Literatura

Ciberayllu
5 diciembre, 2008

Diario de Santa María

Quince páginas y algo más

Edgardo Rivera Martínez

De la novela más reciente del escritor jaujino, Ciberayllu se honra en presentar el texto de las quince primeras páginas (Presentación y los tres primeros días del diario, seguido de dos fragmentos adicionales. (Edgardo Rivera Martínez Martínez: Diario de Santa María, Alfaguara, Lima, 2008.)

 

Presentación

Mientras arreglaba unos papeles en casa de mi familia materna en Jauja, el azar puso en mis manos un hermoso cuaderno con una cadenita y un cierre. Por la letra con que se había escrito el título, Diario de Santa María. 1935, al parecer avanzado ya el texto, y por lo que se dice en sus páginas me enteré de que se trataba de uno escrito por su autora, mi tía abuela Felicia de los Ríos Salcedo, cuando contaba solo entre diecisiete y dieciocho años de edad. Como se sabe, ella nació y vivió su infancia y pubertad en Jauja, pasó un tiempo en Cerro de Pasco, estudió el cuarto año de secundaria en Lima, y el quinto, allá en 1935, en un internado de monjas: el Colegio de Educandas de Nuestra Señora de Santa María, situado junto al pequeño pueblo de Soray, cercano a Santa Rosa de Ocopa y a Concepción, en el valle del Mantaro. Un establecimiento pedagógico que hoy ya no existe, y que fundado en 1910 fue regentado por monjas isabelinas, y que ofrecía a las estudiantes que lo deseaban la opción de cursar un año adicional de pedagogía, que les permitía obtener el título de preceptoras, camino que Felicia, luego de un inicial interés, no hizo suyo.

Leí el diario y constaté, por su caligrafía, por su pulcritud y por lo que se dice en sus páginas, que se trataba en su mayor parte de la copia de anotaciones originalmente escritas en hojas sueltas, por las razones que se verá, y transcritas luego a ese cuaderno con hermosa caligrafía, y que más tarde fueron objeto de adicionales retoques de estilo. ¿Sería porque en algún momento pensó en publicarlo? Considero que sí, y por eso he optado por hacerlo, y más aún porque desde un principio lo consideré de gran interés, no solo por tratarse de una compatriota que ha dejado una breve pero valiosa y original obra en verso entre dos mundos —el nuestro, el andino peruano, y, por otro, el de la cultura europea de su tiempo, sobre todo francesa—, sino también por su temprana facilidad narrativa y lo poético del lenguaje. Cualidades que me han hecho pensar más de una vez que en algún momento la autora vio en el texto una novela autobiográfica o una autobiografía novelada.

Lo que se narra y describe en el diario corresponde en su gran mayoría a los meses que Felicia pasó cuando cursaba el quinto año de secundaria en ese centro educativo, aunque no den cuenta —cosa explicable, dada su edad y las limitaciones del lugar— del acontecer propiamente cotidiano, e incluso hay anotaciones sin fecha, indicadas por la simple abreviatura s. f., muchas de las cuales revisten, en mi opinión, un carácter casi onírico.

Especial importancia asume en el diario el vínculo de su autora con una compañera de año y de habitación, ligeramente mayor, Solange Aubert, hija de un alto funcionario francés de la Compagnie des Mines de Huarón, muy inteligente, guapa y notablemente desprejuiciada para su edad. Por lo que he averiguado, ambas condiscípulas mantuvieron correspondencia cuando Solange se marchó con su padre, la que no me ha sido accesible, y se volvieron a ver y a cultivar una fraternal amistad allá en Europa.

Como revela el diario, nuestra autora se interesó por la literatura, gracias a una vocación de la que tomó temprana conciencia, a la pequeña biblioteca que había dejado su abuelo y al estímulo de su tío Teodoro, hombre inteligente y de cierta cultura, y pronto se dio cuenta, en particular, de que lo que más le atraía era la poesía, como atestiguan las páginas de este cuaderno y la referencia que en ellas se hace a otro, dedicado a sus versos, que no he encontrado, pero que forman parte, estoy seguro, de los poemarios que publicó en vida. Todo ello prueba una viva imaginación, sensibilidad e inteligencia, así como un precoz manejo del lenguaje.

