Literatura

Ciberayllu
31 agosto, 2008

Viaje a Broadway

Cuento*

Giovanna Rivero Santa Cruz

 

Rojo, rojísimo ahí lo tienes, púrpura es más y qué. Por el chingón espíritu de siete borrachos, caray, que esa línea pendeja no es el horizonte, resopla Maga, que a pesar de la deshidratación tiene aún la energía suficiente para contradecir mis arranques poéticos. Hace tres segundos, entornando los ojos, he dicho: «Qué horizonte más rojo, como la sangre de Túpac Amaru cuando lo partieron en cruz cuatro bestias del Apocalipsis». Maga me mira con lástima infinita, perdonándome el acceso de romanticismo, la inexplicable sed de venganza, lo descolocado de mi saudade. Es que no, mi entrañable, acá, lo que menos hay es horizonte, dice, ya más tranquila, en la misma onda reflexiva que quiero impostarle a mis palabritas. Lo que me irrita es el tonito, güey, ¿qué es eso de horizonte? Horizonte un carajo. Esa pinche línea se llama frontera. Y luego pide que no la nombre «Maga», que se llama «Magaly Bucharan», que el oído se acostumbra, sobre todo el suyo tan sensible a todo tipo de hipnopedia, y cuando ya del otro lado le pregunten por su nombre durante una entrevista-trabajo, dirá Maga como si tal cosa. Entonces todo, todo en ese mismo instante se irá one way al mero infierno. «To hell», enfatiza.

Nos hemos sentado aquí, bajo este cactus gigante, durante tres horas, esperando a Jack, nuestro coyote. No queremos prestarle atención a la oscura certeza de que nos ha abandonado. Pero, por otra parte, es lógico que así sea. En las grandes historias, las crónicas de viajes, las estoicas cruzadas en búsqueda de la libertad, uno siempre está solo. Nadie tiene un coyote. Vas, corres, huyes, aúllas. Por fin cruzas. Llegas a Texas y te instalas finalmente en Tukzón, donde te irás pudriendo en slow motion. Le sugiero que intentemos dormir y que aprovechemos la noche para caminar. Es lo que nos han instruido. Pero Maga tiene terror a los alacranes. Hasta ahora sólo hemos visto uno; no nos atrevimos a aplastarlo por una cuestión de instinto. Vida que respeta a la vida, esas cursilerías que nos hacen parecidas. Así que Maga se queda despierta, mirando el lunar rojo en que se ha convertido el Sol, mientras yo intento dormir.

Pero no duermo.

Sueño.

Pienso.

Viajo.

Mi infancia es una mujer regando el jardín. Si me preguntaran eso, en una oficina de Migraciones, por ejemplo, diría: «Mi infancia es una mujer regando el jardín. Tiene várices en las piernas, pronunciadas, como serpientes escondidas llenas de sangre», y así, me diluiría en una narración eterna, hasta soltarme las cuerdas vocales, o las ideas, o el jodido deseo de contar lo que no importa. Pero nos han instruido a responder con monosílabos. Si dicen «childhood», no se refieren a la infancia, quieren saber tu raza. La primera pregunta que me hizo el coyote fue si yo era terrorista, ¿no se suponía que esa pregunta te la hacen al entrar? El coyote se rió, se ahogó riendo, se le habían acabado las ganas de reír pero decía que la burla era parte del entrenamiento. No, no soy terrorista, quiero ser escritora. Estuve pensando en esta respuesta durante días, los días que pasé en el DF. Me había venido de Bolivia pensando que ser escritora en cualquier otra parte del mundo tenía más coherencia, siempre y cuando entendamos por «coherencia» futuro; «futuro» en el sentido de éxito. «Éxito» en el sentido más vil, y así sucesivamente. Fue mi año del «no». Me dijeron que «no» en la embajada, H también me había dicho que no, de algún modo yo me había dicho que no. Entonces, se me ocurrió México. Y allí conocí a Maga.

