Literatura

Ciberayllu
07 agosto, 2008

Fragmento de El viaje de Camilo*

Miguel Ildefonso

 

Quise llamarte, Janis, esta tarde, y no pude. Te habías perdido antes buscando hojas secas en vano, hojas secas que no hay en tu Lima. Y era por eso que quería llamarte desde hace días, porque aquí te había recogido muchas hojas secas de altos árboles que no sé cómo se llaman. Caminaba junto a la interrogación del río Mapocho, tratando de hallar un teléfono, entrando al Café Berlioz, días recorriendo entre muros con grafitis de sangre seca, entre los puentes del río, deteniéndome a ratos en los semáforos rojos como los grafitis, y los chicos chilenos de negro vendiendo los domingos chucherías en el Parque Forestal. Hoy subí a un bus y pensé otra vez en llamarte. ¿Cuántos pesos pesa marcar tu número, Janis? ¿Cuántos besos tuyos besé dormido en los buses de Santiago? Ohhh Janis, largo pétalo de mar y vino y nieve, ay cuándo, ay cuándo y cuándo me encontraré contigo… Le robé a Pablo muchos versos en el Paseo Ahumada, cuando caminaba con Enrique L., rumbo a la plaza donde los peruanos se juntan los domingos, para recordar un país hecho de nostalgia. Dos carabineros se nos acercaron y revisaron nuestros bolsillos queriendo encontrar los versos de Pablo. Al hallar solo versos de Nicanor, ellos dijeron “mayor delito hubiera sido no haberlos robado”, y nos dejaron libres. Me encontré con muchos compatriotas tuyos en Paseo Puente y San Pablo. Ellos querían verse en el espejo del río, para que esa cristalina lágrima que les salía de los ojos se llevara sus nostalgias. Yo en cambio quería que mi lágrima no me arrebatara tu nombre, Janis, porque “es para llorar que buscamos nuestros ojos. Para sostener nuestras lágrimas allá arriba”. Por un momento, luego de haber estado mirando arriba, me sentí un pequeño Dios, pero ni aun así pude llamarte, o quizás era que en el fondo no quería escarbar un país, una herida, allá por 1974, cuando un presidente me enseñaba a mí también el abecedario de una guerra en mis libros de primaria. ¿Cuántos muertos pesa tu país, Janis? Me metí a los trenes. Desde una de las ventanas vi al viejo chimpancé de la película de Emir Kusturica (y que me hizo recordar a Pancho, el pequeño simio que tenía yo de niño), luego vi tanques, ametralladoras, cajones de municiones y bombas. Bajé en el paradero de Cal y Canto, y allí me di cuenta de que hacía tiempo venía viajando en los subterráneos, “condenado a vagar sin rumbo por las estaciones”, bajando siempre en los otoños, arrastrando todo tipo de hojas secas donde escribía tu nombre. No pude llamarte, hoy, Janis, pero “cuando pasen los años, cuando pasen los años y el aire haya cavado un foso entre tu alma y la mía; cuando pasen los años y yo sólo sea un hombre que amó”, allí seguramente podrá entrar mi llamada, y nuestras voces se hundirán como el sol al fondo del Mapocho, sin fronteras, borrando los lindes entre tu voz y mi locura, fusionados tu corazón y mi melancolía. Estuve hasta muy noche en el Parque Forestal, fumando hierba con los jóvenes chilenos vestidos de negro. Cuatro de ellos, poetas que escribían en los muros, pertenecientes a una secta llamada la No-Poesía cuya sede, según me dijeron y constaté más tarde, quedaba en Las Condes, me llevaron a conocer a su líder, un tal Roberto Belano, quien estaba sentado en las escaleras del Museo de Arte, rodeado de otros tantos jóvenes de todos los sexos habidos y por haber. Este señor me pasó el porrito que fumaba, y me invitó a sentarme y oír su disertación. Disertación que continuó luego en La Sede, a algunos de los músicos y tramoyistas que vi en el parque también los volví a ver allí. Bebimos bastante, e inclusive bailamos. No recuerdo casi nada del final. Sólo recuerdo que al volver a mi Hotel, en la orilla del río, al otro margen del Parque Forestal, como si algo de mí, no sé qué parte, se fuera a ir, ante el inminente amanecer, me fui despidiendo de las sucias palomas que anidaban en los vacíos. Me despedí también del río que le dio a mis días las dos sílabas partidas de tu nombre, Janis. Y, por si acaso, me despedí de los murciélagos que entraban por su cruz al Café Berlioz, y de aquellos lentos años pisando como paquidermos y ladrando como zorros, y del gato dorado Micifuz, el de las botas de cuarenta leguas, que se lamía los pelos en la orilla del Mapocho, y de todos y toditos aquellos poetas anónimos que vagaban ebrios, y más que ebrios, por las noches alucinadas de Santiago ensangrentada.

 

* Novela en preparación.

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© 2008, Miguel Ildefonso
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Ildefonso, Miguel: «Fragmento de El viaje de Camilo» , en Ciberayllu [en línea]

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