Literatura

Ciberayllu
7 febrero, 2009

Wild

(Fragmentos)

Mario Wong

To Goran Tocilovac
& Raúl Castañeda

 

«L’ennemi qui nous dévore le cœur…»
Baudelaire

«(…) j’avais été tenté d’aller au-delà de ce que j’écrivais. Mais, à bien y réfléchir, je préférais rester où j’étais. Non, je ne voulais pas faire un pas de plus dans l’abîme du vide et passer de la littérature à la vie. Plus encore, je ne souhaitais pas laisser mon écriture dans ce trou ténébreux qu’on appelle la vie.»
Enrique Vila-Matas

1

No es que realmente lo recuerde pero aparece como algo vago, algo que se diluye o que se confunde entre las sombras, como si en su memoria permaneciese aún el ruido de los pasos de alguien que ha entrado en la casa de la calle Bolívar, en el distrito de Miraflores, esa noche; alguien que se dirige hacia el cuarto de su madre. ¿Es un extraño, es un desaparecido, es su padre que ha vuelto (después de que él lo había dado por muerto)? ¿Ha sucedido, o es algo imaginado, acaso un recuerdo inventado? No, no…, tampoco lo has soñado, el recuerdo está ahí y la herida permanece viva, ¡Como una herida de todas las heridas! ¿Qué edad tenías entonces, diez, once…? A partir de esa noche, tú eres el expulsado, el mal amado (me viene a la memoria las cartas de Baudelaire a su madre); el dolor está ahí, en tu corazón, con una fuerza y profundidad de las que nada ni nadie, por muy extraordinaria que sea su aparición y su presencia en tu vida, eso piensas, te hará olvidar esa noche de…

Si hay algo excepcional, en verdad, eso es el dolor; sólo había algo en el mundo que podía causárselo y eso había sucedido. El dolor es siempre algo excepcional y aparece, en un momento, con la fuerza de un meteoro (o de dos o tres aviones kamikazes contra las torres gemelas del World Trade Center y el Pentágono), se vuelve insoportable, y es por eso que escribes, ahora, esta historia —para exorcizar el crimen real o imaginado (y el suicidio que te persigue, que te obsesiona)— que bien podría llamarse La historia de…

2

El escritor asesino era el título de la novela que había comenzado a escribir; novela que tenía como personaje principal al escritor en ciernes (o al «escritor ya fracasado»), que era el asesino mismo pero, como en las mejores novelas policiales, esto el lector no lo descubrirá hasta el final. El escritor en ciernes (o el «escritor ya fracasado») obedeciendo a sus demonios interiores, a sus pulsiones primarias no sublimadas, perpetra el crimen una noche (en el desarrollo de la novela, de esta trama de una gran complejidad, los niveles de la ficción se confunden con la realidad; como una especie de sustituto de Dios, un demiurgo, el escritor destruye y crea otra realidad).

El escritor en ciernes (o el «escritor fracasado») es un psicópata; sus crímenes son la resultante de un proceso delirante. La novela comienza así: «No sé lo que me atrajo de Maruja Sifuentes. Acababa de conocerla, en el vernissage de un fotógrafo peruano realizado en el Centro Cultural de México, ubicado en la rue Filles du Calvaire, en el barrio tres de París, y…» Como sostiene el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas, en su novela París [una fiesta que] no se acaba nunca, con respecto a la obra literaria de Flaubert, nada es completamente inmodificable; la imaginación permite transformar todo con relativa facilidad.

3

Me acuerdo ahora; es como si mirase la foto en este instante: los dos adolescentes juntos en un viejo parque de Miraflores, cerca al Malecón, al sur oeste de Lima; el país se hallaba en guerra. Los chicos negados por la brutal realidad de esos años de terror, viviendo al borde del abismo; apocalypse now, non future... El desamparo de ambos; te fijas en sus rostros; él como buscando protección en Nike, su amigo, algunos años mayor. Traficando sus destinos de perros callejeros en la puta Lima; «déjame que te cuente limeña / déjame que te cuente la …» Los malos recuerdos vuelven; no son como las magdalenas de la nostalgia, las durées du temps en la obra de Proust, pero algún día, quizás, vendrá el olvido.

4

«Me encuentro en París mordiendo el vacío cada atardecer» —había escrito—. El escritor «asesino» asumía el riesgo de la experiencia vivida y soportaba, ahora, el vacío; la presencia inevitable de la muerte era lo que le obsesionaba, su única verdad, acaso, en ese sucederse de días grises deambulando por las calles y los grandes bulevares de la ciudad.

El escritor «asesino» escribía para disimular el inmenso vacío de su condición de mortal; despreciaba, en el fondo, todas las artes de la imaginación. Esa tarde se encontraba en la estación del métro La Fourche du Diable, el lugar en el que, recientemente, se habían suicidado varías personas, arrojándose a las líneas del tren. Miraba el rostro de los transeúntes, que apuraban el paso hacia la salida, y de la gente, a sus costados, que no abordaban los vagones; quería sorprender las dudas, antes de pasar al acto, de algún posible suicida. Hacía exactamente veinte minutos, harto de mirar por la ventana los techos de los edificios (y escuchando el ruido incesante de las sirenas de los autos policiales y las ambulancias, toda la locura de la ciudad que se desataba a esas horas, y él sin poder escribir una sola línea), desde su estudio en un quinto piso de la rue Belliard, en el barrio 18 de París, que había descendido rápido las escaleras para encaminarse a esa estación (pensaba mórbidamente que podía asistir, tal vez, al suicidio de alguien). Esa tarde él no sabía hacia dónde ir; se hallaba solo en la ciudad que tiempo atrás, cuando era aún joven, se le había aparecido, por primera vez, un anochecer, con los brillos miríficos de las luces que se acababan de encender, de los bares y restaurantes junto al río Sena, mientras veía a la gente atravesar un gran bulevar hacia una pequeña plaza en el Barrio Latino.

5

«Me decía que era tiempo ya de salir del estado en que me encuentro, sintiéndome, las más de las veces, como si me hallase encerrado, y sin ganas de hacer nada; ¡qué aburrimiento! Acabo de regresar —estuve tomando con algunos amigos con los que me veo de tiempo en tiempo— y, en este momento, hay ciertas cosas que me parecen más claras, pero cuánto esfuerzo y malestar, y dolor, razón por la que uno puede hacer sufrir a otros, para llegar a una determinada comprehensión, si esto es posible, de uno mismo y de la realidad. Se me hace necesario precisar esto; va en ello todo lo que pienso y trato de realizar (es por donde uno quiere, o intenta, que vayan las cosas, es una cuestión de escritura…). Muchas veces no resulta fácil hablar de todo aquello, es como si inconscientemente, a empujones ciegos, hubiese estado buscando una salida. Lo que siento por ti, Maruja, hace posible que, ahora, intente decirlo.»

