Literatura

Ciberayllu
21 octubre, 2008

El vellocino de Dyer

Miguel Rodríguez Liñán

 

¡Ven amado mío,
Vayamos a los campos!
Pasaremos la noche en los poblados.
Muy temprano iremos hacia los viñedos.
Veremos si brotan las vides,
Si están en cierne,
Y si el árbol de la granada está en flor.
Entonces te haré
El don de mis amores.
Las mandrágoras exhalan su perfume,
Y en nuestra puerta están los frutos mejores.
Los nuevos y también los de antes
Para tí los he reservado, amado mío.

Cantar de los Cantares, décimo poema

Al norte, el mar de Irlanda; al este, los condados ingleses de Cheshire y Shropshire, de Hereford and Worcester y Gloucester; al sur, el canal de Bristol; al oeste, el canal Saint George y la bahía de Cardigan: tales son las extremidades del Reino donde nací el 15 de agosto de 1700. Pueden llamarme John, John simplemente —o Johnny, si, prefieren—. Desde muy joven, mi vocación real fue la pintura; pero, siendo hijo de jurista, éste me mandó a realizar estudios semejantes en la escuela de Westminster. Mi natural rebeldía hizo que los abandonara, para dedicarme con pasión al arte pictórico. Sin embargo, debo a estos truncados estudios de Derecho mis primeros contactos con la poesía griega y latina, así como con la literatura gálica. He leído con afán, en la imponente biblioteca de Westminster, dos textos fundadores: The White Book of Rhydderch y The Red Book of Hergest. De griegos y latinos, recuerdo con amor a varios maestros: Hesíodo, Arquíloco, Teócrito, Anacreonte; también a Calímaco, aunque éste pertenecía a la escuela de poetas alejandrinos. Calímaco, a quien le cupo la gloria de ser el director de la Biblioteca de Alejandría; Calímaco, quien redactó en veinte tomos el catálogo general de todos los volúmenes de la Biblioteca; Calímaco el alejandrino, quien tan notable influencia ejerció en poetas de la talla de un Caius Valerius Catullus (alias Cátulo), de un Sextus Aurelius Propertius (alias Propercio), de un Publius Ovidius Naso (alias Ovidio), ese maestro de maestros. Sin embargo, va mi mayor recuerdo, mi recuerdo imperecedero, mi sentido agradecimiento, a dos poetas emblemáticos de la Edad de Oro de las letras latinas: Publius Vergilius Maro (alias Virgilio) y Quintus Horatius Flaccus (alias Horacio). Empero, guardo ciertas reticencias, justificadas por cierto, respecto a la originalidad total de éstos, que algunos ilusos propugnan, como si ésta existiera en una de las artes más antiguas del mundo. Me consta que Virgilio, al menos en Bucolica, imita con cierto descaro a Teócrito. En cuanto a Horacio, sus primeras obras están inspiradas por Cátulo, el obsesionado por el amor de Lesbia-Clodia o Claudia, y también por los poetas alejandrinos. A su vez, Calímaco inspira a Cátulo, como ya señalé líneas arriba. Calímaco, quien tuvo por rival en asuntos de estética poética a su malagradecido alumno: Apolonio de Rodas; este Apolonio insistía en utilizar el tono homérico, en contraste a la nueva ola de Alejandría, tanto así que su obra principal celebra la gran expedición de los Argonautas en pos del Vellocino de oro, así como la pasión amorosa entre Jasón y Medea —cuento viejo para los alejandrinos—. Para lo que puede considerarse su gran obra agrícola, Georgica, Virgilio estudia de cerca, con el único fin de inspirarse en ellos, a prestigiosos autores como Hesíodo, Catón, Varrón y al propio Lucrecio, quien a su vez copió a un griego cuyo nombre no logro ahora evocar. Aclaro que soy pastor anglicano, que estoy casado, que llevo ahora, en lo que presiento ser el final de mis días y noches, una vida apacible —después de la locura del viaje a Italia, Roma la eterna, donde traté inútilmente de realizarme como pintor (imitando a Miguel Ángel)—, y que estoy totalmente consagrado a efectuar los últimos ajustes de mi gran poema titulado El Vellocinio, que me atrevo a considerar sin alarde como la rara avis, al menos en cuanto al estilo. Ferviente admirador y amante de nuestro Señor Jesús Cristo, confieso que mi amor por la obra de Virgilio —un poeta pagano, después de todo— viene del libro cuarto de Bucolica. Como es sabido en los medios letrados latinos, en este delicioso cuarto libro se anuncia la llegada de nuestro Salvador. Virgilio muere dejando inconcluso el gran poema del