Literatura

Ciberayllu
29 marzo, 2007

El samurái enamorado

 

Carlos Saavedra

 

Cuando llegó el nuevo Gerente General, Masao Ohishi —en reemplazo de Tsuneharu Watanabe— el cronista ya era abogado, lo doctoreaban y había iniciado sus servicios en la transnacional japonesa como contratado a tiempo parcial. Ohishi tenía la edad de Watanabe, pero estaba en las antípodas de éste, era esbelto, apuesto y de pocas palabras. «Mi nuevo jefe es un japonés guapísimo, Carlitos, guapísimo, y ha venido en una tenida deportiva que le venía de maravilla», decía entusiasmada Diana, la secretaria de Gerencia General, al día siguiente de haberlo recibido en el aeropuerto, sin sospechar que la primera decisión que tomaría su nuevo guapísimo jefe, ahí que la vio desgarbada, desgreñada y desteñida, sería cambiarla por otra secretaria más de su gusto, que poco después detectaría a la velocidad del rayo, cuando hizo su primera inspección a la Gerencia de Repuestos. Ahí quedó flechado, coleguita, fue amor a primera vista, pero de un solo lado. Así, Diana, sin mayor explicación y sólo con un «Tú entiendes, corazón, son decisiones del gran jefe, que uno no termina de entender, pero que hay que acatar, porque son los jefes, pues; no te preocupes, aquí vamos a trabajar en equipo y te vas a sentir más cómoda que con ese japonés, que parece que le chorrea la soberbia», que le dijo su nuevo jefe Koizumi, tuvo que aceptar ser la secretaria de un simple gerente, tal vez el menos importante de la compañía. «Qué puedo hacer, Carlitos, ya me metieron la yuca y tengo que moverme nomás», reflexionó pragmáticamente mientras se desperezaba sentada frente al escritorio del Doctor, en una actitud de reiterado relajo cuyas variantes iban desde el «Tengo una flojera que no te imaginas, Carlos», al empezar la semana, hasta el «Qué cansada que estoy, Dios mío, necesito a gritos dorarme en la playa; mira, parezco una gallina cruda», de los viernes en la mañana.

Ohishi ya desde el comienzo de su gestión parecía tener gran dominio de escena; comenzó a ejercer su liderazgo sin medias tintas, haciendo abierta gala de sus pocas pulgas, mostrándose malhumorado, parco, mezquino y autoritario hasta el abuso, salvo con aquellos que le caían en gracia, a los que podía tratar muy cordial y hasta generosamente. En esa misma época el ingeniero Pedro Malca, que laboraba en la Planta, asumió la Subgerencia de Relaciones Ministeriales, en vista de que esta área había quedado no sólo acéfala sino desierta, ante la renuncia de Rojas y el Doctor; claro que ambos se mantenían como contratados, pero legal y administrativamente no tenían ni la subordinación ni la responsabilidad de un trabajador estable.

Malca tenía su historia: había trabajado en Isuzu y en Nissan, estuvo seis meses en Nagoya, capacitándose en procesos de producción; a su regreso asumió la Sub Gerencia de Producción de la Planta y era cuestionado por los dirigentes del Sindicato Obrero «por su trato descortés y el uso exagerado de palabras soeces que ofenden la dignidad de los trabajadores». «Las lisuras me salen espontáneamente, colega —decía Malca, como justificando su coprolalia—, no puedo luchar contra ellas: si digo algo sin utilizarlas siento que le falta fuerza a lo que digo. Es una maldita herencia de mi padre, que todo el tiempo nos puteaba a mí y a mis hermanos, hasta que lo cuadré diciéndole lisuras más fuertes de las que él usaba y desde entonces ya no me jodió más, me agarró un cierto respeto que parecía decir este virolo es capaz de cualquier cosa, mejor cuídate, compadre. Y si escucharas a mi hijo Peter, colega, te quedarías cojudo de lo lisuriento que es».

Producida la vacancia, el Directorio mató dos pájaros de un solo tiro (o se anotó dos tiros con un solo pájaro, como solía decir el propio Malca): atendió el reclamo del Sindicato y cubrió el vacío dejado por Rojas. Y resulta que Pedro y el Doctor le cayeron bien a Ohishi, por razones que ni ellos mismos entendían. Es así que, luego de una breve conversación en la que el tema fue acerca del trabajo que correspondía al área de Relaciones Ministeriales, Ohishi les pidió a ambos que todos los días, a media mañana, se reporten separadamente a él, así no tuvieran temas específicos que tratar.

