Literatura

Ciberayllu
27 abril, 2008

La herencia

Cuento

Adam Gai

llega, oh sombra sublime
Esteban de Luca

El polvo que se había infiltrado por el zaguán llegaba al patio y rodeaba las ramas secas del duraznero, como si fuera su pareja de baile a la que se inclinaba para silbarle bajito. Una sirvienta que hacía unos instantes había terminado de barrer inútilmente el piso de la galería, perseguía ahora una gallina condenada a ser expuesta en  uno de los platos del día.

 A  él lo habían traído del campo, temprano por la mañana, montado a caballo; iba agarrado a las espaldas del negro que lo cuidaba. No le habían explicado  el motivo del viaje:  no se dan explicaciones a un niño de siete años. Él se llenaba de entusiasmo cada vez que se ponían en marcha hacia la casa grande de Buenos Aires, situada no lejos del cabildo y de la iglesia, célebre por  su alto campanario y por el atronador repique de sus campanas. Las echaba de menos en la estancia, envidiando que la ciudad  gozara por ellas del favor de estar más cerca del cielo.

(—Negro, he visto dos peones borrachos abrazándose y dándose besos en la boca.

—Son sodomitas, niño. Si el patrón se entera, les mete el pescuezo  en el cepo hasta que lancen el último suspiro. En este mundo, somos toro o somos vaca y está prohibido mezclar. De estos asuntos, niño, mejor es hablar poco y sólo con su esclavo.)

La sirvienta ya había conseguido atrapar al ave y torcido el cuello sin vacilar, él la siguió a la cocina y se detuvo en el acceso para contemplar el desplume. Advertida su presencia en el hueco de la entrada, la conversación de las mujeres junto al fogón se fue apagando hasta el murmullo. Alcanzó a oír que comentaban que alguien se estaba muriendo, había oído antes ese nombre, pero ahora no le decía nada.  No lo amedrentaba que se hablase de la muerte, porque en la estancia era una presencia continua; mataban animales  diariamente, para sacarles el cuero,  para comerles la carne o, simplemente, para mantener activa la destreza. Sabía también que la gente se moría, aun  si no la mataban. Se acordaba del gaucho viejo que  había caído imprevistamente del caballo, fulminado por un rayo invisible, ahí, a unos pasos  de donde él dialogaba con los canarios enjaulados.

Hoy estaban arribando a la casa grande por sendas desconocidas. El negro había cruzado la llanura, evitando los riesgos del camino principal. Hubo un momento en que sintieron cabalgar detrás.  El negro se apartó y dejó pasar una tropa de soldados, a los que saludó disimulando el nerviosismo.

Los familiares no parecían estar aguardándolos. Conducido a su habitación, que iba a compartir con el negro, descansó hasta que la tía mandó por él. La encontró sentada a un escritorio, atareada con unos papeles, sobre los que escribía con dificultad. Apenas emitió una sonrisa cuando él acudió a besarle la mano. Mujer dura la tía, aunque hay que reconocer que no lo trataba tan mal. Tenía sus rarezas, como la de hacerlo quedar frente a ella, por el puro capricho de mirarlo durante una eternidad.  El niño no intuía  que lo estaba usando para descubrir en él la presencia de otro. Antes de despedirlo, le ordenó que hoy, precisamente hoy, rezara con mayor devoción por las almas de los vivos y de los muertos Le recalcó que no se olvidara.

Al mediodía, el pampero había despejado el polvo y una llovizna fría picoteaba sobre el alero. Las campanas empezaron a sonar con más insistencia que lo acostumbrado, las campanas de la ciudad entera, al unísono, como festejando algo. Fue el día en que Buenos Aires  fue embridada por tres gobernadores.

A la noche no pudo dormir, no sólo por la persistencia de las campanadas, sino por los fuertes golpes del agua sobre el techo y los ladrillos del corredor. La lluvia había arreciado. Llovió sin tregua tres días y las calles se ondularon como el río.

Diez años después habría de volver, cabalgando su propio caballo. El propietario de la casa grande lo estaba esperando de pie, en su despacho. No le hizo señal de que se sentara y le descerrajó sin preámbulos  lo que era imprescindible que supiera:  que él no era su padre y que el verdadero era uno que no había visto ni vería nunca; que a su madre sí la conocía, pero bajo la filiación de tía. Pedro hubiera preferido  no entender lo que lo penetraba como una sarta de frases inconexas. Se enteraba de que el padre que le estaban enunciando se había muerto hace mucho, precisamente aquel día en que las campanas redoblaron enloquecidas, el día en que la presunta tía le dio la orden de rezar más. Él había aprendido a ser duro como los miembros de esta familia, rápida para hacerse respetar con la vara, el azote o el cuchillo. De ellos había aprendido a aguantarse las tormentas, las del campo y las del alma, y éste era el momento propicio de probarlo.