Como saben quienes han estudiado su obra poética, Felicia de los Ríos estudió más tarde Literatura en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, y pasó después parte de su juventud y de su vida adulta, allá en los años 50 y parte de los 60, becada en París, donde efectuó estudios adicionales y trabajó más tarde en la Universidad de Tours. No dejó de volver periódicamente al Perú, y en especial a su tierra. En 1965 se casó con un compatriota, Eduardo Falcón, de quien se separó en 1972 y con quien tuvo una hija, Lucila. Además de su labor creadora y docente, ejerció de modo eventual el periodismo, no solo en nuestro país, y militó en la defensa de los derechos de la mujer y en movimientos de izquierda de aquellos años. Escribió y publicó cuatro libros de poemas, en dos de los cuales, los últimos, incluyó versos en quechua y algunos en francés.

Por todo ello decidí publicar el diario que llevó Felicia de los Ríos Salcedo luego de obtener la autorización de su señora hija, residente en España, Lucila Falcón, y de transcribir su contenido con el mayor cuidado. En otra publicación daré cuenta de lo que he investigado sobre su vida adulta, recogeré sus poemas publicados solo en revistas, así como autorizados juicios que se han emitido sobre su obra, y recordaré su participación en la lucha por sus ideales. Hablaré, en fin, de su retorno a nuestra ciudad andina, donde falleció en 1979.

Antes de terminar, debo recordar al lector que Solange Aubert, compañera de estudios que tan importante papel desempeña en lo que aquí se narra, fue autora de una numerosa y celebrada serie de acuarelas, que fueron objeto de tres exposiciones, una en Tours y dos en París, según he logrado averiguar. También publicó en su edad adulta dos novelas cortas, lamentablemente no traducidas al español, y militó en la Resistencia cuando los nazis invadieron su patria, y después en la defensa de los derechos de la mujer, en la línea de su compatriota Flora Tristán. Entre su obra escrita figuran también sus Memorias de lucha (1952) y Por la liberación de los pueblos oprimidos (1957), entre los que incluye a los andinos del Perú, país al que volvió por unos meses.

Finalmente, deseo y espero que la publicación de este diario sea un homenaje y un testimonio de agradecimiento a su autora, y a las mujeres que, como ella, cultivan la poesía, a la vez que dan curso a sus generosas inquietudes sociales.

Lima, 15 de setiembre de 2008.
Claudio Errázuriz Salcedo

 


 

Diario

Jauja, lunes 11 de marzo de 1935.— Comienzo aquí mi diario, tarde la noche y a la luz del quinqué, en mi habitación en la casa de Jauja. Debería decir que lo reanudo, porque allá en Cerro de Pasco, donde hemos residido por buen tiempo, comencé a llevar a escondidas, junto con mi cuadernito de poesías, una libreta donde anotaba las ocurrencias del día. Y lo más notable que registré fue, desde luego, lo que mi madre me anunció hace casi tres semanas, y es que, decidida como estaba desde hacía tiempo a vender la tienda que teníamos, porque le era cada vez más difícil atender allá el negocio que nos dejó mi padre y porque ya no soportaba el frío, para irnos a vivir a nuestra tierra, había puesto un aviso y se había presentado un comprador. Volveríamos, pues, a nuestra casa, donde abriría un establecimiento comercial semejante. Me dijo también, en cuanto a mis estudios, que no me preocupara, pues en Jauja hay un colegio para señoritas y que podría estudiar allí el quinto año de secundaria, que es el que me falta.Cubierta Ya no tendría, pues, que regresar a ese de Lima, el de Santa María Eufrasia, donde cursé el cuarto año, que fue bastante aburrido para mí, porque apenas si hice amigas por mi origen serrano, y por las crecientes limitaciones económicas que enfrentábamos. Dejé, pues, Lima, una semana antes de Navidad, pasé buena parte de las vacaciones en esa triste ciudad minera, y pronto recibí la grata noticia de que la íbamos a dejar, por lo cual le di un gran abrazo. No, no había nada que me retuviera en el Cerro, salvo la amistad con Yolanda, tan ocurrente, y que tiene como yo diecisiete años, pero que ha dejado por algún motivo los estudios. También quizá mi tibia e interrumpida relación con Alejandro, ese joven un poco mayor que yo. No, no me gustaba tampoco ese sitio por la pobreza que reina, y donde buena parte de los mineros están condenados a la enfermedad, si no a la muerte.