Con el transcurso de los meses esta situación de amabilidad hacia ambos y de animadversión hacia los demás gerentes se hizo evidente. «Este japonés es un conchesumadre con todos, pero con nosotros es una sedita, colega, ¿te has preguntado por qué? Conmigo se vacila con mi barriga, me dice que estoy gordo, me mira mis ojitos virolos y se caga de risa. Me ha dicho que no me preocupe, que dentro de poco me va proponer para gerente y que a ti también te va a mejorar, quiere que trabajes a tiempo completo. Me preguntó por qué renunciaste y yo le dije que estabas descontento porque ya desde hacía dos años eras abogado y que no te habían promovido. Parece que también tiene planes para ti ¿no te ha dicho nada?» le preguntaba Malca al Doctor, alentando expectativas de una inminente mejora que en la práctica tardaría en llegar. Efectivamente, Ohishi le había preguntado al Doctor y reprochado más de una vez por su renuncia, y hasta le dijo que había sido un tonto por no haber tenido paciencia. «Lo peor que le puede ocurrir a alguien que trabaja con japoneses es ser impaciente. Quien pretende ascender rápido lo mejor que puede hacer es no trabajar con japoneses. Empresas japonesas son para trabajar a largo plazo; entonces reconocimiento siempre viene. Grábate eso», le dijo un día, en frases con olor a reproche.

—Tú eres más preparado y más inteligente que cualquier gerente; si no hubieras renunciado, yo podría haberte propuesto para una promoción —remarcó.

—Pero está el tema de mis antecedentes como sindicalista, señor Ohishi, no se olvide que fui Secretario General del Sindicato de Empleados.

—Eso no tiene nada que ver, es lógico que hayas sido sindicalista, el que nunca ha luchado por otros es un egoísta, de esos hay que cuidarse, no de los otros. Vamos a ver cómo hacemos para que vuelvas a planilla, pero tendrías que devolver todo el dinero recibido, ¿podrías hacerlo? Si no tienes todo, te puedo prestar».

 También simpatizó con Jaime Pollard, Gerente de Contabilidad, cuyos modales desenfadados, su sonrisa y picardía parecían haberlo cautivado.

—Es un bandido con chicas, ¿no?, yo he visto en un bar con chica bonita, y me saludó, no se escondió, como hacen otros peruanos. Yo también estaba con chica peruana simpática, con Varela y gente de Consultores de Seguros. Muy lindas son chicas peruanas, pero la más linda he visto en Repuestos, Angie, ¿conoces a Angie?

—Sí, es la esposa de un empleado que trabaja en esa Gerencia, muy celoso.

—Hum, celoso, ¿qué significa?

—Que no le gusta que miren a su mujer, ni que ella mire a otros. Como Otelo.

—Celoso, ¿no? Esposo de chica bonita siempre es celoso, porque todo el mundo mira a ella y piensa en hacer cosas con ella. Casados no deben trabajar en misma oficina, porque problemas de oficina llevan a casa y problemas de casa traen a oficina. Hay que cambiar a él a o ella. ¿Qué te parece si traemos para que ella trabaje conmigo y mandamos a Diana como secretaria de Koizumi?

Y así lo hizo. Pero Angie no fue una perita en dulce, supo torearlo y mantenerse indemne de un asedio que era perceptible por toda la oficina o, al menos, por los que gustaban de olfatear las correrías románticas que siempre ocurren entre escritorios.

 

