Literatura

Ciberayllu
29 febrero, 2008

El funeral de la reina madre

Cuento

Carlos Saavedra

 

Don Elías luce unos bigotes cuidadosamente afinados, que se curvan y yerguen en las puntas, como señalando sus frondosas cejas, aunque sin llegar a los extremos del admirado pintor surrealista que los inspiró. Los dedos de su mano izquierda los acicalan con fruición, en lo que más que un ordenamiento de las hebras rebeldes parece una caricia fálica de guerrero en forzado reposo. Esos mismos bigotes —presumo, al verlos en su digna madurez— habrían inquietado la libido de las recoletas damitas del barrio limeño de Breña, allá por los años cincuenta. Hoy, ya entrecanos, pero tupidos y firmes, seguramente siguen generando alguna curiosidad —ya exenta de toda connotación carnal— entre las jamonas de obligada misa dominical que se refugian en las avemarías para atenuar la venial calidez de sus recuerdos.

Al borde ya de los ochenta, siempre galante y pausado, un terno gris oscuro, cruzado, destaca su natural elegancia. Una cierta aureola de dignidad espontánea emana de su figura, esbelta y firme a pesar de los años. Su cabello entrecano, peinado hacia atrás con energía, sin una hebra fuera de lugar, armoniza perfectamente con sus bigotes de galán de cine mudo. No resulta difícil imaginarlo vistiendo el uniforme de soldado en defensa de la patria, allá por los años cuarenta, con motivo de la guerra con el Ecuador, que hoy recuerda con orgullo, aunque también con alguna dosis de amargura.

—Luché por mi país, pocos pueden decir lo mismo. No es igual hablar y hablar, llenarse la boca con palabras cargadas de patriotismo, que estar en el campo de batalla, en plena selva, cercado por mosquitos y toda clase de bichos, arriesgando la vida a cada momento, doctor.

Cuidadoso en el hablar, su ritmo verbal se ve abrumado por la frondosidad comunicativa de doña Nora, su soporte conyugal de tanto tiempo, cuyo acento charapa se diría que lo mantiene por orgullo regional, como toda loretana bien nacida, doctorcito, por terquedad provinciana si ustedes quieren, tras tantos años de vivir en Lima.

—Ya llevamos más de cuarenta años juntos, doctor, así la conocí, claro que con una figurita espectacular, movediza y siempre hablantina ella; usted sabe como son las del oriente peruano, las charapas que les dicen, lo calientan a uno hasta lo insoportable, y ellas como si nada. Así fue mi chinita, y siempre me atendió como si yo fuera su rey, así que qué me haría yo en España sin ella, sin esta chinita parlanchina que es mi compañera de toda la vida. Porque, la verdad, a mí España sí me gustó y quisiera volver, las mujeres son hermosas, tienen unos cuerpos admirables, que les gusta mostrar, no como las de acá —lo dice casi en mi oído, moviendo expresivamente las manos, dibujando pechos, cinturas y caderas femeninas— que son todas remilgosas, que quieren pero se hacen las desentendidas; en cambio las españolas, doctor, hummmm, usted no se imagina, no se puede imaginar, hay que verlas…—. La confidencia de don Elías termina cuando aparece pletórica doña Nora, cuya voz inunda el ambiente y nos convierte a todos en puro oídos.

