Literatura

Ciberayllu
23 noviembre, 2007

Una excursión a las reliquias

Adam Gai

 

A esa hora de la mañana, la tierra empieza a desperezarse lentamente porque el rocío la sume aún en la embriaguez. El polvo que nuestros caballos levantaban era mínimo y los cascos resonaban en el silencio del nuevo día con cierta vergüenza. Avanzábamos a galope con la intranquilidad del que puede ser espiado. Yo prefería de todos modos la luz, a despecho de correr el riesgo de que traicionara nuestra presencia. El miedo a la oscuridad, debo reconocerlo, no se me templó en el ejercicio asiduo de escaramuzas nocturnas ni en el sentir el sabor de la tiniebla de otros continentes. El recelo de la noche es el mismo en cualquier parte. En la infancia, mi padre había acusado a los criados negros de haberme inyectado el miedo con sus cuentos de ánimas. Se habría olvidado del suyo o no podía soportar que su hijo diera prueba de no dominarlo. Con el tiempo, me resigné a aceptar que, como la angustia, el miedo no nos abandona ni en la extrema soledad ni en la solidaria multitud.

Avanzábamos, y el aire se calentaba con los primeros manotazos enérgicos del sol. Yo me recitaba las maneras con que trataría de convencer al cacique sobre los beneficios de una solución pacífica, en disentimiento con mis superiores, que se mostraban  reacios a confiar en la palabra y las ceremonias de paz del enemigo, y les costaba admitir que también entre nosotros la deslealtad estaba escondida en las declamaciones más encendidas (se cede con soltura a la hipocresía de la propia comunidad).

Los fortines que habíamos construido para fijar fronteras más seguras, no bastaban para sofrenar la frecuencia de los malones. O se establecía un pacto o se organizaba una expedición militar para repelerlos hacia el sur o, en el último de los casos, exterminarlos. Yo me inclinaba hacia la primera alternativa, por un prurito de conciencia. Conseguí que mi comandante aprobara mandarme con un reducido grupo de soldados, un baqueano y un lenguaraz, a proponer una tregua y obsequiarles un  codiciable número de cabezas de ganado que los indujera a no apropiárselos ilícitamente. Porque las vacas, los caballos y las ovejas, los habían importado a América los conquistadores, y los indios se aprovechaban ahora de esa fecundidad que la pampa favorece, en las ocasiones en que desfrunce el ceño.

Del cacique al que iba a visitar, había oído hablar a mi tío, que durante unos años lo mantuvo cautivo, haciéndolo trabajar en su estancia, hasta que se fugó con otros compañeros de infortunio. Los había cristianado y les inculcó algunos rudimentos de nuestra cultura y cuando los creía domeñados, se escabulleron por la tranquera negligentemente abierta. Los hizo perseguir ahincadamente, sin resultado. Acabó por  enviar unas prendas preciosas a su apadrinado, para inducirlo a volver.  Se le agradeció el don, pero no la invitación. Nos había tomado el pulso  y ya no era fácil de embaucar. Y con él pretendía yo llegar a un acuerdo.

No temía ahora que nos asaltaran y nos dañaran, pero quise que mi lenguaraz se adelantara a explicarles nuestra misión y preparar una conversación sin recelos. Estábamos en su dominio y todavía no percibíamos señales de merodeo.

 A medida que nos internábamos en el sur, el suelo se volvía más húmedo, como si lo recorrieran por debajo riachos cautelosos, y el baqueano nos instruyó en las maneras de eludir los pantanos. La inmensidad parecía ensancharse y la distancia a nuestro destino alargarse, para hacernos sentir esa grandeza que deseábamos atrapar con parlamentos, sin que se notara la avidez. Éramos portadores de una civilización de progreso, una religión de bondad, que se oponía al salvajismo de participar en la naturaleza con la eficacia y conformidad de los  animales. Los infieles gozaban de la astucia del zorro, no de la de Maquiavelo, leían el vuelo de los pájaros y los estremecimientos de los algarrobos y no las  hojas de los libros.  Mi educación fue diferente.

Mi padre había creído que mejor que foguearse en las faenas de carnear novillos, valía ser ducho en los conocimientos nuevos de las potencias en auge. No me desterró a Europa y a la India sólo para separarme de un amorío de juventud, esperaba que el contacto con los centros mercantiles y las colonias prósperas hicieran de mí un hombre de grandes empresas, quizás un gobernante, con una visión de futuro que superara las mañas de mi tío, el tirano.