Maga quiere ser actriz. O mejor, Maga es actriz. He llegado a comprender su deseo de ser otra persona. Yo misma estoy en este desierto buscando ser esa otra persona. Una mujer sin hijos, alguien en cuya palabra debes creer a falta de otras garantías. Antes de que Maga y yo nos contactáramos con Jack, ella ya lo había intentado muchas veces por las buenas, pensó incluso en conquistar a un gringo, un sujeto llamado Greg que resultó ser adicto al nasty sex. Maga dijo que podía fingir, pero se echó para atrás. El tal Greg era una momia incapaz de jugar, había ido hasta Oaxaca porque consideraba que allí no se les preguntaba a las chicas si querían jugar. Maga se salvó por un pelo. Y «por un pelo» es un decir: la caricia que le hizo el gringo ha mutado hacia una infame cicatriz queloide. Maga le habló a Filemón, un primo hermano que había fundado su capillita de Testigos de Jehová en el mero corazón de Tepito, le mostró su tajito en el lomo y solicitó su absolución por el pedido que a continuación iba a hacerle. Él, como buen primo y buen cristiano, creía tercamente en esa historia de ofrecer la otra mejillla, pero en este específico caso, la mejilla correspondiente debía ser ofrecida por el tal Greg. Quizás fue Filemón y su confianza en el cariño incondicional que se deben tener los primos hermanos, quizás fue otro fiel, otro devoto de su capillita, la cosa es que Greg apareció hecho picadillo en el parque industrial de Tepito. Cuando Maga me explicó con lujuria de detalles la textura frankensteniana que había tomado la masa corporal del tal Greg, juré abandonar mis nostalgias por el paté que abuelita preparaba con tanto esmero, poniéndole alma, vida y corazón al botoncito de «on» de la licuadora National, única marca en la que abue confiaba.

Mi contacto era un boliviano que cambiaba de acento con una facilidad increíble. Lo mismo hablaba como madrileño que como peruano o gaucho. Si no fuera que lo contradecía hasta el morbo la cara de cholo, agentada por la ropa aprendida en otros sitios, el tipo hubiera sido todo un James Bond. Dijo que estaba sacando harto «camba» vía-México, que Morales era un gran promotor de la diversidad cultural, pero no en la propia patria. Su nacionalismo reclamaba pureza, no la grotesca e imposible mezcla con esa deformidad en que se habían convertido los blanquiñoños. Este Bond boliviano, en cambio, creía en la tolerancia y por eso ayudaba a sus hermanos. Los sacaba, les mostraba el mundo, los entregaba al océano mar para que por fin desplegaran sus velas, hartos de ser un país mediterráneo. Al decir esto, arrobado por su propia visión de hombre del siglo XXI, achicaba los ojos, ya de por sí dos culitos de paloma, y mencionaba como ideales, tierras del bien, a la Madre Patria, al Gran Imperio, incluso, por qué no, a la China. ¿Tanto asco le tenían los cambas a los chinos? Qué estrechez de mente. Dijo que podría exportarme a mí sola, que Maga, esto lo dijo en un susurro, tenía pinta de puta y le iba a sentar mejor quedarse nomás en el distrito, haciendo favores a su patria. Y fue quizás esto último, o su retorcido lirismo, o simplemente el deseo de quedarme junto a Maga que no tomé su opción. Si es que se puede considerar opción a la idea de cambiarme de nombre para siempre, de edad, quizás hasta de sexo. Dijo que en otras épocas, cuando Sendero, había empacado a centenares de peruanos con destino a Beijing, misión cuyo principal requerimiento consistía en una breve e inocua cirugía para rasgarse los ojos.

Sí, me quedé. Desde el primer momento preferí a Maga. Quizás sólo tuve miedo de la oferta real de ser otra persona. Y debe ser también por esto que comprendo a Maga profundamente. Todo lo que ella quiere es una oportunidad para interpretar. Interpretar, dice ella, eso es un gesto de respeto. Lo dice así, con su dulce arrogancia, mientras dos caminitos se le forman a los lados de la boca, y la avejentan. No tardo en entender que para algunas personas la fealdad es una amenaza remota y también una íntima fuerza.
 

Cuando el James Bond boliviano nos presentó a Jack, ya sabíamos que nos traicionaría. Le pagamos la cantidad acordada por una semana de viaje, en lo posible sin dormir para no pagar hospedaje; en ningún momento sentimos el impulso de negociar el precio. Puede sonar dogmático, enfermo, pero estábamos encandiladas por nuestra común epifanía y tacañearle un centavo representaba una debilidad de espíritu, una vileza. Quizás Maga pensaba que ella era Thelma y yo Louise. Quizás yo pensaba que el mundo se había empobrecido por falta de una verdadera amistad. Selma y Thelma. Sentimentales. Acaso gemelas. Anyway, mi idea de nosotras como un par indisoluble de ángeles perdidos se parecía más al remake de los Simpsons que a la indiscutible belleza de Susan Sarandon y su carnal. (Mi sueño teledirigido, como es habitual, toma otros cauces.)