Le entregaron una fusta, que el padre le había dejado de recuerdo, y él apretó  el mango con firmeza, como si fuera a tocar la mano del que primero la había empuñado. Le contaron que su padre había sido persona importante, que había participado en las guerras de la independencia  y que había creado la bandera que izaban en la estancia los veinticinco de mayo. Se sintió orgulloso y defraudado. Por alguna razón que no percibía bien lo habían enlazado de niño y lo habían metido en un círculo de silencio del que no se había percatado hasta el momento en que lo soltaban.

Se despidió con una reverencia de aquel a quien, desde hoy, debería llamar padrino. No le guardaba rencor, por el contrario, le iba a seguir retribuyendo el afecto dispensado que era, según decían, mayor que el que otorgaba a sus  hijos verdaderos.

El siguiente paso era ir al encuentro con su madre. Lo recibió sentada sobre un sillón junto a la ventana, de modo que la luz daba de lleno sobre su cara. Ya sabía que él sabía. Le tendió la mano, en la que empezaban a exhibirse claramente las arrugas y él  estampó un beso frío. Apenas intercambiaron palabra.

Cuando volvió a su cuarto y pudo en  soledad medir el tamaño de su desilusión, sacudió la cabeza, como hacen los animales a los que les han echado agua encima.  Logró recobrar la serenidad y  pensó que tenía que saber más. Le dijeron que visitara a una hermana de su padre, que vivía en las inmediaciones y por eso le envió una esquela a doña Juana en la que le pedía que lo recibiera. Se reunieron una tarde, después de la siesta sagrada, en esa casa que su abuelo había edificado, cuando todavía era un comerciante acaudalado.  Marchó a caballo, aunque el camino era corto. Ató la rienda a una de las verjas voladas que se extendían desmesuradamente sobre la vereda estrecha. Las ventanas estaban abiertas y  el último sol jugaba con la frescura del salón en sombras. Alcanzó a ver, antes de llamar al portón, a una niña rubia que se retiraba del salón con una guitarra en la mano. Una criada lo hizo pasar. Su tía lo invitó a sentarse en una silla sobre el estrado. La habitación era más suntuosa de lo que de la calle se podía prever. La mujer corpulenta vestía de negro, con el cuello ampliamente descubierto y los hombros ocultos por una mantilla de flores amarillas bordadas sobre un paño de color rosado. Le inspiraba confianza, quizás  por efecto de sus ojos grandes y sinceros,  sus manos regordetas, la frente apacible. No lo escudriñaba con los  ojos inquisidores de su madre, a los que la miopía había tornado  más cautelosos y amenazantes. Él venía  a casa de la tía, portando una madeja de  vagas anécdotas y largos silencios y pretendía ilusoriamente que ella lo guiara con un hilo conductor.  La conversación fue tensa, pero parecía aliviarse con la brisa proveniente del río. Al anochecer, la criada encendió un candelero que dio relieve a los objetos colgados en las paredes.

(El caballero inglés insiste en que  jure fidelidad a su Rey, afirma haber reunido más de cincuenta firmas  ¡Con qué prisa presume que cambiaremos de casaca! Se dio cuenta enseguida que se había equivocado y  desvió la conversación. Mientras la señora nos cantaba bonitas canciones acompañada de su guitarra, el dueño de la casa nos convidó con cigarros. Es entonces que el caballero me dice que alaba mi talento y que está admirado de la blancura de mis facciones. Parece que le importa el color de la persona.)

Detrás de la tía  se destacaba el que, adivinó, era el retrato de su padre, posando sentado, cruzado de piernas, vestido como un dandy, casi se  atrevió a pensar... como un unitario. Se impuso observarlo con atención. La casaca  con botones dorados, el pantalón blanco, que parecía cortado por la bota debajo de la rodilla, la mano izquierda sobre el muslo derecho, el brazo inadvertidamente cubriendo el lugar del sexo. El pelo, prolijamente despeinado, formaba sobre la frente una estrella incompleta. Contempló alternadamente el cuadro y a su interlocutora. Era evidente que Juana y el personaje del retrato eran hermanos; si,  en cambio,  él buscaba hallar sus propios rasgos en el espejo del cuadro, no los reconocía  ni en la pose, ni en la tez y menos en la vestimenta. Su padre era una suerte de traje nuevo que le regalaban, ni holgado ni estrecho, pero profundamente ajeno.

Juana le contó que sus padres no llegaron a casarse, tal vez,  porque el señor Ezcurra se había opuesto  a la relación de su hija con el hijo de un comerciante venido a menos. Pedro prestó atención a la expresión «tal vez».

(Es un abogado y, aunque lo nombraron secretario del Consulado, no me inspira confianza. Los jóvenes criollos se inclinan con liviandad a los nuevos vientos que soplan en Europa. Casarla con un español es lo que conviene a la familia y a mi hija.)

La tía prosiguió el relato. El marido español de María Josefa la abandonó, después de la caída del virreinato, y se volvió a su tierra. Pasados dos años, en plena campaña bélica de Manuel, ella decidió irse a Jujuy a juntarse con él. Pedro era el vástago de ese amorío. Su padre no lo vio nacer y no lo vio nunca, aunque sabía que los Rosas lo habían adoptado y habitaba por temporadas en la casa grande, vecina de la suya.