Entusiasmada, pues, dejé esas escuetas anotaciones y, a la manera de los personajes de algunas de las novelas que he leído, que no son pocas, comienzo en Jauja este diario. Sí, un verdadero diario, y es lo que hago en esta hora de la noche. Señalaré, eso sí, que no voy a anotar las ocurrencias de cada día, como hacía, en forma muy resumida, en las libretas de antes. Aquí daré cuenta de sucesos, pensamientos y deseos cuando lo merezcan, o sienta yo la necesidad de hacerlo, aunque sea un poco más tarde. Por eso resultará a veces, lo presiento, algo así como un semanario.

Debo recordar que la celebración del cumpleaños de mi madre, el 27 de febrero, no fue como debiera y yo hubiera querido, y se limitó a una cena con algunas amistades, que no dejaron de lamentar que nos marcháramos. Yo le dediqué una carta muy cariñosa, expresándole mi gratitud y mis mejores deseos, y le regalé unos aretes que le había comprado en Lima. ¡Cuánto nos emocionamos!

Colaboré en lo que pude en los afanes del traspaso del local y del negocio, que es de telas y prendas, así como en la venta de los muebles y en otras cosas. En esos menesteres fui una mañana con un encargo al bazar del señor Tafur, donde por feliz casualidad había en una vitrina un cuaderno muy bonito, con un broche y con una cadenita que daba la vuelta a las tapas. Más aún, en la portada se leía, en letras doradas: Diario. Me interesé por supuesto, ya que era mucho mejor que una libreta. Pregunté si era el único ejemplar que había, y el dueño me dijo que tenía dos. Los compré de inmediato con mis ahorros, y los guardé muy bien, en espera del momento de iniciar en uno este diario, y en copiar y escribir en el otro los versos que escribo. Uno será, pues, el espejo de mi vida personal y de la que comparto con los demás, y el otro uno de mi mundo interior. Mantendré los dos en secreto, aunque tal vez en el futuro me anime a dar a conocer mis poemas.

Llegamos a Jauja anteayer, después de días de largos y fatigantes preparativos, a las seis de la tarde, luego de cambiar de tren en La Oroya, en un viaje largo y pesado. Nos esperaba nuestra vieja casa, con su bonita sala y el comedor con un gran ventanal, el estudio de mi abuelo materno, los dormitorios y un gran jardín. Una casa que siempre me ha gustado y he querido mucho, y donde he nacido y pasado la mayor parte de mi infancia y principios de mi adolescencia.

Mi tío Teodoro, el hermano de mi madre, y que es el único pariente cercano que tenemos aquí, no habría recibido el telegrama en que le avisábamos el día de nuestro viaje, pues de otro modo habría venido de Concepción, donde reside, a recibirnos. La mayor parte del año, y en especial en estos meses, sale muy poco de ese lugar, donde compró un fundo con una casa, y que habita desde que enviudó hace más de cinco años. Su hijo, mi primo César Arturo, mayor que yo, se casó y se fue a vivir a Trujillo, y es muy poco lo que se comunica con su padre. Nos recibió, pues, Matías Landeo, vecino nuestro que ha oficiado de guardián durante nuestra larga ausencia, y se sorprendió al vernos, pues no nos esperaba todavía. Nos saludó y cargó y acomodó las maletas en el dormitorio que mi madre tiene desde sus tiempos de soltera a la derecha del patio. Todo estaba en orden, y en el lugar señalado los bultos que habíamos enviado antes por tren de carga desde el Cerro, con algunos de nuestros muebles y enseres, mis libros y parte de la mercadería que venderíamos en Jauja. Al poco rato llegó Leoncia, la paisana soltera que nos ha ayudado en pasados años, en quien tenemos bastante confianza, a la que habíamos prevenido por carta y había aceptado trabajar con nosotras nuevamente. Nos recibió afectuosa, y se alegró por el presente que le habíamos traído. Proseguimos, pues, con las indispensables y primeras tareas de nuestra instalación, hasta que fue noche cerrada. Muy solícita, la servidora se las arregló para traernos unas tazas de tilo. «Les hará bien para el frío», dijo, sin acordarse de que en Cerro de Pasco es mucho más intenso, y de que así el aire de Jauja resulta para nosotras temperado.