Sentimientos encontrados. Eso expresa bien lo que siento cuando se me viene a la cabeza el nombre de Masao Ohishi, ese japonés que ahí nomás que llegó al Perú, de la Gerencia de Repuestos, donde yo trabajaba tranquilamente con el señor Angulo, me llevó a ser nada menos que la Secretaria Ejecutiva del Gerente General, o sea de él. El traslado me agarró de sorpresa, porque nunca me imaginé que él se fijara en mí como en alguien para ocupar un cargo tan alto, tan importante, al menos teóricamente. Lo que sé es que una vez, al poco tiempo de su llegada, él visitó todos los locales de la compañía, y llegó a la Gerencia de Repuestos, que quedaba en el jirón Jorge Chávez, en Breña. De pronto, yo, que regresaba del baño rumbo a mi escritorio, vi parado en la puerta de entrada a un japonés alto, tieso, de rasgos duros, que me miraba con los ojazos bien abiertos, como sorprendido, con esa mirada que incomoda porque sientes que te hurgan todo, por lo que yo ni lo saludé y seguí caminando, aunque me percaté, porque cojuda no soy, que el fulano me seguía con la mirada. Claro que en esa época estaban de moda las minifaldas, y dicen que mis minifaldas eran abusivas, por lo que podría entenderse en algo su curiosidad. Por lo demás ya estaba acostumbrada a que me miren las piernas, algo que a Toshi no le gustaba en absoluto y era motivo de frecuentes peleas entre los dos. Me di cuenta que era un importado, no un nikkei, porque nosotros al toque detectamos a un japonés-japonés, por su forma de mirar, por su caminar, por el color de su piel —vienen como despintados—, de manera que me quedé intrigada, preguntándome quién era este japonés mirón, y de pronto vi que el señor Angulo se levantó de su asiento, como obedeciendo a un impulso eléctrico, y le dijo «Cómo está señor Ohishi, bienvenido, qué gusto verlo, adelante por favor, qué grata sorpresa», y el japonés, ni le contestó, ni le dio la mano, pasó de frente al almacén, luego vino a la oficina y recién saludó al señor Angulo, fríamente, pero mirándome a mí, porque yo me sentaba al costado del señor Angulo. Yo seguí haciendo mis cosas, porque si algo había aprendido de trabajar ya más de diez años con japoneses era que uno debía sumergirse en sus actividades y continuar trabajando, pase lo que pase. De manera que seguí con mis cuentas, usando esas calculadoras que sonaban escandalosamente, y tipeando las guías de ventas de repuestos a concesionarios, pero noté que en algún momento fui parte de la conversación, porque el señor Angulo mencionó mi nombre y algo más que no llegué a captar. Pero a mí no se dirigió en ningún momento. Al poco tiempo el señor Angulo me llamó y me dijo «Te felicito, Angie, vas a ser la secretaria del nuevo Generte General», y yo me quedé pasmada, aterrorizada, porque era algo que no esperaba, porque no sabía lo que ese cargo significaba y porque intuía que todo cambiaría radicalmente. Mi vida entonces era de lo más tranquila, mi marido y yo trabajábamos en la misma Gerencia, llegábamos juntos, nos retirábamos juntos, tomábamos vacaciones al mismo tiempo y todo iba de maravilla, sin problemas con el señor Angulo, salvo la época de formación del Sindicato, cuando nos enfrentamos con el señor Angulo, pero eso ya había pasado y en esos momentos estábamos muy bien con el Negro. No sabía qué hacer. «No sé qué decirle, señor Angulo», le dije. «No tienes nada qué hacer, ni qué decir sino aceptar el nuevo cargo; no estás en condición de elegir, es una orden. Empiezas a trabajar en Las Begonias el lunes», me dijo, así que tuve que apechugar nomás. Todo cambió entonces, no sé si para bien o para mal. Lo bueno fue que dejé de tener tanta presión laboral, al contrario, de estar todo el día ocupada, pasé a la desocupación casi permanente, porque realmente el nuevo cargo era solo nombre y casi nada que hacer, salvo el tener que escuchar la conversación de mi nuevo jefe, y estar en plan de «Sí, señor, qué interesante, hi…», y servirle su café, llamar a sus amigos, contestar algunas cartas; en lo demás, nada. Y tuve que dedicarme a la lectura, me devoraba todas las novelas que eran best sellers de esos tiempos, como Shogun, Los Ocho Minutos, Exodo, y las que me comenzó a prestar Carlos, que en esa época leía un montón. Tuve que buscar cómo matar mi tiempo y entonces le pedía al ingeniero Malca, a la gente de Contabilidad y al propio Carlos que me den chamba, pero eso no le gustaba al señor Ohishi, él quería que yo fuera su secretaria y que hiciera sólo el trabajo que él me encargaba, o sea casi nada. Nunca leí tanto en mi vida; pero me las ingeniaba para hacer mis escritos, porque convencí a mi jefe que al menos debía tipear los expedientes que se presentaban al Ministerio de Industria, porque eran trámites muy importantes para la producción de la Planta. «Muy bien —me dijo él— y de paso controlas a Saavedra y Malca, que siempre están saliendo y nunca sé por qué. Siempre les preguntas motivo de salida y resultados, y luego me informas, Angie-chan». Y tuve que pasarle informe de las salidas de ambos, y justificar sus ausencias, casi siempre exageradas. Yo sabía que se daban su tiempo para hacer sus cosas, bajo el pretexto de que tenían que hacer gestiones en el Ministerio, pero hacían sus cosas particulares, el ingeniero se iba a recoger a sus hijos del colegio, se reunía con alguna de sus esposas, se iba al cine en matinee, y Carlos se quedaba en su casa después del almuerzo, viendo las telenovelas que pasaban en esa época, y yo justificándolos, hasta que tuve que decirles que se dejen de vainas porque el japonés no era ningún cojudo y de repente él mismo chequearía sus actividades, por lo que ambos ya comenzaron a ser más conscientes en sus salidas. Lo que siempre me asombró es que el ingeniero Malca nunca salía a almorzar, se quedaba en su oficina y alguna vez lo sorprendí abriendo la ventana, y yo me asusté, porque estábamos en el piso 12 y él estaba sacando la cabeza, como para lanzarse al vacío, me imaginé, pero me tranquilicé cuando ví que abría la boca y tomaba lentamente varias bocanadas de aire. «Qué hace, ingeniero», le pregunté alarmada, y el me dijo «Alimentándome, Angie-chan, alimentándome. ¿No sabes que el oxígeno es el alimento más puro y nutritivo que puede haber, que sin él no podríamos vivir, y que lo demás es un complemento? Por eso el oxígeno es mi almuerzo, mi comida principal, y ya en la noche lo complemento con algo más vulgar». Me dejó cojuda. Algo que sí tengo que agradecerle al señor Ohishi es que siempre me consideró muy bien en las gratificaciones y los aumentos de sueldo; también me invitaba a los mejores restaurantes de San Isidro y Miraflores, hasta que me di cuenta que detrás de tantas amabilidades algo había, y no me gustó, porque siempre se las ingeniaba para decirme cosas bonitas, para halagarme… y entonces comenzó mi martirio. Recuerdo que adelgacé un montón, que me dio una tos persistente, y él acosándome con sus palabras y gestos amables, hasta que colocó el espejo retrovisor a la entrada de su oficina, justo encima de mi escritorio. Eso ya me pareció el colmo, y lo comencé a odiar. Pero tenía que disimular, seguir siendo amable, mientras la procesión iba por dentro. Lo peor es que no podía hablar con nadie del tema, aunque alguna vez le confesé mi preocupación al ingeniero Malca, pero él, con su filosofía del conocimiento, el yoga y la introspección positiva, no hizo sino agravar mi confusión interna. «Lee las Conversasiones con Don Juan», me dijo, y yo en ese libro encontré cojudeces que sólo les interesa a los muy crédulos, y yo de crédula ya no tenía nada. ¡Quería mandarlo a la mierda al japonés, no soportar estoicamente su acoso!