Le dejaba como recuerdo una fusta, un don que bien apreciaría un jinete,  pero que no era bastante para un hijo. Comprobó por el relato de doña Juana que su padre se había esmerado en hacer desaparecer toda información que pudiera hacer referencia a su vida privada. Las memorias que se propuso publicar se ocupaban casi exclusivamente de sus acciones patrióticas. La vida privada quedaba reducida a un puñado de rumores y  leyendas. La tía le abría las puertas de su hogar de par en par y lo invitaba a visitarla cuando quisiera, pero poco podía agregar a lo que él ahora sabía. Aceptó el ofrecimiento, pensando que era una oportunidad para trabar amistad con su media hermana, la muchachita rubia que atisbó por la reja y que le había sido presentada casi al final de la entrevista. No preguntó si su padre había realmente amado a su madre.

(Rehúyo a las mujeres  que toman la iniciativa en lugar del hombre, amo a las que hacen de la sumisión, una gracia.); pensó que no era una pregunta que un hombre hace a una mujer, pensó que era una pregunta que un hijo puede solamente hacerse a sí mismo.

Regresó a la casa grande y lió sus bártulos para volver al campo. Durante el viaje no dejó de interrogarse  quién había sido, fuera de las batallas y de los reconocimientos oficiales, aquel elegante del cuadro.

(Me llena de placer, si de visita en una casa, encuentro a los oficiales de mi ejército platicando en el estrado con las señoras. Se acostumbran  a los buenos modales y  se hacen amables y sensibles. Un hombre que gusta de la sociedad de ellas, nunca puede ser un malvado.)

En la estancia  habría de oír otras voces,  menos sujetas al compromiso de callarse o de guardar el decoro. Eran los peones temporarios  los que no se cuidaban de difundir las versiones maliciosas.  No faltó quien, entre risitas, sacara a relucir que al prócer no le gustaban las mujeres, de lo que se derivaba que lo que le gustaba eran los hombres. Pedro no había escuchado directamente esa infamia;  si así hubiera sucedido, el canalla hubiera pagado al instante con su cabeza. También en las memorias de un asqueroso e inmundo unitario leyó  que en el ejército  se habían burlado de la voz aflautada de su padre y  que, sólo gracias a la intervención enérgica del general San Martín, se había castigado seriamente el desafuero. Los amigos y soldados que defendieron la hombría  y la memoria  del héroe, esgrimían como prueba irrebatible el que hubiera engendrado un par de hijos naturales.

Pedro se sentía distante de la figura que labraron de su padre, pero una reflexión de tal índole lo llevaba a temer que se estaba traicionando.  Nada hería tanto el honor de un hijo como la duda sobre la hombría del padre, cosa más grave que dudar de la propia.

Cabalgando  por la  inmensa pampa que su tío el restaurador había ganado a fuerza de  violencia y astucia, tuvo una visión  de su padre corriendo a caballo, sable en mano, jugándose la vida en un combate y regando de sangre de enemigo el verde espeso de  los pastizales que casi cubrían el cuerpo del  caballo del  hijo. 

En un viaje  a Buenos Aires, por el tiempo en que las canas se le asomaban por la fronda del pelo negro, visitó, contra su hábito, la iglesia que albergaba los restos de su padre. Oró junto a la losa, bajo la cual yacía el cadáver desde los días aciagos de la anarquía. Era de mármol viejo, que  habían desmontado de un lavatorio de la familia Belgrano, porque al moribundo le había faltado el dinero para pagar al médico y la sepultura. Ahora estaba allí, en el atrio mal iluminado por una luna esquiva, deseando creer que el ánima de su padre se dignaría finalmente a hablarle, despojada de la retórica de los documentos oficiales que un hijo está dispuesto a soportar, con la condición de haber oído alguna vez otras palabras más íntimas.

Recordaba de memoria las que iniciaban la  Autobiografía, solemnes como los floreros dieciochescos:

Nada importa saber o no la vida de cierta clase de hombres que todos sus trabajos y afanes los han contraído a sí mismos, y ni un solo instante han concedido a los demás; pero la de los hombres públicos, sea cual fuere, debe siempre presentarse, o para que sirva de ejemplo que se imite, o de una lección que retraiga de incidir en sus defectos.

No fueron éstas las palabras que ahora, por un portento, brotaban del corazón roto del difunto. El heredero las pudo oír, a pesar de que las campanas empezaron a resonar como clarines.

Pedro Pablo Rosas y Belgrano contrajo matrimonio en 1851, unos meses antes de la batalla de Caseros. Fue padre de dieciséis hijos, igual que su abuelo materno.

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© 2008, Adam Gai
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Gai, Adam: «La herencia. Cuento » , en Ciberayllu [en línea]

758 / Actualizado: 27.04.2008