Cenamos muy ligeramente a las ocho, cansadas a la verdad. Landeo vino después a conversar por un momento. Nos dijo que en las últimas semanas mi tío había venido poco a ver la casa. «Parece que al señor le gusta estar solo», comentó, como me ha parecido también a mí, sobre todo después de la muerte de mi tía Mercedes, su esposa. Nos contó algunas novedades de la ciudad y nos dejó al cabo de un rato. Leoncia se fue a su vez al dormitorio de servicio, que es el que ocupa, y nosotras, madre e hija, nos recogimos cada una en su cuarto. No tardé en conciliar el sueño.

Cuando desperté esta mañana, ella ya se había levantado y la oí caminar por el patio. Por un rato estuve mirando los juegos de la luz al filtrarse por las ventanas. Me gustó el silencio, tan diferente del que teníamos en el Cerro. Me vestí y me puse esa bata blanca, de tul, que me regaló mi madrina, y salí al patio. Era tan claro el día. En el comedor me di con la sorpresa de que había llegado muy temprano el tío Teodoro. Sí, él, y estaba conversando con su hermana. Se había enterado anoche de nuestra llegada por un conocido que viajaba de La Oroya a Concepción en el mismo tren que nosotras, así que hoy madrugó para venir a vernos en el viejo pero bien conservado auto que tiene desde hace un tiempo. En efecto, no había recibido el telegrama que le habíamos mandado. Me miró con esos ojos suyos, tan negros, y me dio un abrazo, diciendo: «¡Estás tan alta, y te ves tan guapa, Felicia...!». «Tú también te ves muy bien, tío», le dije, y es verdad, a pesar de su aire, como siempre pensativo. Tomó luego desayuno con nosotras y se habló largamente del paso que hemos dado.

Se habló también del colegio de mujeres, regentado por monjas franciscanas, que hay en Jauja, pero resulta, según nos contó, que por varias razones en este año solo tienen hasta el tercero de media. Sí, estaba seguro de ello. Nos quedamos perplejas. «Estaba convencida de que tenían secundaria completa, y ahora ¿cómo vamos a hacer?» repetía, contrariada, mi madre. Yo también me sentí frustrada, desde luego, y mucho más porque era difícil que volviera a Lima con los problemas económicos que enfrentamos. De pronto, acordándose, dijo mi tío: «Pero eso tiene solución». Y nos habló de un colegio de mujeres, regentado por monjas de la Orden Isabelina, junto a Soray —anexo no lejos del convento de Ocopa y de la pequeña ciudad de Concepción—, y que es también casa de retiro de esas religiosas, para todo lo cual disponen de un local levantado a principios de siglo y espacioso. Pues bien, allí se cursa del tercero al quinto año de secundaria, y se ofrece a las estudiantes que lo deseen una formación pedagógica en un año adicional, por la cual salen con el título de preceptoras, que las habilita para enseñar en escuelas de niños. Ah, y que además no es caro. «¡Oh, qué bueno!», se felicitó mi madre, aliviada, y me dijo: «Tú verás más adelante, Felicia, si te avienes a trabajar de profesora, pero mientras tanto podrás acabar allí tus estudios de media y tener por si acaso un título. Eso es lo que importa». Sí, realmente, porque no quiero dejar inconclusa la secundaria, ni tampoco convertirme después en ama de casa. No me agrada, en cambio, que sea un establecimiento regentado por monjas, pero qué se va a hacer. Una vez, hace tiempo, visitamos ese pueblito, que cuenta con una iglesita antigua, y es un sitio que me gusta. «La semana próxima iremos a informarnos y, si no hay inconveniente, a matricularte», dijo mi madre. «Debemos tener en cuenta, además, que ya es tarde para buscar otra alternativa», añadió mi tío, y se ofreció para hacer las averiguaciones del caso, y, si era posible, reservar mi matrícula, ya que conoce a la superiora. Nos ofreció también su auto para ir pronto a formalizar mi inscripción. La conversación giró luego sobre las perspectivas del negocio en Jauja, más modestas pero más seguras que en Cerro de Pasco. Terminó así la plática y yo me fui a tomar un baño y a arreglarme, y después pasé el resto de la mañana ayudando en los quehaceres domésticos, y en un alto en el jardín contemplando los rosales, la cantuta y los árboles nativos que tenemos. Me sentía tan feliz que mamá tuvo que insistir para que fuera a poner la mesa para el almuerzo. En este se habló de varias otras cosas, y mi tío nos anunció que se quedaría unos dos o tres días con nosotras, en ese cuarto suyo que da al otro patio. Y ello a pesar de que, según nos cuenta, tiene cosas que atender en su finca. Nos ratificó también que por esta época no tiene pensado ir a Lima, y nos contó que a su hijo, mi primo César, le va bien allá en Trujillo.