 

Ohishi —dentro de su natural reserva y rechazo al afán de figuración— gustaba de hacer alarde de actitudes radicales, de mostrarse como el malo de la película y de generar comentarios adversos más que elogios por su gestión, «Porque cuando te critican, cuando se quejan o hablan mal de ti quiere decir que estás haciendo las cosas bien, en cambio cuando toda la gente está contenta y todos dicen qué bueno es el señor Ohishi, quiere decir que algo estás haciendo mal». No se expresaba bien de los japoneses, «Son muy creídos», decía, «piensan que son lo máximo y miran como si gente de otro país fuera de raza inferior, por eso yo prefiero tener amigos peruanos, mi amigo Colichón, por ejemplo, muy buena gente, tú también, profesor de mis hijas, Malca; pero mayoría de peruanos son incumplidos, informales, no aceptan errores; cuando cometen errores no piden perdón, no agachan cabeza, sino que echan la culpa a otros, si chocan contra columna de cochera, en sótano, seguro que echan la culpa a la columna, por estar en mal sitio, o sea culpa de arquitecto. Así es peruano, pero buena genta, aunque entre peruanos también hay gente mala. Que se aprovecha, como Varela, por ejemplo».

—Pero, ¿Joe Varela no es su amigo?

—Era amigo. Ahora ya no, y he dicho a Koizumi que busque otro broker de seguros, porque ya no quiero ver a Varela, mal amigo.

Por la forma cómo lo dijo era inconveniente pensar en preguntarle las razones de este distanciamiento, de manera que había que buscar por otro lado la fuente informativa que explique este impasse.

 —Sobre es ese tema yo tengo información de primera mano, colega, porque yo estuve allí cuando sucedió el roche entre Ohishi y Varela.

—¿Cómo fue, colega? —la pregunta del Doctor al ingeniero Malca era como si hubiera sido hecha por todos los ya veteranos ex gerentes que participaban de la reunión— ¿qué pasó, qué pisó?

—Bueno, estábamos en una discoteca, de esas con chicas que se te ofrecen todas cariñosas, insinuantes, que te meten la pechuga por la nariz, y Ohishi le tiró lente a una, la mejorcita de la noche, menuda pero de figura espectacular, sugestivamente vestida, que se daba unos ciertos aires de dama de nobleza. Ella se dio cuenta al toque —las mujeres de cojudas no tiene un pelo, colegas— y se hizo la interesante, tomó distancia, haciéndose la difícil, probablemente para merecer una propina más jugosa, y comenzó a conversar con el loco Joe Varela, pero siempre haciéndole ojitos a Ohishi, sonriéndole, como diciéndole tú eres el elegido. Estaba también Paco Gil, entonces recontra chibolo, y otros patas de la Compañía de Seguros Cóndor.

—Ya, pues, Pedrito, córtala y anda al grano —lo apremió Alfredo Ramón, siempre curioso en conocer los aspectos medulares de todo conflicto entre personas serias.

—Déjame seguir con la historia a mi estilo, huevón, o no cuento nada.

—Ya, ya, sigue, colega —terció el Doctor.

—Entonces, Joe Varela, que se tomó en serio los coqueteos de la fulana, la sacó a bailar y le dio unos chapes, unos aparres que daba envidia ver, porque la chica era un hembrón; se dio un banquete romántico con la hembrita y después subió al segundo piso con ella, a pesar de que ella le oponía una cierta resistencia, hasta que él le susurró algo al oído…

—Susurros indiscretos, Pedrito —lo interrumpió Fachinelli, con esa su carcajada escandalosa.

—Me imagino que le diría la cuantía de su cariño, y la hembrita atracó, de lo más complacida, dejando a Ohishi en fa, coleguitas. El japonés al toque se retiró, ofendidísimo, y yo tuve que seguirlo. No hablamos nada sobre el tema, pero entendí que la cosa tendría sus consecuencias. Y así fue, porque al poco tiempo cambiamos de broker y Consultores de Seguros estuvo como cuatro años fuera de la compañía, hasta que la perseverancia del loco Varela, los mil perdones que le pidió y sus atenciones lograron que el japonés se retracte, y volvimos con Consultores.

