Literatura

Ciberayllu
5 julio, 2007

Las vidas condenadas

Cuento

Fernando Isasi

 

Arreciaba la lluvia sin parar desde hacía una semana. El cielo parecía un bloque de acero en disolución. El horizonte, si así puede llamarse al recuerdo de una línea sinuosa dibujada por sabe Dios quién entre el cielo y la tierra para decirnos que de aquí no debemos movernos bajo pena de olvidar para siempre a aquellos que nos vieron nacer, se había diluido peligrosamente hasta confundirse entre el fango amenazante y el olor de cosa inerte. Sólo se oía el ruido incesante del agua que caía y los torrentes nacidos de la nada que transcurrían cada vez más cerca de la casa. Después, el silencio del ganado en los corrales enlodados y de la gente, contrita, midiendo el pulso de sus fogones  con la mente adherida al cielo.

Es El Niño, el fenómeno de El Niño, habían dicho por la radio evangelista, regresa sin atenuantes para obligarnos a pensar en Dios y arrepentirnos de nuestros pecados. Lo cierto es que, al menos yo, no podía pensar en él porque el ruido constante de las goteras sobre mi cabeza sólo me hacía sentir que de él no se come y que por él no iba a quedarme eternamente encerrado en el aire borroso que lo circunda todo. Por eso, sin anuncio previo, le dije a mi mujer que debíamos cruzar el horizonte y abandonar la tierra de nuestros abuelos. Ella me miró desconcertada y no quiso responderme: sólo atinó a encoger su cuerpo hasta convertirlo en un objeto perdido dentro de la casa. Después se alzó y la escuché subir las escaleras a paso lento como si tratara de remontar una enorme piedra que le fuera impuesta sin razón alguna, rondar penosamente por las habitaciones del segundo piso y suspirar el dolor profundo que le causaba abandonar para siempre el universo que creáramos con prolijidad de hormiga. Por la ventana entró un fogonazo de luz blanca que lo atravesó todo y, luego, un tronar largo de rocas descalabrándose.

—Tienes razón, no hay alternativa posible... —me respondió finalmente.

Me levanté con esfuerzo y abrí la puerta de la casa. Desde el umbral, la vi acercarse copiando mi terror en su mirada. Juntos nos quedamos en silencio observando la disolución de los campos, de la eternidad verde que antes nos circundara, las pocas vacas desmanchándose, el establo como un fantasma ridículo suspendido en la niebla, los sacrificios minuciosos jamás recompensados, las pequeñas alegrías entristecidas, la tibieza del pan y de las sábanas congelados en el pasado.

—Es una pena... —me atreví a decirle sabiendo que mirábamos lo mismo. —¡Para qué la han mandado....! ¿La lluvia, la desgracia? No, la nada... mira tú nomás cómo llueve...

La abracé con fuerza y le dije que para cruzar el horizonte era necesario construir una nave, algo simple y sin ruedas, en la que metiéramos juntas todas nuestras esperanzas, todas las palabras que designaran nuestro pasado. Sonrió pensando que estaba loco.

Al día siguiente, nos trasladamos al establo, que todavía permanecía seco en la isla en que se había convertido la colina. Fue una travesía peligrosa avanzar de la mano con el agua hasta la cintura, sorteando los cadáveres rígidos de nuestros vecinos, animales hinchados como enormes globos a punto de reventar, ramas y troncos, herramientas y muebles que se dirigían no se sabe a dónde, a otro valle, a precipicios desconocidos. Guarecidos, pero tiritando, hicimos un repaso de los objetos que habían perdido su razón de ser: el tractor, los arados verticales y horizontales, las desbrozadoras, las azadas, los picos, los rastrillos, las sembradoras, las cosechadoras, las trilladoras, las guadañas, los correajes, los acopladores y cadenas, todos enmohecidos e inertes, sin sus ruidos de tantos años acumulados. Los miramos desolados, convencidos de que se perderían para siempre en nuestra memoria.

Auxilio no podíamos tener, ni una sola voz ni una indicación voluntariosa ni nada que se le pareciera; sólo armarnos de imaginación utilizando lo primero que tocaran nuestras manos. Una balsa improvisada con los tablones que separaban el taller del establo, unidos con los correajes resecos que quedaron después de la jubilación de los bueyes, una pequeña cabina hecha de la lona que cubría en el invierno los cubos de heno prensado, unos remos nacidos de los pesebres ahora inútiles porque no nacerían más cuadrúpedos en adelante y, finalmente, después de asegurarnos que resistiría, empujarla cuesta abajo de la colina, entre los dos primero, luego yo solo soportando en la espalda los azotes de la lluvia. Valió la pena el esfuerzo y las heridas porque cuando tocamos la orilla de ese mar impensado, flotó sin quejarse, casi contenta de  no haberse desarmado.

De ese modo iniciamos la travesía sin saber a ciencia cierta si existiría un Ararat que nos recibiera en sus faldas escarpadas. Vimos pasar a nuestro lado, porque no era seguro que avanzáramos en medio de tanta niebla, más animales hinchados, más vecinos inertes con el último gesto desconsolado que les quedó, más sillas y puertas y mesas sin destino, más árboles derrotados. De pronto, apenas asomando en la superficie, una señal de tráfico desatinada indicando la distancia hasta el pueblo más cercano. Al menos era una referencia de que íbamos por la dirección correcta, aunque el diluvio no asegurara la existencia de nada. Del horizonte, ni siquiera noticias: sólo la extensión de la inmensidad que nos hacía temer si navegábamos por el cielo.