Vaya, sin darme cuenta he escrito varias páginas. Miro una vez más mi cuaderno, con su linda cubierta y broche, que son toda una belleza. Mi madre quizá lo ha visto, pero no ha dicho nada, sin duda porque habiéndome hablado tantas veces de las bondades de la discreción, no puede ahora dejarse llevar por la curiosidad. Tal vez intuye que escribo un diario, e incluso que escribo versos, pero no dice nada al respecto.

Sí, lo repito, estoy feliz de estar con ella en esta casa que siento más que mía, ya en mi habitación, en esta ciudad tan recogida. Todo tan diferente de Cerro de Pasco. ¡Si hasta me parece que en algunos momentos hace calor!

Jueves 14 de marzo.— Ya está arreglado mi dormitorio, que tiene una bonita ventana que da a un canto del jardín. Por la mañana estuve ayudando a mamá con las flores, pues quiere distraerse así, aunque solo sea por unos momentos, de los ajetreos de la instalación, y será dentro de dos días que se dedicará, con mi ayuda y la de una amiga de Leoncia, a la tarea de ordenar en los anaqueles de la tienda, desocupada desde que tengo memoria, y las telas y prendas con que negociamos, y a las que añadirá, en cuanto pueda, el vestuario de algunas de nuestras danzas vernáculas.

Cuando nos cansamos me puse a leer a solas el poemario de Melgar, que tanto me gusta y que fue de mi abuelo, pero a mitad de mi lectura me puse a pensar en mi tío Teodoro. Hoy salió de casa temprano, y regresará después del almuerzo, pues tiene una diligencia que cumplir. Me ha causado una impresión aún más singular que la que me producía cuando nos visitaba en Cerro de Pasco. Me refiero a ese rostro suyo, de una palidez en que se destacan más vivamente esos ojos que Lorenza Márquez, amiga de mi madre, llamó una vez, con palabras que se me grabaron, «dos carbones ardientes y sombríos». Pues así son, sobre todo cuando se pone pensativo o la observan a una. Hombre guapo a pesar de su edad, pero en quien, me imagino, aun las mujeres con experiencia deben percibir algo de especial. Según he llegado a saber vivió amores novelescos en su juventud y se casó ya no muy joven, pero enviudó, como dije. ¿Tuvo luego en Lima otros romances? ¿Por qué se obstina en vivir solo allá en su finca de Concepción, entregado —por lo que sabemos— a la atención de su propiedad, a ciertos negocios, a la lectura y a algunas excursiones? ¿Por qué no convive abiertamente, si no quiere o no puede casarse, con esa Maruja Linares, su actual amor, separada hace años de su marido, y que reside también en esa ciudad? ¿Por qué no nos la presenta, si ya sabemos de ella? ¿Por qué no viene a visitarlo su hijo César? Cuando le hago preguntas como estas a mi madre, ella, incómoda, se lleva el índice a los labios y me dice: «Mejor no hablar ahora de eso, hija». A pesar de no haber terminado la carrera de abogacía, trabajó en una compañía importante, y habría ganado un buen sueldo. Me acuerdo muy bien, hablando de eso, que, estando yo interna en el colegio de Santa María Eufrasia, me sacaba a veces por especial encargo de mamá, uno que otro fin de semana, y me invitaba a almorzar en un restaurante bien puesto, y me llevaba a pasear después en un coche de alquiler, pues en Lima no tenía auto como ahora. Sucedía en esas ocasiones que, por momentos, se olvidaba de que entonces yo era ya adolescente, y me trataba con el especial cariño con que uno se dirige a una niña de once o doce años. Y leído a su manera como es, me regalaba de cuando en cuando uno o dos libros, y como sabía o adivinaba mis preferencias, sobre todo de poesía. Bueno, ahora tendré oportunidad de verlo con frecuencia, e incluso de visitarlo allá en su retiro y ver cómo vive, qué hace, cómo está su arbolado fundo, por qué no habla casi nunca de su hijo, y acaso pueda conocer a esa Maruja Linares.