6

Roberto Mallen recordaba que, aún siendo niño, se había despertado una noche, sobresaltado, sintiendo la terrible amenaza del otro, de su doble, …¡que era él mismo y no era él mismo!; habían sido instantes de locura, de horror insoportable, en que él se había sentido habitado por otra persona; ambos, en el sueño, como enemigos, sosteniendo un combate sin fin. Su madre, cuando despertó, trataba de calmarlo, acariciándole los cabellos, secándole con un paño el sudor del rostro, diciéndole que no pasaba nada, que era solamente una pesadilla. Roberto se había sentido muy cerca de su madre, en ese tiempo; vivían sin su padre (que él lo creía muerto), en la vieja casona de los abuelos, en el malecón Eguiguren allá en Piura; pero sentía que después de esa pesadilla algo había cambiado en él; no podía explicárselo (su madre no debía de preocuparse de nada, que eran simples cambios, propios de la edad). Él, sin embargo, intuía ya que algo no iba completamente bien.

7

Había hecho un largo viaje y, al cabo del tiempo, él reencontraba la desilusión y la nada, la terrible experiencia del vacío. Él inspeccionaba los paisajes del vacío ahora: «Silencios blancos, espacios blancos, Paraíso de los Suicidas, el incesante ir y venir de las olas en la noche, malecón de Magdalena Vieja…»; la sucesión de días desesperantes en que él no sabía si iba a poder seguir viviendo así, el suicidio acechándole a cada instante, después del intenso combate sin fin con el enemigo (¡lanzarse por la ventana del quinto piso de su estudio en la rue Belliard!), y él preguntándose una y otra vez qué había sucedido, por qué se encontraba en tal estado, ahora, sin hallar una salida al hastío que lo embargaba; ciertas mañanas su estado de agotamiento era tal, que no creía poder seguir respirando aún más allá de las 11:30 a.m. Así, en ese estado de fragilidad y de vulnerabilidad extrema, los días iban sucediéndose en ese teatro abandonado en el que se había convertido para él la realidad, vacía de toda sustancia, y en el que se hallaba ya tal vez muerto.

8

«Ich bin ein anderer» —dijo Rimbaud, poco antes de que dejase de escribir.

«En ese tiempo me hallaba en París al borde del abismo; miraba por la ventana de un quinto piso, que se abría hacia la nada. Me decía: “debo alejarme de aquí, partir lejos, pero hacia dónde.” Sí, podía decirme: “debo partir lejos de aquí, ir más allá de mis límites, atravesar las fronteras, recorrer el desierto y proclamar a los cuatro vientos, como Rimbaud, moi, c’ést un autre, un negro”. ¡Ah! Si yo pudiese partir, como en otros tiempos, porque estaba sufriendo y harto de mi vida en París, partir hacia las grandes llanuras del Norte, cubiertas de nieve, donde la amplitud y la calma, y el cielo me hubiesen hecho sentirme, otra vez, bien. Mas sentía como si todo el espacio se hubiese achicado, y que yo había perdido el sentido de la audacia y dejado de ser libre. Algo había cambiado: era yo otro y el deseo de aventura se había esfumado en el aire, definitivamente, porque el mundo había desaparecido —como si se tratase de un Crimen Perfecto—, y yo hubiese sido el testigo, testigo inoportuno, que había asistido a su desaparición. Me encontraba, entonces, en un callejón sin salida y…»

9

Miro los castaños de la avenida; sus ramas cubiertas de verdes hojas primaverales, mecidas por un suave viento matinal. Esta mañana es fría, pero la claridad del día penetra, desde muy temprano en la habitación. Desde un quinto piso de la rue Belliard miro los techos de los otros edificios, el humo que sale de alguna chimenea, las fachadas de ladrillo, las ventanas con plantas de geranios, claveles, begonias e hibiscos ( debes regar las plantas Aline Nothomb); ¡qué lejos está el invierno! Me desperté una noche, la nieve caía. La luz sobre los techos era irreal, fantasmagórica, y sorprendí a esas horas (¡el tiempo no existía!) la belleza terrible de los castaños, desnudos (las cáscaras de sus frutos resecos, negruzcos, agitándose como en una danza, de vida, en un encantamiento mágico, mortífero, que me llamaba, que me llamaba (esa noche del invierno pasado), en la pura contemplación, en otro estado, en que no era yo, ¡y era yo!, me llamaba y me llamaba a…,¡abrir la ventana y a arrojarme al vacío!

10

«Él la espiaba; él sabía que ella debía salir para ir a la universidad, a dictar su curso de literatura inglesa esa tarde…»

(…)¿Por qué el escritor «asesino», de perseguidor había pasado a ser el perseguido?  ¿qué había pasado?  ¿en qué momento se había desatado el delirio?

El escritor «asesino» es sólo un escribidor; salvo dos novelas policiales, Le chasseur de la nuit y Crime dans le «Cabaret des Assasins», publicadas en la Serie Negra de las editoriales Vauvenargues y Plon, respectivamente y que le habían otorgado un cierto reconocimiento en el medio, carece de una obra literaria de importancia («¿cuáles son los criterios para trazar los límites entre la obra literaria y la no-obra?  ¿dónde se ubica la frontera entre la obra y la vida, la escritura y la existencia?» —me preguntaba yo), él lo sabe; y, hasta el momento de esta historia, no ha cometido, realmente, ningún crimen (por eso el uso de las comillas), salvo el del plagio (aunque el escritor chileno Roberto Bolaño, poco antes de su muerte, se negase a aceptar a éste como una de las Bellas Artes) y el de la impostura, si son éstos, acaso, crímenes. Pero él, como el impostor que era, no había decidido callarse aún, y esto sólo para perjuicio de la literatura.