—Ay, qué se haría mi viejo solito en España, sin mí, quién me lo atendería; él solito no sabe hacer nada, lo que se dice nada; no me lo imagino solo, por mucho que esté en la casa de mis hijitas, que son tan buenas, mi Adita, mi Cheché, usted las conoce doctor, ya las dos son españolas, chapetonas; si usted las escucha hablar qué va a creer que son del barrio de Breña, porque ahora hablan como si fueran del barrio más antiguo de Madrid, ¡coño, vale, joder!, así hablan. Hace un frío que te cagas, dicen, que me cago en la hostia, dicen mis nietecitos, tan inocentes que parecen, y ya blasfemando. ¡Ay, mi Adita cómo me emociona, doctor!; desde chiquita cantaba lindo, con esa vocecita de ángel, que no sé de dónde le salió porque ni su papá ni yo cantamos nunca nada, pero ella, ay, cuando ingresó al Conservatorio, casi rogada por la profesora de música del colegio, y luego, cuando la escuché cantar el Ave María, no podía dejar de llorar, casi me desmayo Nancita, qué bárbara; y pensar que se fue a España casi a la ventura y hoy forma parte del grupo de Plácido Domingo, y canta en toda Europa y hasta en la China, con esa vocecita que es un regalo de Dios; y tan buen marido que es el Marito, tu hermano, Nancita. Y mi Cheché, con su Escuela de Danza, desfilando con sus alumnos por las calles de Madrid, bailando marineras, festejos, orgullosa de ser peruana y de mostrar lo nuestro, y anda ve cómo los aplauden: Tanta suerte que hemos tenido, tanta suerte. Y no sólo eso, sino que —como buenas españolas, aunque no han dejado de ser peruanas— mandan en la casa, ya no dicen poto sino de frente se refieren al culo, que la polla, que follar, así como si nada; y mis nietecitos también, doctor, tan lisurientos ellos, pero tan frescos, que agarran y le dicen a un amigo que quería estacionarse en la cochera: que tienes que meter el coche de culo, gilipollas, capullo, y yo sin saber lo que era gilipollas ni capullo me puse toda colorada, y mi viejito que se mataba de risa; así son, toscos y brutos, sinceros hasta llegar a ser bestias; yo me escandalicé doctor, pero así son los españoles, si te ven caderona de frente te dicen mujer qué buen culo que tienes, joder!, y una que no sabe qué hacer, si ofenderse o hacerse la desentendida; y no hay que darles mucho las gracias, ni decir qué amable, porque te mandan una mirada como diciéndote y a esta vieja qué coño le pasa que agradece tanto. Bueno, le estaba hablando de mi viejito, el bigotoncito más lindo que he conocido, y que en Madrid rompía corazones de lo puro amable y servicial que era con todas las españolas, claro todas maduronas ellas. Es que la amabilidad del peruano, es algo que llama la atención en España, y él por eso, dale que dale; pero de salir a caminar solo, nada que ver, se acobardaba todito mi pobre viejito, teníamos que salir juntos, como viejos limeños, aunque, como usted sabe, yo soy del oriente, de Loreto, ¿no?, yo de chiquita me bañaba en el Río Amazonas, aunque usted no me lo crea. Bueno, con decirle que una vez nos fuimos los dos solitos al centro de Madrid, porque resulta que había fallecido la Reina Madre, creo que la mamá del Rey Juan Carlos I de Borbón, o de la Reina Sofía, no sé,  una viejita linda, que la estaban velando en un museo, creo, y yo le dije a mi viejito viejo vamos a ver a la reina madre que ha fallecido la pobre y lo convencí a pesar de que él no quería ver a ninguna vieja muerta, por muy reina madre que fuera, y fuimos, y había una colaza inmensa, cuadras de cuadras, hasta que un señor, bien amable él, nos vio y qué pensaría, pues, pobres viejitos o algo diría, y nos invitó a que nos coloquemos a su lado, y así lo hicimos, a pesar de que este mi viejito no quería, porque él es bien respetuoso de las reglas y quería seguir en la cola. (Ay, Nancita, qué le das de comer a tu perro, que tiene tantos músculos, bien maceteado es). Y avanzamos lentamente en esa cola tan inmensa y luego de como dos horas llegamos a ver a la Reina Madre —mamá del Rey Juan Carlos I de Borbón, creo que le dije, ¿no, doctor?—, que estaba con todas sus joyas, su vestido de gala, casi sin arrugas a pesar de ser tan vieja, y la saludamos, le rezamos una cuantas oracioncitas bien rapidito, porque la gente estaba que empujaba y no se podía estar tanto tiempo mirando a la muertita, y había tanta gente a la salida, que yo que me entretengo mirando no sé qué, volteo y no encuentro a mi viejito, que se me había perdido. Ay, doctor, no sabe la angustia que me entró, y ahora qué me hago, qué les digo a mis hijitas, a mi Adita, a mi Cheché, que son tan lindas, al Henry, a mis nietecitos que lo quieren tanto, especialmente el Europeo —mi último nietecito, tan lindo y tan blanco que parece un españolito serranito, parece que el clima o algo los pone tan coloraditos o será la paella, que es tan rica—; bueno, le decía que mi viejito así tan tranquilito se hace querer tanto, y estaba yo que no sabía qué hacer, doctor, y me puse a rezar, caminaba rezando, avanzaba en medio de tanta gente, pensando que ya no iba a ver a mi viejito, rezando, caminando no sé durante cuánto tiempo, cuadras de cuadras, angustiada no sabe cuánto, y en eso levanto la mirada y a quién veo, a quién cree usted que veo y en qué plan: a este señor, bien sentado en un banco de una como alameda, en medio de dos mujeres, guapas, pero maduras ellas, con unos escotes que mostraban todo apenas se inclinaban un poquito, conversando muy animadamente, doctor, bien pegadito a las mujeres, recibiendo su calor, seguro, con esa mirada que tienen los hombres cuando se afanan por alguna fémina, como esos perros cuando siguen a la perrita en celo, sin saber quién va a recibir el premio, aunque, claro, disimulando bien sus intenciones, porque para arrechito (ay, disculpe la palabra, doctor) búsquenlo, él mismo es. Yo me sorprendí, hasta me olvidé de darle gracias a la Virgen Santísima por el milagro, y éste que me mira como si nada y me pregunta tranquilamente, casi ofendido, ¿dónde has estado, Nora?, y una de las mujeres de la banca, que seguían estando muy pegaditas a él, que me dice muy autoritaria ella dónde andabas mujer, que tu marío te ha estao esperando muy preocupao! ¡Que me estaba esperando muy preocupado, doctor!, cuando la preocupada era yo, porque ya se había pasado la hora para llegar en bus a Getafe, y no sabíamos qué hacer. Y las fulanas éstas se fueron, no si antes darle semejantes apachurradas, con besos por aquí y besos por allá, y a ver si nos vemos otra vez que estás bien majo, y él feliz, dándoles las gracias y diciéndoles ya nos veremos en otra oportunidad, muchas gracias, muchachas. ¡En otra oportunidad! Lo mato, por Dios, que lo mato, o lo abandono, que es lo  mismo, porque solo no sabe hacer nada, lo que se dice nada. Y estábamos solos, avanzada ya la noche, sin saber cómo llegar a Getafe, pero como siempre, la Divina Providencia ayuda a los viejitos, y había un señor muy amable también (ay, los españoles son tan amables, al menos conmigo se portaron divinamente), que se compadeció de nosotros, qué diría, qué hacen estos viejitos a esta hora y nos llevó hasta la casa, sin cobrarnos una sola peseta, conversando todo el camino, hablándonos de sus padres, que tenían como nuestra edad y que por eso él se había conmovido al vernos perdidos, hablando después de fútbol, ay doctor, cómo les gusta el fútbol a los españoles, que Zidane, que Raúl, el Barza contra el Real, en fin; y bueno, llegamos y si viera usted a los chicos, especialmente al Europeo, viéndonos llegar en un coche muy bonito, marca Seat, creo, pero muy moderno, con un señor muy caballero; sorprendidos se quedaron. Nancita, ¿dónde está tu baño?, discúlpame un ratito, que luego te cuento lo de la motocaquista que tenía su hijo en la Universidad de Salamanca.