Durante el día, sin nada que comer, avanzábamos aprovechando las corrientes de agua con el riesgo de enrumbarnos hacia los caprichos de la lluvia y no hacia donde mejor nos conviniera. Una ley física, aplicable hasta en el espacio sideral, nos enseña que todo vacío tiende a ser llenado, aunque no necesariamente por el mismo elemento. Le pregunté a mi mujer que permanecía silenciosa, si todos los valles, las cañadas, las llanuras, el mundo que existía antes de nuestros abuelos, serían llenados por ese río vertical que nos desolaba; le pregunté también si todos los muertos, animales o humanos, serían reemplazados por nuevas formas de vida que necesariamente tenían que producirse después de tanto líquido primordial. Las mujeres cuando se encuentran en estado de contemplación, como ahora lo estaba mi mujer aterida y temblorosa, resultan portadoras de iluminaciones, de una última esperanza que los hombres no seríamos capaces de sostener. Sería bueno que, en medio de tanta desgracia, hiciéramos un hijo, hombre o mujer, qué más da, me dijo.

Nos acostamos como pudimos bajo la lona, dejando que la balsa escogiera su propio destino. Le acaricié el rostro y detuve mis dedos en cada rasgo, en cada promontorio de su cuerpo. La lona repetía los chasquidos interminables de la lluvia, como un fastidio expresado por nuestra calma. Le levanté las faldas empapadas y entré en ella reteniendo la respiración a la espera del milagro de la procreación; primero me moví lentamente, tal como lo hacía al final de la jornada, después de la cena, cuando los días eran iguales a los anteriores y nada nos hacía suponer que terminaríamos en esta deriva ciega; después, incrementé el ritmo y ella me abrazó con sus últimas fuerzas, las que generan lo que creemos imposible. Acabé cuando menos lo pensaba, cuando suponía que el vértigo agudo en mi cerebro podía durar aún más, infinitamente, flotando en el placer más elemental y sublime. Me derrumbé sobre ella abrazándola, casi despidiéndome. Un ruido seco nos arrancó del sopor en un sobresalto y cuando salimos de la improvisada cabina, encontramos un cuerpo atascado en la proa de la balsa, el brazo levantado como un mástil corpulento y la mano crispada pidiendo ser salvado de la oscuridad absoluta que es la muerte. Mi mujer, premonitoria como siempre, destrabó el cadáver con un pie y se puso a llorar.

Durante las noches permanecíamos callados mirando pasar los bultos indescifrables, adivinando el paisaje invisible, aguzando la mirada sobre los fantasmas ululando en la lejanía, escuchando entristecidos los balidos y los mugidos de las ovejas y las vacas sobrevivientes hasta no se sabe cuándo. Algunas veces escuchábamos voces y pensé por primera vez que Noé nunca pudo estar solo en el mundo durante su travesía. La mayoría de las veces la noche se reducía a un útero inmenso que sólo nos contenía a nosotros, ya adultos.

Los amaneceres eran simplemente una expectativa angustiosa por saber si el cielo todavía existía, tratando de avizorar alguna claridad en la distancia. La ilusión fuerza la imaginación en nuestras vidas cuando esperamos algo; pero, en nuestra circunstancia, la ilusión y la imaginación habían cobrado la forma de un paisaje asolado que no tenía cuándo mostrar una sonrisa, un leve rictus que nos permitiera decir sí ya veo cómo será nuestra próxima morada.

—¿Tendrá tus ojos? —me preguntó. —Sólo si deja de llover —le dije mirando los montes turbios que se adivinaban en el cristal denso del día recién amanecido.

Estirando el brazo lo más que pude, logré recuperar algunos peces muertos que viajaban a nuestro ritmo; también alcancé algún tubérculo que no reconocí y que mi mujer aseguró que era un yacón. Era imposible hacer fuego sobre la balsa y convinimos en imaginar que se trataba del desayuno más opíparo de nuestras vidas, el primer desayuno de nuestro viaje que consumimos sin hablar, sólo haciendo aflorar en nuestras memorias el olor del pan tibio y de la carne asada, de los frijoles prietos y de las plumas de cebolla marinada. Al terminar me di cuenta que si habíamos comido pescado era porque ya estábamos en el mar pero, alzando la mirada, pensé que el diluvio debía haber confundido al  mundo, invirtiendo el dominio de los reinos animal y vegetal: los peces en el continente y los árboles en el mar, compartiendo una única maldición que no quise mencionar porque, si seguía lloviendo, no tendría mis ojos o los pies de mi mujer.

A media mañana, aunque esto de la mañana, el mediodía y la tarde eran más de lo mismo, un tiempo lineal que sólo existía en nuestras mentes, divisamos un leve verdor entre la niebla. Nos acercamos hasta una distancia prudencial y pudimos distinguir a un grupo humano brumoso agitando los brazos para llamar nuestra atención. Mi mujer, que conoce de supervivencia más que un animal acosado, me dijo que era peligroso auxiliarlos porque, en el intento, nos mataríamos los unos a los otros y la balsa destrozada perdería definitivamente su razón de ser. Retomé el rumbo y les grité que ya regresábamos, para que no perdieran las esperanzas y, seguramente, la fuerza de mi voz no alcanzó hasta el verdor cercano porque el fragor de la lluvia la silenció en el trayecto.

