Literatura

Ciberayllu
29 setiembre, 2007

La noche maravillosa*

Jorge Dávila Vázquez

A Eulalia, a mis hijos y nietos;
a mis hermanos

La llegada de Laurita lo transformaba todo, era como si arribara Titania, la reina de las hadas, y su séquito misterioso e invisible, al dorado verano de Monay.

La taza de agua de cedrón, que María llevaba a la mesa, era una mágica poción, de esas que podían convertir a quien la bebiera en un hombre o una mujer con cabeza de asno, en un monstruo irreconocible, o quizá en un ser infinitamente bello.

Luego de los primeros sorbos, nuestros ojos esperaban con ansia y temor la metamorfosis.

Las cosas más insignificantes adquirían perfiles mágicos: las velas que ardían en los candeleros sugerían un mundo que estaba en la penumbra y que contenía seres y regiones que no alcanzaba a imaginar ni la más afiebrada fantasía; el canto de algún pájaro entre las rosas nocturnas del jardín era como una premonición, un anuncio, algo que tan pronto podía traer la dicha como la desgracia mayores; el rumor de las maderas que crujían en el piso alto era, sin duda, el de un alma de alguno de nuestros innumerables parientes, que recogía los pasos. Seguramente, en esa hora de la noche se estaba despidiendo del mundo, en un sitio del que no teníamos siquiera idea. El sigiloso deslizarse del gato era el acechar de alguna bestia fabulosa, que en cualquier momento podía caer sobre nosotros y devorarnos, por lo que nos apretábamos temerosos y felices en torno a Laurita que, con su voz cálida, iba evocando, desde las sombras, el misterio, el sueño, el mundo inverosímil, todo aquello que la luz del día destruía con su violenta claridad.

Sí, cada nadería de cuantas nos rodeaban, cada hecho mínimo, que de ordinario nos pasaba desapercibido, y que en su ausencia recuperaban su exacta y vulgar dimensión, gracias a su sorti­legio eran tocados por el milagro y cambiados de naturaleza.

Claro que no todos en la casa participaban de este juego de quimeras:

María que, con su duro rostro incrédulo, impenetrable, escuchaba las historias seductoras de Laurita, y se retiraba, invariable y bruscamente, con un comentario tan ácido como «patrañas, cuentos, embustes», que hubiese desmoralizado a cualquiera que no fuera nuestra gloriosa tía. Para ella, que se sentía esclava y mártir —y a lo mejor con algo de razón—, nuestra fabuladora no significaba sino «una más a quien servir», como solía decirlo, sin la menor discreción.

Mamá —tan imaginativa como su hermana y tan chispeante y alegre en otras épocas—, que casi no le prestaba atención, entristecida, en el tiempo de estos recuerdos, por abandonos, evocaciones, ausencias y grises vestidos, que la avejentaban tanto; deambulaba como un fantasma, tarareando canciones doloridas, que hablaban de la rosa de los vientos, de adioses y barcos que se van, o se perdía en bordados y tejidos de nunca acabar.

Y Mamita, la abuela, que detestaba ese encantamiento transformador, ese afán por lo maravilloso, ese cambio extraño, que solo Laurita —su sobrina—, con sus gestos teatrales y su voz, que parecía traerlo todo desde el universo de los cuentos y las leyendas, lograba en nosotros. Pues apenas ella empezaba a hablar, ya todos los chicos nos sentíamos en el palacio de un rey oriental, que cortaba las cabezas de sus mujeres, y al que una joven llamada Scheerezada, trataba de convencer con sus historias que la perdonase. Scheerezada tenía, por supuesto, la voz, los ademanes, los ojos de Laurita, y —como ella— poseía el don milagroso de narrar. ¿Salvaría su vida? Rezábamos porque así fuera, y en seguida estábamos ya navegando con Simbad en su barco, que acababa estrellándose contra la montaña de imán; salíamos de la lámpara de Aladino y le ayudábamos a vencer a su enemigo y a conquistar a la princesa; volábamos por los aires, sujetos a un genio cascarrabias, que podía soltarnos como lo hizo con el calender tuerto; y, temblando de miedo, olvidábamos la fórmula mágica, el «ábrete sésamo» de Ali Babá, encerrados en la cueva, donde los cuarenta ladrones habían acumulado tesoros infinitos...

—Laurita, hija, —le decía la abuela, en tono severo—, por qué no les hablas a estos chicos de cosas más reales... más útiles. Dios te ha dado talento, no lo desperdicies así, en cuentos sin importancia.