Paquito —que parecía subyugado por la narración de Doña Nora— se retiró prestamente dándole permiso para que pudiera encaminarse hacia el cuartito de los fluidos esenciales, mientras Don Elías asentía entre orgulloso y avergonzado de la aventura que había protagonizado con su esposa en «El extraño caso del extravío del peruano en el funeral de la Reina Madre».

—Lo cierto, doctor —dijo Don Elías después de algún tiempo en que compartía la actitud de íntima reflexión del Paco—, es que, como le decía, las españolas son muy despiertas, directas y francas, van al grano, y a veces uno no sabe cómo reaccionar y tienen, como ya le dije, unos cuerpos que invitan a pensar en todo lo que haría uno, claro si tuviera las energías como para hacer lo que hacía hace treinta años; unos cuerpos doctor, incluso ya de viejas, y ellas como que ni se dan cuenta porque se mueven con una naturalidad; se inclinan, se agachan, se muestran y uno que se gana con todo. Le cuento que en una oportunidad, en una tienda comercial, El Corte Inglés creo que se llama, estábamos con la China en la zona de ropa interior y una española, treintona ella, pero con un cuerpazo que te paraliza, que se quería probar un calzoncito y los probadores estaban ocupados, y la española que dale, que hombre, joder que dónde me lo pruebo y ahí nomás comenzó a…