11

Con respecto al crimen, leíste —en alguna novela policial de asesinatos de mujeres en el Hôtel Esmeralda, un pequeño hotel parisino de la rive gauche del Sena, al costado de la iglesia de Notre Dame, en el quartier Latin, donde trabajó, cuando llegó a París M. H. Robert, el «escritor Caníbal»—, que en la gran ciudad no existen culpables o «todos somos culpables o todos somos inocentes»; toda una cuestión de orden metafísico, planteada en la novela negra, sobre el mal, el libre albedrío y la culpa en las sociedades modernas o «posmodernas». Así, pensante, el lector-«inspector de police» (o el «policía-lector», mejor dicho un «lector macho», en la terminología demodée cortazariana), al leer El escritor asesino —novela que tú escribías en ese entonces—, debía extraviarse en el laberinto de la trama compleja del relato, de las diversas historias que se entrelazaban, como sucede en las mejores novelas policiales, hasta la mise en abîme final; en que debía llegar, después de un arduo trabajo de pura reflexión (sin moverse de su gabinete de trabajo) —como en The hound of the Baskerville, una aventura de Sherlock Holmes, la novela de Sir Arthur Conan Doyle, o «The Murders in the Rue Morgue», «The Purloined Letter» y «La muerte y la brújula», cuentos éstos de Poe y Borges respectivamente—, a la conclusión de que el culpable del crimen era (aquí intervenían todas las circunstancias atenuantes, producto del azar, que creaban una situación de «indecibilidad», como en un film sobre un serial killer que viste; porque la vida imita, como pensaba Wilde, o termina, frecuentemente, por imitar al arte)… , pero…

12

—Fue M.H. Robert, creo —dijo Maura Fuentes, suspirando como si se hubiese quitado un gran peso de encima.

—No la noto muy segura, sin embargo…

—Nunca lo estoy.

—Yo tampoco, pero… ¿Lo vio, lo escuchó o qué, aquella noche?

—Me pareció verlo entre las sombras de la noche, la luna se hallaba tan fija en el cielo oscuro y la calle, bajo la luz de los faroles…, me daba la impresión de …, ahora que se lo digo no dejo de pensar en el cuerpo lívido de Laura que vi tirado en… y…, casi ya no duermo desde aquella noche.
La miró con una cierta compasión; «esa curiosa facilidad con la que, súbitamente, alguien puede desear o amar y…, proviene acaso de una necesidad de anular el tiempo…, cuando se vive pendiente de una ilusión y…»

¿Le pareció ver a M.H. Robert, y eso es todo?

—¡No le parece suficiente?

13

«Suceden ahora otras historias arriba y abajo.» Después de la muerte de su padre, en el puerto de Chimbote, al norte del Perú, Mallen Hannibal Robert, el escritor «Caníbal», viajó a Lima, y allí estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y comenzó a andar con poetas y pintores, emborrachándose en el Wony, el Queirolo, el «Chino-Chino» y otros bares de Lima, y en el «Juanito» y La Vía Férrea, en Barranco, en las noches de bohemia que no acababan; su juventud lo permitía, hasta ese entonces. En un tiempo se acercó, en sus inicios poéticos, al grupo Kloaka, que acababa de aparecer, y creo que hasta colaboró en el suplemento dominical, «El Asalto al Cielo», de un periódico que pasó a ser controlado por Sendero Luminoso, un movimiento subversivo que irrumpió en la vida política peruana el mismo día en que se realizaban elecciones, para el retorno del país a la democracia, después de más de diez años de gobiernos militares, quemando las ánforas de votación, en Chuschi, un pueblito de la serranía ayacuchana.

M.H. Robert, por pura provocación —como que en un tiempo, allá por los años 80, en los bares de la Lima bohemia, en que estuvo cerca de los kloakas, en sus inicios literarios y políticos, y por ahí le salía, algunas veces, su avantgardisme artístico y algo de subversivo en sus opiniones políticas; sobre todo, en lo que concernía a los «Pueblos Originarios», como él llamaba a los pueblos que poblaron, desde sus inicios los continentes, pensaba yo en un comienzo; pero no, no, al escucharlo, amenazando de un diluvio de sangre (¡como si no fuese suficiente la sangre derramada ya!), me daba cuenta que se refería solamente a las diversas etnias americanas y, sobre todo a los Collama-Aymaras y Quechuas—, en su megalomanía que le salía así, de repente, al monstrico, decía, poco tiempo después de que publicase su primer libro, que debían haberle otorgado ya le Prix Nobel; y ¡el de la Paz también «Caníbal»! , agregaba yo (ambos, por una obra literaria que, hasta ese momento, sólo existía en su imaginación).

14

Diario del escritor asesino. «Miraba las cúpulas góticas de las iglesias parisinas, de Saint Eustache, Saint-Merri, la Tour de la terreur —en restauración (con sus horríficas gárgolas proyectándose sobre paños blancos, que cubrían ahora la torre), en un parque, no lejos de la Plâce des Innocents, donde algunas noches esperabas el Noctanbus—, Notre Dame, Saint Jacques… Pensaba que todo el mundo sabía que había cometido un crimen; hablaba solo, dirigiéndome a algún transeúnte o pasajero del metro imaginario acaso y escuchaba voces, y comenzaba a sentirme culpable (ahí, en la habitación se hallaban dos largos y afilados cuchillos; uno de mango negro, de hoja cortante mucho más corta, y el otro, completamente metálico, acerado, brillando ambos en la oscuridad de la pieza, instrumentos sacrificiales, como si de un altar se tratase (como en el poema “The Butcher Shop”, del poeta norteamericano Charles Simic, que leí en una antología que me prestó Armand Olivera, en Lima, y que traduje con el título “La Carnicería”, para la revista de poesía Maestra Vida, que editábamos en ese entonces), y… »

15

«Se me aparecen ahora, Maruja, varios “momentos” de la noche en que estuvimos en la soirée y todo lo que pasó después, como en veladura; cuando conversabas con la psicóloga y yo al otro extremo de la sala; antes, hubo un tipo que estaba a tu costado, y que yo veía que te daba la espalda, expresamente, para hacerse notar. Me sentía sin ti y, al mismo tiempo, me decía que no debía hacerme ningún problema; y al instante, estaba ya hablando con otra persona, un libanés creo, y luego con Mallen Hannibal Robert, el “Caníbal”, y José Manuel Montero, el “Salvajón”, el champagne ayudaba. Después tú te acercaste. Conversando, antes, le había dicho a Mallen Hannibal, bromeando, que me sentía perseguido por los psicólogos, ¡qué no dejan de joderme! Él como que se sorprendió y me dijo que esa noche sólo había una; no es que no estuviese contigo, pero algo ocurría, algo me ocurría. El tipo de espaldas, que lo sentía ahora detrás de ti, y la psicóloga que no dejaba de mirarme, como queriendo hipnotizarme. En algún momento pensé que tú no te dabas cuenta de lo que sucedía. Cuando estábamos sentados y el “Salvajón” dijo algo, sobre  por qué te había invitado, lo recuerdo muy bien, pero por lo que tú comentaste, con cierta duda, me dije que habías entendido otra cosa; hubo hasta un cierto momento de violencia: un chiquillo, hijo de uno de los invitados, que se defendía de las persecuciones de alguien (un adulto). Posteriormente, comenzó la cena; tú estabas a mi lado pero yo, en cierto sentido, te provocaba por los celos que sentía en esos momentos. La psicóloga se hallaba casi al frente, al costado derecho de la mesa, y me miraba y me miraba, como si tratase de influenciarme. No sé en qué momento, ya en el auto del “Salvajón”, que con M.H. nos acompañaban, ocurrió lo que ocurrió. Cierto, Maruja, que soy consciente (no quiero dar una  “explicación” para justificarme), como si fuesen instantes vagos, de mis estallidos de violencia contra ti y la sensación de impotencia de no poderlo evitar. Ahora que lo escribo me doy cuenta que no deja de haber un lado paranoico en todo esto (lo que muestra el estado de fragilidad en que me encuentro). Lamento todo lo que pasó en el auto, pero así ocurren las cosas; en un momento los celos nos cogen y no nos sueltan, y algo, en un solo instante (como si hubiese detrás muchas cosas que se han ido juntando), desata la explosión. Y eso es todo.»