Transcurrieron los días como se pasan las hojas de un cuaderno en blanco; mi mujer auscultaba el extenso cortinaje del cielo con las manos posadas en el vientre y murmurando frases que parecían invocaciones, llamados al hacedor del bien y del mal, monólogos que debían ser respondidos con las pulsaciones de una ameba desplazándose en el único torrente tibio que era su sangre. Yo la miraba sin pensar, dejando que mi mente, como la balsa, viajara sin curso intencionado. Así también transcurrieron las semanas y los meses rindiendo cuenta de nuestra existencia únicamente al fragor indiferente del diluvio. Cuando un día detuve la mirada sobre mi mujer, una curvatura nueva había surgido debajo de sus faldas empapadas y su mirada derretida en llantos me suplicó mayor atención en el horizonte. Cuál horizonte, le pregunté, si parece que viajáramos dentro de una esfera transparente flotando en el vacío. Fija la vista en un solo punto y tarde o temprano verás avecinarse alguna orilla que nos cobije, me dijo. Y no le hice caso, porque estaba seguro que el valle donde se encontraban nuestras pertenencias, materiales y espirituales, el país, el continente, el mundo entero, la historia misma nos había expulsado hacia la nada sin fin. No quiso responderme.

Pero tuvo razón porque, al principio, sólo fue una tenue sombra confundida en la bruma estática y sólida que era el paisaje; luego, poco a poco, tomó la forma horizontal de una mancha más oscura y, unas horas después, le surgían encima filamentos y manchas geométricas que simulaban rectángulos verticales de diferentes tamaños. Cuando parecía una certeza lo que teníamos ante nuestros ojos, nuevamente se desdibujó y se sumó a la bruma espesa que respirábamos. Había llegado la noche. Nos metimos en la cabina de lona y quisimos dormir abrazados pero no pudimos conciliar el sueño esperando que, al amanecer, la sombra hubiese permanecido en su sitio.

Cuando se hizo la luz, apenas podíamos mover los cuerpos entumecidos. Mi mujer me golpeó con el codo en las costillas para asegurarse que estaba vivo y que lo del día anterior no había sido más que una sombra en la sombra permanente de los días. Nos movimos con dificultad para salir de la cabina y asomar nuestras cabezas. La lluvia, el diluvio, el azote se había interrumpido y un sol desconocido nos dolió en los ojos. El horizonte era una línea nítida dibujada de un solo trazo e, interrumpiéndolo todo, un farallón altísimo empequeñeciéndonos; en la cima, un vigía señalándonos con aspaviento, mientras un torbellino de polvo y piedras descendía rapidísimo. Mi mujer se apretó hacia mí con temor porque, como los meses a la deriva nos habían enseñado, una golondrina no hace el verano. El diluvio podía estar atravesando por un hipo, tomándose una  breve tregua detrás del horizonte y, por lo tanto, aquel torbellino de piedras y polvo que descendía, podía ser gente desesperada con más experiencia que nosotros tratando de arrebatarnos la balsa.

Al fin, varada en la playa de cantos rodados, nuestra balsa pareció decir hasta aquí cumplo mi cometido, ya no doy más, ustedes pueden hacer ahora lo que quieran; y allí, algunos en el borde mismo, otros más alejados por si acaso, con las miradas exorbitadas, nos esperaban unos seres desnudos, famélicos, con las barbas y los cabellos crecidos desmesuradamente, premunidos de garrotes y otras armas menos elementales.

Abandonada nuestra precaria embarcación, ayudé a mi mujer a recostarse cuidadosamente sobre las piedras, no fuera a ser que lo que acuciosamente creáramos bajo la lona, con mis dedos recorriéndola toda, de pronto decidiera como la balsa decirnos que tampoco daba más. Los hombres se quedaron en silencio, no atinaron a decirnos nada, sólo observaban cada detalle nuestro, cada movimiento, cada gesto. Uno de ellos, el más alto, avanzó hacia mi mujer y le tocó el vientre con el garrote meneando la cabeza. Mi cuerpo tensado se relajó cuando dio un giro hacia los demás y rió a carcajadas; todos lo imitaron al unísono.

Roto el silencio, nos rodearon rápidamente y expulsaron preguntas unas tras otras, desordenadamente; lo elemental, quiénes éramos, cómo nos llamábamos; al mismo tiempo, lo lógico, de dónde veníamos, cuánto tiempo habíamos navegado, de qué nos habíamos alimentado, qué tierras habíamos conocido; finalmente, la curiosidad desembalsada, si habíamos contactado a otros. Les respondí con el mismo desorden, sin mirar el origen de cada interrogación, sencillamente mirándolos a todos, porque todos parecían cortados con la misma tijera del diluvio. Les dije que habíamos viajado meses, que no recordaba cuándo habíamos visto a unos seres desesperados que nos pidieron auxilio pero que no contactamos por temor al peligro que corriera mi mujer y la misma balsa, que ya ni de nuestros nombres nos acordábamos, que nuestras tierras sumergidas estaban más allá del horizonte que se nos perdió y habían perdido su nombre y sus vecinos y sus animales, que habíamos comido peces muertos y algo que mi mujer decía llamarse yacón, que recién hoy día podíamos ver el cielo y que todo, el mismo tiempo que mide nuestras vidas, era una sola bruma oscura sin horizonte ni profundidad; y, cuando el aliento no me daba más, pude preguntarles cuándo cesó de llover aquí y en qué país quedaba este lugar, porque era inútil saber sus nombres. No respondieron.

Me eché al lado de mi mujer para compartir el descanso y, en su instinto de madre en gestación, me dijo que no hablara más. Ellos, formando un círculo, murmuraban sin poder entender sus palabras.

Ayudados por ellos, subimos lentamente los farallones por caminos difíciles de distinguir. Mi mujer, mientras avanzaba casi cargada por el más fuerte, no dejaba de mirar hacia la balsa abandonada, como queriendo grabar en su memoria el recuerdo definitivo de los muertos flotantes, de la bruma permanente, del aire irrespirable, de las horas interminables de silencio bajo el diluvio y de la oscuridad bajo la lona en la que sembramos la nueva vida en gestación mientras  me preguntaba si al nacer tendría mis ojos. Si deja de llover.