Los demás empleados, especialmente los gerentes y subgerentes, le merecían poco aprecio, no les contestaba el saludo y en ocasiones los hostilizaba abiertamente. Era el caso del Doctor Sánchez, Gerente de Relaciones Industriales, a quien cuestionaba los acuerdos a que había arribado con los sindicatos, exigiéndole que corrija las bonificaciones y los aumentos de sueldo pactados. «¿Quién ha autorizado a usted a ser tan generoso?; claro usted es generoso porque plata no sale de su bolsillo, ¿no?, usted no parece abogado defensor de empresa sino abogado defensor de sindicatos», le decía con ira, mientras el rostro del interpelado se descomponía por la frustración y la impotencia.  «Fuera de mi oficina, fuera todos», le dijo, dirigiendo también la frase a los acompañantes del relacionador, entre ellos el Doctor Tori —uno de los pocos abogados honestos con los que se cruzó el cronista en sus correrías legales— y el infaltable señor Pineda. Tori consideró ese acto como una ofensa a su calidad profesional y pidió satisfacciones. «No puede ser, Andrés, esto es una afrenta, algo inaceptable, qué se ha creído este señor», decía, ofendidísimo, con la respiración acezante, como un oso furioso a punto de explotar, mientras que a Pineda le faltaban piernas para retirarse apuradamente de la oficina del descortés nipón.

Los calificativos más usuales que recibía, en forma reservada por supuesto, eran: japonés hijo de puta, creído de mierdamalcriado conchesumadre, dichos por los propios gerentes, básicamente porque se abocó a la aplicación de drásticas medidas de racionalización que llegaban casi a nivel de mezquindad. Ello se manifestó incluso en el plano remunerativo, que él sustentaba en un principio japonés que repetía hasta el cansancio: «Lo importante no es lo que uno gana, la remuneración que se percibe, sino el poder, la responsabilidad que se tiene, saberse jerárquicamente superior, eso es suficiente, lo demás viene después, gradualmente, como lógica consecuencia. En Japón es usual que un gerente joven tenga más jerarquía que un viejo, pero que gane menos que él, y sin embargo no está descontento, porque lo que interesa es quién es el superior, ¿entienden?», se esforzaba Ohishi por convencer de su tesis a Pedro y Pollard.

Los gerentes —descreídos de tan altruista principio de administración nipona— tuvieron el coraje de adoptar un insólito acto de rebeldía, tras un año de soportar más y más medidas de austeridad: devolvieron los sobres con sus remuneraciones cuando vieron que en el sueldo de mayo, una vez más, sólo se les había aplicado el aumento general otorgado a los obreros, no en términos porcentuales, como hubiera sido lo lógico, sino absolutos, es decir, la misma cantidad en soles, como si ellos fueran también obreros. Eso generó la ira general.  Hasta sus engreídos Malca y Pollard no sólo estaban en el grupo de los rebeldes sino que eran los promotores de la rebelión. «Que se metan su aumento al culo, carajo, yo no recibo esta mierda, qué se han creído estos hijos de la jijuna grandísima puta», decía Pedro, ofendidísimo, y todos lo apoyaban, justificando esta vez su coprolalia superlativa.

Ohishi reunió a todos los gerentes en la Sala de Directorio, incluso a Hayata y Nakamine —quienes ya iban camino a directores— y pidió las explicaciones del caso, pero dirigiéndose a Pedro, como si sólo él estuviera en la reunión, o como si él fuera el líder de los rebeldes.

—Malca, ¿qué quiere decir esto, es sublevación o qué? Ustedes son gerentes y tienen que entender situación de empresa. No se puede hacer aumentos como quieren, entiendan. Si no están de acuerdo con aumentos, pueden retirarse, empresa no se va a oponer a que se vayan. Todos, todos pueden irse.

—Ohishi-san, póngase en nuestro lugar, cada día ganamos menos, ustedes no parecen darse cuenta de nuestra situación, nosotros tenemos hijos en colegios particulares…

—Señor Ohishi —esta vez era Hayata quien comenzó a hablar en tono firme, venciendo su habitual carraspera—, nosotros tenemos responsabilidades, muchas más obligaciones que los obreros y los empleados, somos gerentes, y nuestros sueldos están muy por debajo del promedio de los ejecutivos en el mercado, por eso no es justo que nos hayan dado el mismo aumento en soles que a los obreros. ¿Usted cree que eso es justo?

—Es lo que puede dar empresa y usted lo sabe, porque es Gerente Central, usted sabe que situación de compañía es difícil, que debemos ahorrar. Además usted no debe hablar porque puede malograr su carrera, mejor cállese. Y todos ustedes piensen bien antes de hacer lo que están haciendo. Conversaré con señor Konishi y les diré decisión.

          Más tarde, ya en reunión a solas con Pedro le dijo que de todos podía esperar una actitud así, pero no de él ni de Pollard,  sus amigos.