La noche antes de empezar nuestra épica, de imaginar siquiera este cielo ensangrentado, sin aves, apenas un buitre solitario trazando un reloj invisible, implacable, Maga dijo que quería caminar por Reforma. Pienso en esto, en nosotras caminando. Busco parecidos, puntos en común entre el DF y Santa Cruz, de donde yo soy, busco esos puntos como una niña aplicada de kínder buscaría las conexiones en una hoja, la colita del pato feo, la salida de un laberinto. Caminamos, entramos en los bares, caminamos, nos detenemos en las fauces de un callejón donde hay parejas teniendo sexo. Tres adolescentes nos arrinconan en una esquina. No llevamos dinero, lo hemos entregado todo al coyote y él ha dicho que en el desierto no hay puestos de limonada. Probablemente porque a mí me cuesta interpretar mis propias emociones —interpretarlas, digo, de la forma en que Maga lo hace: con el cuerpo, con la boca, con el pelo; yo definitivamente soy más mental, toda una virgo—, los adolescentes me miran y deciden que este cuerpito no es presa suficiente. «Tú no eres el Johnny que yo pensaba». Los adolescentes toman a Maga. Yo espero lo peor. ¿Qué es lo peor? En un juego, allá, en my childhood, la mujer con várices retrucaba «lo peor de lo peor es…». Yo completaba las frases. Siempre había algo terrible, algo más profundamente terrible por suceder. Se me ocurre que no he tenido éxito como escritora debido a ese juego, debido a ella, a su manía superlativa. Extrañamente, los adolescentes también empujan a Maga. Ni siquiera la han manoseado lo suficiente para saciar ninguna sed, yo esperaría más, yo exigiría algo a cambio de mi extrema juventud. La empujan, la escupen, dicen «¡marica cabrón! ¡puto chingao!». Se largan arrastrando sus sombras. En unos instantes no sabemos si fueron fantasmas o gente que también quiere llegar a ser un gran actor. Teatro callejero. Maga se larga a reír. Le pregunto qué hizo para confundirlos. Dice que su intención no fue confundirlos, que sólo quería interpretar a un travesti. Estas cosas les pasan, dice, agradecida porque las mejores escenas —en su opinión— siempre vienen de la vida misma. Nos largamos caminando, provocando otras breves desgracias, ella con su fingido travestismo, y yo preguntándome de dónde sacaremos unos billetitos para matar el hambre con enchiladas rellenas de carne humana. Pienso en abue y su paté National y me entra una nostalgia de puta madre.

La mañana que dejamos el DF montadas en la destartalada carrocería anexada al Mercury amarillo que Jack ha conseguido para atravesar Guanajuato y Durango de corrido, hacia Sonora, cae una tormenta de pánico. En las películas de Hitchcock siempre hay tormenta, comento, para nadie, para mí misma. Maga dice que no conoce a ese actor con nombre de gallo de riña dominical. Le explico que era un director de movies y que en vez de cresta ostentaba una papada inolvidable; dice que le gustaría ser dirigida por él, bajo la tormenta. No es por pereza que no le aclaro que Hitchcock está muerto desde hace décadas, sino por la inutilidad de la aclaración.

Jack había colocado gallinas enjauladas alrededor nuestro, en la carrocería, por si nos detenía la Federal. Sin embargo, durante el camino, Maga las soltó, pero guardó uno de los pollitos en su cartera. Yo también habría guardado uno, por puro instinto, por el mismo instinto que luego nos haría respetar la vida de un alacrán. Pero me contuve. He aprendido a dominarme. Sí, también suena enfermo decir que he aprendido a dominarme. Decir que me hubiera gustado regresar a un punto nulo, ni siquiera a mi childhood, sino antes, cuando era nadie. Y cuando «nadie» significaba eso, nadie. Decir eso es inútil porque aquí estamos, más jodidas que pistolitas con demasiadas huellas digitales.

Después de pasar una noche en Nogales, donde el murmullo de las cascabeles encerradas en botellones de mezcal que se ofrecen a la venta te hace pensar en la lluvia, seguimos viaje. Maga y yo nos bajamos a un costado del camino hacia Sasabe. Jack dijo que abandonaría el Mercury un poco más lejos, para despistar. Preguntó por las gallinas, pero no escuchó el llanto del pollito. Nos pasó un galón de agua y dijo que no nos entusiasmáramos. Subió al Mercury y dio contacto. Ni aunque quisiera podría recordar la placa pues allí, donde empezaba el verdadero desierto, con sus cactus como penes gigantescos y heridores, sólo había arena, arena que el sol pulverizaba y se colaba en los pulmones. Pa colmo, Jack era una discoteca ambulante, y entre los neones violetas que le enmarcaban la placa como esas luces mercuriales con que adornan las funerarias, y el griterío de los carnales que le salían de la compactera —a las yeguas de buen flete, sólo les falta un jineteee—, era imposible memorizarse nada. Era un tiempo de desmemoria. Un vives, no vives, vives, no vives. No vives, güey.
 