Por la tarde me dediqué, como en las pocas semanas que pasábamos en Jauja en los dos últimos años, en los meses de enero a marzo —días de lluvia, pero también de mañanas límpidas, soleadas, y de verdor, de fiestas—, a echar una larga mirada a los libros del abuelo. Ese buen señor, abogado retirado, viudo, que vivía de sus ahorros, del arriendo de unas propiedades, y por quien velaba tía Josefa. ¿Cómo es que se había aficionado a la literatura y había reunido esa cantidad de ejemplares, numerosa para un profesional de provincia? ¿De dónde le había venido esa afición a las novelas y libros de memorias? Porque eran los títulos que predominaban, aunque también tenía algunos de poesía, como constaté poco a poco. No lo conocí, porque murió antes de que yo naciera, pero a menudo contemplaba su retrato, allá en la sala. Hojeaba, pues, esos volúmenes, no siempre con el consentimiento de mi madre, y pude así leer en mi pubertad y adolescencia, por partes, y a veces completas, obras tan dispares como El lazarillo de Tormes, unas novelas cortas de Balzac, algunas tradiciones de Ricardo Palma, los poemas de Melgar a los que me he referido, capítulos del Quijote y otros títulos más modernos. Lecturas dispares, desde luego, como de otro modo fueron los cuentos que me narraba una ahijada de mi madre, joven campesina, allá en mi infancia, con zorros, cóndores y amarus de nuestras leyendas andinas, que tanto me encantaban y aún lo hacen.

¿Y mi abuela materna? No, tampoco la conocí, porque falleció aun antes que su marido, pero cuya efigie me detenía a veces a mirar en su gran retrato, vecino al de su esposo, en nuestra sala. Hoy la he vuelto a contemplar, deteniéndome en sus ojos, de una seriedad que yo llamaría inquisitiva.

Bueno, esto es todo por ahora.

Viernes 15.— Ayer fuimos mamá y yo a Santa María para ver el asunto de mi matrícula. Lo hicimos en el auto de mi tío, quien nos dejó ayer temprano, pues tenía un asunto que ver en La Oroya, adonde viajó por tren, y quien entonces nos llevó fue Eugenio, el chofer al que recurre con mucha frecuencia. Tan lindo el paisaje, con todo el verdor de los sembríos, los eucaliptos, las retamas. Y la luz tan diáfana, en estos días en que los aguaceros han escampado. No demoramos mucho en llegar a Soray, pueblo rodeado por encantadores rincones de alisos y eucaliptos, razón por la cual, y por la cercanía a Santa Rosa de Ocopa, fue elegido para construir en él, o más exactamente en sus inmediaciones, el Colegio de Educandas. Hace ya tiempo pasé con mi madre por aquí, en camino al convento, pero nunca me imaginé que vendría a estudiar por estos lares.