—No entiendo. Gente indisciplinada, hay que aplicar sanciones. Si no están contentos con sueldo que se vayan, no hay problema, podemos contratar otros.

—Bueno, señor Ohishi, es un acuerdo de todos los gerentes, y hemos tenido que cumplirlo todos. Además, nos correspondía un aumento teniendo en cuenta el alza del costo de vida,  lo que nos han dado no llega al cinco por ciento, contra una inflación anual que supera el setenta por ciento. O sea que ahora, en términos reales, estamos ganando la mitad de lo que ganábamos en mayo del año pasado. ¿Le parece justo?

—Justo, siempre justo, parece, no parece justo, ¿no?, tú y Hayata hablando igual. ¿Y es culpa de empresa que precios suban tanto?, ¿utilidades de empresa suben como sube inflación? Si no hay utilidades, ¿de dónde salen aumentos, de dónde salen buenos sueldos? Precios de carros no suben como sube inflación, porque están controlados o supervisados, no sé. ¿Es justo? Ustedes gerentes tienen sueldos más altos, pueden soportar mejor efectos de inflación, tienen que esperar. A gerentes se aumenta cuando Directorio considera que corresponde, no igual que a empleados, ¿o ustedes son como cualquier empleado? Entonces deben ganar como cualquier empleado, pues, bajamos sueldos, y si no quieren se van. ¿Es justo?

—Tampoco es así, señor Ohishi…

—Y ahora ¿qué vamos a hacer? Voy a tener que hablar con señor Konishi para ver qué hacemos. Es increíble, increíble que gerentes den mal ejemplo, como sindicato. Gerentes sindicalistas, increíble.

 

En contraposición a ello, con el Doctor tenía un comportamiento diferente. Era la primera vez que se sentía tratado como un amigo por un ejecutivo expatriado. Ohishi hizo algo absolutamente inusual en un japonés: lo invitaba a su casa, donde pudo alternar con su esposa y sus dos hijas, Yuko y Mayoko, a quienes apoyaba en su aprendizaje del castellano. Cuando las hijas le preguntaban cómo era su papá en la empresa y él les decía que era muy enérgico, muy duro, que los gerentes le tenían miedo, ellas se reían inconteniblemente, tapándose la boca, agachando la cabeza, y decían que no podía ser, que su papi era muy tranquilito, «Aquí no mata una mosca —decían— la que manda es mi mamá, y él, pobrecito, tiene que hacer caso a ella y a nosotras, je, je», se jaraneaban.

Los almuerzos y cenas con los funcionarios del Ministerio de Industria, en una actitud de acercamiento para hacer migas productivas, eran frecuentes, y ello se traducía en una atención preferencial a las solicitudes y expedientes que se gestionaban usualmente en esa entidad pública: unas buenas carnes argentinas en El Rincón Gaucho, un buen pescado sudado en La Buena Muerte o un tallarín saltado en Oh Calamares eran más que suficientes para acelerar las resoluciones y dictámenes que requería la Planta para la importación de los insumos y bienes de capital. «Tu amigo Domínguez bien tragón —decía Ohishi, refiriéndose al ingeniero que oficiaba de Sub Director de Industria Automotriz— aunque Malca supera, por gran barriga, ya muy exagerado, ¿no? No debería comer tanto, come más que invitados, y pide platos más caros, langosta, peje sapo, lenguado relleno, y eso no está bien. Tú cuida ese detalle, y también tienes que aprender que tu pan es el de la izquierda, no el de la derecha; no hay que comer pan de vecino», decía, con absoluta seriedad, como aconsejando a un hermano menor de tener en cuenta los usos y costumbres de la etiqueta.

Cuando necesitaba alguien para efectuar una gestión no reparaba en la categoría del empleado a quien solicitaba ese apoyo: podía ser un asistente, un jefe o un gerente, igual, llegado el caso, tenían que oficiar de choferes o auxiliares, cuando ello era necesario. Eso fue lo que sucedió con el Coronel Zubiaurre, oficial retirado de la Benemérita Guardia Civil que oficiaba de Jefe de Personal de la empresa, a quien le dijo un día, apremiado por el tiempo: «Zubiarre, vamos a centro de Lima, maneja carro», y Zubiaurre se le quedó mirando, «¿Cómo dijo, señor?», todo altanero, «Vamos al centro, ¿no entiende?, maneja carro», «Disculpe, si necesita un chofer yo se lo consigo», «¿Usted no sabe manejar?», requirió Ohishi, «Yo no soy chofer, señor, pero le puedo hacer el servicio», todo colorado de la ira, a lo que Ohishi le replicó, también amoscado, «Ya no se preocupe, no se preocupe, voy con Koizumi, gerente sí puede hacer de chofer».

Poco tiempo después Zubiarre dejó de ser Jefe de Personal y fue trasladado a la Planta, para trabajar como asesor del Doctor Sánchez, quien le asignó un escritorio al costado del baño y le encomendó la misión de hacer un resumen de las normas legales que aparecían todos los días en el diario oficial El Peruano, resumen que por supuesto no leía y echaba al tacho de basura casi a la vista de Zubiarre.

