Literatura

Ciberayllu
23 noviembre, 2007

El artista de la familia

Juan José Sandoval Zapata

 

Nunca me ha gustado decir que no tengo abuelo. Porque sí lo tuve, de alguna manera. Se llamaba Víctor. Mi papá Víctor falleció hoy. En casa no hay dinero para enterrarlo y él no tenía ahorros. Dicen que era un loco. Estaba comenzando a creérmelo hasta que mi papá se fue a vivir con su secretaria. Alguien tuvo que asumir ese rol de líder; éramos tres hermanos que vivíamos en bronca día y noche. El Buitre era el mayor, se había hecho famoso en el barrio porque vomitaba cuando le daba la gana. Cuestión de meterse el dedo y soltaba todo. Los tallarines eran su preferencia para expulsar. Mi mamá estaba harta de sus vomitadas. No podía dejarlo solo en la cocina durante el almuerzo, porque apenas terminaba de comer le daba por arrojar.

El segundo era Tacita, le decían así porque sólo tenía una oreja. Una vez, mientras peleábamos a muerte por la casa, el Buitre lo mordió y se quedó con un pedazo de carne en la boca. No vomitó, pero intentamos ponerle nuevamente lo que le había arrancado. Trajimos goma. Luego, cuando íbamos por la engrapadora del escritorio, llegó mi mamá. Tacita no solo sangraba, también se había desmayado y tenía fiebre. Lo llevaron a Emergencias y tres días después volvió sin oreja. No pudieron pegarle lo que el Buitre le había mordido. De ahí, siempre hubo una distancia entre ambos. Aunque se llevaban un año de diferencia, no volvieron a juntarse con las mismas personas.

En esa época, me importó poco que a Tacita lo molestaran en el colegio. Se volvió famoso en el lapso de un verano. De ser el simple Joaquín Pérez, paso a Tacita Pérez. Pusieron su nombre en una pared, luego una caricatura. Mi papá tuvo que ir a quejarse con las monjas, Tacita ya no quería volver. La chica que le gustaba también se burlaba de él. Mandaron a borrar las pintas pero mi hermano siguió hundido y sin oreja.

Mi abuelo era ingeniero electromecánico. En realidad no era nada, nunca estudió. Cuando mi abuelita y sus hermanos quedaron huérfanos, la herencia que recibieron les aseguró la vida. Todos recibieron doble porque en la epidemia del 33, que ocurrió en Catacaos, murieron los hijos de mis bisabuelos. En ese entonces, registrar un hijo era una travesía que implicaba ir de un pueblo a otro. Decidieron no informar nada y seguir teniendo hijos como los habían tenido siempre: pariéndolos en casa. Así fueron naciendo los que reemplazaron los nombres de los cuatro que murieron: Chabela, Jesús, mi abuela Arsenia y mi papá Víctor. Ellos cuatro, cuando mi bisabuelo murió, recibieron una finca que era del tamaño de un pueblo. Cada uno fue buscando su propio camino. Chabela se hizo curandera y sus hijos doctores. Jesús no tuvo hijos, pero adoptó muchos sobrinos a los que fue poniéndoles farmacias para administrar. Hubo un tiempo que se llegaron a contabilizar quince farmacias en todo el norte, todas de mi tía Jesús. Mi abuela Arsenia compró una gran casa en Lima, donde vivió con sus dos hijas: Rosa y Maruja, mi mamá. Ahí fue donde nací. Y mi papá Víctor jugó parte de la herencia en los caballos. Luego le dio por comprarse motos hasta que se golpeó la columna y vendió todo para implementar un taller mecánico. Diez años después se le acabó el dinero y comenzó a deambular por el mundo hasta que se estableció con nosotros. Trajo consigo sus fierros y miles de tuercas. Tenía un escarabajo Volkswagen que se lo terminó dando a mi papá en parte de pago. En parte porque estaba viviendo gratis con nosotros, y mi papá nos tenía mal. Y otra parte porque mi papá necesitaba andar como un ejecutivo que era. Necesitaba presencia y ese escarabajo le ayudaba en los negocios. Así fue que mi abuela Arsenia le prestó dinero para comprar una oficina, luego contrató a la secretaria con la que se fue a vivir hace poco.