Imperium romanum; por esta razón lo juzga imperfecto, ya que «perfecto», en latín perfectus, quiere decir acabado. Ordena su destrucción; pero su viejo amigo el emperador Augusto, antes llamado Octavio, da la contraorden y los escribas comienzan su faena. Hablo de La Eneida. Esto sucede previamente al nacimiento de Nuestro Señor, ya que Virgilio muere el año 19 antes de la nueva era. Ahora bien, Las Bucólicas, más anteriores aún, profetizan en ese cuarto libro el nacimiento de un niño divino que daría comienzo a una Nueva Edad de Oro, de paz y prosperidad. Es probable que Virgilio evoque Arcadia, esa región montañosa de la antigua Grecia situada en el Peloponeso donde, en la naturaleza idílica, cohabitaban dioses y hombres en armonía. El bajo Medioevo reconocerá en esta alegoría la llegada de nuestro Señor Jesús Cristo. A esta devoción otra se añadió: mi amor al campo, a los campos de mi santa tierra de Gales que recorrí de joven con caballete y pinceles. Teócrito, el autor de Idilios, donde se celebra el campo paradisíaco y los pastores —género que será llamado posteriormente «pastorales»— no es ajeno a mi arrebato. Una lectura posterior, amorosa también, de Las Geórgicas, lo confirman y me dan el indicio para comenzar mi obra cumbre. En Georgica se celebra la agricultura, la arboricultura, la crianza de animales e incluso la apicultura. Se celebra el trabajo honesto, el trabajo físico, la vida justa y pacífica, la vida laboriosa y mesurada, que proviene de la virtud llamada temperancia. No obstante, esta obra maestra causa cierto tedio en mí, tal vez por mi conocimiento imperfecto del idioma latín. Soy incapaz de apreciar los suntuosos hexámetros en el original, tengo que recurrir a traducciones, y estas falsean mi emoción estética. Pese a todo, gracias a Virgilio entendí que el arte es un todo universal, un todo que atraviesa los siglos, donde cada parte, o sea cada artista, es un todo individual que lo reproduce por fragmentos. La especie está unida al género, y el individuo a la especie. El arte es el eslabón. Es la fracción con respecto a la Unidad de Dios, pero con un valor tal que sin la fracción la Unidad no es completa. Sé que peco al expresarme así, pero tal es mi sentir, tal es mi idea respecto al valor real del arte. Como escritor, como poeta, me reivindico latino y gálico a la vez. En verdad, soy más latino que gálico, aunque conservo intacto el legado de mis ancestros celtas. Ahora puedo estimarme muy tranquilo, dueño por momentos de una paz que no podría describir, y también por momentos muy dichoso. Explico. Al poco tiempo de mi retorno a Inglaterra en 1722, después de la agitación de Roma y sus tentaciones, de Roma la eterna y sus placeres, de Roma de los excesos, me uní en nupcias a la discreta Margaret. Antes de revelar ciertos detalles de nuestra feliz vida común, siento el deber de agradecer al Divino; quiero igualmente decir dos palabras sobre un gran hombre romano, gran hombre político, gran protector de las artes y letras: Gaius Mæcenas. Otras palabras, también, sobre Horacio y sobre la importancia de influencias en el ejercicio del arte literario, que los ilusos arriba mencionados parecen obviar, cuando no negar, atribuyendo toda la importancia a un autor o supuesto creador único. Luego hablaré de mi caro William Collins. Amigo del emperador Augusto, este hombre, Mecenas, este aristócrata, Mecenas, era inmensamente rico. Las vidas de Virgilio y Horacio, así como la de Propercio, están mezcladas a Gaius Mæcenas, su protector y amigo. Los pesares y contingencias materiales que conlleva toda vida de artista, de artista totalmente consagrado a su obra, conocen gran alivio gracias a este hombre. Presentado a él por su amigo Virgilio, muy pronto Horacio se ve dueño de una propiedad campestre en las colinas de Sabina, al este del Tíber, donde puede alejarse del bullicio de Roma. Allí escribe lo mejor de su obra conocida por la posteridad: Las Sátiras, las Epodas, las Odas y las Epístolas. En las celebradas Odas se siente la voz de Anacreonte e incluso de la divina Safo (que me perdone nuestro Señor); en las Epodas, breves poemas en  dísticos, se siente la voz de Arquíloco, el inventor del verso yámbico y del estilo lírico, interior y personal; las Epístolas salen directo de