16

Pasaba todo el día interrogando a imaginarios testigos de su muerte. Finalmente, él estaba enloqueciendo y ahora creía que todos los lugares de la ciudad se hallaban embrujados, y que miríadas de ojos lo espiaban en las calles, o a donde fuese. A eso lo habían conducido sus obsesiones y, también, tanto interrogatorio inútil, y tantas y tantas indagaciones, que lo único que habían logrado era alejarlo cada vez más de la verdad. Ya de noche sentado en la terraza del Fénnelon —un bar frente a la plaza Saint Michel—, intentaba calmarse sin lograrlo. Era la viva imagen de la desesperación: bastaba con observarlo unos segundos, para constatar que sin duda alguna estaba perdiendo la razón.

17

El terror hizo presa de él. Era como si se hallase perdido en un laberinto de un teatro abandonado, donde los antiguos héroes habían desaparecido; extraviado en el interior oscuro del vientre del Minotauro, en ese hueco tenebroso que llaman vida. «Al cruzar las esquinas oía el batir de alas de pájaros y escuchaba voces; había enloquecido. Los celos me devoraban; pensé matar a Aline Nothomb y a…»
(…) otras veces él tenía la sensación de hallarse en un inmenso salón de fiesta, miraba los cuadrados blancos y negros del piso brillante de losetas; miraba hacia todos lados, pero no había nadie, sólo el vacío inmenso. Se hallaba a un paso del precipicio y escribía, en ese entonces, la novela policial El escritor asesino, intentando mantenerse, como un equilibrista, al borde del abismo, y que la escritura le permitiese explorar el vacío y no caer (como si todo dependiese de ese paso, no dado, y él, a través de sus palabras, asumiese ese riesgo), en el intento de escribir bien y registrar una tras otra sus visiones de espanto. Pero se sentía también culpable, algunas veces, como si al escribir esas historias que lo obsesionaban estuviese cometiendo un robo, una infracción, un crimen (al que volviese siempre) y como si eso fuese así siempre y siempre, concomitante al acto mismo de escribir.

18

Escribir, escribir: eso es lo único que puedes hacer para escapar de la carga de angustia que te oprime. Es lo único que te interesa. Caminas en la noche sin rumbo (los recuerdos se agolpan, los fantasmas se hallan ahí presentes y la culpa que…) Entonces…, ¿debes continuar, sin mirar hacia atrás? La escritura como necesidad, o la escritura como subterfugio. No dejas de pensar; no debes dejarte atar por nada. Es una cuestión de libertad creativa; ¿escribir como un acto de libertad absoluta? Je suis vivant, vous êtes morts! Escribir como acto de transgresión; como un arte de tauromaquia en que pones en riesgo tu propia vida. Escribir, escribir, escribir…

19

Ocurrió una noche, algunas semanas después del 11/9. Me hallaba en la casa de Maruja Sifuentes; ella dormía. El incendio se había desatado pocos minutos antes y el fuego abrazaba el techo de uno de los viejos inmuebles, ubicados a la entrada del pasaje —Allée de la Ville Fauché, en el barrio 20— que conduce al conjunto de edificios de apartamentos donde vive Maruja; desde el 7° piso se podía ver, a través de las ventanas, las llamas y las columnas de humo como nubes de moscas que se elevaban hacia el cielo… Acababa de despertarme y me encaminé hacia la habitación en que está la TV; la prendí (y descendí completamente el volumen). Entrevistaban a un pintor neoyorquino; estaba sentado sobre una silla portátil, con algunos de sus cuadros en torno: un retrato de Bin-Laden en el lado derecho de la pantalla, hacia el fondo, WANTED en la parte superior de la tela, cartas de póker; una pistola de un azul mortífero, acerado, que le apuntaba (en otra de las telas, hacia el lado izquierdo)… Miraba por la ventana —detrás de la pantalla— las llamas que se elevaban, alternativamente, a una velocidad irreal, las nubes de humo (no veía el cielo, sólo los reflejos intermitentes que producía el incendio)…, y más, más a lo lejos las inmensas torres habitacionales de los suburbios de París, donde se penetra en esa no man’s land El incendio que se propagaba en el horizonte; ante su resplandor los astros perdían brillo. Podía ver, desde allí, el caos, la sorpresa, la confusión y el miedo que reinaban…

20

El terror se anunció al amanecer, con el batir de alas de miles y miles de pájaros que, como los agudos gritos del pequeño Oskar en Tambor de hojalata, la novela de Günter Grass, quebraban los cristales al estrellar sus duros picos. Releías La part des ténèbres (volviste a ver The Birds, en la Videoteca de París, el film de Hitchcock en el que los pájaros desatan el terror en Bodega Bay, un pueblo de la costa oeste norteamericana). Es en este periodo cuando reaparecen los signos de locura mortífera. The Silence of the Lambs; Áyax, en un ataque de locura sacrificando a las ovejas… Era una idea fija la que se había apoderado de su mente; se creía el más grande escritor vivo, imaginaba que la mala fe, la envidia, los favoritismos de grupos, las intrigas y las persecuciones de los demás habían aparecido como obstáculos en su camino al reconocimiento. El delirio persecutorio, en los últimos tiempos, se había intensificado; en cierta manera, amaba sentirse perseguido; dicha persecución lo hacía creerse aún más grande y, en el fondo de sí mismo, encontraba un goce secreto en victimizarse, y se consolaba —en el paisaje de inmensa desolación y silencio que lo rodeaba— de su propia grandeza.