Los sinnombre, como quise llamarlos, parecían en realidad gente pacífica pero desconfiada, cosa que es natural en todo grupo humano si nos atenemos a lo que sucede en las aldeas, en los villorrios, en los pueblos cuando se nos ocurre entrar en ellos. Mientras ascendíamos, lo notorio era el silencio y el ruido de nuestras pisadas y de las piedras rodando; pero lo notorio no siempre es lo importante, como siempre nos decía el profesor de la escuela, es sólo un síntoma de que no sabemos sus causas. Lo importante era saber el por qué del silencio.

El vigía, que seguramente era el mismo que divisó nuestra balsa a la deriva, empezó a dar de alaridos en su pronunciación gutural cuando estábamos por llegar a la cima. ¡Oigan todos, ya llegan los extranjeros!, seguramente diría, como sucede en estas circunstancias. ¡Oigan todos, son solamente dos!, también diría seguramente, porque lo que estaba avizorando eran dos seres humanos ayudados por sus compañeros; claro, es la suma elemental de quien ve a dos personas de distinto sexo sin saber lo que decidieron en la balsa.

Posados en la tierra, nos vimos rodeados de un grupo numeroso de los sinnombre que ahora llamaría los desnudos. Nos miraban sin curiosidad, nos miraban con preocupación y, tal vez, con molestia. De ello me di cuenta desde el primer momento cuando fueron saliendo detrás de la vegetación. La luz estrepitosa que se estrellaba sobre nuestros rostros y el agotamiento que de pronto se había apoderado de nosotros, no nos permitía ni siquiera colocar nuestras manos a manera de visera. Mi mujer, todavía rebotándole en la memoria  los meses de la travesía y el tiempo transcurriendo sin necesidad de mirar el cielo, permanecía con las manos sobre su vientre.

Nos fueron rodeando así de desnudos y sin vergüenza, murmurando, dándose de codazos en las costillas y señalándonos con la boca, hinchando groseramente el labio inferior. En la tierra donde vivíamos, nuestros abuelos atribuían ese gesto a los animales cuando exigían alimento, mugiendo o balando. Pero, al fin, se hicieron sentir todos a la vez, preguntando lo que no podían entender de nuestro arribo, como si no fuera evidente que el diluvio nos había traído aquí, con todo lo de destino que tienen esas desgracias. Mi mujer insistía en que callara, quizá porque quien llevaba adentro tenía ya presentimientos y no hacía más que indicarle mi silencio. Entre ellos se entienden, pensé, entre ellos se protegen y ya le exigen a uno que haga de vocero, de soldado, de traductor, de simulador.

Repentinamente indicaron que nos levantáramos y fuimos conducidos por sendas intrincadas en medio de un bosque de árboles enormes, troncos caídos y colgajos vegetales que rozaban nuestras caras. El sol se filtraba desordenadamente formando redes doradas que reflejaban multitud de diminutos insectos suspendidos en el aire que respirábamos. Mi mujer, sosteniéndose el vientre con las manos cruzadas, avanzaba delante de mí sin despegar la mirada del espectáculo vegetal. ¿Qué es esto? se preguntaría recordando su infancia en tierra austera y pedregosa.

Al terminar de cruzar el bosque apareció ante nuestra vista una extensa llanura verde y, en medio de ella, lo que parecía ser un pequeño poblado amurallado hecho de edificaciones amontonadas entre las que sobresalía una altísima torre o campanario o atalaya, vaya a saber uno qué uso le daban, porque en la tierra de mis abuelos aquello indicaba que allí o al lado se rezaba. Se detuvieron para recuperar la luz del sol en sus retinas y nos señalaron la dirección en que debíamos avanzar; obviamente, ésa era la única orientación a tomar porque uno se orienta hacia donde se vive, se trabaja o se viaja y nunca hacia donde no se quiere ir, a menos que el diluvio regrese del otro lado del horizonte y decida que construyamos una nueva balsa.

Una muralla altísima de piedra e inexpugnable, dotada de puestos de vigilancia en los que se podían percibir unas pequeñas cabezas asomando con curiosidad. No me explicaba la razón de dicha vigilancia si es que, como creía haber entendido, ese pueblo era el único que había permanecido habitado después del diluvio.

Dos enormes puertas de madera maciza y reforzada con hierros, fueron abiertas por cuatro ancianos; chirriaron hasta dejarnos ver una plaza colmada por un tumulto de gente boquiabierta que nos esperaba expectante. Al cruzar el umbral, explosionaron en gritos que parecían de victoria, pero que yo suponía eran de alegría, puesto que llegábamos salvados del diluvio.

Un anciano enjuto de ojos acuosos se nos acercó y todos guardaron silencio. Nos revisó uno a uno con la mirada y se detuvo en el vientre de mi mujer, haciendo gestos con la cabeza. No supe si se trataba de gestos aprobatorios o sencillamente una manera de aceptar lo que, por ancianos, habían perdido para siempre. Luego, nos dio una palmada en el hombro y pidió que lo siguiéramos. El anciano o el edecán, porque parecía ser la autoridad designada para recibirnos, nos dio las espaldas y empezó a caminar lentamente, sin que nadie lo flanqueara. Nos condujo por una calle estrecha y sombría, de cuyas casas asomaban otros ancianos; puertas entreabiertas que dejaban ver rostros en la penumbra del interior, ventanas y balcones desde los que se descolgaban miradas y más miradas silenciosas. El anciano se detuvo brevemente e hizo una señal de saludo condescendiente. Ningún perro o gato descarriado se cruzó en el camino, de esos que en mi tierra, antes del diluvio, habían aprendido a sobrevivir sin que nadie les indicara cómo hacerlo, sólo aprovechando descuidos y alimentándose o dormitando bajo cualquier sombra.