la doctrina enseñada por Epicuro. En cuanto a las Sátiras, todavía hay rasgos de su predecesor inmediato: Caius Lucilus, que puede ser considerado como el inventor del género. El gran maestro, por supuesto, es un griego: el inmejorable autor, entre muchas otras, de Las ranas y Lisístrata: Aristófanes. En Horacio, la sátira es fina y privilegia cierto sentido del humor; lejos de él utilizar el epigrama; lejos de él utilizar la invectiva; lejos de él utilizar el hiriente sarcasmo. En este sentido, Decimus Junius Juvenalis (alias Juvenal), es un mal alumno: no tiene humor; o si lo tiene, es exagerado; además, imitando a Gaius Lucilius, utiliza el rasgo circunstancial, la anécdota e incluso el diálogo realista y los nombres propios para describir las costumbres de su tiempo que son, grosso modo, las mismas de todas las épocas: la hipocresía, la maledicencia, la estupidez, la corrupción, la codicia, la mentira, la envidia, la glotonería, la lujuria desmesurada, el gusto por la embriaguez etc. etc. Lo que yo retengo del maestro Horacio es la filosofía de las Epístolas, la manera personal como la expresa quiero decir, y la fineza en el tratamiento humorístico. En la vida pública, sólo puedo aplicar la primera; en la vida privada, lo segundo. Imitando a la secta llamada de los adamitas, Margaret y yo vivimos desnudos en casa, sobre todo en verano, puesto que aquí, en Londres, la inclemencia climática no lo permite en otra estación. Como los adamitas, imitamos el estado de Adán y Eva en el Paraíso terrestre, antes del pecado original. La desnudez, para Margaret y yo, simboliza el estado de pureza e inocencia exhibida naturalmente, sin complejos ni tapujos. Para nosotros, la unión carnal es sinónimo de conocimiento en un sentido más amplio, más profundo, que el sugerido púdicamente en la Escritura. Varias veces por semana nos damos, ora con parsimonia, ora con cierta rapidez, ora con furia, al placer de los sentidos, al amor sin el afán de procrear, y también a la fantasía erótica. Esto causa la hilaridad de mi gran amigo Collins, el único en saberlo aparentemente; si algo ha dicho Collins —declaración que podría perjudicar irreparablemente mi carrera eclesiástica—, no lo responsabilizo. Si uno es incapaz de guardar un secreto ¿cómo pretender que otro lo haga? Además, Collins es muy joven y sé que me tiene mucho respeto; pero está enfermo, por eso desconfío, tal vez injustamente. Collins sufre de un extraño mal de índole nerviosa, de índole mental. Conoce altibajos en la línea del humor que son temibles si uno no lo conoce, y algo cómicos, tragicómicos mejor dicho, cuando uno lo conoce bien, como yo. Puede pasar, en el transcurso de la misma jornada, de una gran exaltación eufórica a la más terrible depresión suicida. A veces, su mal se manifiesta por períodos de regularidad variable. Así, puede pasar una semana, dos semanas, tres semanas, hasta un mes entero en el primer estado; luego se derrumba, se encierra en su casa  y nadie puede verlo mientras dura la crisis, ni siquiera Warton, que es su amigo íntimo, su compañero de juergas y aventuras galantes. Lo triste, lo dramático, es que algunos amigos y conocidos en general, creen que el pobre Collins está loco. Pongo mi mano al fuego. Collins no está loco en absoluto, al contrario. Pero la energía que despliega, que literalmente lo posee durante los períodos up, lo impele a cometer extravagancias e incluso a delirar, en las antípodas de los períodos down, cuando se flagela y es presa del pánico. Además, es un depuradísimo poeta. Es asimismo excelente conocedor de los maestros griegos y latinos. Horas y horas podemos hablar sin asomo de tedio, yo con mi té, él con su whisky. Fue él quien me contó, por ejemplo, el drama acaecido entre Virgilio y Horacio. Lo evoco con mucho cariño este invierno de 1757, cuando ya siento acercarse la muerte sin el menor espanto, hasta con tranquilidad podría decir. ¡William Collins! ¡Poeta! ¡Muchacho loco! ¡Oh, caro amigo! ¡Música de Henri Purcell! ¡Música de Antonio Vivaldi! ¡Música de Domenico Scarlatti para el gran Collins! La emoción que me perturba mientras escribo estas líneas es muy intensa. Me doy cuenta de que hablo de él como si estuviera muerto, pero ¡Quiera Dios no lo esté! Lo perdí de vista, eso es todo.