21

Miro los castaños de la avenida; sus ramas cubiertas de verdes hojas primaverales, mecidas por un suave viento matinal. Esta mañana es fría, pero la claridad del día penetra desde muy temprano en la habitación. Desde un quinto piso de la rue Belliard miro los techos de los otros edificios, el humo que sale de alguna chimenea, las fachadas de ladrillo, las ventanas con plantas de geranios, claveles, begonias e hibiscos (riega las plantas Aline Nothomb); ¡qué lejos está el invierno! Me desperté una noche, la nieve caía. La luz sobre los techos era irreal, fantasmagórica, y sorprendí a esas horas (¡el tiempo no existía!), la belleza terrible de los castaños, desnudos (las cáscaras de sus frutos resecos, negruzcos, agitándose como en una danza, de vida, en un encantamiento mágico, mortífero, que me llamaba, que me llamaba esa noche del invierno pasado), en la pura contemplación, en otro estado, en que no era yo, ¡y era yo!, me llamaba y me llamaba a…,¡abrir la ventana y a arrojarme al vacío!

22

«Art-Mo, querida nodriza, extraño la tibieza de tus senos». «Bésame con los besos de tu boca»; «dime si me quieres; dímelo, dímelo, por favor, ¡dímelo!» Ese pata que se raya, eres tú; ése eres tú, el que se mira en el espejo. Porque los espejos no mienten, ¿o sí? Nietzsche; «yo me miro y tú te miras; o yo me miro al mirarte, ¡porque el amor siempre es de uno! Te miras sin mirarte, dividido, en la total desolación…»

Comenzaste a acusar a los otros y, sobre todo, a Maruja Sifuentes, quien habría convertido tu vida en un infierno, al no poder escribir más; te sentías acabado, como si los años se te hubiesen venido encima (y la obra literaria ¡aún inexistente!). Los problemas e intrigas, que se suscitaban en el medio en que te movías, te agotaban, más aún cuando manifestabas una pérdida de creatividad. La inseguridad y el alcoholismo crónico (falso escape este último a las querellas en las que te veías envuelto, y que hacían imposible tu vida), terminaban abatiéndote; entraste, así, en un estado incontrolable, en que la abyección de tu conducta, el plagio y la ímpostura, y lo que tú sentías, por los comentarios sin piedad que ésta suscitaba, acentuaban aún más tu malestar, sintiéndote un ser miserable, y empujándote hacia el laberinto de la locura.

23

Anoche cené con el «escritor caníbal» Mallen Hannibal Robert (des noms propres) y le dije que la pintura de Giorgio de Chirico se había adelantado a su tiempo; que tenía dotes proféticas era indiscutible; ahí está su Portrait prémonitoire de Guillaume Apollinaire (1914), herido en la guerra. Trato ahora de recordar cómo fue, exactamente, que se lo dije; el alcohol barato que tomamos, después de la cena en su casa, en uno de los bares de la Place de Clichy, nubla aún mi cerebro. Quizás trataba de expresar ciertas sensaciones, en fuite (como atravesar en la noche Bélgica, insomne, por la autopista iluminada), que me produjo el volver a ver las reproducciones del pintor italiano. El famoso phénomène de mémoire proustiano, no tanto como las magdalenas de la nostalgia (el olor de los pedos que le producen el mondonguito a la italiana y/o el cebichito peruano, no me acuerdo muy bien, al personaje de uno de los cuentos del escritor Alfredo Bryce Echenique). Sucedió así: la tarde anterior, a eso de las 7:45 p.m., salí a hacer deporte; estuve corriendo por la rue Belliard, atravesé la avenida de la Porte de Clignancourt y continué, luego, por el boulevard Ney; no muy lejos se veían los puentes por los que atravesaban las vías del T.G.V. y del R.E.R.; los graffiti que hacen los jóvenes de los suburbios parisinos, aparecían sobre los muros —ORWELL-1984; FUCK LA NET; FUCK TELECOM; POLLUTION PLANETAIRE; MARRE DE LA PUB (WMK-«Pirate»)a los costados de las vías férreas, entre los cables de alta intensidad. En la marcha pasé por debajo de varios puentes semioscuros (los autos y ómnibus se desplazaban a no mucha velocidad), hasta llegar a la autopista de varios niveles, en que el ruido era atronador; a lo lejos aparecían los edificios de apartamentos iluminados; veía, también, los haces de luz del alumbrado público, que menguaban la oscuridad de las pistas de asfalto. Bajo el cielo gris, congelado, del crudo invierno parisino tenía la sensación de devastación y de abandono en esa no man’s land; era como si otra gran ciudad, en su expansión salvaje, devorase a la vieja. De retorno, sentía toda la desolación del mundo, y me venían unas ganas intensas de llorar… la muy «ñauparida» me había abandonado; …«¡qué se la tiren los perros a la maldita»!»—le había dicho Mallen Hannibal, quien además de «caníbal» es misógino in summus, mi amigo el escritor peruano… y él quería olvidarla, pero no podía («deberían quemarla en la hoguera por envoûtement par la voix et le regard, et l’utilisation de certaines substances maléfiques, élixirs, filtres de amour…»); sin mirarse se miraba en esa oscuridad de luces, en ese otro paraíso perdido, tal vez ya muerto…, y la angustia del amor le oprimía la garganta, ¡como si ya nunca nadie lo fuese a amar jamás!

24

Mallen Hannibal Robert se hallaba prisionero de los celos; no podía soportar  pensar que Aline Nothomb pudiese estar, en esos instantes, con otra persona, acariciándose, abrazándose, besándose con alguien que no fuese él. Seguramente, pensaba, ella tenía otras ocupaciones, o, por lo menos, algo que la atormentaba y que la mantenía como ausente cuando se veían; pero no, su amor egoísta quería arrancarla a todo afecto por los demás, ¡apartarla del mundo entero! La hubiera querido ajena al mundo entero —a él, inclusive—, antes de saberla ligada a alguien que no fuera él; los últimos encuentros con Aline se reducían a puros monólogos de su parte. Era algo que lo obsesionaba, una idea fija, y se imaginaba cosas. Se veía, una tarde, yéndola a buscar al parking de la universidad, donde Aline Nothomb dictaba su curso de literatura inglesa y, creyendo que ella podía encontrarse allí, en el auto de su joven amante, matarlos a balazos; ¡era algo completamente loco! Ahora, cuando él y Aline se hallaban desnudos, él la sentía distante, como si ella se encerrase, en esos instantes, en sí misma, en una frigidez de hielo, dejándolo a él solo, en su desnudez insoportable. Aline en posición del costado izquierdo, mirando hacia el muro, dándole la espalda, las piernas juntas, doblando el dorso, y la cabeza hacia las rodillas, ovillándose como si buscase retornar al útero materno; era en ella una necesidad, casi infantil, de sentir calor y de protegerse de la inmensa desolación que los invadía en esos instantes, y que como un foso de aguas oscuras, frías, ahora se interponía entre sus cuerpos. Mallen Hannibal se sentía impotente, y era esa horrible sensación, lo que lo impulsaba a poseerla otra vez y otra vez, con violencia; como si de esa forma, él pudiese escapar a las pulsiones mortíferas que lo amenazaban.