Yo sabía que a los nativos no les quedaría  otra alternativa que doblegarse a los vientos que nos empujaban a nosotros,  el interrogante era a qué precio. Si yo intentaba prevenir el derrame de sangre, tenía que dictarles lecciones sobre nuestros usos de vida, la religión, las complejidades de la política. Explicarles lo que se entendía por república, revelarles que la constitución no es una señora cautiva, aun si muchos, entre los nuestros, la trataban como tal. Habría que enseñarles hasta a hablar de nuevo, despojarlos de un idioma primitivo que sólo debía servir, creo, para nombrar las cosas más elementales. Una utopía que de cumplirse probaba que los hombres como yo eran un dechado de optimismo. No me faltaron momentos en que pensé de manera distinta y me atreví a decirme que había que cortar por lo sano, que, si fuéramos realistas, teníamos que resolver que en el país no había lugar para ellos. Después de todo, eran araucanos, que vinieron del otro lado de la cordillera. Tan advenedizos como nosotros, con más antigüedad y mayor barbarie. No se podía comparar el asesinar a un hombre para robarle la mujer o el ganado con nuestras acciones drásticas para divulgar el evangelio. Con toda la crueldad que implicaba, el fin justificaba nuestros medios. Empero,  los remordimientos y  el dolor a los que nuestra sensibilidad  obliga, me habían impedido optar por el exterminio. Mi conciencia era más fuerte que mi instinto. ¿Acaso no se trataba de seres humanos como nosotros?

El lenguaraz volvió custodiado por dos indios que nos cataban con desconfianza y estaban encargados de acompañarnos a los toldos. Las melenas largas, la piel curtida, los asemejaban a los cimarrones que domaban.  Ahora el camino iba a ser directo y el baquiano podía descansar, los indios no tenían que husmear o agacharse a revisar huellas, la tierra les pasaba su mensaje por las plantas de los pies. Yo estaba nervioso porque se acercaba la hora en que se iba a someter a prueba las virtudes de mi elocuencia. En París, unas pocas citas de Comte o de Balzac y la prestancia de mi porte me habían alcanzado para atraer a las mujeres; a los hombres, con la alusión al abundante oro que suponían yo cargaba en los bolsillos. Pero a los bárbaros de aquí no serían suficientes las promesas, pues estaban cansados de los incumplimientos y engaños que nos han caracterizado. No sé por qué diablos me venían a la mente, precisamente ahora, aquellos delitos de nuestra raza que solemos encontrar fácil en las acciones de los otros. Como si el egoísmo y las infantilidades no fueran también fruto de nuestra cosecha. Recordé, en un rapto de divagación, a mi madre robándole a mi hermanita las muñecas, a mi madre poniendo en duda la hombría de mi padre, el general, temeroso en el enfrentamiento con un ratón que había invadido la alcoba matrimonial. Justamente, esas intimidades vergonzosas me asaltaban, cuando debía disipar cualquier duda sobre mi honradez y la sinceridad de mis propuestas.

El consejo de la tribu exigiría recompensas inmediatas a cambio de la paz y la interrupción de los malones. Azúcar, caballos, tabaco y aperos, antes de la aprobación de nuestro Congreso. Porque el presidente dijo que sí, pero faltaba la rúbrica del Poder Legislativo. Vaya uno a hacer entender a los indios, los debates, decisiones y retrocesos de los señores diputados. Yo  no estaba, tampoco, seguro de que los indios sellasen un pacto y, después, lo respetaran. Eran indios, y sus afirmaciones, ardientes y tornadizas como las llamas de sus fogones. Es cierto que las nuestras no eran dignas de mayor confianza. La tribu sabía, por experiencia, que nuestra capacidad de defraudarlos era enorme. Anticipé que en la reunión inminente, la retórica del cacique se detendría a señalar la invasión de sus tierras por parte de los soldados y los gringos. Era cuestión entonces de resaltar que sus delitos eran peores. El cacique alegaría entonces que fuimos nosotros los primeros en quitarles lo suyo. Yo tenía que esgrimir la idea de que la tierra no es propiedad del que meramente vive en ella, sino del que la explota, que a fin de cuentas los animales que usaban y consumían eran un aporte de los blancos, que sus antepasados se habían alimentado de yuyos y mulitas, que ni siquiera sabían quiénes fueron sus abuelos, que no poseían historia y que su memoria era un retazo de inexactitudes. Que nosotros, por el contrario, estábamos protegidos no sólo por el verdadero Dios, sino por las leyes escritas en los libros. No hay como la solidez de una biblioteca para reclamar un derecho. Por su parte, los únicos estantes que los ranqueles habían conocido, eran los que sostenían las bebidas alcohólicas que compraban o hurtaban en las pulperías.

Ahora estoy en asamblea con Mariano Rosas, el jefe de la tribu, que había sido esclavo y ahijado de mi tío, el gobernador. Yo le hablo de la ganancia que recibirá su gente con la prolongación del ferrocarril, él me espeta que el avance será un nuevo pretexto para arrancarlos del suelo que les queda y expulsarlos más al sur, donde los vientos se imponen a cualquier vocinglería humana, donde el frío les punzará la piel con un filo rabioso. Le contesté con labia, pero sin convicción interna, que se equivocaba, que nosotros éramos, en el fondo, hermanos, todos argentinos, con la nobleza que eso significaba.

El acuerdo tuvo un éxito parcial. Años después, lejos de la patria, cuando presentaba en las Europas mis credenciales de ministro plenipotenciario, llegó hasta mí, el rumor de que fue traído a Buenos Aires un cargamento de orejas, como testimonio de que a los indios no se necesitaba dirigirles más  la palabra. Mis sentimientos se prosternaron ante la abdicación de la historia.

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© 2007, Adam Gai
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Gai, Adam: «Una excursión a las reliquias. Cuento » , en Ciberayllu [en línea]

733 / Actualizado: 22.11.2007