Literatura

Ciberayllu
23 enero, 2009

Cruz

Cuento

Francisco Olaso

 

Leído en voz alta:

«Él estudió», decía mi abuela, refiriéndose a alguna persona que ostentaba cierta posición social. «Él estudió, m’hijito, él estudió», decía. Haber estudiado significaba para ella la cima del esfuerzo. Más que labrar la tierra o pelarse los huesos en una fábrica. «Ha visto, querido, él estudió».  «Pero claro, m’hijo, ése fue a la universidad».

Mi abuela era católica a la manera misional. Predicaba ciegamente el sacrificio y el esfuerzo. Estaba convencida de saber mejor que los demás lo que les convenía. Por eso les aplicaba sin tapujos su sermón y su mirada admonitoria. Quien no conseguía prohibirse el placer, como ella incluso en el matrimonio había podido, era por debilidad en el temperamento. Por vago se era pobre y viceversa. «Él fue a la universidad, estudió», decía. Y eso no sólo justificaba el acceso del mentado hacia los escalones altos, sino que lo disculpaba, en caso de que se comportara como un cerdo, tanto al subir como cuando se encontraba arriba. Esta discrecionalidad, perla entre los principios que la familia practicaba sin sonrojo, se parecía mucho a la arbitrariedad disciplinaria que regía en la escuela. Y a la que el Estado Nacional les reservaba —y reserva— a sus alumnos dilectos.

—¡Abuelita! ¡Tengo frío!

—Siga, m’hijo, siga. No se olvide de que lleva su apellido.

La fe de mi abuela era inexpugnable. Liquidaba como a insectos los planteos de la razón. Frente a ese espacio brumoso, donde lo que debía ser chocaba contra lo que era, ella arremetía como un buey sobre las flores, dando pie a contradicciones imposibles de disimular. Sus remedios contra lo evidente encontraban en lo burdo su eficacia. A mi abuela le bastaba repetirse durante años algún prurito falaz o inexacto, para volverlo en principio cierto y después palabra santa. Cuando no podía predicar con el ejemplo, corregía la autobiografía. La tenacidad con que abordaba una modalidad o la otra la eximía de toda culpa. Ella misma había estudiado, cosa inusual en su época. Más aún teniendo en cuenta que sus padres al morir habían dejado una familia de diez hijos, de los cuales ella era la mayor. Cultora del sacrificio, solía decir que había hecho de madre de sus propios hermanos. La verdad es que mi abuela se había ido de su pueblo a Buenos Aires a los dieciocho años, y que había regresado con su título de profesora años más tarde, para casarse poco después con mi abuelo. Su mayor influjo para con los hermanos se resumiría —como más tarde lo fue con sus hijos y sus nietos— a incitarlos a una relación platónica con Dios y a predicar contra todo lo que ella consideraba indecencia.

—¡Los pies, abuelita! ¡Me duelen!

—No piense, m’hijito, camine. Cada cual carga con su cruz.

El tío Jaime decía no recordar una sola vez en toda su niñez en la que su madre lo hubiese acariciado. Mi tío niño no era la oveja roja del rebaño. Todavía no había abandonado los estudios en favor de una mujer separada y de un partido político que llamaba a combatir el sistema. Con mi abuela simplemente no cuajaban menudencias tales como acariciar a un hijo. Es que, cuando no estaba arrodillada frente a Dios, meditaba sobre la responsabilidad de llevar el apellido que mi abuelo le había dado. «Nunca te olvides de que sos un Lizarraga», nos decía a los nietos. Prodigaba este latiguillo con severidad, machacando como buena misionera, para horadar así, en nuestras cabezas vírgenes, la piedra basal de una supuesta alcurnia de aldea. Cierta vez, siendo adolescente, le recordé a mi padre, a modo de broma, la importancia de llevar nuestro apellido. Mis palabras violentaron su expresión. Escarbaron en un doloroso lastre de su infancia. Mi padre censuró mi ligereza y se revolvió luego en un silencio triste.

—Abuelita, ¿ésa ahí entre la gente no es Gladis? —pregunto.

—Sabe Dios qué hará en su día libre. De seguro, nada bueno.

Una de las chicas que trabajaba en casa de mi abuela se llamaba Gladis. No creo que fuera perezosa pues se la veía trajinar duro. Cocinaba, planchaba, hacía las compras, limpiaba. Gladis, eso sí, era pobre. Venía desde un paraje en el campo para trabajar durante la semana, sábado incluido, a la casa de mi abuela. Marchaba, como las demás criadas, al compás del timbre y de la campanilla. El timbre estaba en el comedor. La campanilla en la pieza. Alguna vez el tío Jaime, rojo de rabia ante el trato dispensado al personal doméstico, había desconectado el timbre o escondido la campanilla. Las criadas aprendieron a escuchar los chasquidos que mi abuela hacía con los dedos. O a intuir su mal humor cuando las necesitaba y no se hallaban a la vista.

—¡Abuelita! ¿Por qué yo? ¿No puede hacer otro del Niño?