Hacía unas semanas que le habían detectado leucemia. Entonces mi mamá se echó el abuelo al hombro y lo llevó al hospital interdiariamente. Al comienzo, nadie en casa se daba cuenta de la situación, hasta que llegó navidad y mi papá Víctor tuvo que pasarla internado. Fuimos todos a la visita, hasta las siete. Le dejamos sus regalos. Éste de Arsenia. Éste del zángano. Éste de la tía Jesús. Éste del Buitre que se ha juntado con Tacita. Ya no lo llamen así, bestias. Y así iba sacando boberías envueltas, buscándole la sonrisa. Pero a mi papá Víctor nada le alegraba esa tarde. Antes de que se le tuerza la voz y se ponga a llorar mi mamá, le sacó un pijama nuevo y unas pantuflas. Le dijo que tenía que bajar al pabellón central porque habría un homenaje navideño hasta las diez. Después, a dormir, como todos los días en que ya estaba harto de estar ahí, harto de la comida, de tener que compartir el papagayo, harto de Alan, de su pensión de cesantía, de su soltería, del país. Estaba harto de vivir. Pero cuando repensaba, y recordaba que iba a morir, le entraba un pánico tal que se ponía a llorar.

Mi papá Víctor siempre llegaba a última hora a comer. Ya tenía unos sesenta años. A los tres nos gustaba andar en su taller, terminábamos hechos mugre. Vivíamos en un mundo lleno de aceites y motores. Al Buitre le compró su primera moto, con la que atropelló a una anciana a los quince. Tacita siempre soñaba con volar y le hizo un gran aeroplano con el que íbamos a las afueras del distrito, a la chacra, para verlo por los aires. Hasta que una vez se quedó atascado en un viñedo y tuvieron que llamar a los bomberos y luego mi papá que, cuando ocurría eso, le prohibía a mi papá Víctor que se nos acercara dentro de la casa. Se duplicaban los profesores de refuerzo en las tardes. Aún así, al Buitre no lo lograron mejorar y repitió cuarto de media dos veces. Y a Tacita lo expulsaron ese mismo año por reiteradas peleas. Por mi culpa mandaron llamar a mis padres porque no había llegado a la secundaria y me refería a mis compañeras como perras mal paridas y malditos envidiosos a los chicos. Así lo había escuchado la profesora. Todos nos tuvimos que ir a un pequeño colegio muy cerca de la casa. Ya no era católico, sino más bien de adventistas. Fue el único que nos aceptó a los tres. Las monjas no quisieron obviar las observaciones en el informe de conducta. Ningún colegio los aceptará, ni si quiera uno militar, dijo la puta emisaria del Señor. Mi papá habló con un vecino que era pastor de los adventistas. Él le hizo la consulta y abogó por nosotros. Éramos buenos muchachos que necesitaban encontrar algo mejor que la educación erradamente católica. Dos mil dólares por cada uno. A mi abuelo le quedaba un poco de ahorros; así lo perdonaron de inmediato y volvimos felices al taller, a agarrarnos a golpes con los alicates y desarmadores estrella; montábamos bicicleta y llegábamos hasta la chacra de Goyito, un amigo de mi abuelo, quien nos dejaba comer las frutas que sembraba. Una vez, Tacita y el Buitre vieron un árbol lleno de mangos. Tacita tenía la costumbre de cargar al Buitre, que era más flaco, para ambos lograr subir a cualquier altura. Sino también se ponía en cuatro patas y el Buitre sobre él. Jalaron tantos mangos que cuando volvimos a casa todos estábamos con diarrea, escaldadura y fiebre. Nos quedamos dos días en la clínica, todos juntos en un mismo cuarto. A mi papá Víctor le prohibieron nuevamente que se nos acercara. Pero el mismo día que nos internaron, durante la noche, nos terminamos peleando en el cuarto y las agujas que tenía Tacita clavadas salieron disparadas de su brazo. Entonces volvieron a perdonar al abuelo y se quedó cuidándonos los dos días que estuvimos internados. Aprovechaba para leer algunos libros de sus amigos, y luego nos contaba chistes para dormir.

