner la paz entre los que argumentaban sobre la propiedad de las valijas. ¡Son mías!, decía un caballero aportuguesado, ¡las vi primero! ¡No, no señor!, decía un segundo, son mías, las saqué del boquete. El pacificador, calculando que si se dividía el botín entre todos los que deambulaban atrapados en Ezeiza, no iba a tocar nada de importancia para cada uno, sugirió que guardaran las valijas en lugar seguro y que intentaran sacar otras y hacer un cómputo final de todo lo que contenían para ponerlo en un fondo común. Casi se arma la gorda y se repite Troya, pero lograron calmar a los codiciosos, otros dos alegados premios Nobel, hombre y mujer, que habían llegado a la Argentina para servir de jurado en un certamen de novela auspiciado por un periódico. Apareció un sargento de la policía federal ofreciendo una gran bóveda subterránea para guardar el trofeo. Detrás del mismo venía muy seria una profesora de la universidad, que sin oponerse a la idea del policía, propuso que se le avisara al ministro de economía sobre el hallazgo, recomendando que se utilizara el saco para financiar proyectos de investigación.

¿Estará loca la vieja?, dijo otra, al escuchar lo que pretendía la profesora, ¡investigación del orto!, ¡la concha de la lora!, esa presa nos pertenece a todos, nada de ministro de economía, ¡para chorros, yo! Sí, la señora lleva razón, gritaron muchos a coro. ¿Cuál señora?, preguntó una voz solitaria. ¡La segunda, pelotudo!, ¿cuál va a ser? Los tres supuestos premios Nobel se juntaron agarraditos de manos pretendiendo hacer un frente que contuviera los intereses colectivos. Las abuelas, que presenciaban los incidentes, decidieron intervenir: guárdense las valijas en la bóveda y no se avise a nadie del gobierno. Elijamos un grupo entre nosotros, por universal sufragio, que se encargue de administrar el pozo para el bien común. Comencemos formando una junta electoral que recopile nominaciones, que haga un censo, que organice elecciones justas y transparentes, que garantice la participación total, de modo que seamos ejemplo de civismo y buena voluntad. ¡Me cachis en la mar!, exclamó un gallego que por allí pasaba, estas mujeres proponen que creemos todo un gobierno, con todas las de la ley. Nuestras amigas se miraron asombradas, ¡estamos formando un estado dentro del estado!, se dijeron, completito en todo, con elecciones, narcotráfico y lavado de dinero.

Regresaban del hangar donde habían trabajado todo el día, Alejo, el aeronauta expedicionario, y Martín Palermo4, el doble recién nacido. Vio Martín a su amada Glenda entre aquel gentío vociferante y fue a rescatarla, pero llegó tarde, ya se hacían las nominaciones y Pandorita había nominado a Glenda. Como el asunto ameritaba premura, alguien del montón propuso cerrar las nominaciones con apenas una nominada. Otro desconocido, la mar de práctico, propuso que no harían falta elecciones si sólo había una nominación, con lo que, sin más palabras ni cuchicheos, Glenda se convirtió en la presidenta de los atrapados de Ezeiza. ¡Glenda, Glenda, Glenda!, se escuchaba gritar a la multitud, ¡ésa, ésa, ésa! Alejo y Martín, como no sabían de qué se trataba el vocerío, decidieron aguardar en silencio hasta que se calmaran las aguas, el río volviera a su cauce y pudieran estar a solas con las amigas para informarse de todo. A Glenda, quien no parecía afectada por los sucesos, la subieron a una tarima, le dieron un micrófono, y, sin prolegómenos ni preámbulos, la hicieron dirigirse a las masas. ¿Estaré soñando?, se decía la presidenta electa, mientras empuñaba evangélica el altoparlante sin pensar de antemano lo que diría.