Parecía una procesión religiosa de ancianos decrépitos a punto de derrumbarse detrás de nosotros, arrastrando los pies, siguiendo ensimismados no sé si al edecán o a la pareja salida del diluvio que éramos. Caminamos varias cuadras en las que se repitió aquello de las puertas entreabiertas, las ventanas y los balcones y las miradas, el edecán deteniéndose brevemente para levantar una mano en signo de saludo y agradecimiento, hasta que llegamos a una gran plaza, en cuyo centro borbotaba una enorme fuente coronada por la figura de una mujer desnuda hecha en cristal. Era la misma dama de los himnos cantados en la llanura. Mi mujer, silenciosa y sin mirarme, se apoyaba en mí agobiada por el peso. El sol caía verticalmente, generando destellos en el agua y en la mujer de cristal, mientras cruzábamos la plaza a paso lento. El edecán se volteó para asegurarse que continuábamos detrás de él y, luego de mirar hacia los cielos, nos indicó que camináramos entre las arcadas.

Al terminar la plaza  y girar hacia la derecha, fuimos inundados por una enorme sombra; era la torre que divisáramos desde la planicie. Una mole de piedra oscura que lo dominaba todo; a medida que nos acercábamos, su sombra se hacía más oscura y el aire más frío; mi mujer me pidió que le diera calor con mis brazos y, rompiendo su largo silencio, me preguntó si tenía algún presentimiento: así hablan las mujeres a los hombres cuando se alejan de sus rutinas, del tiempo gobernado, decía mi padre antes de casarme. Le contesté que no, mientras observaba la cantidad de aves que sobrevolaban la torre. Alzó la mirada y apretó su cuerpo contra el mío. Pensé en los cielos azules de nuestra tierra, en el aire transparente y fresco de las mañanas que calaban nuestras ropas y recordé también las aves volando ordenadas sobre nuestras casas rumbo a campos desconocidos; éstas no parecían dispuestas a abandonar sus evoluciones sobre la torre, más bien parecían atadas a ella, como los planetas dependen de las estrellas, no tanto por el calor que reciben sino por el poder que tienen sobre sus designios.

El anciano se detuvo al pie de la torre; no tenía ninguna cruz o símbolo religioso que indicara que allí se rezaba, tan sólo la imagen en altorrelieve de un cántaro vertiendo agua, parecido al símbolo de Acuario que figura en los horóscopos que se publican en los diarios de nuestros pueblos. El edecán se volteó hacia la muchedumbre que nos había seguido y, levantando los brazos, hizo señas para que se sentaran; un rumor de voces detuvo la brisa fría, la sombra pareció cuajarse sobre sus cabezas. Cubriéndose el rostro, el anciano de mirada acuosa pareció sollozar y luego alzó la voz en una nota aguda que transformó en un cántico triste, cuyo ritmo marcaba con el pie derecho. La muchedumbre, al unísono, repetía «agua sana, agua buena, agua fértil». Terminado el cántico, observé a mi mujer llorando, mientras el anciano parecía recuperar su estado de solemnidad. Con los ojos todavía húmedos, me dijo que lo más triste en su vida era el recuerdo de nuestras familias desaparecidas en el diluvio y la esperanza más feliz era que los tres sobreviviéramos en la torre.

Con mirada penetrante, el anciano hizo una reverencia ante mi mujer y nos dijo que continuáramos avanzando.

Espacio inmenso y oscuro, interrumpido por sutiles iluminaciones provenientes de ventanas laterales, rumor de agua tranquila discurriendo, sensación de pequeñez, sensación fetal, de respiración líquida. El anciano se mantuvo en silencio mientras avanzábamos hasta el centro del salón, dejando que asimiláramos sensaciones.

Recordé entonces mis incursiones al desván de la casa de los abuelos, mi ingreso a hurtadillas hasta estrellarme con la luz envejecida de los lugares que no se habitan, el silencio latiendo en mis oídos, las conversaciones de mis abuelos, tíos y primos retumbando bajo mis pies, el río susurrando desde lejos su discurso lítico, el viento reptando entre las copas de los árboles que alcanzaban la altura del desván; el olor seco y acre de las cosas guardadas. Baúles, trajes y vestidos amarillentos cuidadosamente doblados, retratos y cartas anudados, camafeos y reliquias ancestrales, un universo de recuerdos cuidadosamente resguardado en el olvido. Por extensión de mi memoria, el inmenso salón vacío semejaba un desván de cosas inasibles, de ánimas perdidas ululando sobre nosotros, festejando nuestro arribo.

El anciano enjuto nos indicó una puerta donde no veíamos sino piedra y musgo; sólo al acercarnos pudimos notar su existencia. Al abrirla con esfuerzo, una escalera angosta iluminada por antorchas iniciaba su estático rodeo ascendente de la torre. Mi mujer no pudo sino comunicarme el dictado de su carga juntando su cuerpo al mío. Ayudados por el anciano, penosamente remontó las escaleras sin despegar la mirada de la ciudad cada vez que se aparecía una ventana en los tramos de descanso. Al principio, los ruidos de las calles empedradas, luego el eco lejano de vendedores y portadores de bultos y, finalmente, un silencio que ardía en los oídos; la ciudad se convirtió en un mapa impreciso que se despedía sin lamentos, sin ni siquiera decir adiós a quienes habían llegado a ella deambulando en una balsa.