Mi papá le decía «Vitocho»; llegaba a la mesa con su ropa medio hippy llena de grasa quemada. Arreglaba cualquier cosa que fuese eléctrica o mecánica. Tenía fama de artista y era capaz de hacer andar cualquier motor de combustión. La casa la había convertido en un taller mecánico a donde llegaban rocanroleros motociclistas, hampones con autos chocados dispuestos a descuartizarlos. Mi papá Víctor cobraba muy barato. A veces ni cobraba y se iba a tomar con el cliente. Luego aparecía durmiendo en los parques del vecindario. Por eso dejó el trago y aprendió a no ser tan confianzudo con la gente. Se aprovechaban de él. Arreglaba todo. Incluso, las cosas que andaban bien, las malograba un poco para él mismo ocuparse del asunto. Mi primera bicicleta la construyó con unos fierros que había encontrado en la calle, y le puso un timón circular, de carro, para que pudiera manipularlo mejor. Ahí fue que comenzamos a salir juntos. Él tocaba su bocina en cada esquina y yo pasaba zigzagueando. Después, comenzamos a ir —sólo él y yo— hasta la chacra de Goyo, donde me dejaba por horas entre los árboles. Luego fui descubriendo una sociedad de personas solitarias que mi papá Víctor frecuentaba día a día. Otros días íbamos hasta el centro, a un bar donde se podía comer sangre, y mi abuelo dedicaba horas a hablar con otras personas que vestían extraño, olían raro, hablaban cosas extrañas. Siempre terminaban las reuniones en cánticos de idiomas que yo no conocía. Los dueños, una vez, no soportaron el alboroto: uno del grupo, que le decían Piojo y llevaba una gran barba que cubría parte de su pecho, había llevado su guitarra. Las canciones eran coreadas por todos, hasta que vinieron dos policías. Nos teníamos que ir. Preguntaron de quién era el mocoso, dijeron que del loco «Vitocho». Uno de los oficiales lo tomó de las patillas y le recriminó que si no le daba vergüenza traer al niño a lugares como este, que qué clase de padre era. ¿Que le parece bonito? Entonces me puse a llorar y mi abuelo intentó zafarse de los policías que lo tomaron con más fuerza aún. Lo enmarrocaron y nos llevaron hasta la comisaría. Mi mamá nos sacó de noche. Entonces, nuevamente le prohibieron a mi abuelo cosas que luego no se cumplían. Ya todos conocíamos el trámite familiar.

Antes de que al Buitre lo mandaran al ejército, mi papá Víctor le compró una gran motocicleta. Se había caído varias veces de la moto vieja y el permiso lo tenía suspendido desde que la anciana quedó coja por su culpa. Con esta, prometió portarse bien y volver todo un caballero. Y meses después cuando desertó, usó la moto para irse con su novia por todo el país, recorriendo carreteras de trocha y saltando ríos en una sola rueda. Ya para ese entonces, mi papá no reprochó nada porque él no vivía ahí. Pero sí le echó la culpa a mi madre por ser tan mala con el Buitre, que por ella era que andaba tan confundido. Y mi mamá le echaba la culpa a la novia de meterle ideas en la cabeza. Volvieron a los ocho meses, ella estaba con una barriga inmensa y el Buitre se había dejado el pelo largo y tenía aretes por todos lados. Ya estaban casados desde México, en donde pensaban ir a vivir para siempre. Sólo había venido a pedirle un favor al abuelo, quien con gusto le dio una gran propina, suficiente para irse. Y se fue jurando no volver jamás. Todos lloramos cuando partió, pero quien más sufrió fue Tacita. Anduvo deprimido por meses, perdió un semestre de instituto, a donde recién había ingresado para estudiar marketing. Mi abuelo también estaba preocupado por él. Hablaron de hombre a hombre y mi papá Víctor decidió llevarlo al Centro una vez a la semana, para que se distraiga. Volvían muertos de risa y Tacita volvió a estudiar. Al tiempo tuvo su primera novia, que le llevaba seis años de diferencia y tenía un hijo de nombre Camilo, como el desgraciado de su padre. Cada vez que podía, la sacaba a pasear en el escarabajo que ya nadie usaba, pues mi padre conducía un Mercedes Benz y le daba un poco de vergüenza admitir que esa carcocha amarilla que dormía en nuestra casa alguna vez fue de él.