Caminamos durante una hora, como habíamos acordado con el coyote, siguiendo la brújula del reloj de Maga. El reloj se había alocado desde que nos llovió una noche y preferimos caminar antes que subirnos al carro de unos cuates Cubiertasospechosísimos. Desde entonces el norte era el sur y viceversa, pero todo era cuestión de ponerse de acuerdo con la realidad, así que seguíamos su brújula pero llevándole la contra, se entiende. Nos latigueábamos mutuamente las espaldas, con iracunda pasión, y nos rociábamos vinagre sobre los arañazos por no habernos agenciado un GPS, como toda viajera de aventura con dos dedos de frente. La autolástima, sin embargo, no nos debilitaría.

En esa caminadera estoica estábamos cuando sucedió el atardecer. Sucedió así, de pronto. Fue como si el Sol se hubiera desprendido, resbalando de una dimensión a otra. Pregunté si alucinábamos. Maga dijo que sí, que bebiera del galón. Hay un cuento, le dije, sobre soldados, soldados y un pozo en una especie de desierto. Maga dijo que las descripciones que empezaban con «una especie de» eran baratas, situaciones que un verdadero actor no podría interpretar. Interpretas esto o lo otro, matas o mueres, traicionas o eres traicionado. Me gusta el drama, dijo. Entonces le describí el chaco boliviano y cómo los soldados bebían su propia orina para sobrevivir. Maga dijo que ella podría beber su propia orina si se tratara de una actuación, nunca en la vida real. Maga dijo que se estaba hartando de mis intentos de impresionarla, esto es el desierto, manita, dijo, abriéndome con un gesto del brazo una visión a la que yo parecía resistirme. Supongo que Moisés armó un fake similar para engatusar a tanto fanático, estirando así el brazo, como diciendo «aquí les va, idiotas».
 

No le he contado a Maga que tengo una hija. Sería inútil. No se lo he contado sólo por eso. No es un secreto, es algo que llevo adentro. Decir su nombre, por ejemplo, no provocaría en ella ninguna imagen, ninguna música, los ecos de una risa. Cuando el Bolivian Bond nos hizo el contacto con Jack, me aconsejó no llevar ninguna fotografía. Ni siquiera sé por qué, no sé de qué modo la fotografía de una niña podría evitar que te agarren en la frontera o que te sucedan cosas peores, que te corten en pedacitos chiquitos como licuándote en una National, que te arranquen los pezones y se los cuelguen como orejas de pieles rojas a manera de medallitas conjurantes de la buena suerte. Admito, sin embargo, que si esa fotografía podría permitir que me partan la madre y otras partes pudendas, no estaría traicionando a nadie. Explicarle todo esto a Maga sería inútil. Ella no tiene hijos. Maga es una actriz natural, sólo necesita un guión, no explicaciones. Quizás por eso la he seguido hasta acá. Me gusta de ella eso, insisto, la forma automática en que puede interpretar lo que se le es dado. En literatura no, uno siempre está queriendo entender, y te enredas, te metes, atraviesas. Todo se jode. Acá estamos, en el desierto, metidas en un lío cabronísimo. Si abue me viera, experimentaría una incineración espontánea.
Entreabro un ojo. Sé que el Sol no ha terminado de largarse, lo siento en las pantorrillas, como una lengua de reptil. Sin embargo, cuando miro hacia lo alto, veo la oscuridad, levantándose como un ejército, mutando. Regreso a mi sueño teledirigido. Cuando era niña y mi abuela me ordenaba masajearle las piernas para que el dolor de las várices cediera, pensaba que había escuchado el mismo cuento miles de veces, pero en cada versión se tornaba más feroz, horripilante. A veces, el solo contacto con la piel pronunciada del empeine me llenaba de miedo. Sin embargo, ese horror me hacía feliz. Estaba el cielo para protegerme del miedo atroz, de las noches de los zombis, de los niños-fenómeno que encerraban almas viejas, perversas, de la tumbas improvisadas en los patios donde ella y otras mujeres, vecinas que también aceptaron la píldora experimental, habían enterrado a los bebés nacidos prematuramente, engendros malamados, «fetos» les llamaban y la palabra me helaba los riñones. «Feto», que siempre me sonó a latín y que luego supe es un acto no consumado (claro que esto lo aprendí a las malas y debo aclarar que antes de mi niña, la chiquita de cuya existencia Maga ni el coyo saben un carajo, porque como lo ha dicho tantas veces Savarese, el vengador de Sicilia, el peligro está en el conocimiento).