—¡Shhhh! ¡Cállese, mocoso!

Cuando el pueblo fue dejando de ser pueblo, sin ser todavía ciudad, y la iglesia de la plaza se fue quedando sin fieles, mi abuela comenzó a llevarme a procesiones en el campo. Por lo general, se trataba de vía crucis en caseríos blancos de escarcha. En esos lares perdidos nos odiaban por el solo hecho de venir del pueblo. Pero además yo debía asumir un rol ingrato. Trapito en forma de taparrabos. Cruz de telgopor al hombro. Peluca rubia. Mucha vergüenza. Ancianas sin dientes y niños vestidos de blanco nos seguían murmurando villancicos. Mi abuela peregrinaba a mi lado, con un rosario en la mano. Aquellas gentes, a la vez suaves y rústicas, a quienes mi abuela ungida de piedad llamaba "pobrecitos" o "infelices", se juntaban en las veredas embarradas. Siguiendo su aceitado gusto por la burla, algunos del público, a mi paso, gritaban: «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!».

—¡Yo no me quiero morir, abuelita! —digo.

—¡El apellido! ¡Hay que cuidar el apellido! —me regaña ella por lo bajo, para que nadie note mi trastabillar en la doctrina.

—Pero yo soy... yo soy...

Trato de inducir el trance que me eleve hacia la piel del hijo de Dios, el futuro crucificado.

—No, m’hijito, nada de eso —dice ella, hurgándome el pensamiento—. Usted no se olvide de que es un Lizarraga.

Esta tarde, las nubes corren hacia el este, en dirección a la tierra de Irena. El sol primaveral nubla los párpados. Las plantas en el balcón muestran hojitas y brotes. Dicen que el arte imita a la naturaleza. El sexo como musa de una sinfonía. Mi abuela, cuya negación de la naturaleza propia le impedía todo contacto verdadero con el arte, tenía un florido parque coronado por un cedro azul, un jacarandá y un pino. Las plantas eran, según creo, lo único que ella amaba. Nunca vi que les hablara. No tenía la capacidad de sospechar que la entendieran. De lo contrario, las habría misionado. En esa casa de Dios no se salvaba nadie.

—¡Cuarenta años! —resuena una voz acusadora entre la plebe.

Es mi tío Jaime, un embarrado más entre los embarrados, aunque con un dejo en las salpicaduras que lo distingue del resto. El detalle está en la forma en que el barro enchastra su atuendo. Se nota que ha sido él quien ha marchado en dirección al barro y no a la inversa.

—¡Cuarenta años! —me grita a mí— ¿No te da vergüenza?

Mi abuela le pregunta al hijo desacariciado si ha venido a mancillar la procesión. A mí me dice que no lo oiga. Envalentonado por la situación, un pibe del público mete cizaña.

—Diga, doña, ¿es jugo de tomate?

Me señala la frente y se ríe. Para él soy tan insignificante, que transfiere hacia mi abuela el peso de la burla que a mí me atañe y me hiere. Mi abuela lo fulmina con la mirada. En el descuido, saco la lengua y chupo la sangre reseca que cae de la corona de espinas. Mi saliva lo comprueba. El pibe no miente.

—¡Claro, viejo! —grita el tío Jaime desde la vereda de tierra. —¡Es jugo de tomate!

—¿Qué decí, vo? —lo reprende el pibe con tono amenazante— ¿No ve que es sangre?  ¡Abombao!

¡Qué palabra! Abombao. Con el tono despectivo con que se decía allá y entonces. De entre los pliegues del trapito extraigo mi libreta de apuntes y la anoto para no olvidarme. Pero, al devolver la libreta a su sitio, percibo cierta incomodidad. Una molestia que me impide continuar la procesión con pasos regulares. No sé si debería narrar esto. Rengueo a consciencia, para ver si la libreta se reacomoda en un sitio no tan próximo a la ingle. Evito apelar a las manos. Tocarme las partes. Vaya uno a saber si alguien del público habría de ofenderse o de soltar una burla. Doy pasos zancudos, en los que mantengo la pierna en alto de costado y la sacudo como un perro. La molestia persevera. No encuentro ningún alivio. Con la cruz de telgopor al hombro, me agacho repetidas veces. Flexiono las piernas. Doy saltos de rana. En un ascenso descubro a mi abuela, detenida a mi lado. Me mira de un modo nuevo, que nunca le volveré a ver. Bajo la perplejidad hay una intuición sabia. En sus ojos ya no soy la harina maleable que habré de ser si sigo su prédica. Soy casi una entidad, una persona, una amenaza.

Descubierto, sincerado, observo a mi abuela como creo recordarla y me pregunto si tendría que quererla. Si debería al menos disculparla, ahora que su herencia espiritual, cresta en forma de idiotez altiva, contrarrestada con dolor durante décadas, descansa en  mis poros como un mal en cuarentena, permitiéndome, a lo sumo, el placer de la orfandad. La duda indica su éxito. Pero también su fracaso. Tener que. No pensar. Menos sentir. Eso es lo que ella inculcaba.

