Literatura

Ciberayllu
19 febrero, 2008

El beso de los dementes

Poesía

Augusto Rodríguez

 

I

Mi padre es un cuerpo roto en una habitación rota, en un tiempo roto, en mis manos rotas, que sólo palpan las palomas que vuelan sin destino a la eternidad. Yo soy una paloma moribunda que se despluma por dentro y también soy la muerte que desafía los cuerpos y los mantiene caliente de la ira; por la vida que se niega a dejar la carne y sus pecados deliciosos. Yo soy una paloma que se niega a dejar a los suyos y sólo gira en su eje, tal vez con la esperanza de regresar el tiempo o de retroceder el paso de las imágenes de blanco y negro a la luz o de los recuerdos que están anotados en el cuaderno del futuro. Todo mi cuerpo es una infinidad de células muertas, de códigos muertos, de sangre envenenada, al igual que mi padre que desde la ventana mira sin mirar el horizonte que se aleja como un bandido enmascarado después de saquear al pueblo.

 

II

Mi padre es un camino rojo que me lleva a recorrer el amanecer de los insectos que todavía no han partido al otro mundo; que están dispuestos a dejar sus guerras internas para irse detrás de la dicha, al igual que todos los que hoy mueren enfermos enloquecidos o ciegos por esta enfermedad cruda y negra, que se incrusta en el cuerpo como espada desafiante de un guerrero que ha sido derrotado, pero que lucha con sus últimas fuerzas por el honor perdido y humillado.

 

III

Con mis manos agarro la cabeza cana de mi padre y a su vez acaricio su pelo blanco y gris que parece decirnos que el tiempo es un espacio fragmentado que él y yo desconocemos. El tiempo es una prisión fría y desolada donde mueren los mejores y peores hombres de esta tierra. Sin importar si seas un asesino en serie, sacerdote, dictador o poeta, estarás muy pronto crucificado de las venas, con los clavos más oxidados, encontrados en el fondo del mar, dispuestos a someterte a esta disciplina agonizante donde aprenderás a conocer el dolor en carne propia y verás como la sangre se la bebe como el más exquisito de los vinos.

 

IV

Mi padre es una memoria blanca y volátil que recuerda una y otra vez paisajes futuros o cercanos pero que, al narrarlos ya sin voz y con su lengua herida, pareciera que nos contara hechos distantes, de historias fantásticas, con la premisa de que él no ha muerto todavía y que no piensa morir pronto.

 

V

Abriremos un bosque nuevo con el impulso claro y desafiante de las palabras. El diálogo tiene que ser un puente imaginario entre el cerebro y la fantasía. Los recuerdos y los sueños futuros. La vida y la muerte que conocemos pero que ignoramos con su rostro desfigurado y amargo. Hablaré con mi padre un lenguaje de símbolos puros donde no haya espacio a las interrogantes ni a las sombras de voces extrañas. Hablaré así tenga que recrear todo el abecedario y no tenga otro camino que descubrir mi idioma. Las sílabas serán fosforescentes, dispuestas a verificar los códigos y las interrogantes de este puente que no se puede venir abajo, a pesar de los destrozos del tiempo y la jerga cotidiana de las cosas. El diálogo tiene que ser fluido e intenso, no hay otra salida, no hay otro camino. Es ahora o nunca.

 

VI

Los ojos, la boca, el tacto, los oídos, el olfato, deben jugar un rol fundamental en esta guerra de códigos de significantes y significados. Los sentidos tienen que fortalecer el puente entre mi padre y yo. Mis ojos deben ver los recuerdos y recrear la memoria. Mi boca debe besar los cuerpos que ha besado mi padre. El tacto debe acariciar los cuerpos desnudos que él amó. Los oídos deben escuchar hasta la última rama del bosque. El olfato debe oler como olió la primera mujer que se hizo mujer en los brazos de mi padre.

 

VII

Mis manos deben abrir los párpados de mi padre y encender con su luz interna las últimas cavidades ocultas en sus ojos. Sacarlo de su letargo, de su neblina, de sus cataratas profundas, de su oscuridad eterna. Tengo que recrear la luz en su mirada.

 

VIII

Mi padre y yo somos dos animales de la ira, pero que han perdido la batalla contra esta guerra carnal que siempre se pierde. Nos vamos muriendo de a poco, hasta quedar a orillas de este río de veneno que nos sumerge, que nos envuelve, que nos da de beber sus sustancias tóxicas e inmundas.

 

IX

Parece que poco a poco el destino nos va jugando en contra, al parecer las cartas del juego, nos dan como seguros perdedores, pero aquí estamos, dispuestos a vencer al enemigo por más fuerte que éste sea, en pie y luchando hasta el final.

 

X

La ciudad y la esperanza a lo lejos se difuminan en los párpados. Hace frío más que de costumbre. El dolor ataca una y otra vez hasta destrozarnos la epidermis. No hay jeringuilla, ni drogas que aguanten tantos cuchillos afilados, dispuestos a matarnos. Pero no nos rendiremos. Eso nunca.

* * *

 

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© 2008, Augusto Rodríguez
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rodríguez, Augusto: «El beso de los dementes. Poesía. » , en Ciberayllu [en línea]

746 / Actualizado: 20.02.2008