Siempre me pregunté por qué nunca se había casado mi abuelo. Nunca lo vi unido a nada más que sus fierros. Cuando me llevó a debutar con una puta fue que le pregunté por qué. Estábamos sentados en el bar mientras llegaban sus amigos de la cofradía de vagos, como le decía mi mamá al grupo de artistas con quienes se reunía mi abuelo. Ya me dejaba tomar cerveza con él y fumaba mis primeros cigarrillos descubriendo el sexo. Mi papá Víctor me contó que hubo un tiempo que vivió enamorado de una linda chica de Jesús María. Ella era una guapa morena a la que le decían la Bruja Maruja porque sabía leer el futuro. La conoció en una feria esotérica, donde siempre compraba cuarzos. Ella había montado un puesto de lectura. Él se acercó y le preguntó su futuro. La Bruja le vio la mano y encontró varias líneas que no eran normales. Le dijo que tenía que cuidarse porque había nacido con un estigma. Le indicó que aquella línea que se contorneaba por su palma era la señal de la sabiduría, pero que esta otra que veía ahí era la línea del castigo eterno. Vas a morir solo, castigó.

Mi abuelo anduvo preocupado por meses mirándose la mano. Volvió a buscarla desesperado y vio que era hermosa. Sobre todo porque tenía unos pies bonitos y sus uñas estaban pintadas de rojo, que hacían juego con unas sandalias ligeras. Ella lo hizo pasar a su habitación y luego descubrió su futuro bajo las sábanas de la Bruja. Me sacó una foto en blanco y negro. Ella cargaba un escapulario de la Virgen de Guadalupe y mi abuelo llevaba bigote y sus patillas bien cuidadas. La visitaba tres veces por semana, dejaba lavarse por la Bruja y luego dormían juntos toda la tarde. Entonces comenzó a ver que la palma de su mano ya no tenía esa raya que lo marcaba de por vida. La Bruja Maruja le dijo que era porque ella lo estaba curando de sus males.

Con el tiempo, mi papá Víctor se fue a vivir a Jesús María con la bruja. Había dejado todos sus fierros regados por la casa y mi abuela andaba buscándolo para botarlo con todo y sus cachivaches. Se dedicó un tiempo a las armas pero lo terminaron estafando. Vendió una motocicleta y fue feliz por semanas hasta que la Bruja desapareció. Un día llegó tarde y no encontró sus cosas. Se había ido huyendo de una deuda que la perseguía de años. Que él también tenía que abandonar la casa cuanto antes porque, si lo encontraban, se lo llevaban a la cárcel.