—Soy Cristo —le digo, con el ánimo secreto de incordiarla, mientras reacomodo la libreta, simulando que ajusto el trapito.

—¡Usted es un Lizarraga! —ruge ella.

Le hierve la sangre. En sus ojos afiebrados veo que no va a dejar pasar por alto esta chapuza. Su intolerancia tiene patas cortas. Mi blasfemia va a traer secuelas. Los embarrados del público se regodean. Están ladinamente atentos a nuestra falta de cohesión interna.

—¡Jesucristo! —murmuro nervioso, sintiéndome entre varios frentes.

—¡Un Lizarraga!

El caserío termina sin pena ni gloria en una calle de tierra. Allí nos detenemos para que yo me eche algo de ropa encima. La abuela me da las llaves del auto. «A la vuelta vamos a aclarar las cosas, m’hijito», dice.

Guardo la cruz de telgopor en el baúl. Meto también la peluca rubia y la corona de espinas. Saco unos pantalones deportivos. Me los pongo sobre el trapito. Un grupo de pibes se ha juntado mientras tanto entre el alambrado y la zanja de agua negra. Hacen juegos de palabras con nuestro apellido. Sueltan hoscas risotadas. Nos tiran bolitas de tierra. El tío Jaime guarda distancia prudencial, tanto de ellos como de nosotros. Mi abuela lo ha desheredado. Los pibes lo perciben como sapo de otro pozo.

—Diga, doña, ¿el abombao vino con ustedes? —dice uno, elevando el mentón hacia mi tío Jaime. Se trata del mismo pibe que rato atrás fastidiaba con el jugo de tomate.

El rictus de mi abuela se avinagra. El entorno se le ha vuelto insospechadamente hostil. Estos paganos infelices a los que día a día es más difícil misionar. El ateísmo practicante del tío Jaime. Mi súbita desfachatez blasfema. La abuela, sin embargo, no se arredra.

—¿Qué es lo que dice usted, m’hijito? —mira al pibe como si viera un perro carcomido por la sarna.

El que habló, al verla avanzar hacia el grupo, aguza la mueca de desprecio. Pero se pone nervioso. Trastabilla. Resbala. Cae de pie en la zanja. Los demás no ríen. Callan. Mi abuela, al verlo con el agua negra hasta las rodillas, lleva la mano al bolsillo del abrigo. El pibe arruga el ceño, como si temiera la aparición de un arma. Mi abuela saca el rosario. «Yo te voy a enseñar», amenaza. Aprieta el rosario de tal forma que supongo que las cuentas van a volar por el aire. El pibe tiembla de miedo. Intenta escalar por el borde. Patina. Cae de panza en la zanja. Chapalea como queriendo librarse de la mirada de mi abuela. Una mirada condenatoria que lo define, que no lo suelta.

«Yo te voy a enseñar», intimida la profesora. «Ahora vas a aprender», dice la misionera, y agrega a continuación un vocablo. Ni infeliz ni pobrecito: ha olvidado por completo la piedad. Tampoco vago, mugriento, piojoso o desgraciado. Tampoco indio, rasposo, analfabeto o pobre diablo. Un vocablo que condensa lo que ella piensa de él, y de los que como él resumen todo lo que en este mundo es negativo, indeseable.

—Ahora vas a aprender, negrito.

El poder de la convención y de la forma nunca dejan de asombrarme. Porque el atributo, de por si neutro, es además inexacto. Sin embargo, el pibe se desorbita de odio. Un rencor justificable aunque nocivo se apodera de él. Mi abuela así lo percibe y actúa conforme a sus ideas, que son pocas pero sólidas. De arriba hacia abajo, desde el borde de la zanja, le enrostra la cruz. Entonces sí crece el espanto. La respiración audible del animal acorralado. Los primeros gritos y, por debajo, un silencio de muerte.

—Basta, abuelita, ya está bien —me acerco.

—¡Vuélvase inmediatamente al auto! —me ordena ella—. Con usted vamos a hablar en casa...

El pibe se lleva la mano a la garganta. Se convulsiona. Cae de cara en la zanja. Se retuerce. Nos salpica. Boquea intentando ganar aire. Detrás de mí aparece una voz. Una presencia huidiza. Es Gladis. La chica que trabaja en la casa. Empieza a suplicarle a la abuela que por favor no siga.

—¿Y a usted quién la llamó, m’hijita? —dice mi abuela con voz casi transparente. Chasquea imperativa los dedos: —¡Retírese ya mismo!
Gladis agacha la cabeza. Retrocede. Se resigna. Yo miro aturdido a mi abuela, tan dispuesta a todo por su causa, y me pregunto si no debería ahorrarle este disgusto, ahora que sus huesos y los del tío Jaime descansan en el panteón que lleva nuestro nombre, y el pibe flota de nuca, en el agua de la zanja, entre burbujitas que diseminan aire hereje.

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© 2009, Francisco Olaso
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Olaso, Francisco: «Cruz. Cuento» , en Ciberayllu [en línea]

800 / Actualizado: 27.01.2009