25

Roberto Mallen tomó el R.E.R. «B» para ir hasta la estación del Norte; allí hizo cambio hacia las estaciones del metro, dirigiéndose hacia la Puerta de Clignancourt, hasta Barbès-Rochechouart; en Barbès cambió, nuevamente, en dirección de Porte Dauphine. Desde que Roberto empezó a ir a las reuniones del comité de edición de «APU-Rímak» (El dios río hablador) —la revista de literatura que con unos amigos preparaban, que habían tenido lugar más de una vez en el apartamento de Maura Fuentes (una de las chicas que debía ocuparse de la puesta en página de la revista), cerca de la Porte de Saint Ouen (las otras veces habría pasado en la casa de dos otras chicas que participaban también en el mismo proyecto de edición), quizás por el exceso de alcohol fuerte ingerido en las noches, mientras trataba de avanzar en su novela, El escritor asesino, y de toda la marihuana, la «niña macoña» que fumaba—, tenía problemas para orientarse, desplazarse por los laberintos del R.E.R. y el metro parisinos, y llegar a las reuniones a tiempo. No era sólo a causa de los simples cambios de dirección o, lo que había sucedido más de una vez, del cambio de fechas, que no habían podido comunicarle, y que le dejaban una sensación de hallarse perdido; no, eran otras cosas. Roberto sentía —la tarde que iba a verse con Maura— la opresión de la presencia de una gran cantidad de gente, apretándose en los pasillos del metro. La miseria lo ahogaba; desde la estación del Norte, pasando por Barbès hacia la Place de Clichy veía el deterioro de las gentes y de las cosas, como si todo sufriese de un largo abandono.

Maura Fuentes vivía cerca a una de las estaciones de la línea 13 del metro, después de La Fourche, en dirección d’Asnières-Gennevilliers; en la Place de Clichy, Roberto Mallen debía prestar atención, porque en «la fourche du diable» la línea se bifurcaba: era como si fuese en dirección de Saint-Denis, el anuncio (clavado sobre la pared en el cruce de un largo pasillo) lo señalaba; sin embargo, Roberto había tomado el metro y no se había acordado de las indicaciones que le dio Maura, de cambiar en La Fourche; el metro lo llevó hasta Guy Moquet, y él tuvo que cambiar de andén, tomar la dirección inversa, para descender en La Fourche. Roberto se daba cuenta de que podía perderse y desaparecer en las líneas del metro; encontraba que en ese laberinto, en el que su memoria erraba (se imaginaba a las personas que tenían crisis súbitas de amnesia), habían pendientes y deslizamientos, en los que él, que las más de las veces no prestaba atención, podía perderse para siempre. Comenzó a sentir miedo. Después, Roberto Mallen habría tomado, en la «fourche du diable», otro tren, y descendió en Brochant; se puso a caminar por las calles, mientras lloviznaba, buscando la dirección, pero tuvo dificultades para llegar donde vivía Maura. Ella le había dado cita a las 4:30 p.m., mas cuando él salió del metro para buscar la dirección, no sabía qué hora era; se encontraba bajo el efecto de la luz artificial que le producía alucinaciones. Roberto sentía que la gente que caminaba, esa tarde de invierno, bajo la luz de los postes y de los avisos publicitarios de los supermercados y boutiques, lo angustiaban; él creía que había gente que lo perseguía. No sabía qué podía sucederle donde se dirigía, pero no podía dejar de caminar; él caminaba por las calles, el rostro alterado, mirando a todos lados…

26

Diario del escritor asesino. «Los delataba su presencia acechante, sus palabras intrigantes, sus más mínimos gestos. Ellos saben, ellos saben que he cometido un crimen, me repetía y me repetía, obsesivamente, hasta la locura. Por donde anduviese me sentía observado por miles de ojos, y bajo una oscura amenaza; me movía en una zona torturada y en tinieblas, me hallaba, sin duda, profundamente perturbado. Ellos lo saben, todo el mundo lo sabe y…, me decía una y otra vez. Había algo que flotaba en el aire denso, en el aire espeso del crimen, y la culpa me perseguía, y me sentía perseguido; me guiaba como un ciego en medio del caos, de su presencia letal, mortífera y…; retornaba a mi habitación de la rue Belliard, después de haber librado un duro combate con el enemigo, conmigo mismo, y el combate no cesaba, estaba enloqueciendo, y no podía…»

27

Trataba de escribir; la página permanecía en blanco. Trabajaba en su novela, en la historia del escritor asesino (él se decía que la casa de la ficción es la casa del crimen, a la que el escritor, el asesino, volvía siempre y siempre inventando historias, en esa necesidad constante de fabular). El tenía una visión de la fragmentación, del morcelement du monde, de la ciudad que crecía, que se expandía monstruosamente —y de la naturaleza, como una antigua divinidad violada—, del caos, la violencia y el terror en estos tiempos, de la guerre des temps, y de la realidad que se le escapaba (ambigüedad y confusión terrible, desorden e irrealidad que surgen del flujo inabarcable del tiempo), de la que él no llegaba a dar cuenta, expresando el sinsentido en su escritura, o dándole algún sentido en sus intentos  —fallidos— de contar. La cuestión era l’appréhension du réel, a través de una estética «no-realista», donde la fuerza de la imaginación, en una construcción (y/o «deconstrucción»; cuestión de abertura y de clôture narrativa) de la historia, como si de muñecas rusas se tratase (como si fuese un sueño que se sueña, un sueño dentro del sueño), cautivase al lector-«inspector de police» (o al «policía-lector»), sumergido en los avatares de la intriga, intensamente vivida, abriéndose, de pronto, a otra realidad, imaginada, hasta el punto de…, en la frontera entre el sueño y la vigilia…