Ella la miraba con sus ojos tan intensamente negros, que parecían emitir rayos de profunda luminosidad, por efecto de la llama vacilante de las velas. Esbozaba una sonrisa un poquitín irónica, y sin perder jamás la compostura ni el respeto profundo que sentía por la única hermana de su padre, preguntaba con tono de inocencia.

—Tiita, ¿qué es lo real?... ¿Qué es lo útil?... ¿Qué es lo importante?

Y como Mamita se callaba, fastidiadísima, ella decidía contarnos historias de la historia, y nos narraba la aventura de Isabel Godin —perdida en una selva donde las boas tenían el grosor de un árbol y las flores podían usarse como sombreros—, que iba en pos de las huellas de su marido, uno de los académicos franceses que vino a estas tierras para medir la redondez del mundo; o el viaje de Orellana, muchísimos años antes, por esa misma misteriosa jungla, comiéndose, con los pocos hombres que le quedaban, las monturas de los caballos, y combatiendo con mujeres que disparaban sus mortales flechas con mayor agilidad y fuerza que los hombres, con verdaderas amazonas, en la búsqueda de ese río-mar, al que daría su nombre: Amazonas, en el que no se podía jamás ver la orilla opuesta, en el que una isla bien podía ser un monstruo acuático, que se sacudía feroz en cualquier instante, devorando a quienes cultivaban tranquilos las tierras acumuladas en sus lomos; o un campo de nenúfares gigantes, unas plantas, que fuertemente unidas entre sí, flotaban en la corriente, soportando el peso de caimanes, pájaros, árboles, y hasta poblados de indios...

Pero como escuchara la tos inconforme de Mamita, que al pasar opinaba, como si no lo quisiera, que Laurita seguía llenándonos la cabeza de cosas irreales, consultaba si estaría bien que nos contase de Colón, la reina, el viaje y todo eso.

—Cuéntales, cuéntales, aceptaba la severa viejecita, tan empeñada en que tuviésemos los pies en la tierra, para que no nos ocurriera lo que al pobre y nebuloso tío Pancho, que un buen día, cuarenta o cincuenta años atrás, había desaparecido sin dejar rastro, por tener la cabeza llena de ideas locas y de fantasías, nada más que por eso; dejando a toda la familia en una angustia que no terminaba jamás, porque no faltaba alguien que lo hubiera encontrado en Panamá, en donde decían había adquirido unas fiebres amarillas que le hacían darse diente con diente, mientras ayudaba a construir un canal que unía los mares; él, que no era precisamente muy trabajador y que se ponía a la muerte por un simple resfrío. O en Manaos, viviendo, miserablemente, como cauchero; él, que nunca había alzado un dedo para nada, «porque el infeliz era un vago», suspiraba Mamita. O en la Patagonia, en donde ejercía de curandero; él, que no tenía idea de para qué servían las hierbas medicinales que crecían en el jardín y que por ello las pisoteaba con su acostumbrado descuido. O en las selvas del Oriente, en donde se hacía pasar por misionero capuchino, barbudo y todo, hablando con acento italiano, bautizando jíbaros y predicando una Buena Nueva que le fue toda la vida tan, pero tan extraña. O en un pueblo perdido de la costa, en que remendaba interminablemente redes; él, que no había sido capaz de hacer algo útil mientras vivió en la casa, en donde nunca se ocupó de otra cosa que no fuese leer, leer y nada más que leer, tirado en la hamaca o en la cama perpetuamente deshecha, con sus usuales pereza y desgano.

—Pero tía, lo de Colón, usted sabe...

—Cuéntales, hija, cuéntales, pero no muy largo, porque se van a terminar las velas y no creo que tengo más. Y no te olvides que en media hora rezamos para irnos a dormir.

Entonces, la inefable narradora empezaba un relato en el que Isabel, la reina de Castilla, aparecía tan hermosa como una artista de cine, y Colón, moreno y guapo, yéndose a las Indias en tres carabelas, ya que Isabel, cuyos gestos eran representados con sumo cuidado por Laurita, lehabía entregado para que comprase esos barcos, una caja llena de sus joyas, que contenía incluso su broche de diamantes favorito, regalo del rey don Fernando de Aragón, su marido.

Ese primer viaje de Colón era una hazaña interminable, llena de visiones y espejismos. Sus compañeros, hombres salidos de oscuras mazmorras —que no nos imaginábamos qué mismo eran—, creían ver serpientes marinas gigantescas, cada vez que se levantaban las aguas del océano. Se imaginaban que las nubes lejanas eran las tierras maravillosas que iban buscando. Pero, sobre todo, amenazaban degollar a Cristóbal a cada instante, si no les llevaba a lugar seguro, ya, pero ya...