Salió del lugar con las pocas cosas que quedaban. Iba caminando de noche por una calle vacía, cargando unas cuantas cajas, cuando un grupo de pandilleros lo acorraló y le quitaron todas sus cosas. Además de la golpiza, le quitaron su billetera. Se resistió un poco pero eran como diez. Le arañaron el cuello y cuando se zafó de uno, éste le sacó un cuchillo y se lo rozó por el brazo, y mi abuelo al querer defenderse recibió un corte en la mano, que le alargó más aquella línea que la bruja advertía que era de maldición. Mi papá Víctor huyó como pudo, su mano estaba sangrando y los golpes en la cabeza lo habían mareado. Tuvo que parar un rato y reponerse. En ese instante fue que llegó otra banda de pandilleros que lo vieron herido y aprovecharon para repasarlo. Le quitaron su reloj, los lentes, el sombrero, los zapatos y la correa. Antes de irse vieron que el lapicero tenía unas incrustaciones de esmeraldas y se lo llevaron también. Mi abuelo tuvo que romper un poco su camisa para envolver su mano para que así dejara de sangrar. Siguió caminando hasta un terreno descampado donde pudo sentarse y recuperar sus energías. Llegó un mendigo que le preguntó qué le había pasado. Comenzó contándole desde el día que conoció a la Bruja Maruja.

El mendigo le ofreció cobijo en el descampado. Por lo general llegaban más amigos durante la madrugada, pero había cajas suficientes para taparse del frío. Mi abuelo intentó caminar un poco, quería llegar cuanto antes a nuestra casa. Pero no tenía cómo. El mendigo le propuso que descansara y que lo primero que harían sería conseguir unos zapatos. Él había visto a muchos abogados de su talla que salían como a las ocho, entonces pasó la noche con los mendigos, desayunó pan duro con pisco. Esperó que llegara un abogado de su talla, era uno que llevaba anillo de oro y zapatos de cuero. Lo abordó y le mostró la herida. «Esto te voy a hacer si no me das tu dinero, mal nacido». El señor soltó su maletín y comenzó a temblar al borde del llanto, luego se puso de rodillas y comenzó a rezar casi llorando. «No me haga nada», le pidió. «Dame tu dinero». «Dame tus zapatos». «Y también dame tu anillo, mal nacido maldito». El pobre hombre obedeció y se sacó los zapatos, sacó la billetera del saco y se quitó el anillo. Lo dejó tiritando en el suelo. Volvió al descampado y se probó los zapatos, mientras el mendigo veía hambriento el anillo. Entonces vinieron más mendigos, y vieron que el anillo valía buen dinero. Se lo quitaron a la fuerza junto con la billetera. No recuperó ni un mango. Pero al menos tenía zapatos y su herida en la mano estaba casi putrefacta. Fue por más señores incautos y recuperó una camisa. De ahí consiguió cincuenta soles y un sombrero. Antes de que vuelva a oscurecer, se dio cuenta que el negocio no era tan malo y volvió donde los mendigos y se quedó con ellos por un tiempo, hasta que mis papás lo encontraron y lo llevaron a un hospital de retiro, donde estuvo otro buen tiempo. De vuelta a casa, le prohibieron salir del distrito, pero los castigos nunca se cumplieron en la familia.

Cuando me llevó a debutar en un club de las calles del centro, vi que las chicas lo conocían a mi papá Víctor. También le decían Vitocho, como mi papá. Fue él quien eligió la que me tocó, se llamaba Pamela. Le recomendó «una succión para Plomito», y me fui nerviosamente feliz a un cuarto de triplay.

Ya en el bar estaban sus amigos los locos. Ahí fue que comprendí que Piojo, aquel amigo que llevaba las barbas crecidas, era en verdad un amigo que conoció en aquel descampado, y el amigo Fermín era un entrañable artista que conoció en el hospital de retiro. Y todos eran una cofradía que se reunía a conversar y beber cerveza hasta terminar todo en pleito. Yo ya no era tan niño, es más, me acababa de hacer hombre y bebía mis primeros tragos. Escuchaba sus historias e iba sacando mis propias conclusiones de quién era mi abuelo. De dónde venía mi familia y por qué es que tengo esta maldición que me hace contar mi propia historia. Aún estando mi abuelo muerto, él me sigue contando todo.

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© 2007, Juan José Sandoval Zapata
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Sandoval Zapata, Juan José: «El artista de la familia. Cuento» , en Ciberayllu [en línea]

732 / Actualizado: 22.11.2007