—Margaret...

(Silencio)

—Margaret?

(Nuevo silencio)

—Margaret!!!

—Here I am, John.

—Give me the bottle, please.

—The bottle? What bottle, my dear?

—The Collins’s bottle, please.

—Whisky? What happened, John?

—Give me the bottle, that’s all. Thanks. Now, go to sleep. I’m working. Good night.

—Good night, John.

(Se va llorando)

(Silencio total)

(Reaparece Mrs Dyer gimoteando)

—Take a little glass, just a little glass, John, please.

—Just a little glass, I promise you, Margaret. Now, good night.

—Good night, John.

No me malquiera el improbable lector-cisne por este interludio etílico. Conjeture que... No. No conjeture nada, absolutely. Imagínese y juzgue... No. No juzgue: tal dictamen sólo le es deparado al de Arriba, al de Abajo, al de la Derecha, al de la Izquierda, al del Centro, también conocido como el Omnipresente Equidistante. No juzgue. No. Tan sólo imagine. Imagínese, pues. Contrariamente a Collins, yo promuevo, como si ésta fuera un cachivache de bazar, la moderación. Estoica y epicúreamente hablando, hago también la promoción de la temperancia. Mi caro amigo Collins, al contrario, promociona la exageración y la intemperancia. Es adicto a todo tipo de bebedizos espirituosos. Su dios es el whisky. Todo tipo de whisky: whisky, whiskey, scotch, blend y malt. Prefiere el whisky irlandés. Según él, la divinidad fue creada en Irlanda, probablemente antes que el whisky escocés. Tal amor común por Irlanda es otro componente de nuestra gran amistad. Por eso esta noche lo recuerdo con sentimiento, whisky irlandés en mano, perdón, en vaso. Según Collins, algo afea la gran literatura latina poco antes del inicio de los Tiempos Nuevos. El responsable, así como el propio Virgilio, así como el propio Horacio, es el emperador Augusto. Augusto pide. Augusto ordena. Augusto exige. La Eneida, texto fundador, nace de una petición, de una exigencia, de una orden. Le pide Augusto a Virgilio que confeccione el poema como pedirle a un sastre la confección de un traje; a Horacio, idem. El Carmen sæculare (Canto de los Siglos) compuesto por el poeta para celebrar los juegos seculares de Roma, es otro pedido del díscolo y depravado emperador. Según Collins, Augusto no habría olvidado que, años antes, cuando la batalla de Filippa, el poeta era tribuno militar del bando opuesto. En esta batalla, el por entonces joven Octavio (futuro emperador Augusto) y Marco Antonio (alias Marc Anthony) combaten contra las huestes de Marcus Junius Brutus (alias Bruto), el malhadado hijastro, el asesino común de Julio César: Horacio / Brutus versus Virgilio / Octavio (y Marc Anthony). Ya emperador, Augusto practica pequeñas venganzas y mezquindades en la persona de Horacio —a quien felizmente Virgilio, y después Gaius Mæcenas, protegen—. ¡Ah! ¡Tanto me gusta Collins cuando ríe así, sinceramente, no histéricamente, a sus anchas, por ese tipo de anécdotas eruditas! Nos unen igualmente cantidad de afinidades literarias. En materia religiosa, Collins dice ser ateo. Yo lo siento como un panteísta influenciado por la doctrina neoplatónica y por sus lecturas de Spinoza e incluso de Hobbes. Pero no hablaremos de religión aquí, tampoco de política —centros neurálgicos de divergencias fundamentales—. Sin embargo, algo puedo reflexionar sobre su posición frente a la Sagrada Escritura. No sería inútil —aunque tal vez laborioso, considerando mi carácter testarudo y mis propias convicciones, mi fe— tratar de averiguar ahora, al final de mi vida, las extravagancias de Collins al respecto. Según él —y todos los que adhieren a tales ideas— la Escritura es pura literatura; los textos sagrados no han sido revelados por el Divino («Sólo admito el ser de un dios mudo y analfabeto», dice con humor). Los redactores son escritores y poetas propensos a la imperfección, ya sea en la escritura propiamente dicha, ya sea en sus vidas personales. El carácter histórico y literal que se le atribuye, es para Collins esencialmente alegórico, simbólico, imaginativo —aunque no necesariamente imaginario—. Opina, por ejemplo, que la Pasión de nuestro Señor Jesús Cristo, es una escritura cien por ciento literaria de algunos pasajes de la Biblia judía. Los talentosos artífices habrían utilizado el procedimiento de la exégesis inventiva. Este era o es muy bien conocido por los rabinos escribas. Se trata del midrash haggada. Un doble invento, pues. En el sentido estricto del escribir inventando en base a hechos reales, o en base a un texto anterior; y en el sentido de añadir el elemento creativo personal de cada autor. Resumiendo: la Escritura sería, como ciertas novelas, un intento, estético a priori, de representación o reconstitución de ciertos hechos históricos, donde prima la imaginación y de pronto la intención del escritor o de los escritores —de ideología religiosa en este sentido—. De paso, Collins nos recuerda con pertinencia que, prácticamente en todos los casos, son la literatura y la poesía los factores de civilización, las que nos fundan como seres humanos, las que pueblan las memorias de los pueblos con las leyendas de dioses y héroes de los primeros tiempos, las que permiten el libre ejercicio de la imaginación. «Lo libre por excelencia, lo libre dentro de la libertad, la libertad misma. El Arte debe ser proclamado libérrimo, como Arte Natural. Nada hay más libre que el imaginar, el pensar y el sentir. Dejar correr a rienda suelta estos tres corceles por la vía natural de la expresión, eso es el Arte. La realidad es también una no-realidad. La mejor escuela es la propia Naturaleza, pues de ella aprendo. Como ella, no observaré otra regla que la mía. Si es algo egoísta y absurdo, que lo sea. Me importa un bledo pasar por un individualista porque es falso; ningún poeta genuino lo es. Trabajamos para los Pueblos y para las generaciones por venir. Y gratis. Cuando la vieja de mierda esta de la humanidad comprenda esto...», según dice con cierta vehemencia, antes de reclamar su acostumbrado whisky irlandés. Pero lo que jamás olvidaré es aquella noche de 1742, cuando el gran Alexander Pope, el Papa de la literatura inglesa, se dignó recibirnos en su domicilio ubicado cerca de Hyde Park, con vista al Támesis. Confieso sin pudor que yo estaba más excitado que antes de una improbable cita galante, ya que al inmenso honor de ser recibidos por Pope, otro se añadía, otro para mí superior. Estaría presente nuestro ídolo, nuestro dios personal —que Dios me perdone—, nuestro predilecto héroe irlandés. Hablo del tres veces inmenso Jonathan Swift, de paso por Londres. Collins quería comprar un pavo. Estaba obstinado en comprar un pavo. Al final lo compró. Llegamos. Collins con el pavo bajo el brazo. Pope nos importaba mucho menos, a decir verdad; lo que nosotros queríamos era hablar con Swift, cuya fama era tan grande como la de Pope. Conservo hasta hoy, perfectamente intactos en la memoria sensorial, el contacto y la enérgica suavidad de su mano irlandesa. Collins, con apenas 21 años, o de pronto 22, dijo al apretarle la mano:

—Dyer es el apologista del dios de los reptiles, Sir.