—Ay, no sabes, Nancita —lo interrumpió Doña Nora, que regresaba del baño aligerada de una buena cantidad de toxinas y con nuevos bríos— lo que dijo mi viejito cuando llegó al Perú, se la pasó haciendo comparaciones, que las españolas son hermosas, que en cambio las peruanas son feas y gordas; cómo no va pensar así si la comparación la hizo con las placeras: va al mercado de Azcona y ve a las placeras todas cholas cuadradas y compara a las españolas con ellas, y sale con que las españolas son lindas, y que tales cuerpos, por favor…Por qué no va a las tiendas, esas de Saga o Ripley, o aunque sea a Metro y mira un poco a las mujeres que van de compras por ahí. Esas son mujeres, a esas las puede comparar con las chapetonas, pero a las cholas de los mercados, por favor. No es que sea racista, doctor, pero en el Perú tenemos de todo y cada cual tiene su encanto. Una zamba del Rímac, dígame usted, dónde hay algo parecido, una blanquiñosa de Jesús María, una morena de La Victoria… Bueno, déjame contarte, Nancita, lo de la motocaquista. Resulta que estaba yo caminando por una alameda llena de árboles, no como la Alameda de los Descalzos, que no tiene ni un árbol, y en eso veo a una señora joven todavía en una motocicleta, como ordenando algo, paseándose con aires de mandona, y yo decía qué hará esta señora, que parece vigilar o controlar algo, y me le quedo mirando y ella también a mí, hasta que se para y me pregunta de frente Usted es del oriente del Perú, ¿no? y yo que le contesto sí, y ella que me dice Yo soy de Yurimaguas, Y yo de Iquitos, le contesto, y así nos la pasamos, diciendo yo esto y ella aquello, hasta que me dijo que era motocaquista y que como motocaquista le iba muy bien, que había logrado matricular a su hijo en la Universidad de Salamanca, gracias a Dios y a su trabajo como motocaquista, y yo estaba que me moría por saber lo que era ser motocaquista. Entonces le hice la pregunta y ella me dijo que era una labor un poco pesada (eminentemente preventiva, fueron sus palabras, dichas en tono de mucha dignidad), que consistía en vigilar que los señores y señoras que pasean sus perros por los parques tengan cuidado en no dejar los excrementos, las caquitas, de sus mascotas en los jardines, por lo que tenían que estar con el ojo atento, y en caso se les hubiera escapado algún perrito cagón tenían que recoger su caquita y llevarla al punto de acopio de caquitas caninas. Le caí tan bien que me invitó a un barcito de por ahí y estuvimos conversando largo rato. Yo le dije que ser motocaquista era un buen trabajo, que seguro ella ganaba más que un odontólogo, a lo que la motocaquista me dijo que sí, que a veces sí, pero que este trabajo no había sido fácil conseguirlo, que tuvo que pasar muchas penurias, trabajar en restaurantes, limpiando baños de madrugada, que casi se regresa al Perú en la época de Fujimori, pero que felizmente aguantó, porque qué sería de ella ahora, desocupada sería, sin trabajo, penando, como tantos peruanos que según ve en la tele protestan todos los días por la falta de trabajo o por quítame estas pajas. Gracias a Dios y a un español que se enamoró de ella, me embarazó y me abandonó, me dijo, logró el trabajo de motocaquista; pero lo que más orgullosa la hacía sentir era que su hijo estaba estudiando en la Universidad de Salamanca y que eso lo pagaba ella con su sueldo de motocaquista. Y me quedé con la boca abierta, con la palabra Salamanca en la boca, y recordando eso de que lo que natura non da Salamanca non presta que no sé dónde había leído, no, no, fue en un sermón del cura Ramírez, en la Iglesia de Desamparados, ahora que me acuerdo; bueno yo pensé cuándo en el Perú habrá motocaquistas, que cuiden de nuestros parques, cuándo será, si acá no sólo los perros sino la propia gente suelta sus cochinadas en cualquier parte y había que caminar mirando el piso para no embarrarse los zapatos y que un motocaquista o bicicaquista y hasta un cholocaquista se morirían de hambre, porque… Nancita, este tu perro, Paco se llama, ¿no?, está calientito, tienes que disecarlo, qué barbaridad, tiene unos músculos, no como… perdón, doctor, no vaya a pensar…

Don Elías dio la impresión de querer tocar un tema relacionado con alguna otra virtud de las españolas, pero, presumo, el temor a tener una nueva interrupción conyugal inhibió su afán confesional. Pienso invitarlo uno de estos días para conversar más relajadamente y sin interrupciones sobre temas de interés común, como las reflexiones apócrifas de Julián Marías sobre la evolución de la corriente libidinosa de los curas pedófilos, desde la guerra civil hasta nuestros días, o sobre el extraño pudor de Penélope Cruz, quien muestra altiva sus pezones pero esconde avergonzada sus pies; tal vez un sábado en el Queirolo… en fin. Mientras andaba en esta disquisiciones, Doña Nora seguía en su charla ilustrativa, esta vez refiriéndose al Príncipe Felipe y su nuevo romance con una locutora, bajita y sin gracia ella, Nancita, si la vieras, no sé cómo un muchacho tan pero tan guapo ha podido…

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Saavedra, Carlos: «El funeral de la reina madre» , en Ciberayllu [en línea]

749 / Actualizado: 29.02.2008