Literatura

Ciberayllu
29 junio, 2007

La gran matanza de gatos (París, 1730)

Cuento

Gabriel Icochea

 

Léveillé había intentado conciliar el sueño toda la noche, pero los maullidos se oían estruendosamente en la parte del taller donde, sobre unas pieles, descansaba frente a Jérôme.

—¿Los escuchas? —le preguntó a su camarada

También éste sentía un profundo agotamiento. Apenas comían y las jornadas nunca bajaban de 14 o 15  horas.

—Otra vez esos gatos de mierda —contestó Jérôme

Por lo general, dormían fácilmente, pero hacía varios días que no podían  hacerlo por la bulla provocada por los felinos.

—¡Yo no soporto esta porquería! ¡Hoy es el último día que aguanto tanto ruido!  —dijo Léveillé enfurecido.

Varias horas después, los primeros rayos del sol ingresaron por las ventanas, y casi inmediatamente irrumpieron las voces de los demás trabajadores llamando a la puerta del taller. Pero tanto Jérôme como Léveillé aún permanecían envueltos en las frazadas; somnolientos e irritados.

Jérôme refunfuñó:

—¡Éstos nos exigen que nos levantemos temprano, mientras el patrón y su gorda mujer duermen bien!

Desde el otro lado del taller, los trabajadores de la imprenta insistían primero tocando la campana y luego chocando una vara contra la puerta.

—¡Jérôme, Léveillé! ¡A levantarse, haraganes!

Los dos aprendices movieron sus cuerpos y salieron al aire libre. Lavaron sus rostros sobre una batea vieja y medio rota, y regresaron al taller.

Esa mañana, hicieron las labores de siempre: barrieron  el piso, cargaron agua, acopiaron leña y trabajaron en las máquinas.

Siempre que el patrón los miraba, se decía interiormente: «Estos muchachos sí que trabajan». Ni Jérôme ni Léveillé sentían ningún aprecio especial por aquél. A veces, lo sorprendían rezando y reían silenciosamente. Les divertían, además,  su gorro de dormir y sus costumbres mezquinas.

Avanzada la tarde, se sirvieron una sopa como único almuerzo. Mientras la tomaban, Léveillé imitaba tanto al capataz como al dueño. Sus compañeros reían. Alguno entre los trabajadores le dijo tiempo atrás:

—Eres muy gracioso, Léveillé.

Pero él era algo más: era un verdadero artista. Flaco, casi esmirriado, tenía una agilidad excepcional. Solía saltar y hacer piruetas. Los otros apreciaban su talento para inventar situaciones jocosas.

Cuando la tarde caía, el trabajo perdía intensidad.

—Ya sabes que en la noche se cumple el plan –le dijo entusiasmado Jérôme a Léveillé  mientras limpiaba una de las máquinas.

—Esta noche —respondió Léveillé y los dos sonrieron simultáneamente sin decirse nada.

Cuando oscureció, caminaron hacia el taller. Pero en un punto del trayecto, dieron media vuelta y avanzaron en dirección a la casa del patrón, que se ubicaba al frente. Estando allí, Jérôme vigiló que la luz del dormitorio se extinguiera. Esperó pacientemente que la lámpara despidiera su último destello. Cuando esto se produjo,  le hizo un gesto a Léveillé que estaba en el otro extremo de la calle. Éste caminó hasta el fregadero que quedaba exactamente bajo el dormitorio y empezó a imitar unos maullidos estridentes.

Al principio el patrón pensó que era un gato en celo, pero luego los sonidos se hicieron más profusos. «Debe ser una manada», se dijo. Se rompió el sueño profundo de su mujer y al verla despierta, intentó dar una explicación:

—¡Deben ser las brujas... las brujas que manejan esos gatos!.

—¿Las brujas? —preguntó incrédula su mujer, y luego añadió: —No creas esas tonterías, son simplemente gatos en celo. Anda, ve y espanta a esos gatos.

—No, no, sólo son gatos en celo, hay que dejarlos... —respondió el patrón, con voz trémula.

—Tienes miedo... lo que pasa es que tienes miedo, miedo de que sean realmente unas brujas.

—Querida, si tú no sientes ningún miedo, ¿Por qué no sales afuera?

—Yo simplemente voy  a tratar de dormir.

En pocos minutos la mujer del patrón se había sumergido nuevamente en el hondón del sueño. Pero esa noche los maullidos se prolongaron durante toda la madrugada

Léveillé hacía una imitación muy afortunada de los gatos. Jérôme lo contemplaba desde unos metros de distancia y se retorcía de risa. En un momento, las hojas de la ventana se abrieron violentamente y sin asomar la cabeza se escuchó la voz del patrón exclamar:

—¡Suuuuuu…!