Y le dio el pavo. Pope no entendía nada y yo, lo confieso ahora, tampoco. Ese recuerdo es imperecedero como la lana trasquilada de mis queridas ovejas. Ocho de la noche. Londres. El Támesis diciendo sí. La luz falluca en el polvo naranja de las nubes que son harina de los cielos. Collins entregándole el pavo a Jonathan Swift en carne y hueso. Y yo con el recuerdo de mi libro más querido, bueno, de mi segundo libro más querido. Son dos. Dos nomás. Gulliver’s Travels, del maestro Swift, y The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe of York, Mariner, del maestro Daniel Defoe, de quien hablaríamos en el transcurso de la velada; para mí, sinceramente, allí nace y muere toda la narrativa inglesa moderna, al menos hasta hoy. Eso le dijo Collins, sin afán de alabarlo, eso le dijo con firme sinceridad, entregándole el pavo, por eso hasta hoy lo recuerdo.

—Maestro, usted es el maestro. Tenga.

Swift no tuvo más remedio que coger el pavo. Pope quería hacernos pasar pero Swift y Collins parecían como pegados, inmóviles apretándose la mano, no sé cómo decirlo. De pronto, Swift le aventó el pavo a Pope. Pope lo cogió estornudando —luego confesaría ser alérgico a ese tipo de plumíferos—. Entramos. Me di cuenta de que el viejo Pope era ya un hombre acabado. Escuálida, maltrecha, su desgraciada figura presentaba también el estigma de la célebre joroba. Sabíamos que era puritano y que algún panegírico había escrito a la gloria de Oliver Cromwell. Esos defectos físicos habrían estimulado, según Collins, su vena satírica y también su orgullo inconmensurable. Al notar su desconcierto, mi joven amigo se apresuró a disimular su disparatada primera frase. Dijo que se refería a la curiosidad que, en efecto, yo tenía por esos extraños animalillos, ora fascinantes, ora repugnantes, que habían traído los colonos del continente americano. Recordé que hacia allá quise huir en momentos de desespero, cuando flaqueaba mi fe, antes de conocer a la divina Margaret.

—Apologista, también, del dios de los plumíferos, Sir —declaró el poeta de improviso—, por eso hemos traído este pavo.

—No soy ningún «Sir», muchacho. Por lo menos no hasta el día de hoy, dijo Swift.

—Pero yo quiero decirle Sir, Sir, si usted permite. Para mí usted sí que es un Sir.

Sentí que me tragaba la tierra. Le di un ligero codazo en las costillas para que moderase su extraño vocabulario.

—That’s an excellent turkey! —exclamó Swift levantando el pavo cuyo pescuezo, la cabeza como de buitre y el moco rojo pendían balanceándose.

—Pasen —dijo Pope —pasen, por favor, pasen.

No soy hombre que practique la maledicencia; pero algo vislumbré en la mirada del viejo Pope —algo totalmente desaprobador y tal vez rabioso, tal vez lleno de odio—, escrutando al joven Collins como si escrutase a uno de mis queridos reptiles. Luego a mí, que era el único responsable. Pope, inicialmente, me había invitado sólo a mí, y yo a Collins. Pope, si bien no admiraba, tenía al menos un juicio muy indulgente del fragmento del poema Grongar Hill que le mandé, con un comentario del propio Edward Young. Éste hallábase también en la cúspide de su gloria literaria. El poeta Thomas Gray fue el intermediario. Sin embargo, esa noche entendí que Young no era precisamente santo de la devoción de Pope. Éste, por lo demás, debía su fama no tanto a su obra de creador sino a sus excelentes traducciones de La Ilíada y La Odisea. Asimismo, cabe señalar que sus poemas de Pastorals y Windsor Forest, son de neta filiación con las Églogas virgilianas. Ya confortablemente instalados en su casa, nos dijo que era ésta una residencia secundaria. La utilizaba cuando quería acercarse a Londres; poseía una gran mansión en Twickenham, un poco al oeste de Londres, también al borde del Támesis, que precisamente adquirió gracias al dinero de las famosas traducciones. Pero en la carta que le mandé junto al fragmento de Grongar Hill, me referí también a mi poema El Vellocino, cuya primera versión empezaba por entonces a redactar con entusiasmo y también —debo confesarlo— como poseído por una extraña mezcla de tranquilidad y desespero. Por cosas de mi temperamento, soy más entendido en Virgilio que en Horacio; no puedo negar la importancia capital de su influencia en el ejercicio de mi poesía, sobre todo cuando imagino cómo él la practicó. Para ser sincero, esos trabajadísimos versos que tienen pretensiones didácticas, que tratan sobre la industria de la lana y el trasquile de ovejas, están inspirados en Las Geórgicas del maestro latino.