Terminado el breve discurso5, con el que aparentaba asumir las responsabilidades del cargo, se le acercaron a la presidenta señores que venían de todas partes con objetivos de naturaleza diplomática. El primero, un venezolano gordo que proponía que se invirtiera en armas rusas para venderlas a la República Bolivariana, que pagaría en barriles de crudo. Lo pensaré, respondió Glenda, justo cuando la interceptaba un israelita para venderle sistemas de riego por goteo para hacer de la Pampa una zona fértil y productiva. ¡Oh, sí, buena idea!, contestó Glenda. ¡Nada de eso!, interrumpió un iraní, ¡inviértalo todo en minas de uranio!... Organice usted inmediatamente, distinguidísima señora presidenta, una campaña en pro de la donación de órganos, dijo una muy bien trajeada señorita. Antes que eso, dijo otra, morocha en musculosa, hay que terminar con los proyectos de legalización del aborto, Argentina necesita niños, hay que reproducirse sin coto ni límites. Así se sucedían las propuestas de virtuosa gerencia, sugerencias de honrada administración y consejos para el buen gobierno. Glenda, quien aunque enamorada hasta las encabalgaduras no carecía de ideas para desarrollar mandos y ordenar regencias, pensaba en sus íntimos adentros en el buen Sancho Panza y su fantástica gubernativa aventura baratariense.

Juana fue la primera en advertir las dimensiones de aquel embrollo en que se había metido Glenda sin proponérselo. Valquiria se convencía de que tamaño enredo no podía sino acabar mal. Pandorita, quien en gran medida se sentía responsable, se mordía los labios pensando qué hacer para sacar a la amiga del recrudecido lío. Justo alcanzaban a las tres amigas los ingenieros aeronáuticos. ¡Hay que acabar con esta locura!, gritó Martín, mientras se acercaba a Glenda tratando de abrazarla y separarla de la mole humana que la acorralaba. Alejo lo seguía, y las amigas. Glenda los miró con ojos implorantes. Con más maña que fuerza lograron salvar los obstáculos que los separaban. No venía al caso oponerse a la politización del ambiente, ni anular la elección, ni nadar contra la corriente. A Alejo se le ocurrió tomar el micrófono y dirigirse a los prosélitos para distraerlos presentándoles a Martín como marido de la presidenta o príncipe consorte, alguien al que todos querían conocer. Una vez que dejaron subir a Martín al estrado donde se hallaba Glenda, hubo un enorme silencio. Ante la inconcebible quietud de la gente, Juana, Valquiria y Alejo lograban crear un paso para que salieran los encorralados.

Habiendo durado la incumbencia de Glenda apenas unos quince o veinte minutos, llevándose la palma y obteniendo el récord de la más efimera presidencia en la Argentina, y hay que ver el mérito que eso conllevaba, se rompieron las tranqueras del gallinero desbocado de la anarquía. Los tres o cuatro guardias que pudieron juntarse, lograron cerrar con hormigón el boquete de las valijas y cercarlo con vallas de modo que los anarquistas no rompieran el concreto. Mientras lo anterior ocurría, los que pudieron meter mano a las valijas, se repartían el contenido, cegados por mil imágenes de mil soñados proyectos. Si yo vendo la carga, mi Dios querido… cantaban algunos. Pero la distribución se extendió a tantos que el agua diluyó la sal y el que menos pudo quedarse con cocaína suficiente para un pase, o con moneditas suficientes para un caramelito. Con tal natural, equitativa y justa repartición de bienes, se fue calmando el gallinero sin que se rompiera un huevo y los anarquistas se disolvieron como la sustancia hallada y el encontrado monetario, sin lamentos, quejas o arrepentimiento. Así esta bendita sociedad de Ezeiza se tomaba los asuntos, digna subestructura de la gloriosa, laureada e inverosímil sociedad argentina.