Léveillé se ocultó en las sombras de la calle. Luego de ver cerradas las  ventanas, reinició la imitación.

A la mañana siguiente, los dos aprendices se hallaban alegres. Mientras hacían las tareas cotidianas, se miraban y Léveillé imitaba en voz baja los maullidos. Jérôme reía recordando el incidente.

Al anochecer del segundo día, retornaron al lugar. Y al igual que la noche anterior, Léveillé esperó a que el patrón apagara su lámpara e inició nuevamente la reproducción de los maullidos.

En el interior del dormitorio, el patrón intentaba dar explicaciones a su mujer:

—Son las brujas, es el retorno de las brujas. Los gatos obedecen a las brujas. Hay un aquelarre allí afuera...

—Si es así, pediremos que el sacerdote bendiga la casa.

Los maullidos aumentaban, se multiplicaban y se hacían más intensos. Léveillé era incansable.

—Hay  que decirle a los aprendices que se encarguen de los gatos. No podemos dormir —dijo el patrón fastidiado.

—Sí,  hay que hacerlo —contestó su mujer.

Tanto el patrón como su mujer intentaron descansar, pero no lo lograron. Ni siquiera la mujer del patrón, que solía tener un sueño fácil, pudo perder la conciencia y dormir.

A la mañana siguiente, los trabajadores de la imprenta tocaron fuertemente la puerta del taller . Jérôme y Léveillé se levantaron e hicieron las labores de costumbre. Alrededor del mediodía se acercó el patrón y les dijo:

—Jérôme, Léveillé, unos gatos han invadido el lugar y hay que deshacerse de ellos.

De pronto, irrumpió en escena su mujer y lanzó una advertencia:

—Encárguense de todos los gatos menos de Rose.

—Sí, señor —contestaron los dos al unísono.

Rose era una gata plomiza de ojos celestes cuyo pelo brilloso siempre parecía cepillado. La dueña solía deleitarse acariciando a su gata. Incluso, el animal tenía una dieta especial que consistía en carne de aves y otras delicias.

Al caer la tarde, Jérôme y Léveillé se habían provisto de unos palos y unos costales. A ellos se sumaron el resto de trabajadores de la imprenta.

A la voz de inicio empezaron a correr por los tejados. Los gatos que llegaban a alcanzar eran apaleados. También metían a algunos de ellos en un costal, donde eran ultimados a golpes; otros pretendían huir por los techos, pero Léveillé era lo suficientemente ágil para darles el alcance y matarlos. Los golpeaba calculadamente a la altura de la nuca y, mientras estaban mareados, los otros hombres se acercaban y los apaleaban simultáneamente.

Jérôme y Léveillé tenían una actitud festiva. El primero levantó uno de los gatos muertos  y movió su cabeza imitando la voz del patrón.

Entonces, Jérôme preguntó señalando el techo:

—¿Esa no es la gata de la patrona?

—Sí —respondió Léveillé.

Rose estaba distraída y caminaba sobre la cornisa pausadamente. Léveillé trepó al techo y la alcanzó. Primero la golpeó de un palazo en la cabeza y luego la ultimó con varios más. Agonizante, la levantó del cogote, la mostró y exclamó  imitando la voz de la patrona: «No se metan con Rose». Luego la cargó con desprecio y caminó hacia el albañal que quedaba a unos doscientos metros de la casa. Todos lo siguieron.

Ya frente a la cloaca, lanzó al aire el cadáver de la gata y mientras descendía, lo golpeó con un palo que cogía con las dos manos de un extremo. El cuerpo del animal fue expulsado varios metros más allá. Cuando cayó, todos rieron.

Después regresaron y a unos metros de la casa del patrón prendieron una fogata. Pusieron unos leños y varios objetos de madera y el fuego creció. Acercaron algunos de los costales con cadáveres de gatos y los pusieron al calor de la hoguera. Pronto, los olores fuertes de pelos y carne  quemada se filtraron por todos los rincones. El humo que despedía la zarza era hediondo. Los hombres miraban el fuego con satisfacción y mientras la tarde declinaba, la fogata asumía colores extraños. Echaron objetos inflamables para que la pira perdurara. Pero la mayor parte del tiempo se extasiaron en la contemplación del fuego.

Léveillé comentó burlonamente:

—¿Quieren un poco de gato? Los servimos asados.

Todos celebraron la broma.

La faena había durado varias horas

A la mañana siguiente la patrona parecía desesperada;  corría de un lugar a otro gritando:

—¡Rose! ¡Rose!