Y semejante película de aventuras terminaba abruptamente, con el grito de tierra, tierra, que coincidía con el de la abuela:

—¡Ya basta, Laura, ya basta! Es hora de rezar para que se vayan estos chicos a la cama.

—Pero, tiita, si mañana no tienen que ir a la escuela, si estamos en vacaciones, si por eso hemos venido todos a esta quinta tan resplandeciente en el día y tan oscura en la noche; tan próxima de todo lo fabuloso y tan lejana del mundo civilizado; a este Monay tan bello y tan incómodo del tío Luquitas, pero si...

—Ya, hija, no me lleves la contraria, déjate de discursos huecos, y vengan, vengan. Ah, y apaguen todas esas luces, que se gastan las velas, —ordenaba Mamita, con tono de autoridad.

Y comenzaba el rezo dulce y cansino, con esa voz suya, que se ha perdido para siempre en la niebla de los años.

Y nuestra infatigable narradora se arrodillaba devotamente, para dar ejemplo, y seguía las oraciones con un iluminado recogimiento, tan admirable y teatral como todos los actos de su vida.

Contra la penumbra se recortaban las figuras de Mamá, de María, de Mamita y de los chicos —que apenas empezaba el rezo, moríamos de sueño—, como si todos estuviésemos dentro de un sombrío cuadro piadoso.

Nos encantaban las vacaciones, éramos felices en esa quinta del único tío rico de la familia, quien nos la ofrecía gentilmente para que pudiésemos vivir unos meses en la libertad y armonía, y también en las estrecheces y privaciones, del campo.

Pero así como todo en el día de Monay era la luz del sol entre los árboles, las corrientes de agua que caminaban como en un poema, llevándose mínimas y rústicas embarcaciones hechas por alguno de nuestros parientes más hábiles; el esplendor de agosto en el que volaban las cometas; las golosinas que nos preparaba nuestra madre o la bondadosa, aunque un poco gruñona Mamita, o la menos buena y más refunfuñona María; en la noche de Monay, la mayor ilusión era escuchar a Laurita, que desgranaba para nosotros todo el mundo de lo imaginario, como el más bello y atractivo de los rosarios de la tierra, el que seguíamos boquiabiertos y fascinados, con una atención que ya hubiese querido Mamita que volcásemos en sus pocas pero infaltables prácticas de piedad.

Por eso, anhelábamos la llegada de nuestra mágica tía, que se producía de pronto, como el más hermoso y sorpresivo de los regalos; pese a que su estancia nunca se prolongaba más allá de dos días —aunque le pidiéramos encarecidamente que se quedara de manera indefinida—, pues enigmáticas y laboriosas ocupaciones la reclamaban en su pequeña y florida casa de la ciudad, en la que sus innumerables perros, pericos y plantas de terciopelina la esperaban desesperados.

En Monay, durante el día, se dedicaba con su hermana, nuestra madre, con Mamita y María, a las tareas de la casa, los tejidos, los chismecillos, las evocaciones, y por la noche, apenas habíamos terminado de comer, a la anhelada tarea de contarnos todos los cuentos que ya habíamos oído, pero que no nos cansábamos de escuchar; las historias, matizadas de ficción y detalles teatrales, e incluso las películas, a las que casi nunca teníamos acceso.

La noche en la voz de Laurita se volvía una obra de maravilla, y su vacío, que empezó por ausencias prolongadas, debilidades, males, enfermedades, remedios y brevísimas visitas, cada vez más cortas, fue como el estallido de una supernova: dejó un hueco negro en nuestras almas y un resplandor que dura hasta hoy, muchos años después del silencio definitivo.

Pero si prestamos atención, todavía se puede escuchar su cálida voz, evocando, evocando desde las sombras..., mientras entre ellas se deslizan, recogiendo sus pasos hasta el infinito, las siluetas amadas de Mamita, con su tosecilla censuradora; de Mamá, con su melancolía de entonces, ya eternamente marcada por ausencias y penas sin cuento, y de María, entre soberbia y amarga, mirando desdeñosa a esa Laurita a la que nunca creyó una sola palabra, murmurando entre dientes, como de costumbre: «patrañas, mentiras, tonterías...»

* * *

 

* Del libro La noche maravillosa, Libresa,Quito, 2006. Colección Antares número 74; estudio introductorio y notas de Felipe Aguilar.

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Dávila Vázquez, Jorge: «La noche maravillosa» , en Ciberayllu [en línea]

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