Diego Maradona6 había cerrado el Mascarpone7. Esperaba a sus invitados con la mesa puesta. Entraron… y después de asearse y cambiarse, se sentaron a disfrutar de los manjares que les tenía preparados el magnífico anfitrión. A los postres, las mujeres sacaron las bolsas de los regalos sorprendiendo a todos con sus acertadas selecciones. Martín Palermo, extasiado amante, dedicó unos versos profundos y sentidos, aunque no originales, de cuya propiedad y venida al caso algo dudamos… mas que en el fondo, de haber en ellos torpeza, se debe, firmes creemos, a los múltiples efectos del amor, que transporta y hace enloquecer: Mujer, tu sangre yela mi sangre cálida;/ mujer, tus besos fingen besos de estrella;/ mujer, todos me dicen que sos muy pálida, pero muy bella… Te hizo el Dios tremendo mi desposada; vení, te aguardo en un lecho nupcial de espinas; no podés alejarte de mi jornada, porque une nuestras vidas ensangrentada cadena de silicios y disciplinas. Terminado el nervoso8, sacó Palermo una gran caja colorada en forma de corazón y la dio a Glenda, sonrojándose el galán a niveles del rojo de la caja. Como fluía a chorros el champán, todos reían y aplaudían las felices ocurrencias del enamorado…

Como suele siempre suceder, después de banquetes y comilonas, a los que comen y bancan les entra la modorra contra la que cada cual lucha a su gustosa manera. Las abuelas del kiosco de la reina Victoria no dudaron en proponer su pasatiempo favorito, el uruguayogermánico juego9 del aguante y la perseverancia. Valquiria comenzó a barajar los naipes. Las otras tres sonrieron complacidas, hasta Glenda, quien últimamente nos había parecido algo reacia a meterse en partidos, a causa del mal de amores que bien nos consta. Diego obsequió a sus amigos varones excelentes puros habanos, los que encendieron al unísono… Máximo dormitaba recontándose la historia de su vida… Martín suspiraba… Alejo explicaba a Diego los adelantos en el hangar… Toca a la puerta uno de los mozos y le dice a Diego que lo buscan unos señores. Diego sale, se encuentra con los tres premios Nobel, quienes le piden informes sobre el paradero de la presidenta electa. Diego, quien ni ducho en omnisciencias ni nadie le contó de la aventura de Glenda, confundido y asombrado del exceso de confianza en la candidata que demostraban, responde circunspecto: la señora tiene avión particular, debe estar ya descansando en la quinta de Olivos10.

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1 Aeropuerto internacional Ministro Pistarini, ubicado en la localidad de Ezeiza, Provincia de Buenos Aires

2 Monumento en el centro de la Plaza Constitución en Fray Bentos, ciudad portuaria del río Uruguay, regalo de la empresa alemana Liebig, financiada con capital inglés. Este kiosco, armado en 1902, era réplica de una pérgola del Palacio de Cristal, construido en Londres para la Exhibición Internacional de 1851.

3 Valijas de la marca Samsonite, o samsonitas, es decir, del famoso hebreo Sansón.

4 No se trata del famoso futbolista del mismo nombre, sino de una especie de doble del mismo, nacido en los límites de la historia que se cuenta en «La penúltima siesta».

5 Aunque conocemos el breve discurso, no estamos autorizados a reproducirlo.

6 Tampoco se trata del famoso futbolista, sino del administrador de un café bar, a quien por sus destrezas administrativas le llaman así.

7 Es el nombre de un queso y del café bar, administrado por el personaje de la nota 6, en el aeropuerto.

8 Los versos anteriores parecen ser del gran modernista mexicano Amado Nervo.

9 Se refiere al juego de cartas llamado Canasta, del que se dice que lo inventaron los nazis refugiados en el Uruguay después de la guerra, con el fin de entretenerse mientras esperaban el retorno del Führer.

10 La quinta de Olivos es la residencia del presidente Kirchner y su esposa.

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* De La penúltima siesta, novela en preparación.

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© 2007, Antonio Bou
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Bou, Antonio: «El gobierno de Glenda. Cuento » , en Ciberayllu [en línea]

734 / Actualizado: 24.11.2007