Cuando finalmente llegamos a la cúspide, se abrió una puerta amplia y leñosa que daba a una enorme habitación y, en medio de ella, un anciano todavía más anciano y más enjuto rodeado de una especie de corte vestida con ropas ricas y vistosas. Nuestro acompañante hizo una profunda reverencia y, alzando los ojos hacia el cielo, nos guió hasta la amplia poltrona en la que el anciano no se sabía si se hallaba tendido o postrado. Sólo lo supimos cuando estuvimos muy cerca y percibimos su mirada profunda clavada en nosotros o en algo que le recordábamos sucedido décadas atrás.

El rey feudal, como lo quise llamar, desplegó una leve y temblorosa sonrisa, endulzando la mirada. Su rostro no parecía esconder violencia sino, más bien, traslucía sabiduría pacífica y ancestral. Mi mujer se soltó de mi brazo y, sin esperar alguna indicación, se recostó en un acolchado sillón que se mantenía iluminado por la luz oblicua de la ventana produciendo, sin quererlo ni premeditarlo, una escena en claroscuro parecida a las pinturas antiguas que me enseñaba el abuelo. El rey feudal y su séquito se quedaron repentinamente en silencio para observar su placidez.

De pronto, reponiéndose del estupor, el anciano con voz raspada me propuso sentarme cerca de él, indicándome los pies de su amplia poltrona. Lo que vino después fue un diálogo extenso acompañado de fuentes interminables de frutas y carnes asadas, jugos frescos y vinos tibios escanciados desde alargadas jarras de barro. Una tenue música de vientos y cuerdas se dejaba oír detrás de las cortinas. En algún momento cruzaron por mi mente escenas del Mío Cid contadas por mi abuelo en la penumbra de la sala antes de ir a dormir.

Las historias del rey feudal sobre sus antepasados, las costumbres y tradiciones campestres del pueblo, el diluvio interminable y la reconstrucción de la vida, fueron casi idénticas a las que nos contaran los desnudos mientras caminábamos en esta isla o continente a donde que habíamos llegado los tres sin quererlo. De pronto, sin pausa, mencionó a la diosa del agua que vimos en la fuente y se le humedecieron los ojos, quedándose en silencio durante un extenso lapso; respiró entrecortadamente y, en medio de sollozos, que eran acompañados por el séquito de ancianos, fue confesando que todo aquello que habíamos visto y escuchado sobre el agua era en conmemoración de su esposa desaparecida durante el diluvio, tragada por las aguas y que con ellas también el hijo que llevaba en las vísceras. En este punto de su confesión, explicó detalladamente los pasos que dio para rendirle el homenaje más grande que pueda dar un hombre al ser amado: hacerse de una nación entera y castrar a cada uno de sus habitantes para que adoraran a una diosa de la fertilidad que no era otra que su mujer engullida con el hijo que no pudo tener. Confieso que sentí temor por el destino que nos tuviese deparado ese anciano decrépito consumido por sus penas. Mi mujer repentinamente había pasado de una languidez plácida a una rigidez que se le reflejaba en los ojos enormemente abiertos y las manos firmemente apretadas contra su vientre.

Y dicho esto, el sumo pontífice fue levantado en peso por sus guardias y conducido hacia el interior de sus aposentos seguido de su corte y del repentino estruendo de la música. Mi mujer, que había permanecido callada todo el tiempo quejándose del cansancio, sólo supo alargar aún más su silencio con una mirada sin destino seguro. El gran salón quedó vacío, sin nadie más que nosotros tres. Desde la ventana sólo se veía una densa y esponjosa masa blanca que era la niebla, mientras unas aves, seguramente marinas y desconcertadas, dejaron escuchar un alargado trinar lastimero.

Cuando anocheció, el cansancio cayó como una roca sobre nuestros cuerpos. Mi mujer no quiso pronunciar palabra alguna, asignándome la tarea de adivinarla mientras se dejaba estar en el espacio de la gran habitación. Los muros de piedra desnuda parecían acechar el diálogo que necesariamente tenía que darse entre nosotros porque, indudablemente, algo teníamos que decirnos después del arribo a estas tierras desconocidas habitadas por ancianos. Lo normal hubiese sido que, al quedar solos, posáramos nuestros ojos sobre todo lo nuevo que nos rodeaba y, tan sólo después, alguno de los dos soltara una exclamación expresando sorpresa, incredulidad, inquietud o cualquier emoción referida a lo inesperado de nuestro destino. Pero no, la normalidad de nuestras reacciones también había sido arrasada por el diluvio, al igual que nuestro pueblo, nuestra comarca con sus gentes, animales y cultivos.

Rompió su inmovilidad y, lentamente, se fue desvistiendo, dejándome ver su cuerpo desnudo después de tantos meses. Era un cuerpo ahora desconocido, deformado por su enorme vientre, redondeado allí donde antes existían ángulos. Cuando se dio cuenta que la observaba, endulzó la mirada y se cubrió rápidamente con las manos como si fuese la primera vez que se desnudaba ante su marido. La ayudé a echarse sobre la cama y, sin darme tiempo para desearle las buenas noches, como hacía invariablemente al terminar la jornada de nuestras costumbres y obligaciones antes del diluvio, se quedó profundamente dormida con las manos posadas sobre el vientre. Nada había que decir, sólo esperar a que se hiciera nuevamente la luz y, con ello, reparar el desorden en que se había convertido nuestro tiempo para construirnos uno nuevo, más predecible. La noche transcurrió arrastrando su silencio, permitiendo que mis ojos abiertos aprendieran los matices de la oscuridad, jugaran a las adivinanzas y a las asociaciones libres que se daban en mi memoria. De vez en cuando, un repentino suspiro de mi mujer en medio de su sueño me regresaba a la realidad y, entonces, me dejaba arrastrar hacia lo desconocido, a lo incierto. Finalmente, el cansancio me fue arrastrando hasta caer en sus garras con un zarpazo que no supe prever.