Dirigió también sus baterías contra Felipe Ballumbrosio, entonces Sub Gerente de Finanzas, a quien no le soportaba su excesiva verborrea, su afán protagónico y su aparente obsesión por ganarse sus simpatías. «Por qué habla tanto —preguntaba, desconcertado—, habla y habla y no dice nada, bla, bla, bla, yo no entiendo». Y comenzó a mirar más de cerca sus actividades, sus operaciones en el área financiera, siempre tan sensible. Y algo vería, porque le encargó a Malca que investigue por aquí y por allá, porque parece que… Pero Malca no encontró nada, o lo que descubrió no tendría mayor relevancia, porque todo quedó en nada… «Pero Ohishi no quedó satisfecho, colegas, siempre me dijo que yo no había averiguado bien, que él mismo se encargaría de investigar, pero el tiempo le quedó corto», diría Malca después, como justificando su aparente fracaso como auditor ad hoc.

Ohishi compartió su gestión con Toshio Konishi, representante del fabricante, quien siempre se mostraba sumamente amable y parco en sus expresiones, pero parecía ser el cerebro tras bambalinas. Se decía que era él quien realmente manejaba la política administrativa y comercial de la empresa y que Ohishi era sólo su brazo ejecutor, su humilde y tosco brazo ejecutor.

—Eso lo dijo claramente en la reunión de despedida que le hicimos los gerentes, estando Ohishi presente en ella —recuerda Malca, ya en el retiro—, y eso lo trajo anímicamente abajo a Ohishi, porque él se creía el auténtico malo de la película, cuando en realidad era sólo un malo por encargo. Esa es una táctica que se ha repetido más de una vez en la compañía, la última fue cuando coincidieron el tío Murayama y Yoshiro Iwai, en la que Pisquito hizo de duro y Yoshi de dulce, cuando lo cierto es que los dos eran igualmente unas mierdas, tal vez más el segundo que el primero, como a usted mismo le consta colega, y a mí también, ya que yo fui víctima de ambos hijos de puta. Otra cosa que recuerdo es que Ohishi le hizo un verdadero acoso sexual a Angie, la secretaria que él trajo de Repuestos, en reemplazo de la desgreñada Diana, la que decía que Ohishi era guapísimo, sin imaginar que el pendejo la quitaría al toque. Bueno, pues, Angie me contó lo del acoso, estaba desesperada, quería mandarlo a rodar pero temía perder su trabajo, tuve que recomendarle que se maneje con cautela, «Ay, ingeniero, él sigue insistiendo, me trae regalitos, me invita a almorzar, hasta se me ha declarado y he tenido que hacerme la cojuda, discúlpeme, hacer como que no le entendía, ingeniero, qué hago», me dijo. ¿A usted no le contó ella su problema?, porque ustedes eran bien patas, colega.

—Sí, sí, pero mejor no entremos en temas románticos, que podría afectarse el honor de gente inocente, víctimas de las habladurías de los chismosos.

—¿Chismosos? Todo chisme tiene su parte de verdad, colega. Acuérdese que en esa época la compañía tenía más de cuatrocientos trabajadores, y los romances, tanto en Planta como en San Isidro y en Bocanegra, eran de lo más común, todos creían ser solapas en sus chapes y la verdad es que eran la comidilla de los chismosos, que éramos casi todos. Ni siquiera Lucho, ni usted, se salvaron de esos rajes. Yo pasé piola porque no era el prototipo del varón deseado, pero si supieran que tuve cada encontrón con más de una, la Flaca…

—Ya, ya, déjate de fanfarronerías, estamos hablando de la dupla Ohishi-Konishi…

—Bueno, lo cierto es que no guardo malos recuerdos de ellos, salvo cuando efectivamente me hicieron gerente y me di con la sorpresa de que en la carta en la que me comunicaban la promoción, en mérito a mi excelente rendimiento y como un reconocimiento a mi calidad profesional, bla, bla, bla, en el rubro remuneración decía sin variación, puta que me dio una rabia que de inmediato fui a hablarle al japonés, a pesar de que usted me había dicho, al ver mi ira, que tome las cosas con calma, que piense en mi familia, porque yo lo consideré una burla y quería renunciar, mandar a la mierda todo. Felizmente que le hice caso, colega, claro que hablé con Ohishi, pero más con ironía que con furia, y él me salió con la cantaleta de que lo importante era la jerarquía, el nuevo cargo, de mucho mayor nivel, y ahí nomás casi lo mando a la mierda, pero sólo me cagué de risa en su cara, con carcajadas y todo, y él se desconcertó, pareció entender y me dijo que no me preocupe, que pronto habría una mejora. En fin, fue mi peor momento, ahí sí casi le digo a los dos lo que ya antes le había dicho el ingeniero Rojas a Ohishi: que se vayan a la mismísima concha de su madre, pero no lo hice, y pude seguir mi carrera hasta casi cumplir treinta años en la empresa, colega.