28

Roberto Mallen no dormía después de varias noches; intentaba descansar algo, inútilmente, por las mañanas. Partía después del mediodía a tomar el metro o el R.E.R., y tenía la sensación de hallarse sometido, todo el tiempo, a la luz artificial; la mirada irisada como si lo estuviesen interrogando. Era ya el invierno. Roberto salía del metro y caminaba por las calles del faubourg de Montmartre; miraba las muñecas, las marionetas y las máscaras, expuestas junto a viejos trajes, en las vitrinas de las tiendas de antigüedades; le hablaban de mundos desaparecidos (como cuando escuchaba algunas veces, viejas canciones italianas, francesas, españolas o latinoamericanas). Caminaba por las callejas estrechas de los barrios populares de París, próximos al cementerio de Père Lachaise y, también, por las calles y los grandes bulevares de la ciudad; miraba a la gente que entraba y salía del metro, como si fuese una gran caverna que los devoraba y arrojaba fuera. Roberto caminaba sin parar largos trayectos, mirando a lo lejos las manchas blancas, sobre los techos grises, de los pabellones de un hospital. Veía los rostros cansados de la gente, pobre gente de París. La agitación de sus cuerpos, cuando volvían a sus casas, luego de las duras jornadas de trabajo, hacía que éstos se le apareciesen como sombras en fuga que lo sorprendían; toda esa gente en su pobreza y su inmensa soledad, llevando puestos viejos abrigos de fieltro, que caminaban bajo la luz fría, opaca, de los postes de alumbrado.

29

De Chirico, Giorgio (Volos, 1888-1978), está catalogado como un «pintor metafísico». En lo que se refiere a la expulsión de la metafísica de la filosofía moderna, leo en El mal de Montano, que el escritor alemán W.G. Sebald —el autor de Vertiges (1990) y de Los anillos de Saturno (1995)— es un gran lector de Borges, «de quien siempre alaba que supiera comprender muy temprano el error que supuso expulsar a la metafísica de la filosofía. Porque de hecho —dice Sebald—, hay cosas que no podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, forma parte de nuestra condición humana, antes más que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos es algo que nos distingue de la animalidad.» Ojeando, antes de ayer, el libro de Pierre Fatumbi Verger, Orisha. Les dieux youruba en Afrique et au Nouveau Monde, hallé dos reproducciones de las pinturas de De Chirico que encontré tiradas en la vereda, caminando una tarde hacia Montmartre; una tiene por título, Le Muse inquietanti  (1916) y la otra, Interno metafisico con sole spento  (1971). No sé por qué me había puesto a mirar ese libro (ni menos  por qué las láminas se hallaban ahí), en ese texto que trata de trances, de arquetipos y de mitos sincréticos populares.

30

(…) Maura Fuentes se mantenía callada. Finalmente, hizo un gesto y un movimiento, rápido, de cabeza pleno de desafío.

—¿Le escribió usted en los últimos tiempos?

—Ciertamente, no…

—¿No le escribió a Laura pidiéndole una cita la misma noche de…?

Esta vez ella palideció y sus labios no llegaron a articular el «no» que yo presentí y que, sin embargo, no…

—Señora Fuentes, vuestra memoria desfallece; le hago recordar que Ud. asume una gran responsabilidad, y se encuentra en una falsa posición, al no decirme todo lo que sabe, más aún cuando los…

31

La había conocido en el cine Latina, en la premier de El principio de la incertidumbre, un film portugués; se encontraron en el brindis, en la sala del primer piso. Uno de sus amigos peruanos, José Manuel Montero, el «Salvajón», fue quien los presentó. En la conversación que sostuvieron, ella quiso saber el porqué del título del film que acababan de ver. Se hallaban con Maura Fuentes, una pintora mexicana, y Francisco Cavahuil, un poeta guatemalteco, y decidieron todos hacer esa tarde una travesía por los bares parisinos del Marais.

—…y, ¿en qué consiste ese principio de incertidumbre? —le preguntó Laura Calle.

—Que algo pueda ocurrir o no entre tú y yo se halla sujeto al principio de incertidumbre —le contestó Roberto Mallen.

Tomaron varias cervezas y hasta bailaron Salsa en el Polly Magoo, un bar de la rue Saint Jacques en el Quartier Latin, cerca a la estación Saint Michel. Después, ya entrada la noche, Laura propuso ir a su apartamento, y continuaron allí bailando. El bebió vodka sueco todo el resto de la noche, acodado a una mesa, conversando de pintura y, también, de las cosas de la vida y sus tristezas con Francisco Cavahuil. En la mañana se despidieron todos. Ella lo llamó por teléfono a los pocos días; se vieron en la tarde en un bar de la rue de la Vérrerie. Hicieron el amor esa noche, y continuaron viéndose los días sucesivos —haciendo citas en los bares y cafés del Marais— pero, ahora, ya sin sus amigos.

32

Detrás del centro Georges Pompidou, en un bistrot donde el vino es barato, me reencontré con Mallen Hannibal Robert, el escritor en ciernes (o, el escritor «fracasado»); hablamos sobre La literatura nazi en Latinoamérica y Estrella distante. Él me había prestado este último libro de Roberto Bolaño unos días antes, y allí estábamos para conversar. M. H. tiene como libros de cabecera Voyage au bout de la nuit y Guignol’s band I y II, de Céline (y lee y relee el panfleto Bagatelles pour une masacre, del mismo autor, que un día me  envió, por correo adjunto, desde Marsella); me hablaba de la pataphysique y citaba frecuentemente a Jarry; estuvo fascinado por Raymond Roussel, el autor de Impressions d'Afrique y de Locus solus; luego su interés derivó hacia la obra de los fundadores del OuLiPo (Georges Perec, Marcel Bénabou, Italo Calvino y Raymond Queneau…), hasta el punto que se consideró, un corto periodo, oulipien; poco después estuvo interesado en el movimiento situationniste. Así, el exceso de confusión terminaba por alterar su personalidad literaria y política. M. H. es un escritor del caos y las catástrofes; es la imagen viva del desorden, de su propio desorden. Había leído, también, a Drieu la Rochelle, y por un tiempo se había entusiasmado con la obra de Pierre Bourgeade, quien le dedicó su novela Warum (le obsequió sus libros Les Immortelles, L’Objet humain y Crashville), y con quién mantuvo un corto intercambio epistolar. Alguna vez lo vi también con un libro, Svastica, del escritor japonés Junichiro Tanizaki, u otras con alguna novela del escritor colombiano Fernando Vallejo o de algún otro novelista o poeta latinoamericano; es un lector voraz y desordenado y ama, por encima de muchos otros géneros, ese que llaman policíaco. Yo soy todo lo contrario. Desde que me había tropezado con Bolaño, era como si me hubiese encontrado con la vendedora de Biblias (de la que nos cuenta El Ventrílocuo, personaje de la novela Una casa para siempre, del escritor barcelonés Enrique Vila-Matas), y sólo me preocupaba por leer lo suyo; y lo hacía, a diferencia de M.H. que es un atormentado —y lee de la misma manera obsesiva en que toma vino (pues, como escritor, piensa que no hay genio sin la «diva botella»; «¡Es cuestión de paraísos artificiales!» —dice, repitiendo seguidamente frases de Baudelaire)— en total abstinencia…