Nos recibió una monja de bastante edad, Sor Andrea, la directora, quien leyó con atención la carta que le dirigía mi tío, y recordó de inmediato la visita que él le había hecho. Nos observó con una expresión cortés pero que no escondía, a mi modo de ver, una curiosidad inquisitiva que no me gustó. Blanca y con finos anteojos, era peruana y no española como yo me había imaginado, y como son también las demás religiosas, a diferencia de lo que sucede con los frailes de Ocopa. Nos sentamos a hablar en su oficina. «Por supuesto que conozco y aprecio al señor Teodoro Salcedo, un distinguido caballero, —dijo— y que ha sido servicial con nosotras en más de una ocasión, aunque no parece muy devoto que digamos». «En todo caso, no es ateo», dijo mi madre, con un aire de convicción que me sorprendió, pues a la verdad mi tío nunca se conduce como creyente. Y añadió: «Una vez incluso pagó la reparación del órgano de la Iglesia Matriz, de Jauja. Ese antiguo, que data de la colonia, tan hermoso». La monja se sorprendió: «Vaya, no me lo habría imaginado». Guardó silencio por un momento, y después, cambiando de tema, nos felicitó por dejar Cerro de Pasco, «un sitio tan alto y tan frío, y nada conveniente para una jovencita». Pasó luego a ocuparse de mí: «Es usted alta para su edad». «Tengo diecisiete años», dije. Me preguntó después por mis estudios, y le llamó la atención que yo hubiese estado interna en el cuarto año de media en Santa María Eufrasia, allá en Lima. Y cuando mi madre le explicó que debía regresar a la sierra porque no me sentaba el invierno costeño —lo cual no era cierto, porque la verdadera razón era, como ya señalé, de orden económico—, nos miró como si no la creyese del todo. Examinó después mis certificados y me hizo varias preguntas. A todo le respondí a mi modo, que algunos consideran, aunque esa no sea mi intención, cortés pero lacónico. Comentó después: «Tiene muy buenas notas en Literatura y en Historia, y sin duda se expresa muy bien». «Felicia es muy buena lectora», dijo mi madre. «Ah», respondió la religiosa, con aire que me pareció algo suspicaz. Nos habló luego de las condiciones para ingresar y estudiar, del régimen del internado, y sobre los cursos, las mensualidades, el inicio de las clases en abril, y de la posibilidad de continuar un año más para obtener el título de preceptora. Se dirigió después a mí: «Y usted, ¿lo ha pensado bien, jovencita? ¿No nos dirá después que no se acostumbra a este sitio tan retirado?». «Sí, lo he pensado y está bien», le contesté. «¿Y es su intención ser preceptora?». «Me gustan los niños», dije, con deliberada ambigüedad. «Porque a veces algunas se arrepienten, y se limitan entonces a los cursos de secundaria». Y creyó conveniente agregar, mirándome a los ojos: «Este lugar es muy tranquilo, así que las jóvenes pueden dedicarse por completo a sus estudios y a sus devociones, y a cultivarse como señoritas recatadas».


[El beso de Solange]

A menudo pasan los días, o diré mejor las noches y por una u otra razón no escribo nada en estas páginas. Unas veces es por las tareas y los exámenes parciales, que me obligan a estudiar; otras porque no ha habido nada interesante que anotar; y otras porque Solange se ha demorado leyendo y a mí me ha vencido el sueño. Ah, y también en ocasiones porque he preferido dejar ese placer para un fin de semana en Jauja.

Esta mañana, a la hora del recreo, nos sentamos en la banca del aliso Matilde, otras dos chicas y yo, y nos pusimos a charlar. Como siempre yo era la que menos lo hacía, pero en cambio prestaba mucha atención a lo que ellas decían. Y no era para menos, pues lo primero que tocaron  fue la noticia, de la que se habían enterado por una  vecina del pueblo, esto es de que dos coristas del convento de Ocopa habían desistido de continuar por esa vía, y habían logrado, luego de muchas solicitudes,  permiso para retornar a España, y que estaban a la espera de los pasajes que les enviarían sus padres. Uno de ellos era nadie menos que Fernando Marías, el que más atraía nuestras miradas. Sí, él. Mis compañeras se  lamentaron mucho  que se fuera, como si hubieran abrigado alguna esperanza de un romance con el curita, y alabaron una vez más, en todos los tonos, lo guapo que es. Yo me acordé  de una vez en que nos cruzamos con él en una calle del pueblo, y le vi algo de un ángel arcabucero, como el que hay, uno muy hermoso, en un cuadro colonial de la Iglesia Matriz de Jauja. Y estaba pensando en eso cuando Matilde me preguntó: «Pero tú, Felicia, ¿no dices nada? ¿Por qué?» «¿Dirás que él no te gusta?», intervino Isabel. Y yo, muy tranquila, les contesté con una mezcla de imprudencia y recato: «Sí, es muy guapo, y me gusta y bastante, pero  a la verdad me alegra  que se vaya, porque no parece destinado a la vida monacal y la vida le puede ofrecer muchas cosas...» Ellas me miraron sorprendidas, pero no dijeron nada, porque en el fondo seguramente piensan lo mismo. ¡Vaya que sí!