No supe cuántas horas habían transcurrido pero, primero, fue como ropas sacudiéndose en la distancia, luego una franja de luz amarilla entrando por la ventana y, por último, el aleteo líquido de miles de aves en torno a la torre. Echada de costado, con los labios entreabiertos, mi mujer parecía dormir profundamente, ajena a los primeros destellos de la nueva vida. Me levanté con cautela, evitando que la cama rechinara. Me acerqué cautamente hasta la ventana y me asomé para observar más ampliamente el exterior de la torre. El cielo azul intenso, el horizonte delineado sin dudas ni murmuraciones de un solo trazo horizontal, el verdor distribuido extensamente en cuadriláteros perfectos y simétricos; más cerca, algunas construcciones de uso agrícola dispersas según la distribución exigida por el sentido propio de la logística de seres atávicos y, finalmente, la aglomeración de casas y solares agrupados en caóticas islas o manzanas, la red incomprensible de calles empedradas hasta coincidir con la enorme plaza de la torre o templo o vortex de una sola voluntad que era la del sumo pontífice. Frente a mí, las aves girando como satélites enloquecidos, pasaban rozando la ventana y, por momentos, de manera fugaz, podía observar sus pupilas rojas y violentas, escrutándome velozmente, tratando de leer en mi mirada los paisajes y horizontes de la tierra en que vivíamos antes del diluvio.

Cuando volví la mirada, mi mujer, ya despierta, tramaba detalladamente su tranquilidad recostada en el enorme sillón al pie de la chimenea del dormitorio inmenso que nos asignaron. Su vientre se había convertido, como no podía ser de otra manera, en una enorme esfera llevada con un determinismo que más parecía religioso que biológico.  Traté de animarla recordando las fiestas del pueblo, los parientes, el calor de nuestra casa, el sol cayendo iridiscente sobre los sembríos y diciéndole que algún día volveríamos con nuestro hijo a recuperar esa rutina que nos servía de brújula, de almanaque en nuestras vidas. Ella sonrió alejando la mirada y respondió, con la respiración agitada, palabras que no supe entenderle.

Le dije que se alistara, que no se dejara llevar por las indicaciones de nuestro hijo y que saliéramos a dar un paseo como cuando los domingos descansábamos y era el momento de descubrir lo insólito de nuestras rutinas. Se alegró llevada por los recuerdos y la esperanza, levantó pesadamente su carga y avanzó hasta juntar su cuerpo al mío. Apoyada su cabeza en mi hombro, me dijo: Ojalá que nuestro hijo se parezca a ti. Parece que sí, que así será, porque finalmente dejó de llover, le dije.

Salimos con sigilo de la habitación, recorriendo complicados pasadizos hasta dar con  la puerta del gran salón donde el día anterior nos recibieran el sumo pontífice y su restringido séquito; la luz empezaba lentamente a develar los rincones, resaltando tenuemente el contorno de muebles y esculturas, cortinajes, cristales y alfombras. Avanzamos en medio del silencio que latía en nuestros oídos, evitando tropezar con objetos que la luz no lograba resaltar. El portón de salida que nos conducía a las escaleras despertó con un alargado quejido hasta mostrar la piedra húmeda de los muros y los escalones.

Bajamos pues a tientas, cuidando que no rodara y se perdiera en la caída lo que creáramos con tanto esmero. En la gran nave de la torre, el murmullo del agua parecía recién generado y la diosa de cristal relucía húmeda desplegando resplandores nuevos, como saludando el día acabado de amanecer. Al trasponer el umbral, las calles continuaban albergadas por la sombra de la torre y uno que otro transeúnte dejaba escuchar el eco de sus pasos rebotando entre los muros, doblando las esquinas, buscando incansable un interlocutor todavía somnoliento y legañoso que le dijera aquí estoy yo, he sobrevivido a la noche y mi mujer todavía duerme.

Avanzamos pegados a los muros, levantando la mirada hacia el cielo y observando las nubes rosadas y naranjas en su desplazamiento perezoso. Escuchamos los primeros ruidos cotidianos que se producían en las casas, el golpe de puertas y ventanas abriéndose, el chorro metálico del agua sobre palanganas, alguna voz exclamando el frío. Decidimos alejarnos de la sombra de la torre introduciéndonos por calles que no habíamos recorrido el día de nuestro arribo y repentinamente una mansa tibieza cubrió nuestros cuerpos. El sol refulgía como en el cielo serrano de nuestras tierras y eso parece que llenó de tranquilidad a mi mujer porque al fin se dispuso a hablarme, a contarme contenta del sueño que había tenido durante la noche. Me dijo que vio nacer a su propio hijo, emerger riendo entre sus piernas, con una alegría contagiosa celebrada por la multitud acumulada en el dormitorio, que crecía tan rápido que las ropas tejidas apenas podían cubrir su desnudez y que el sumo pontífice sonreía como nadie nunca había visto. Es un buen hombre después de todo, me dijo, estoy segura que no nos hará daño como creía antes.

Durante nuestra caminata vimos cómo el pueblo fue cobrando vida y, finalmente, de manera instintiva, nos orientamos por los olores hasta encontrar a mitad de una calle soleada una especie de fonda, de comedero rústico que despedía aromas de leche caliente, de infusiones y de pan recién salido del horno. Con su insignia de timidez mi mujer les dijo tener hambre y fuimos invitados a sentarnos ante una mesa burda y sólida; con la misma insignia, mi mujer explicó no tener dinero para pagar lo que consumiéramos. El anciano que parecía tomar las decisiones, nos dijo que éramos invitados del sumo pontífice y que nada nos sería negado; luego, dibujando una sonrisa amable, añadió que pago suficiente era admirar la maternidad de mi mujer. Comimos hasta la saciedad mientras observábamos la lentitud del trajín en la cocina y la gente que se asomaba por la puerta curiosa de nuestra presencia. Cuando mi mujer consideró que nuestro hijo dormía plácidamente su elemental digestión, decidimos salir no sin antes recibir la venia silenciosa del anciano, los cocineros y los demás comensales.