Cuando estaba con su raye senil, abue introducía variantes, breves desvíos de la misma historia, y yo notaba, estoy segura de esto, que ella lo sabía, era consciente. ¿Vos creés que estoy loca?, preguntaba con su voz ronca. Por supuesto, no esperaba una respuesta. Pronto terminaría de perder la memoria, o ese registro no siempre fiel de lo que hemos considerado la propia vida. ¿Cuáles eran sus recuerdos? No la angustiaba, también podría apostarlo, confundir los hechos reales con la idea que se había formado de ellos. Por ese entonces a mí me costaba pronunciar la palabra «alzheimer», pero ella nunca me corrigió. Ella jamás corregía un error, no los errores del lenguaje. Se daba cuenta, sí, de que me había estado contando la misma historia durante noches, y era entonces cuando se esforzaba en las variantes. Era demasiado orgullosa como para rendirse a la estafa mediocre del aburrimiento. Si ella, por ejemplo, hubiese intentando esa repetición con alguien más, incluso si ese alguien sólo hubiese permanecido en silencio, pretendiendo que escucha, que lee, fingiendo suciamente, entonces sí se hubiera vuelto loca. Tantas historias —la misma— en la propia mente.

La historia básica es real. Cuando ocurre, tengo diez años, lo sé porque recuerdo haber sacado cuentas que entre Ariadna, la chica de este asunto, y yo, sólo había cinco años de diferencia. Ella tenía quince. Cinco años insuperables. O no tanto, al final pude alcanzarla, cumplí quince pero ella ya estaba bien muertita, y de eso se trata todo. De su muerte. Es verano y nos quedamos tomando mate con alguien más bajo la parra de uvas. Hablan de cómo es imposible confiar, nadie es lo que parece. Un gusano de vid ha caído en el mate de mi abue, ella lo mastica y yo espero que en cualquier momento infle globos enormes, globos capaces de dar la vuelta al mundo en ochenta días. Más tarde —me es imposible establecer una secuencia—, corremos a una casa vecina. En un dormitorio humilde, con un catre de una plaza y una muñeca negra de porcelana sobre un estante con cuadernos escolares, forrados todos con papel madera, está Ariadna. Le han colocado una almohada sobre el rostro, de modo que nunca habré de saber si se pegó el tiro en la boca o en la frente, como intuyo que la obligó el temperamento. Sin embargo, veo su pelo largo, oscuro, desparramándose con una sensualidad viva, sobre el piso de su habitación, el pelo de una chica de quince. Al salir me robo un cuaderno del estante.

Las variantes que introduce mi abuela loca en su historia repetida no pretenden atar cabo alguno. Son pequeñas distracciones relacionadas con otras personas, con otras cosas. El vestido de Ariadna subido hasta la cadera, dejando ver los calzones celestes impecables. Abue explica que en el Orfanato Christa McAuliffe lo primero que te enseñan es a lavar bien los calzones, sus teorías son largas y obscenas, y en ocasiones inútiles. Un perro que había llorado insistentemente noches antes —abuelita se detiene en el perro como si este fuera el verdadero protagonista—. Una frase escrita, es decir, armada con letras imanes sobre la puerta del refrigerador y que contenía la palabra «cerdo», lo cual finalmente no significaba nada, pues las cosas que se escriben sobre superficies metálicas están totalmente subordinadas a la disponibilidad de las letras y a la capacidad de atracción de los metales. De todos modos, la variante que siempre amé es aquella donde la loca deliciosa de mi abue dice que el pelo de Ariadna había sido recortado incluso antes de que llegáramos a la habitación, para venderlo, claro, pero que se lo habían dejado allí, bajo la almohada, por pudor, por guardar las apariencias. He llegado a pensar, incluso, imitando ese libertinaje mental que abue supo enseñarme a punta de cuentos de horror, que lo que recojo en ese instante no es un cuaderno escolar forrado en papel madera, donde sólo hay tres páginas escritas, sino su pelo. O por lo menos una hebra. Pero esto tampoco podría asegurarlo. Abue es la que lo cuenta en todo caso, y yo estoy sujeta a sus variantes. Ella ha llegado a decir que soy yo quien escucho la detonación y corro con la intención de mirar fuegos artificiales. Pero, claro, estos son sólo detalles, la verdadera historia es la muerte de Ariadna, su ausencia.