Ningún trabajador decía nada.

—¿No han visto a mi gata? – preguntó  a los trabajadores mientras ellos le respondían con una mirada de desconcierto.

—¡François! —llamó la patrona a su marido.

Éste apareció en el otro extremo de la calle y se fue aproximando lentamente mientras se arreglaba los pantalones...

—No aparece Rose —dijo la mujer.

—¿Ya les preguntaste? —le respondió el marido señalando a los trabajadores.

—Todos éstos dicen no haberla visto. Pero yo creo que la han matado —al pronunciar lo último se desgarró su voz y se echó a llorar.

—¡Jérôme! ¡ Léveillé! —llamó el patrón —¿Han visto a la gata de mi mujer?

—No, señor —contestaron los dos tímidamente.

—No la han visto —dijo el patrón volteando hacia su mujer.

—Franςois y ¿les crees? Estos tipos han matado a la gata de sus patrones porque no pueden matar a sus patrones —dijo la mujer quejumbrosamente mientras se rompía en un llanto histérico.

—Cálmate, cálmate –dijo el patrón mientras la abrazaba.

—No, no... –decía su mujer entre sollozos.

El patrón acarició la cabeza de su mujer mientras ella lloraba. Luego la acompañó a la puerta de su casa y le pidió que descansara. Regresó al taller y se propuso hacer una búsqueda prolija. Empezó por su calle. Mientras tanto, Jérôme y Léveillé querían regresar al albañal y desaparecer el cadáver; pero apenas hicieron unos movimientos, el patrón los reprendió:

—Vuelvan a su trabajo, haraganes, no los he llamado.

Convocó a dos empleados para revolver las cosas que encontraban a su paso. Voltearon cajas, cartones, objetos innominados, restos de linotipos. Al compás de los gritos del patrón, apuraban la pesquisa y a medida que buscaban, se iban alejando. El taller de imprenta y la casa del patrón ocupaban una cuadra completa de la calle Saint Séverin. Pronto habían completado la búsqueda al interior del taller y en la misma calle.

—Ahora —dijo el patrón señalando más allá de la calle,  —debemos buscar en los alrededores. Entonces, se escucharon en sordina las palabras  de los dos empleados quejándose por las exigencias del patrón.

—¿Cómo...? —contestó éste a la queja mascullada.

—Señor —dijo un trabajador alto y rubio —es inútil que busquemos, la gata en cuestión la ha matado Léveillé y la ha dejado en el albañal.

El patrón lo contempló por un momento con desconfianza. Pero casi de inmediato dijo:

—Vamos al albañal.

Allí encontraron el cuerpo tieso, peludo y descompuesto de Rose. Uno de los trabajadores por orden del patrón lo levantó  y lo regresó envuelto en papel.

Apenas estuvieron con los obreros de la imprenta arrojaron frente a ellos el cadáver envuelto entre papeles.

—¿Alguien sabe algo de esto? —preguntó el patrón.

Los trabajadores permanecieron en silencio. Jérôme y Léveillé miraban el piso.

—No, señor —contestaron todos, incluidos los aprendices...  

El patrón los miró especialmente a ellos.

A la mañana siguiente, los trabajadores llegaron a la hora usual y tocaron la puerta del taller como solían hacer cotidianamente. Primero tocaron la campana y luego golpearon con una vara de hierro la puerta sin recibir respuesta.

—¡Jérôme! ¡Léveillé! ¡levántense, haraganes!

Insistieron y no recibieron respuesta de los aprendices. Entonces, uno de los trabajadores exclamó indignado:

—¡Vamos a derribar la puerta, no podemos quedarnos afuera!

Pero bastó que la forzaran con una vara de hierro y la puerta se abrió de par en par. En realidad, no había sido bien cerrada.

Entonces, contemplaron una escena sorprendente: los daguerrotipos, las máquinas, el papel estaban salpicados de sangre y los cuerpos de Jérôme y Léveillé regados por el suelo y desfigurados. El color de sus pechos y de sus extremidades había mutado por las contusiones. Sus rostros estaban destrozados. La mandíbula de Léveillé parecía haberse desprendido del resto de su cara, su frente estaba rajada. En los dos casos, la sangre se mezclaba con sus cabellos y la dentadura de cada uno había sido destrozada.

Los trabajadores miraron por un momento la escena y uno de ellos dijo:

—Vamos a limpiar esto.

* * *

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© 2007, Gabriel Icochea
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Icochea, Gabriel: «La gran matanza de gatos (París, 1730). Cuento» , en Ciberayllu [en línea]

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