La extensa caminata había agotado a  mi mujer; retornábamos a la torre a paso lento, deteniéndonos a cada momento para que se apoyara en cuanto muro, banca o sardinel le sirviera de alivio, entrecerrando los ojos y quizá imaginándose madre como tenía que ser, amamantándolo, cuidando sus desvelos, abrigándolo, oliendo su aliento, adivinando allí donde no habían síntomas, en fin soñando lo que todavía debía esperar su circunstancia. Por eso continuó la marcha, pesadamente, sosteniendo el vientre con las manos. Pensé en mí también, como padre y creador, como protector de una familia que empezó con dos y terminó con tres en una serie de número desconocido, aritmético o algebraico, regla de tres simple, suma pura sin resta posible, quizá yo mismo restado porque ella se enfocaría en nuestro hijo y yo sería tan sólo una sombra incómoda en sus preocupaciones, un factor entre paréntesis, incluido, pero sólo para ser recordado que al final estaba allí, retornando de mis labores.

Atardecía cuando entramos en la zona de influencia de la torre; las calles de piedra se volvieron oscuras y húmedas; en el cielo, como siempre, las aves enloquecidas y condenadas a girar sobre la cúspide, dejando escuchar lejanamente sus estrepitosos chillidos y graznidos... como un aviso.

Hija de agoreros tuviste que haber sido. Me lo habían advertido y nunca supe prepararme para ello, lo difícil que era vivir con eso. Hija de agoreros con sus mismos genes, repetidos, calcados en tu cerebro, en tu mirada, en tu andar distraído por la casa, en tus silencios repentinos, en los sobresaltos de tus sueños, en nuestro matrimonio y el trueno que estalló de pronto, en el designio cumplido bajo la lona de la balsa.

Caíste desfallecida sobre la cama y recogiste las piernas apretando los labios, las manos conteniendo lo que por ley tiene que cumplirse sin necesidad de anuncio. Nadie está preparado para ser padre y, por eso, menos para reaccionar con serenidad ante el sonido de alarma que eran tus gritos y aún menos para hacer de partero.

Como por arte de magia se abrió la puerta de la habitación y se produjo un alboroto de ancianas transportando palanganas con agua humeante, trapos y gasas, instrumentos metálicos desconocidos, pinzas, cuchillos y tijeras. Discretamente fui puesto de lado en el rincón más oscuro mientras las ancianas trajinaban sin murmullos, la comadrona se instalaba en su puesto de mando y mi mujer era desvestida y colocada en posición de parto. La luz blanquísima que entraba por la ventana parecía haberse concentrado sobre ellas, enfocando sus gestos fantasmales y desdibujando sus contornos hasta convertirlas en un conjunto de rostros sin cuerpo. Quién podría decir que hacían lo que hacían si no fuera por la voz de la comadrona dando órdenes y la de mi mujer suplicando.

Pero hicieron lo que hicieron porque finalmente un alarido agudo, una risa, una carcajada infantil estridente terminó por imponerse en la atmósfera cristalina que lo había envuelto todo. Primero la comadrona, en seguida las ancianas y, finalmente, yo mismo, encadenados todos, fuimos expeliendo nuestro aire de sorpresa. Un recién nacido siempre llora para inaugurar sus pulmones y quizá también por el dolor que el pecado original causa al nacer, como dice nuestra religión; y jamás reiría porque sería una afrenta para quien lo contenía y para quien asistió su alumbramiento. Sin embargo, el recién nacido siguió riendo a carcajadas contagiando a las ancianas, a la comadrona, a mi mujer y a mi mismo, llamando la atención de todos los habitantes de la torre, quienes fueron agolpándose precedidos por el sumo pontífice. El niño, porque no había duda que era tal, fue aseado con infusiones tibias y luego depositado, desnudo, sobre el pecho de su madre. Mi hijo, porque tampoco había duda que era tal, se quedó dormido sin dejar de sonreír. Recién entonces permitieron acercarme y constatar lo que había espectado a la distancia, desde el rincón oscuro. Mi mujer me tomó la mano y la acercó al diminuto cuerpo rosado y palpitante. Extraña sensación constatar la existencia de un ser creado con nuestra sangre, concebido en el diluvio y nacido en la torre de la diosa del agua.

El sumo pontífice, serenamente desde su poltrona, observaba la escena que de manera espontánea habíamos producido y, con un gesto que sólo pudo ser leído entre ellos, se hizo trasladar hasta el borde de la cama. Desde allí, con una voz desconocida y al mismo tiempo sosegado, nos confesó que habíamos cumplido con su propio vaticinio al devolver la fertilidad a su reino; y, dicho aquello, con otro gesto, se hizo retirar a sus aposentos, seguido por las ancianas y la comadrona satisfechas. Luego, la habitación se oscureció y se escucharon los trinos iracundos de las aves. No somos sino vidas condenadas, eso es lo que seremos, dijo mi mujer deseando que se desate nuevamente el diluvio y construyéramos una nueva balsa para ser no ya tres sino cuatro condenados. Como hija de agoreros que era, sus palabras se cumplieron y el cielo se desplomó pesadamente sobre nuestras cabezas.

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© 2007, Fernando Isasi
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Isasi, Fernando: «Las vidas condenadas. Cuento » , en Ciberayllu [en línea]

718 / Actualizado: 27.07.2007