 

No le había dicho nada de que su caso sería tratado en un Comité Ejecutivo y que él plantearía su reincorporación a planilla en un nivel jerárquico superior al que tenía cuando renunció a la empresa, tres años antes. Al término de la sesión lo llamó a su oficina, se paró, le extendió la mano y le dijo: «Lo logramos», con una sonrisa abierta, que transparentaba una felicidad casi infantil, «ya estás de nuevo en la empresa» y, cosa rara en un japonés, lo abrazó, emocionado. Le dijo entonces que su propuesta no había sido del todo aceptada, porque él quería que su cargo fuera a nivel de Sub Gerente, pero que encontró mucha resistencia en una persona, sin precisar quién.

Ohishi regresó a su país en octubre de 1983. Le dijo que había comprometido a Konishi-san para que a más tardar en un año sea promovido a nivel gerencial, lo que ocurrió efectivamente bastante antes de ese  plazo, en junio de 1984, cuando fue nombrado Sub Gerente de Administración por su reemplazante Kokichi Kikuchi y el nuevo Presidente Ejecutivo, el gentleman Yamanouchi. Se fue triste. Ni él, ni su mujer, ni sus dos hijas querían regresar, estaban encantados del Perú, de todas las comodidades que tenían por acá. «En Japón nuestra casa es pequeñita, apenas si llega a los setenta metros cuadrados, mientras que acá vivimos en una casa que tiene trescientos veinte, con jardín interior muy grande; tenemos dos empleadas, una perra pastor alemán, Narda se llama, ¿cómo quieres que nos sintamos contentos de volver a vivir de nuevo apretados?», decían las chicas. Pero el más triste fue el propio Ohishi, porque realmente se iba con el corazón afligido, todo indicaba que víctima de un amor no correspondido.

—¿A sus años, colega? —pregunta, incrédulo, el ingeniero Malca.

—Bueno, cuando se fue recién estaba en los cincuenta, colega, y a esa edad uno todavía funciona, ¿tú no?

—Obviamente, colega, en mi caso sí. Sigo siendo una fiera y sin necesidad de huevadas como el viagra o el cialis, que te paran la pichula pero también pueden pararte el corazón; lo mejor es un buen culo, si es nuevo, mejor, y punto. Lo cojonudo, volviendo al tema de Ohishi  y su amor imposible, es que después de casi veinte años volvió al Perú, a buscarla, ¿no, colega?  Algo me enteré de eso, aunque usted no me dijo nada. Como es la vida, ¿no? Las ex chicas de la compañía, ya todas cincuentonas ahora, exceptuando a la tía Tere, que ya debe estar en base siete, se  reúnen casi todos los meses y chismosean de lo lindo. El regreso de Ohishi y su frustrada aventura de la búsqueda de Angie fue la comidilla del día en su oportunidad, y ya se imaginará quién fue la difusora.

Y era cierto, quince años después volvió como turista, expresamente a buscar a Angie y le pidió que la ubique porque quería verla, conversar con ella y entregarle un regalito. El Doctor la ubicó, pero ella se negó tajantemente a reunirse con Ohishi, «Pero es que ha venido especialmente por ti, quiere saludarte», trató de convencerla, «Precisamente por eso no quiero verlo, dile que se vaya a la mierda, que no me he olvidado de sus mañoserías, ¿qué se ha creído, que porque viene de tan lejos yo lo voy a recibir y estar feliz de ver a mi ex jefe? No he olvidado lo que me hizo, eso de poner un espejo retrovisor a la entrada de su oficina para verme todo el día, hijo de puta, tenía que estarme cuidando para que no me vea con las piernas abiertas». Evidentemente el rencor le duraba, estaba vivito y coleando, por eso había dicho tantas lisuras, ella que era siempre tan delicadita, aunque, como se ve, cuando se soltaba, las soltaba todas juntas. Tuvo que mentirle a Ohishi, decirle que no había podido hablar con ella, para no tener que darle explicaciones acerca de por qué no quería verlo, pero él lo miró como diciéndole qué estúpido habías sido, sé que me estás cojudeando, y le dijo «Ya, ya», un ya ya muy despectivo, estirando los brazos en actitud de rechazo cuando él se acercó a saludarlo en la oficina de Lucho Hayata. Después Angie le contó que Ohishi se había averiguado la dirección de su casa, que ella desde su departamento, ubicado en el tercer piso de un edificio cerca de un parque de Pueblo Libre, pudo verlo preguntándole a los vecinos, indagando con los muchachos que jugaban pelota por ahí, entre los cuales estaba su propio hijo, pero felizmente nadie le dio razón, no se sabe si por discretos o desconfiados. El pobre se quedó a cincuenta metros de verla, sólo cincuenta metros.

* * *

Derechos reservados: la reproducción requiere autorización expresa y por escrito del editor y de los autores correspondientes.
© 2007, Carlos Saavedra
Escriba al autor: CarlosSaavedra@ciberayllu.com
Comente en la nueva Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Saavedra, Carlos: «El samurái enamorado» , en Ciberayllu [en línea]

704 / Actualizado: 31.03.2007