—Éste es el poeta de las ovejas trasquiladas —le dijo con humor inesperado Pope a Swift, a modo de presentación.

—Y el de la ninfa— me apresuré a especificar.

—El sistema de la ninfa es tan importante como las ovejas-dientes en el universo de Dyer, Sir —dijo Collins.

—¿Ovejas trasquiladas? ¿La ninfa? ¿Dientes? ¿Qué es eso de dientes? —inquirió Swift.

Fue preciso explicar. Se me pidió recitase los versos de Grongar Hill. Lo hice con una mezcla de orgullo y emoción que, todavía hoy, recuerdo con placer extremo. En el cálido recinto iluminado con una luz naranja mortecina, mi voz adquirió mayor resonancia:

Silent nymph, with curious eye!
Who, the purple ev’ning, lie
On the mountains lonely van,
Beyond the noise of busy man,
Painting fair the form of things,
While the yellow linnet sings;
Or the tuneful nightingale
Charms the forest with her tale;
Come with all thy various hues,
Come, and aid thy sister Muse;
Now while Phoebus riding high
Gives lustre to the loud and sky!

Hubo un silencio que sentí muy incómodo. Luego, sin comentario alguno, sin gesto de aprobación o su anverso, sin nada pues, tuve que explicar lo de las ovejas trasquiladas. Tratábase de una impertinente chanza de Collins. Aludía a una metáfora referida en el Cantar de los Cantares, exactamente al quinto poema. Swift pidió se le recitase el fragmento. Esto no estaba previsto en lo que se imaginaba Pope como programa, supongo. Debió éste buscar la Escritura y, con evidente desagrado, dársela al poeta para que leyera. Leyó Collins y su voz también adquirió cierta resonancia:

¡Qué bella eres, oh amada mía!
¡Qué bella eres!
Tus ojos son como de palomas
Detrás de tu velo.
Tus cabellos son como un rebaño de cabras
Que desciende por las pendientes del monte Galaad.
Tus dientes, como rebaños de ovejas trasquiladas
Que salen del lavadero...

—Stop! —ordenó Swift; luego añadió: —Extraños versos, en efecto. En lo que me concierne, no hallo nada de «sacrílego» ni «blasfematorio» en el comentario estrictamente literario de un texto que lo es.

(Eran adjetivos mascullados por Pope)

—Palabras excluidas de mi léxico, Sir —dijo Collins alzándose de hombros.

—Si permite, maestro, yo no me refiero a la Escritura sino a Virgilio; de esto podemos discutir —dije.

—O sea a las ovejas en su contexto bucólico, nada que ver con los dientes de una moza, Sir —dijo Collins esgrimiendo la Escritura.