En ese sentido Maga es como abuelita, da vueltas en círculos sobre los mismos personajes. Maga lo hace como una obrera: los aprende de memoria, los ensaya, los domestica. Cuando la conocí en la Plaza de Coyoacán, Maga «hacía papeles». Había cinco guiones que se ofrecían al público; pagabas tres pesos y la actriz lo interpretaba. El que más me gustó, por el que nos hicimos amigas, fue el de Isabella Rosellini. Maga usaba una peluca, un pelo falso bonitísimo. Era una Monroe oscura, morocha. Pero era, desde luego, Isabella Rosellini. El guión, pegado sobre una cartulina fosforescente, decía: «Papel protagónico: Isabella Rosellini. Tres pesos». Este oportuno malentendido provocaba que muchos transeúntes, al aplaudir, exclamaran «¡bravo, Isabella!». Si luego le preguntabas cuál de todas las películas de la Rosellini, Maga no sabía decir cuál. De hecho, no había visto ninguna, o no completas. Maga sabe poco de cine. Sin embargo, había visto la escena del desnudo y la peluca. La había visto en una sala de pornos camuflada en un sótano. Eliges una cabina, metes moneda en una especie de rockola y te pasan filmes parchados, estilo Cinema Paradiso, pero al revés. Directly to hell. Maquila del porno. Puro sexo. Maga se había enamorado de la Rosellini, de modo que preguntó por el fragmento, es decir por la escena. El tipo que vendía los boletos, que resultó ser el dueño del cine, y que luego confesaría ser un profesor de filosofía ya retirado, le pintó brevemente la vida de Isabella. Fue él mismo quien le escribió el guión y la orientó sobre los gestos importantes, dos, tres gestos importantes, que hacían la escena. Abres un poco la boca, no mucho, dejas ver la punta de la lengua, no lo confundas con vulgaridad, ¿eh?, tienes dientes grandes, eso te ayuda; levantas un poco el hombro izquierdo para que se forme ese agujero en la clavícula; haz que choquen las rodillas, que te duelan los huesos, que saquen chispas, que se formen hematomas, golpéalas entre sí, como si quisieras arreglar una tendencia de la cadera. Todo eso hace Maga con maestría.

Por supuesto, contaba el maquillaje. El celeste rosellini sobre los párpados, y mucho rímel. No importa, me explicó Maga esa primera vez en la Plaza de Coyoacán, donde además alquilan telescopios por minutos y donde la palabra «destino» me produjo una angustia viscosa y quise huir, no importa si el rímel se corre. De hecho, esa es la idea. Dijo que a veces se frotaba las pestañas con un poco de saliva para que el rímel se corriera. Aclaró que le gustaba la decadencia. Los decadentes, dijo, y yo quise dilucidar si se refería a los Auténticos, pero ella encogió el hombro izquierdo, créeme, dijo, los decadentes son libres. ¿Qué podríamos perder? Cuando Maga se pone profunda, yo me callo. La suya no es una melancolía a lo Freud, es más pura que el calostro de una madre adolescente.

Digo que he entreabierto un ojo, pero en verdad, hacerlo así simplemente, entreabrirlo digo, como una ventanita del alma, es imposible. Tengo arena hasta en el fondo de las fosas nasales. Por lo tanto, decir que esta negrura es la noche es un antojo, una prisa. Puede que me haya quedado ciega. Confío menos en mis sentidos. Jack lo advirtió, «aquí en El Altar, no confíen ni en el viento». Sin embargo, con un poco más de esfuerzo, distingo el Sol. Estará ahí por siglos, el reflector de alguien más poderoso que vos. Piensa en esos términos, piensa en la imposibilidad de esconderte, dice siempre Maga, refiriéndose a por qué le gusta tanto actuar. Maga cuenta que al llegar al cuarto que alquila en una pensión, en Insurgentes Sur, evita encender la luz así, de golpe, como un golpe quiere decir. Paso uno (lo dice ella, levantando el meñique), entro, cierro la puerta, avanzo hacia el centro del cuarto, que no es mucho, serán tres pasos, respiro hondo y pienso. Paso dos (ahora levanta el índice), asumo una personalidad; o mejor dicho, no una personalidad, sino a alguien, a uno de mis cinco papeles, nunca a otros, yo no creo en la inspiración, no creo que se pueda interpretar de un día para el otro, impunemente, se necesita práctica, ¿cuánto tiempo llevas siendo tú?, a eso me refiero, manita. Paso tres (por inercia, el pulgar se yergue), enciendo la luz. Ahí estoy yo, en el espejito detrás de la puerta. He pensado en comprarme otro espejo, uno de cuerpo completo, pero es que no, ya sé, ya sé, está chingón lo que digo, pero es que a mí me gusta ver pedacitos de mi interpretación. Si me veo entera, yo actuando entera, me asusto, me corro, ¿creyeras que me da asco? En otras palabras, no me creo el rollo. Entonces me miro por etapas, retazos. Así perfeccioné a Isabella. Lo de las cejas, que tanto te gusta, el arco con la izquierda, me llevó meses. Créeme. La neta, meses.