33

Él era parte de una conspiración, un conspirador privado, irónico, contra ese complot que es siempre la realidad, y expresaba una mirada de sombra sobre este mundo criminal. La verdad de las mentiras, que sólo la literatura y el arte hacen posible. Y nada le parecía más verdadero que ironizar sobre su propia identidad; así, aparecía el doble, que era él mismo y era otro, como en «Robert Wilson», uno de los mejores cuentos de Edgar Allan Poe, que lo fascinó cuando lo leyó siendo un adolescente, o Les etapes de la folie o Le double incluso, obras del escritor ruso Fedor Dostoievsky, a quien (junto a  Hawthorne y Melville) los había leído desde los 13 años… Él se creía ahora capaz de poder escribir la novela que siempre quiso escribir, El escritor asesino, y enfrentaba audazmente las cuestiones de la unidad y la armonía —de la «totalidad» y las partes— de la obra, los problemas del espacio, del tiempo y del estilo y, sin ninguna duda, de la técnica narrativa, lo que le causaba más de un dolor de cabeza, pero que… Él creía haber encontrado el talismán que…

(…) y ahora escribía la historia del «escritor asesino», como una parodia de la novela policial y el thriller («Para Thriller, me basta el video-clip de Michael Jackson», se decía él) —géneros miméticos, en lo que concierne a la horrífica realidad y, esa es la limitación de los escritores realistas (en un tiempo también él había escrito las novelas Hôtel Moonpanar y Sa majesté la terreur, dentro del «realismo», manuscritos que terminó arrojando a la basura), la duplicación empobrecida de la realidad (¡que siempre los sobrepasa!)—, para que, a través de la imaginación creativa, de la fuerza de la ficción, poder evadirse de la sujeción que la realidad ejerce, como si fuese una trampa, sobre el novelista y el lector (o el espectador invadido de imágenes de serial killers con sierras eléctricas, que pasan en la T.V. o en las salas de cine). El poder de las palabras, terrible poder que tienen en sí mismas, y ejercen, ¡las muy putas! , le permitía protegerse de la irrupción de lo real y, y de la desesperación frente al vacío que… Pero, incluso si él escribía, tenía miedo de escribir (sobre todo de terminar su novela El escritor asesino), presintiendo que iba, directamente, al fracaso completo y…

34

Diario del escritor asesino. «Era yo en ese entonces la viva imagen de la confusión y el extravío. Cuando descendía al metro, una sensación de gris me invadía esos días de Septiembre, me embargaba en ese tiempo una profunda nostalgia y la depresión hacía presa de mí. Al salir, al atardecer, me encontraba con un cielo parisino incendiándose; era el fin del otoño (y comenzaba el invierno), y me daban ganas de matarme; unas nubes oscuras, amenazantes como puños de kriptonita púrpura, se hallaban suspendidas y yo caminaba y caminaba, sin rumbo, extraviándome frecuentemente por las calles y bulevares iluminados de ese París que no terminaba nunca, pero que para mi no era una fiesta (… y ¿era acaso también una fiesta que no se acababa nunca?, como dice el título del último libro,…, de Hemingway, publicado después de su suicidio, de un disparo en la cabeza (valiéndose de una carabina de caza), en su oscura casa —donde escribía la novela sobre París, hasta tomar la decisión de matarse—  de Ketchum, Idaho.)

35

Roberto Mallen se hallaba solo en su habitación; él se había instalado en una inviolable soledad. Habitaba desde hacía varios años en un estudio de la rue Belliard, donde los libros, periódicos y revistas habían invadido todo el espacio, la pieza única, el minúsculo pasillo, el sitio de la cocina. Tenía la impresión de vivir como Robinson Crusoe en su isla desierta, sin verdaderos contactos con la gente; desde hacía algún tiempo saludaba incluso con dificultad, como si le costase decir un simple buenos días o un buenas tardes, y sobre todo esbozar una sonrisa, la cual se convertía en un rictus que le deformaba el rostro. Después de sus paseos cotidianos que él se imponía, ahora, Roberto Mallen volvía sintiéndose más fatigado que antes; desde hacía ya varias noches que no podía dormir. Caminaba por las calles como un sonámbulo; los paseantes lo fulminaban con la mirada, viéndolo como si fuese un extra-terrestre, pues se chocaba siempre con ellos. De vuelta a su habitación, él hacía a un lado los libros, las hojas de un manuscrito dispersas sobre la cama, para poder acostarse. No podía continuar así, ¡iba a volverse loco si no conseguía dormir al menos unas horas!

R.M. estiró la mano y cogió, maquinalmente, un CD, el que escuchaba continuamente en esos últimos tiempos; una misa de Haendel, que conocía casi de memoria. El Sanctus y su Agnus Dei; el Cordero de Dios lo transportaba a un mundo de serenidad, de armonías celestes. Él se sentía más sereno, en paz consigo mismo en esos instantes, y podía volver a pensar en su novela; hacía ya varias semanas que se encontraba bloqueado; él que creía que ¡después de la escritura, no había nada más que la escritura! Había llegado el momento en que Aline Nothomb (pas des noms propres) decidió irse y… ¿Qué continuidad podía darle él a todo esto? Se encontraba en un atolladero; la novela había tomado un camino que no le satisfacía. No era necesario que él volviese a pensar, inmediatamente, en esto. El sueño no venía aún, y él miraba en torno como si quisiese hacer el inventario de los objetos que lo rodeaban. Además de los libros (que en sus estantes parecían sostener las paredes), se encontraban dispersas algunas pequeñas cosas que, él, había recogido en la calle (últimamente recuperaba cosas que la gente arrojaba). A veces encontraba algunos tesoros, como esa estatua del Chamán siberiano, en bronce, encontrada por casualidad, una tarde, en el parque los Jardines de Luxemburgo; no sabía por qué, pero sentía cierto orgullo (un poco antes había pasado por «La Vache Blue», una galería de artistas underground, cerca al Bassin de la Villette); como si hubiese participado en una competencia, en un juego peligroso, y la llevaba como un trofeo. Ese día retornó a su habitación y puso la estatua en un sitio privilegiado, en medio de los estantes. El recuerdo de esas horas le producía, ahora, una cierta nostalgia por el tiempo pasado, sintiéndose como el Primer Hombre expulsado del Paraíso.

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© 2009, Mario Wong
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Wong, Mario: «Wild (fragmentos)» , en Ciberayllu [en línea]

803 / Actualizado: 07.02.2009