     Ya por la noche, después de la cena, me recogí para leer un poco los poemas de Eguren que he traído, pero no leí mucho, y apagué mi lamparita, mientras  mi compañera proseguía la lectura de un pequeño y lindo volumen de los que le ha mandado en una encomienda  su padre, y que se titula Trésor  de la poésie grecque classique. ¿Una coincidencia? No, porque ambas somos, como ya señalé, y cada una a su manera, amantes de la poesía, y nos lo habíamos dicho. Mis pensamientos volvieron  mientras tanto al joven seminarista que se marchaba. Sí, tan bien plantado, y con lo que parecía ser una gentileza tímida pero al mismo tiempo varonil que tanto me gustaba. Se va, pues, abandonando los hábitos, y se esfuma la posibilidad no de un amorío, pero talvez sí  de no muy devotas pláticas.

Y estaba en esos pensamientos y con los ojos cerrados cuando Solange, creyéndome dormida, se levantó y vino a darme un beso en la boca —sí, en la boca—  y se volvió a acostar. Un beso que me dejó pasmada, y tanto que no atiné a preguntarle por qué lo hacía, pero que también, para mi sorpresa, me agradó. Perpleja, no supe qué pensar, y  dejé pasar un buen rato para que, luego de cerciorarme de que ella ya se había dormido, encendiera yo de nuevo la luz  y me pusiera a escribir estas líneas.  ¿Me dirá mañana algo sobre lo que ha hecho? Y si no lo hace lo haré yo, y en qué sentido? ¿Será mejor dejar pasar unos días?


[En Jauja - Poemas de Felicia]

Sábado [...].—  Hace más de una semana que he dejado de escribir, quizá turbada por lo que mi amiga dijo aquella noche. Y ello a pesar de que en los días siguientes ni yo ni Solange hemos hecho ninguna alusión al respecto, e incluso ella se ha conducido con la mayor naturalidad, como si nunca  hubiera habido esas caricias entre nosotras.  A mí, en cambio, se me deben notar los contradictorios sentimientos que aquellas me han suscitado. En todo caso opté por mostrarme con ella como antes, como amigas y nada más.

No he escrito nada, como dije, pero sí esbocé unos versos he traído y que en esta hora de la noche, aquí en casa, he releído a mi gusto, y que he corregido. Y no solo eso, sino que también he transcrito, con la especial satisfacción que me da  hacerlo,  en el hermoso cuaderno que he destinado para ello. Copio aquí algunos de ellos. Será como tender un puente entre mis dos formas de escritura. Los que siguen, por ejemplo:

Tarde detenida, pobre,
 hermana menor
tan callada...
Estoy sola a despedirte,
y me volveré después
a esas horas recogidas,
que se niegan a la noche.
Sola, mientras fuera la luna
camina sobre la hierba.

 

 

Por entre las riberas de la noche
se han mostrado las gaviotas de tus sueños.
con su vuelo   silencioso,
muchacha de las  manos tristes.
Amo las alas menudas y doradas de mis pechos,
la tibia paloma de mi vientre,
 ave de luz
de mis mañanas.
Yo, la adolescente que duerme 
a la velada sombra de sus imaginaciones ...

 

 

Acabose asombro,
inquietud, infancia,
pura voz en juegos, rondas,
como era...
Estás ahí,
y en sosiego esperas,
pensativa hermana.
Sí, ya  es hora de partir,
y caminar juntas
por el camino que bajo la luz aguarda.

¿No son lindos, Felicia? ¿No convierten en realidad, aunque solo sea por unos momentos, lo que tu nombre promete? ¿No son también originales? ¿Qué pensará Solange si me animo a dárselos para que los lea?

Domingo [...].— Esta mañana la dedicaré, luego de acompañar a mi madre a la misa de ocho, a ayudar en las compras que realiza en la feria, y a arreglos en la tienda. Tareas prosaicas sin duda, pero que me dan especial felicidad. Después, en el almuerzo, charlaremos a gusto, porque anoche no pudimos hacerlo porque vino de visita una amiga de la familia. Por la tarde me daré una vuelta, y luego esperaré a Eugenio. 

* * *

Más información en ciberayllu.com.

Derechos reservados: la reproducción requiere autorización expresa y por escrito del editor y de los autores correspondientes.
© 2008, Edgardo Rivera Martínez
Escriba al autor: EdgardoRivera@ciberayllu.com
Comente en la nueva Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rivera Martínez, Edgardo: «Diario de Santa María. Quince páginas y algo más» , en Ciberayllu [en línea]

791 / Actualizado: 06.12.2008