Le creo. Le creo a pesar de que no estoy segura de que este afán de dirigirse a sí misma orientada por el recuadro mínimo de un espejo pueda ser tomado como un «perfeccionarse». Pero le creo. Yo también he sentido nostalgia por las vidas que no me pertenecen, principalmente si esas vidas han sido inventadas. Esa invención me quiebra doblemente, pues implica el extrañar de alguien más, alguien real, alguien igual de insatisfecho, igual de trágico. Los malditos recuerdos de alguien que ya no sos vos —axiomas baratísimos que adapto de la locura impagable de abue—. Mi deseo más profundo, por ejemplo, es tomarme una cerveza en Memphis. Tomarme una cerveza mientras escucho Blue Train, de Coltrane, y converso con un amigo imaginario. Volvería a casa, un cuartito en una buhardilla. No hay buhardillas en ese país, dijo Maga cuando le comenté este deseo (ella es bárbara, puede hacer añicos tus malditos dulces sueños, el más americano de tus sweet dreams). Luego pestañeó, dijo que se había puesto demasiado rímel, dijo que las buhardillas eran francesas. Dijo, sin embargo, que comprendía. Yo también vivo para un momento, un solo momento. No se me ocurriría, dijo en aquella ocasión, los ojos enrojecidos de mirar estrellas por el telescopio que alquilábamos por centavos, abarcar la vida entera. Eso sí está cabrón, a mí, la neta, jamás se me ocurriría.
 

¿Tú crees que estamos en el desierto equivocado?, pregunta, de pronto. Me volteo, busco a tientas el galón, hemos mermado bastante líquido, sin embargo, no bebo. Humedezco mis dedos y me los paso por los lacrimales. Un sol humillado sigue colgando allá lejos ¿Cómo que en el desierto equivocado?, ¿cómo es eso?, yo no conozco México. Las palabras se me pegan en el paladar. Todo es desierto, le digo. Deberíamos caminar, dice ella, pero no hace ningún gesto, la vista fija en lo que ella insiste llamar frontera porque horizonte la irrita. Deberíamos caminar como Hansel y Gretel, ¿tú la viste esa? Fue mi primera actuación en la escuela de Oaxaca, donde crecí. Es decir, mi única actuación a ese nivel, con un público sentado en butacas. Yo prefiero el teatro de calle, así nomás, fíjate que ahí el que se detiene es porque se siente llamado, ¿tú me entiendes? Yo quiero eso, que se detengan. Pero no nosotras, ¿eh?, por eso te digo lo de Gretel. Mientras caminas, vas dejando marcas, a veces igual te pierdes, pero estás en movimiento.
 

Maga sugiere eso, caminar, ni siquiera mirar las propias huellas, eso podría desesperarnos, pero hacer algo. Se estruja las pestañas, dice que hace un tiempo ha visto cómo un hombre caía del furgón del tren, ha visto cómo la bestia le comía los pies. La Migra lo había descolgado con una descarga de electricidad y luego se habían quedado parados, así, sin culpa ni tristeza, mirando los dos pies, huérfanos, lejos el uno del otro, como si nunca hubieran coordinado un solo paso. Deberíamos levantarnos, dice, mover las piernas, marcar los cactus con una lima de uña que ella trae en la cartera. Avanzar hacia el oeste. Consideramos la idea. Miramos la brújula y la muy pendeja se ha enloquecido, el palito se mueve epilépticamente, como si su tarea fuera la indecisión. Así que nos quedamos sentaditas, como dos niñas buenas.

Maga aspira la arena, imaginándose, supongo, un puñado de cristales de la mejor coca, de esa que debe jalar Bush. Sueño teledirigido, infalible. Haz de cuenta que estamos en Reforma, dice Maga, y de inmediato, sin otra inspiración que las ganas de actuar un día en una calle de Broadway o, por qué no, si la buena suerte no alcanza, en cualquier barrio chino que los hay como para cavar los cimientos más sólidos del imperio americano, como diría el Bolivian Bond, se pone a cantar, es tanto mi optimismo que no tengo jardín y ya me compré la podadora.