Pope seguía estornudando pese a que el pavo, a esa hora, ya estaba en el horno por obra y gracia de Miss O’Connors. Era esta joven y agraciada irlandesa la doméstica que lo acompañaría hasta su muerte, ya próxima por entonces. Miss O’Connors, como tantas beldades de Irlanda, tenía una frondosa cabellera pelirroja. Yo imaginé a la magnífica Moll Flanders, arcabuz en mano, ordenando el zafarrancho de combate a su tripulación. La piel tenía cierta tonalidad ambarina bajo la luz de los altos candelabros. En lo poco que dijo, yo me solacé discretamente con la exquisita vulgaridad de su exiguo vocabulario. Era, lo que se dice, una chica del pueblo. No escondo, ahora, al final de mi colmada existencia, lo que esa noche sentí por la bella. Pasamos a discutir animadamente del gran Daniel Defoe, igualmente famoso. Entonces me di cuenta que era esta la única dicha —aunque vana— que no me fue deparada en vida: la fama. En el caso de Young, era internacional. Fama conoció en vida Defoe. Famosos eran Pope y Swift. Sino famoso, al menos muy reconocido era el propio poeta Thomas Gray, quien sería amigo de otro famoso: Horace Walpole. Los grandes espectros de John Milton y del dramaturgo John Dryden parecían extrañamente participar de la reunión. Otro famoso era Thomas Parnell, el que celebraba los cuervos y las tumbas; famoso era el escocés Robert Blair, cuyo universo era también, como el de Parnell, doloroso y macabro. Cabe señalar que, por entonces, bastaba para ser famoso con obtener la venia, loa o ditirambo, ya sea de Pope, ya sea de Swift, ya sea de ambos; otro famoso era el amigo íntimo de Collins. Hablo de uno de los hermanos Warton, Joseph Warton. Digo con cierta ironía desacostumbrada esto de «bastaba obtener la venia», pues nada fácil era obtenerla, sobre todo —como en mi caso— cuando lo separaban a uno divergencias de índole religiosa. Me explico. Pope era puritano; yo, anglicano. Con un pastor presbiteriano como Thomson, no había problema alguno, al parecer. Como yo, este Thomson había asimilado la tradición de Las Geórgicas y toda la literatura agrícola de los Antiguos. Pope era mucho más entusiasta respecto a él, por supuesto. En cuanto a mí, de no ser por el generoso Thomas Gray, jamás se hubiese dignado recibirme; de Collins, ni qué decir. Collins entró al templo sacro de Pope vía Warton, nada más, ésa es la verdad. Sé que mi amigo y yo éramos conscientes de esto, así como de nuestro anonimato, de nuestra total obscuridad. Es que los grandes vientos de la Reforma habían atomizado la fe original en nuestro Señor Jesús Cristo tal como la prescribe la Iglesia CAR, que de santa nada tiene, dicho sea de paso, por eso abjuré de ella. Ahora las iglesias han proliferado: luteranos, calvinistas, presbiterianos, anglicanos, anabaptistas, brownistas, separatistas, cuáqueros, puritanos, metodistas, latitudinarios, reformados presbiterianos, etc. etc. Ya de por sí dueño de una ironía y un sarcasmo realmente feroces, el gran Swift se abstenía de pronunciarse al respecto... «por indulgencia con la galería». En cambio, se expresó generosamente para exaltar el genio de Defoe; Pope, más reticente, algo dijo sobre la inutilidad de prodigar lisonjas, ampulosas o no. Tales son mis principales recuerdos de esa noche maravillosa. Y así, intactos, los preservo en los intrincados túneles de la memoria. Al final, Swift, que sí era propenso al elogio, alabó la integralidad del Cantar de los Cantares con un argumento irrefutable: que el poema, muy moderno para la supuesta época de su composición, exaltaba el amor carnal sin el menor ápice de puritanismo.

—Sin indirectas, mi querido Pope —dijo el maestro, y se levantó la sesión.

Collins y yo salimos más oscuros que nunca, más anónimos que nunca, a las frías calles de Londres, rumbo a Hyde Park. Allí nos separamos. El se dirigió a una casa de placer; yo a mi hogar, a nuestro hogar, ¿te acuerdas, Margaret?

La  Trévaresse, 27 de agosto del 2008

* * *

Derechos reservados: la reproducción requiere autorización expresa y por escrito del editor y de los autores correspondientes.
© 2008, Miguel Rodríguez Liñán
Escriba al autor: MiguelRodriguez@ciberayllu.com
Comente en la nueva Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Rodríguez Liñán, Miguel: «El vellocino de Dyer. Cuento» , en Ciberayllu [en línea]

787 / Actualizado: 20.10.2008