Nunca te he preguntado tu edad, le digo. No mames, bonita. ¿Qué crees? Pues no sé, no se me ocurre. Cuarenta. Cuarenta meros. Tengo cuarenta, qué caray. Y sonríe, mas casi no distingo las arruguitas de ventrílocuo alrededor de su boca porque ahora sí está empezando a ponerse muy oscuro. Muy oscuro, acotaría Savarese. Un zumbido de abejas nocturnas nos llega de alguna parte. ¿Atacarán las muy malditas? Resignadas a las convulsiones de la brújula, decidimos caminar sin rumbo, sin exigirle nada a nadie. Maga advierte que es probable que nos topemos con otros soñadores, chavas, malevos, escuincles de toda edad, agazapados detrás de los saguaros, pero que ni en ellos debemos confiar, acá uno está obligado a perder la piedad. Yo, como decía el parco de Savarese, fiel a la ley de El Altar.

Dos cuervos levantan la mirada por un segundo. Luego vuelven a concentrarse en algún punto, centellea su plumaje. Pienso en las urracas parlanchinas. Maga mira a los bichos azules y dice que están perdiendo su tiempo, que en este pinche desierto no se pudre nada. Una vez vi una vaca, dice, una vaca ebria, ebria post mórtem. Algún hijoeputa le puso una lata de cerveza después de que la pobre murió deshidratada. No se le asomaba ni una mosca, pobrecita. Tenía el cuero intacto, ¿sabes? Era como una escultura de hierro de las que vimos en el Zócalo, el esqueletito de una vaca futurista que se murió de nostalgia, qué chingados. Vamos, dale, sigamos caminando. A manotazos, espanto las abejas asesinas, pero no llego a tocarlas. El zumbido sigue allí, Maga dice que también ella lo escucha, ¿acaso una tormenta del desierto, como en esas movies de acción? Es probable. Calculamos que pasando la frontera debe estar lloviendo, se ven relámpagos. Maga dice que cuando crucemos telefonearemos a un amigo que vive en Tukzón y que conoció por Internet. Una nueva relampagueada nos ciega. Es probable, pensamos las dos al mismo tiempo, conectadas telepáticamente por esa hermandad que iguala el mundo: el miedo que los carnales de Maga hayan montado una discoteca-granja donde hacer cintas snuff, en medio de la nada, de cualquier parte, sólo que acá destazando cantantes gruperos en una orgía de última generación. Hasta es probable que Maga haya regresado del más allá, de un pozo hondo, donde empezaba a pudrirse, y que a eso se deba este oscilar entre la melancolía y la irritabilidad.

¿No te parece poético?, juego a impacientarla, sólo para achicar la noche. ¿Y ahora qué, güey?, ¿las pendejas estrellitas? ¿La naturaleza? Los fósiles, le digo, apuntándole a los cadáveres de cactus que nos rodean, afantasmados por la sed, casi blancos, como si en vez de en El Altar estuviéramos en un territorio lunar o en otro planeta, donde los seres están dormidos, pero cuya capacidad para hacer daño podría resucitar de un momento a otro. La esperadísima resurrección de los zombis o algo así. «Poético», resopla, Maga. «Poético», repite, como si semejante palabra fuera un insulto en otro idioma. A lo lejos vemos juegos de luces que no son lo que se dice «naturales», fruto de las descargas eléctricas que todo cielo que se tenga en buena estima es capaz de generar. Estas son unas aspas enormes, como de esos insectos-máquina japoneses que mi chiquita debe estar viendo en este mismo instante, en un lugar que es de día. Las luces estas iluminan El Altar de a retazos. El zumbido te entra hasta por los poros, te alborota el pelo, revolotea la arena a tus pies, pero fundamentalmente te hace sentir pequeña, pequeñísima, el zumbido parece anunciar que Maga y yo somos apenas una entidad frágil, apta para ser aniquilada. Si yo creyera en los ovnis apostaría que estamos a punto de ser abducidas. Pero desafortunadamente no creo. En cambio, prendo velas mentales para no estar en el retazo equivocado. Miro a Maga que a su vez me mira pero sin verme, como calculándome el miedo, o mejor dicho, como si el miedo fuera un espíritu maligno que no sale por las malas sino con arrumacos, con susurros dulces, de súcubo. «No te preocupes, mana», me dice, «tú sigue caminando». Del fondo de su cartera saca el pollito, es decir, los mínimos restos de lo que alguna vez fue un pollito, lo soba con infinita ternura, y se pone a rezarle a San La Muerte, que según ella es infalible, que jamás abandona a los soñadores, es decir a nosotras, que a pesar de que luego se las cobra con lo que uno más quiere en esta vida, ajusticia, en el mero instante de la gran necesidad siempre ajusticia.

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* Del libro TuKzon. Historias colaterales. Editorial La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2008 (186 pp.)

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© 2008, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rivero Santa Cruz, Giovanna: «Viaje a Broadway. Cuento. » , en Ciberayllu [en línea]

780 / Actualizado: 31.08.2008